crisis de la moral cristiana

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OLIVIER DU ROY
CRISIS DE LA MORAL CRISTIANA
Crise de la morale chrétienne, Catéchistes, 89 (1972) 232-239
Si la moral cristiana está hoy en crisis, es porque atravesamos por una crisis de
civilización. Podemos considerar esta crisis como una destrucción, un desmoronamiento
o un relajamiento de costumbres; pero también como una crisis de crecimiento, tanto en
el plano humano como en el cristiano. Quisiera proponer aquí dos dimensiones de esta
crisis, que son también dos ocasiones para que la moral cristiana reencuentre el
evangelio con nueva actualidad.
LA MORAL CRISTIANA TRADICIONAL
La moral cristiana clásica, tradicional, en la que probablemente todos fuimos educados,
se caracterizaba por su acento marcadamente voluntarista: defenderse de las malas
inclinaciones y adquirir un dominio de sí. Oprimía al hombre con prohibiciones, o le
alienaba en la práctica estricta de modelos de virtud. Era una moral represora del
instinto más que educadora de los impulsos instintivos y liberadora de todas las
virtualidades de la personalidad. Formaba personalidades rígidas, acorazadas, a la
defensiva. Una moral así constituye una amenaza para las relaciones interpersonales:
forma hombres más preocupados por sí mismos, por dominarse y vigilarse, por no fallar
en la virtud, que hombres abiertos a la solicitud y expectación de los otros.
Además, las personalidades rígidas, formadas en esa moral, son frágiles - lo que es
rígido, es rompible- y han de reforzar constantemente sus defensas. Es un círculo
vicioso. Porque, el refuerzo de la represió n virtuosa aumenta la presión de los instintos
y obliga a reforzar también la corona. Es el mismo círculo vicioso que conocemos en la
represión política.
Las ilusiones del "dominio de sí"
Esta moral voluntarista se resquebraja, en la práctica, por relajamiento de las
costumbres. Cuando ceden y se abandonan los marcos tradicionales del pueblo, de la
parroquia, de una presión social organizada y coherente, el aparato represivo de la ley
moral y del ideal de la virtud, está comprometido. La civilización urbana y cosmopolita,
en la que vive ya buena parte de la población, destruye este edificio moral; y, en el
plano teórico, el impacto de las modernas ciencias del hombre pone en entredicho esa
actitud defensiva de la moral tradicional. El psicoanálisis y, más aún, la psicosociología
atacan esta moral represora del instinto, semillero de neurosis y forjadora de caracteres
rígidos, y revelan la influencia determinante de las primeras relaciones humanas,
paternas y educativas, en la formación de la conciencia moral y en sus perversiones. El
hombre se hace consciente de su responsabilidad con aquellos que dependen de él, cuyo
psiquismo sabe que puede formar o deformar.
Esta nueva antropología, menos voluntarista, que se sitúa en el inconsciente, en la
afectividad, no para desencadenar el instinto, sino para educarlo en el ejercicio mismo
de la relación interpersonal, interpela a la moral cristiana.
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Del individualismo a la responsabilidad universal
La moral tradicional era también terriblemente individualista, particularista. Concernía
al hombre privado y, todo lo más, al estrecho círculo de las relaciones familiares o
profesionales; un civismo a escala de pueblo, vecindad o patria.
Ahora bien, el cristiano, como todo hombre de hoy, se enfrenta con la tarea de una
inmensa responsabilidad en relación con el futuro de la humanidad. La red de
solidaridades se está ensanchando y, por tanto, la conciencia del hombre moderno
debería de ser planetaria. Sin embargo, lo más normal es que sea parroquial o
pueblerina. Los medios de comunicación -prensa, radio, TV- no son suficientes para
ensancharla. El mundo desfila ante él como un espectáculo: un mundo en el que
conviven el "western", la ciencia-ficción, sus sueños, la guerra y el hambre. Todo se
consume en imágenes. El hombre puede contemplar al trasluz de su televisor el mundo
entero, sin necesidad de abandonar su actitud individualista, como algo que no le
concierne.
¿Está preparada la moral cristiana para desempeñar su papel de concienciación de la
humanidad?, ¿lo está a escala universal?, ¿es lo bastante consciente de las dimensiones
políticas de todos los grandes problemas morales actuales? Astas son cuestiones
solidarias, ya que las energías liberadas en el pequeño frente defensivo del dominio de
sí, se recuperan para el frente de la responsabilidad interhumana donde se lucha por el
futuro de la humanidad. Quisiera mostrar cómo la moral cristiana debe tomar nuevo
vigor, en el marco de una nueva antropología, y reencontrar una doble dimensión, que le
es esencial. La moral cris tiana, en principio, es una moral de la libertad; gracias a ella
puede ser una moral del amor o de la caridad interpersonal. Es también una moral del
compromiso que descentra al hombre en relación al cuidado de sí mismo, de su pureza o
de la vigilancia estéril de sus pensamientos; gracias a éste es una moral de la
responsabilidad. La moral cristiana clásica ha llegado a ser inoperante. ¿Recobrará de
nuevo un estilo que sea profético para toda la humanidad y que oriente la
responsabilidad de los hombres hacia las tareas que les esperan? Muchos signos hacen
creer que esta llamada le ha sido dirigida y que los cristianos, pensadores u hombres de
acción, comienzan ya a responder. Sugeriré en qué sentido este trabajo me parece
orientarse sobre todo al nivel de la s categorías fundamentales del pensamiento moral.
