CAPÍTULO 7. Literatura contemporánea

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Historia y antología de la literatura hispanoamericana - Santiago Velasco
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
CAPÍTULO 7. Literatura contemporánea
7.1. Narrativa hispanoamericana contemporánea
Durante la década de 1940, Hispanoamérica se beneficia económicamente de las
consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y experimenta un crecimiento urbano sin
precedentes. Desde el punto de vista cultural, la llegada de numerosos intelectuales
españoles y europeos exiliados enriqueció el panorama literario hispanoamericano
(especialmente en México y la región del Río de la Plata). En este contexto, la narrativa
realista de comienzos del siglo XX, tras el periodo de experimentación estilística que
supuso la novela regionalista, urbana, fantástica e histórica, desemboca en el género
narrativo por excelencia de la literatura hispanoamericana contemporánea: el realismo
mágico. Esta nueva corriente, que ofrece una representación compleja del mundo en la
que lo racional, lo onírico y lo fantástico participan por igual, surge como única forma de
tratar la realidad latinoamericana, tan distinta a la europea por la pervivencia en ella de
lo mágico o maravilloso y por la fuerza telúrica de la naturaleza. Los novelistas de
mediados del siglo XX comienzan a ser conscientes de que lo que narran en sus obras es
ficción y que el espacio y el tiempo son magnitudes variables. La narración ya no es sólo
subjetiva unívocamente, sino que dependerá de los distintos puntos de vista de los
personajes. El lenguaje narrativo es lineal, pero la realidad no.
Durante las décadas de 1940 y 1950, México fue uno de los principales centros de
difusión de la nueva narrativa hispanoamericana. El crudo realismo regionalista de la
novela revolucionaria evolucionó hasta nuevas dimensiones psicológicas y mágicas
tras incorporar novedosas técnicas narrativas y estilísticas de influencia
estadounidense (William Faulkner, John Dos Passos) y europea (Franz Kafka, James
Joyce, Virginia Woolf, Aldous Huxley) a escenarios y tramas de carácter local. Dentro
de esta nueva narrativa mexicana, caracterizada por la mezcla de subjetividad y
realidad, destacan los nombres de José Revueltas (1914-1976) ―cuya novela El luto
humano (1943) es un crudo testimonio de la miseria rural de México―, Agustín
Yáñez (1904-1980) ―autor de la novela revolucionaria Al filo del agua (1947) que,
por sus novedades técnicas y estilísticas, se considera la precursora de la novela
mexicana moderna―, Juan José Arreola (1918-2001) ―que ofrece en Confabulario
(1952) una colección de cuentos simbólicos de temática diversa y estilo poético―,
Juan Rulfo (1917-1986) ―cuya novela Pedro Páramo (1955) tuvo una gran influencia
en el desarrollo del realismo mágico hispanoamericano―, Carlos Fuentes (19282012) ―que anticipa el boom de la nueva novela hispanoamericana con La región más
transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962)― y Rosario Castellanos
(1925-1974) ―autora de novelas costumbristas de crítica social, como Balún Canán
(1957) y Oficio de tinieblas (1962), y una poesía que refleja la inadaptación del
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espíritu femenino en un mundo dominado por los hombres, como Trayectoria del
polvo (1948) y Lívida luz (1960).
Durante la década de 1960, los novelistas hispanoamericanos adoptaron técnicas
narrativas originales que condujeron a su inmediato reconocimiento internacional y a
un continuo y creciente interés por la literatura hispanoamericana contemporánea.
Este fenómeno literario y editorial, conocido como el boom latinoamericano, estuvo
íntimamente ligado al auge del realismo mágico, y fue posible gracias a autores como
García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Carpentier, Onetti, Rulfo, Fuentes y Asturias,
que desafiaron los convencionalismos de su época e introdujeron una nueva literatura
experimental y revolucionaria de marcado carácter político y social. Algunas de las
características más destacadas de esta corriente literaria son las siguientes:
a) preocupación por desentrañar la espiritualidad más honda del individuo;
b) exploración de temas universales (como el amor, la muerte o la soledad);
c) empleo de técnicas literarias vanguardistas y experimentales (como la narración
fraccionada, múltiple y cíclica);
d) carencia de elitismo literario;
e) creación de personajes desdibujados y antihéroes;
f) descripción de espacios rurales y míticos que recrean América Latina;
g) preocupación por el erotismo y el comportamiento sexual;
h) pesimismo y falta de humor;
i) empleo de un lenguaje rioo y expresivo.
Uno de los iniciadores del boom de la literatura hispanoamericana fue el argentino
Julio Cortázar (1914-1984), quien, tras darse a conocer con colecciones de cuentos
como Las armas secretas (1959), alcanzó un gran éxito internacional con su antinovela
experimental Rayuela (1963), que altera la linealidad de la novela tradicional y hace
que el lector se convierta en protagonista a la hora de elegir entre los múltiples finales
de la obra. Igualmente durante la década de 1960, los novelistas mexicanos
experimentaron con técnicas multidimensionales, como Vicente Leñero (1933) ―que
en Los albañiles (1963) prescinde de etiquetas para los personajes y deja al lector la
tarea de reconocer a quién pertenece la voz narradora―, Salvador Elizondo (19322006) ―autor de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), novela de difícil lectura
que requiere una serie de claves para ser descifrada― y Fernando del Paso
(1935) ―cuyas “novelas totales”, como José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y
Noticias del Imperio (1987), integran historia, ficción y mito.
La novela urbana continuó siendo un género narrativo de gran aceptación a
comienzos de la segunda mitad del siglo XX ―particularmente en el Río de la Plata―
por su capacidad de denuncia social. Dentro de esta corriente se encuentran el
argentino Bernardo Verbitsky (1907-1979) ―cuya novela Villa Miseria también es
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América (1957) refleja el ambiente sórdido en los barrios de chabolas de la periferia de
Buenos Aires― y el uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) ―autor de cuentos y
novelas cortas que recrean el mundo de su infancia y juventud en su Montevideo natal
con una visión escéptica del ser humano, como en La casa inundada (1960). Algunos
subgéneros narrativos anteriores añadieron variaciones estilísticas al modelo original,
como la propia novela urbana, que derivó hacia el relato psicológico ―como La tregua
(1960), del uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), y La ciudad (1970), del también
uruguayo Mario Levrero (1940-2004)―, existencial ―tal es el caso de El astillero
(1961), del uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994)― y fantástico ―como en la
colección de cuentos El derrumbamiento (1953), de la uruguaya Armonía Somers
(1914-1994), una de las primeras escritoras en sobresalir dentro de la nueva narrativa
rioplatense. El argentino Manuel Mujica Láinez (1910-1984) fue uno de los iniciadores
de la novela histórica de corte fantástico con Bomarzo (1962), narración en primera
persona ambientada en el Renacimiento italiano.
Aparte de México, Argentina y Uruguay, otros países también experimentaron el
florecimiento de la nueva narrativa hispanoamericana en la segunda mitad del siglo XX.
Algunos de sus escritores más destacados son los siguientes:
Paraguay
Gabriel Casaccia (1907-1980) ―considerado el iniciador de la narrativa paraguaya
contemporánea con obras de denuncia social como La babosa (1952)― y Augusto Roa
Bastos (1917-2005) ―quien, aunque de forma tardía, también contribuyó al boom de
la literatura hispanoamericana con obras tan destacadas como Yo el Supremo (1974),
que pertenece al subgénero narrativo de la “novela del dictador”.
Chile
José Donoso (1924-1996) ―que a través de sus novelas denuncia la decadencia de las
clases aristocráticas y la alta burguesía, como en Coronación (1957) y El obsceno pájaro
de la noche (1970)―, Carlos Droguett (1912-1996) ―cuyas novelas conjugan la
violencia, el amor y la muerte, como Eloy (1960) y Patas de perro (1965)― y Enrique
Lafourcade (1927) ―autor de las novelas realistas La fiesta del rey Acab (1959), en la
que satiriza el régimen del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y Palomita
blanca (1971), retrato de la juventud chilena de los años 60.