Bosquejo para una renovación de la moral cristiana
Más allá de la ley
Quisiera mostrar cómo la moral cristiana contiene un germen de liberación del hombre
para todos sus temores y cómo podría hoy expresarse en una forma y
lenguaje más homogéneos con su principio profundo.
Desde el comienzo, desde el evangelio y desde Pablo, la moral cristiana se resume en el
mandamiento del amor. Esto es verdad, además, ya en el AT, en su línea profética o
deuteronómica. Y desde el principio, este amor es, más que una ley o un mandamiento,
una transformación del corazón del hombre por el amor de Dios hecho hombre. Y si
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Cristo nos manda amar a nuestros hermanos, es porque él nos amó primero, nos liberó
de nuestro egocentrismo y de nuestros temores. Así, el mandamiento único contiene
aquello que hace de él un mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo os he
amado! Nos precede un amor que nos permite amar. Dios da, antes de exigir. Toda la
historia de nuestra fe está cimentada en la certeza de que ha sucedido algo que nos
permite esperar.
Desgraciadamente, esta exigencia de la fe judeo-cristiana fue torpemente expresada en
esquemas de pensamiento no siempre adecuados. Moral de preceptos, reduciéndolo
todo, incluso la caridad, a un orden exterior a Dios, al cual es necesario conformarse
para obtener la salvación. O también, una moral de la virtud, al estilo griego, donde la
misma caridad se convierte en virtud, ideal o modelo a imitar, con el fin de adquirir una
perfección personal. Es verdad que el fermento de la caridad evangélica hacía estallar
siempre el esquema en que se pretendía encerrarla. Si se la redujo a una moral de
preceptos, habrá que decir que la caridad los resume todos; y si se la redujo a una moral
de las virtudes, diremos que la caridad es la forma que da consistencia final a todas las
otras virtudes. Pero, ¿no habríamos de levantar acta explícitamente de la inadecuación
de nuestros sistemas morales con el fermento evangélico?
Hay aquí un trabajo importante que hacer y cuyos grandes rasgos traté de esbozar en
una obra titulada La réciprocité. Intenté mostrar cómo la actitud moral del hombre
adulto, responsable, coincide con esta moral de la caridad, donde nada se interpone
entre mí y el otro, ni un precepto que me obligue a amarlo por deber, ni un modelo que
me obligue por virtud.
De acuerdo con las exigencias del hombre y con la naturaleza profunda del amor
evangélico, es el otro quien se hace norma de mi acción. A nadie le gusta ser amado por
deber o por virtud. "No hagas la caridad de amarme", decía Jean Sullivan en una de sus
novelas. El verdadero amor no es un amor de precepto, ni un amor de puro sentimiento
que, a menudo, no es sino amor de sí mismo. Es un amor que reconoce al otro en su
realidad personal y que exige, por su sola realidad, que se le tenga en cuenta, se le
respete en lo que tiene de único y absoluto. Este amor puede construir la propia
perfección moral.
Una caridad, un amor más allá de la ley, más allá de la virtud, esto es quizás lo propio u
original del cristianismo. Un amor así comporta exigencias, pero no puede expresarse
como "obligación", y a que estas exigencias son interiores a la relación humana y el
amor no puede hacerlas valer para los demás más que comprometiéndose en un amor
activo. La obligación, en cambio, supone ya un tipo de relación donde impongo y
domino sin comprometerme, como el que impone a los otros cargas insoportables, pero
él no las toca ni con un dedo.
La moral de la reciprocidad exige que seamos libres de todo temor, incluso de los
temores virtuosos. Hay que aceptar el riesgo de la confrontación, la alteración de
nuestros equilibrios y certezas, la solicitud del otro. El encuentro mortificante con el
otro educa nuestros impulsos agresivos o de fusión. El amor a los demás es una
aventura que no puede codificarse en una ley, ni esquematizarse en un repertorio de
actitudes virtuosas. No sabemos adónde nos conducirá este amor: a qué desgarrones, a
qué excesos, a qué descentramientos. Solamente sabemos que nos llevará hasta las
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últimas consecuencias, porque Jesucristo nos ha precedido y es su Espíritu quien nos
guía.