Perú
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) ―destacado miembro de la “Generación del 50”
peruana, de carácter vanguardista, considerado uno de los mejores cuentistas
hispanoamericanos, con relatos urbanos de crítica social como Los gallinazos sin
plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964) y
Sólo para fumadores (1987)―, Manuel Scorza (1928-1983) ―autor de relatos
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indigenistas que reflejan los problemas y contradicciones del Perú profundo, como el
ciclo de novelas “La guerra silenciosa”, integrado por Redoble por Rancas (1970),
Historia de Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de
Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979)― y Oswaldo Reynoso
(1931) ―cuya novela El escarabajo y el hombre (1970) refleja las inquietudes de la
juventud limeña en un entorno social y político represivo.
Bolivia
Jaime Sáenz (1921-1986) ―uno de los escritores más importantes de la literatura
boliviana moderna, autor de una variada producción que abarca la poesía (Aniversario
de una visión, 1960), el teatro (La noche del viernes, 1974), la novela (Felipe Delgado,
1979) y el cuento (Vidas y muertes, 1986)― y Marcelo Quiroga Santa Cruz (19311980) ―autor de la novela social Los deshabitados (1959), un clásico de la literatura
boliviana.
Colombia
Eduardo Caballero Calderón (1910-1993) ―iniciador de la narrativa colombiana
contemporánea con El Cristo de espaldas (1952), novela que refleja el sempiterno
tema de la violencia en el país sudamericano― y Jesús Botero Restrepo (19212009) ―cuyas novelas Andágueda (1946) y Café exasperación (1963) presentan una
visión existencial del conflicto entre modernidad e indigenismo en Colombia.
Venezuela
Guillermo Meneses (1911-1978) ―destacado cuentista de la nueva narrativa
venezolana, con relatos de temática innovadora como La balandra Isabel llegó esta
tarde (1934) y La mano junto al muro (1952)―, Salvador Garmendia (19282001) ―máximo representante de la novela urbana en Venezuela con obras como Los
pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y Los pies de barro
(1973), protagonizadas por antihéroes de ciudad alienados y frustrados―, Miguel
Otero Silva (1908-1985) ―uno de los máximos exponentes de la literatura social en su
país con novelas como Oficina N° 1 (1961) y Cuando quiero llorar no lloro (1970), y
autor también de novelas históricas como Lope de Aguirre, príncipe de la libertad
(1979)― y Adriano González León (1931-2008) ―cuyas novelas y cuentos reflejan la
decadencia rural y el auge de la violencia urbana en Venezuela en la década de 1960,
como en País portátil (1968).
Centroamérica
Destacan los nombres de los costarricenses Carlos Luis Fallas (1909-1966) ―cuyas
novelas combinan el humor con el realismo social más crudo, como Mamita Yunai
(1941) y Marcos Ramírez (1952)― y Carlos Salazar Herrera (1906-1980) ―que en
Cuentos de angustias y paisajes (1947) muestra escenas de la realidad costarricense
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presentadas de forma artística―, el salvadoreño Salvador Salazar Arrué “Salarrué”
(1899-1975) ―uno de los más destacados cuentistas de la narrativa hispanoamericana
moderna, autor de obras costumbristas de gran compromiso social como Cuentos de
barro (1933) y Cuentos de cipotes (1945)― y el guatemalteco Mario Monteforte
Toledo (1911-2003) ― autor de una amplia obra narrativa de carácter indigenista en
la que se mezclan el bucolismo rural y la crítica social, como en la novela Donde
acaban los caminos (1952) y la colección de relatos Cuentos de derrota y esperanza
(1962).
Caribe
Algunos de los nombres más destacados de la nueva narrativa caribeña son los
puertorriqueños Enrique Laguerre (1906-2005) ―escritor comprometido con la
situación social y económica de la isla, como demuestra en la “novela de la caña” La
Llamarada (1935)―, José Luis González (1926-1996) ―autor de obras fundamentales
para entender la realidad e historia puertorriqueña del siglo XX, como la novela
Balada de otro tiempo (1978) y el ensayo El país de cuatro pisos (1979)―, Emilio Díaz
Valcácel (1929) ―gran renovador de la prosa puertorriqueña en la segunda mitad del
siglo XX con novelas como Figuraciones en el mes de marzo (1972) y Harlem todos los
días (1978)― y Pedro Juan Soto (1928-2002) ―miembro de la llamada “Generación
desesperada”, grupo de escritores puertorriqueños que veía con pesimismo la difícil
adaptación de la isla a la cultura norteamericana, como refleja en sus novelas El
francotirador (1969) y Un oscuro pueblo sonriente (1982)―, los cubanos Virgilio
Piñera (1912-1979) ―maestro de la literatura del absurdo, como demuestra en el
poema La isla en peso (1943) y las novelas La carne de René (1952), Pequeñas
maniobras (1963) y Presiones y diamantes (1967)― y Dulce María Loynaz (19021997) ―poeta y narradora que ofrece en la novela lírica Jardín (1951) una especie de
autobiografía poetizada con elementos precursores del realismo mágico como la memoria,
la imaginación y el sueño― y el dominicano Juan Bosch (1909-2001) ―quien, tras
darse a conocer con la novela La Mañosa (1936), se destacó como uno de los grandes
cuentistas de la nueva narrativa hispanoamericana, como demuestra en Cuentos
escritos en el exilio (1962).
7.2. Juan Rulfo
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (Jalisco, 1917 - Ciudad de México,
1986) es uno de los iniciadores de la nueva narrativa mexicana, que deja atrás la
novela revolucionaria anterior, de carácter regionalista y realista, para evolucionar
hasta un género que mezcla subjetividad narrativa y realidad. Rulfo es autor de una de
las obras que contribuyeron al boom de la literatura hispanoamericana en la segunda
mitad del siglo XX, Pedro Páramo, novela que supuso una gran renovación en las
técnicas narrativas tradicionales y que sentó las bases del realismo mágico.
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En su primera obra, la colección de cuentos El llano en
llamas (1953), Rulfo recrea una serie de leyendas populares
mexicanas de carácter folclórico en las que se refleja la
realidad del mundo rural, primitivo y violento. Su siguiente
novela, Pedro Páramo (1955), supone una auténtica
revolución en la estructura narrativa tradicional y en la
utilización del tiempo, que deja de ser una magnitud lineal y
objetiva. Tras escribir su obra maestra ―y exceptuando los
cuentos El día del derrumbe y La herencia de Matilde
Arcángel (ambos de 1955) y la novela corta El gallo de oro
Juan Rulfo
(escrita en 1958 pero publicada en 1980)― el silencio
literario se adueña de Rulfo, como si el esfuerzo creativo de Pedro Páramo exigiese un
prolongado descanso o como si todo lo que tenía que decir lo hubiera dicho ya en sus
cortas páginas.
7.3. Pedro Páramo
La obra maestra de Juan Rulfo, Pedro Páramo (1955), es, por su originalidad narrativa
y su trascendencia en el desarrollo del realismo mágico hispanoamericano, una de las
cumbres de la literatura moderna en lengua castellana. Esta novela sorprende en un
primer momento por su construcción fragmentada, a manera de mosaico, que el lector
ha de reconstruir, de forma que las distintas piezas que forman la novela,
aparentemente inconexas, encajan solamente al final. En la primera parte de Pedro
Páramo, el tiempo es cronológico, aparentemente real; pero a partir de la segunda mitad
el lector se da cuenta de que se trata de un tiempo ya transcurrido, puesto que el
protagonista, Juan Preciado, está muerto y lo que se cuenta se refiere al más allá, un más
allá situado en Comala, lugar real e irreal al mismo tiempo. Aparte del desorden
cronológico, otros elementos narrativos novedosos que aparecen en Pedro Páramo son el
cruce de historias diferentes, las elipsis narrativas, la mezcla entre ficción y realidad y,
especialmente, el monólogo interior, discurso carente de organización lógica con el que
el lector accede a los pensamientos íntimos de los personajes. El tema central de la
novela es el mundo campesino, lleno de soledad (producto de la industrialización de
México y el éxodo masivo a las ciudades), en el que Rulfo recrea su propia infancia; es
un mundo en el que la vida del hombre es un total fracaso, evidenciado por la
incomunicación que existe entre los personajes, lo que supone una pérdida de la
ilusión en la búsqueda de un mundo mejor.