Moral de la eficacia
La moral de la caridad, al arrancar al hombre del centro de sí mismo y del cuidado de su
propia perfección moral, comporta exigencias de responsabilidad universal que nos
compromete en la eficacia de la acción. No aquellos que dicen, sino los que hacen...
entrarán en el Reino. En esta línea de la caridad, la eficacia adquiere un valor moral. El
hombre virtuoso podría desinteresarse de su eficacia, en la medida en que su fin
principal no fuera externo a él, sino que dependiera de él, según la expresión estoicista,
y no fuese otra cosa que su propia perfección o su buena voluntad, según Kant. El
hombre del amor no puede desinteresarse del resultado de sus actos, porque se dirigen al
otro y eso sería desinteresarse del otro. Sin embargo, el fracaso no es sinónimo de culpa.
El fracaso siempre es portador de una enseñanza a la que no podemos sustraernos. Lejos
de replegarnos bajo la pureza de nuestras intenciones, el fracaso hostiga nuestra
atención hacia el otro, hacia nuevos caminos y costosas rectificaciones. La más costosa
es la muerte. Y la muerte de Cristo, como la de los santos, no es la renuncia a amar, sino
el último camino que muchas veces queda para el encuentro. Para el filósofo y el sabio,
la muerte es un replegarse sobre sí mismo y una evasión de este mundo que le rechaza.
Aún se nos puede pedir otro descentramiento, consistente en aceptar la escala de las
dimensiones actuales de todos los problemas. Los cristianos deben evitar la tentación
del intimismo moral, para abrirse a los problemas mundiales. Esto supone que se
aceptan las mediaciones abstractas, institucionales, de la relación interpersonal: lo que
Paul Ricoeur llama los "largo s circuitos" de la caridad. No debemos medir la caridad
por el sentimiento de la presencia o la inmediatez del encuentro. En una sociedad, cada
vez más tecnocrática y tecnificada, los problemas regionales encuentran su solución en
New York o Tokio. Hemos de aceptar que la eficacia de la caridad sea mediatizada por
largos circuitos de comunicación, por acciones concertadas a largo plazo y que muchas
veces son la austera búsqueda científica, aparentemente indiferente al destino del
hombre.
Profetas y políticos
Es cierto que la moral de la caridad es necesariamente una moral de la eficacia; sin
embargo, habrá que introducir dos estilos de acción, dos estilos de compromiso. Se trata
de distinguir lo que Max Weber llama moral de la convicción y moral de la
responsabilidad. No son dos clases de moral, sino dos estilos de compromiso moral. El
hombre de convicción, el profeta, es aquel que afirma lo absoluto de los valores,
cualesquiera que sean las consecuencias. El hombre de responsabilidad, el político, es el
que se preocupa sobre todo por las consecuencias de sus actos, aquel que preferirá un
compromiso eficaz a un ideal imposible. El primero acentúa el testimonio intransigente
de una vida totalmente coherente con los valores que profesa. El segundo, acentúa el
deseo de alcanzar resultados tangibles.
El ejemplo típico del hombre de convicción lo ofrece el no-violento: Gandhi o Martin
Luther King. Rechazan todo tipo de compromiso con la violencia. Sólo un
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comportamiento así puede engendrar una verdadera paz. El no-violento sólo emplea
para sus fines pacíficos medios homogéneos. Es profeta y, con frecuencia, paga con su
vida el precio de una mayor cohesión de la sociedad. No creo que un jefe de estado
pueda ser un no-violento.
Habría que añadir, por fin, un último descentramiento; el descentramiento hacia el
futuro. El futuro está cada vez más en las manos del hombre y no escapa a su
responsabilidad. Para una moral cristiana hay aquí un amplio campo de búsqueda, del
lado de la utopía o de la prospectiva. La moralidad de nuestros actos no se puede reducir
al alcance inmediato de nuestras buenas intenciones, sino que debe medirse por la
eficacia y responsabilidad a largo plazo.
Conclusión
Recojamos las grandes líneas de esta exposición. Nuestra moral cristiana clásica,
solidaria de la burguesía europea del siglo pasado, era una moral voluntarista e
individualista. Es cuestionada hoy en su voluntarismo, tanto por la crítica de las ciencias
humanas modernas, como por el actual desmoronamiento de las costumbres. En su
individualismo, por la gran responsabilidad de la humanidad en la construcción del
futuro.
¿Qué haremos?, ¿replegarnos en una actitud temerosa, o reconocer en la crisis actual un
signo de los tiempos por el que Dios nos conduce a lo esencial de nuestra fe? Es decir,
reconocer la llamada a un amor que sea el fin y superación de toda ley; la llamada a una
responsabilidad universal que tenga las mismas dimensiones del amor de Dios.
Tradujo y extractó: JOSÉ MANUEL MÉNDEZ
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