El argumento de Pedro Páramo es el siguiente: Juan Preciado cuenta cómo, por encargo
de su madre moribunda, se dirige a Comala para ajustar cuentas con su padre, Pedro
Páramo, el cacique local, al que no ha conocido. Al llegar a su destino, Juan Preciado se
encuentra con un pueblo deshabitado, lleno de fantasmas. Cuando cobra conciencia de
que está en un mundo de muertos se llena de pavor y su voz se debilita para dejar paso a
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los susurros de los fantasmas, que refieren los hechos que sucedieron en Comala en
tiempos de Pedro Páramo. El lector se identifica con Juan Preciado porque aprecia en su
narración el mismo estado de ansiedad y duda que él tiene en la lectura. Uno de los
aciertos narrativos de Rulfo en su novela es precisamente la creación de esa atmósfera de
suspense, que finaliza cuando el lector se da cuenta de que la narración no iba dirigida a
él, sino a Dorotea, con la que Juan Preciado comparte tumba.
El siguiente pasaje de Pedro Páramo, en el que Juan Preciado conversa con Dorotea en el
lugar en el que ambos están enterrados, ilustra el sorprendente cambio de estilo
narrativo en la novela, que pasa de un relato supuestamente dirigido al lector a una
narración en primera persona de Juan Preciado a Dorotea:
Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover,
todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las
nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores... Mi madre,
que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí.
Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo.
Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció.
―No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y
aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que
vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el
padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería... Fue
cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos.
Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un
lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del
infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
―Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
―Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez
me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus
remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches
llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando
me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara
todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el
camino ―le dije―. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se
fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.
Pedro Páramo
7.4. Carlos Fuentes
El novelista mexicano Carlos Fuentes Macías (Panamá, 1928 - Ciudad de México, 2012)
es uno de los principales exponentes de la nueva narrativa mexicana que surge a
mediados del siglo XX, y también uno de los grandes impulsores del realismo mágico,
corriente que contribuyó enormemente al boom de la literatura hispanoamericana.
Sus obras, pese a reflejar los mismos temas que la novela revolucionaria de la primera
mitad del siglo (el conflicto civil mexicano y su fracaso), poseen una mayor
complejidad estructural mediante la asimilación de técnicas narrativas modernas,
como el monólogo interior y la alternancia de narradores.
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La muerte de Artemio Cruz (1962) es la novela con la que
Fuentes alcanzó fama internacional. A través de los recuerdos
en su lecho de muerte de un viejo militar de la Revolución
Mexicana, el escritor mexicano ofrece una visión de la
historia reciente de su país e indaga en el sentido de la
condición humana mediante temas como el poder, la soledad
y el desamor. Con un estilo narrativo complejo, producto del
empleo del monólogo interior ―manifestación del flujo de
conciencia
del
protagonista―
e
identidades
fragmentadas ―“yo” moribundo en el presente, “tú”
Carlos Fuentes
subconsciente en el futuro y “él” personaje del pasado―, La
muerte de Artemio Cruz se convirtió inmediatamente en un clásico de la nueva
narrativa hispanoamericana. En esta novela, Fuentes lleva a cabo una dolorosa crítica
de los hombres que prostituyeron la revolución y la utilizaron para su propio
beneficio. Artemio Cruz se encuentra en todo momento ante la posibilidad de elegir la
conducta que va a seguir; su perdición moral reside en realizar siempre la elección
equivocada, oportunista, egoísta, dominado por la ambición, dentro de un mundo de
personajes tan arribistas y sin escrúpulos como él.
Otras destacadas novelas dentro de la producción literaria de Fuentes son La región
más transparente (1958) ―novela urbana que ofrece un dinámico mosaico de la
sociedad mexicana moderna a través de los pensamientos, sueños y vicios de sus
miembros―, Aura (1962) ―relato corto de argumento fantasmal y mágico, en la
mejor tradición de la literatura fantástica―, Zona sagrada (1967), Cambio de piel
(1967), Terra Nostra (1975) ―extensa novela que explora el sustrato de la cultura
hispánica a través del espacio y el tiempo― y Gringo viejo (1985) ―reflejo de la
difícil relación entre México y sus vecinos del norte. Fuentes es también autor de
colecciones de cuentos ―como Los días enmascarados (1954) y Cantar de ciegos
(1964)―, ensayos y guiones cinematográficos.
El siguiente fragmento de La muerte de Artemio Cruz, correspondiente al comienzo
de la novela, describe en primera persona (YO) el momento actual de la muerte del
protagonista ―que posteriormente adoptará la segunda persona (TÚ) para situarse en
un porvenir de esperanza en la prolongación de su vida, y la tercera persona (ÉL) para
llevar a cabo la narración de hechos pasados:
YO despierto... Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces
se puede orinar involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no
se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?... Pero los párpados me pesan: dos plomos,
cobres en la lengua, martillos en el oído, una... una como plata oxidada en la respiración. Metálico
todo esto. Mineral otra vez. Orino sin saberlo. Quizás —he estado inconsciente, recuerdo con un
sobresalto— durante esas horas comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano
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y arrojé —también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho, con mis
brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora despierto, pero no quiero abrir
los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con insistencia cerca de mi rostro. Algo que se reproduce
detrás de mis párpados cerrados en una fuga de luces negras y círculos azules. Contraigo los
músculos de la cara, abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de vidrio de una
bolsa de mujer. Soy esto. Soy esto. Soy este viejo con las facciones partidas por los cuadros
desiguales del vidrio. Soy este ojo. Soy este ojo. Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera
acumulada, vieja, olvidada, siempre actual. Soy este ojo abultado y verde entre los párpados.
Párpados. Párpados. Párpados aceitosos. Soy esta nariz. Esta nariz. Esta nariz. Quebrada. De
anchas ventanas. Soy estos pómulos. Pómulos. Donde nace la barba cana. Nace. Mueca. Mueca.
Mueca. Soy esta mueca que nada tiene que ver con la vejez o el dolor. Mueca. Con los colmillos
ennegrecidos por el tabaco. Tabaco. Tabaco. El vahovahovaho de mi respiración opaca los
cristales y una mano retira la bolsa de la mesa de noche.
—Mire, doctor: se está haciendo...
—Señor Cruz...
—¡Hasta en la hora de la muerte debía engañarnos!
No quiero hablar. Tengo la boca llena de centavos viejos, de ese sabor. Pero abro los ojos un poco
y entre las pestañas distingo a las dos mujeres, al médico que huele a cosas asépticas: de sus
manos sudorosas, que ahora palpan debajo de la camisa mi pecho, asciende un pasmo de alcohol
ventilado. Trato de retirar esa mano.
La muerte de Artemio Cruz
7.5. Julio Cortázar
El argentino Julio Florencio Cortázar Descotte (Bruselas, 1914
- París, 1984) es uno de los escritores más innovadores de la
nueva narrativa hispanoamericana de la segunda mitad del
siglo XX, y también uno de los iniciadores del boom literario
que tuvo lugar en el continente en la década de 1960. En sus
cuentos y novelas, Cortázar busca reflejar la realidad en sus
aspectos más desconocidos, absurdos y existencialistas, y se
muestra convencido de la alterabilidad del tiempo y angustiado
ante la muerte. Los temas principales que aborda el escritor
Julio Cortázar
argentino son la soledad, la incomunicación, la búsqueda de la
verdad, la esperanza y el desenmascaramiento de las falsas realidades. Pese a que la
acción de sus obras se localiza preferentemente en Buenos Aires y París, su propósito
final es la indagación metafísica de la esencia del hombre. Tras darse a conocer con la
colección de cuentos Las armas secretas, Cortázar alcanzó fama internacional con su
antinovela experimental Rayuela, que altera la linealidad de la novela tradicional y
hace que el lector se convierta en protagonista a la hora de elegir entre los múltiples
finales de la obra.
Debido a que sus narraciones se sitúan en la frontera entre lo real y lo fantástico, en
ocasiones suele relacionarse la obra de Cortázar con el realismo mágico
hispanoamericano. Sin embargo, a diferencia de esta corriente narrativa, el escritor
argentino no se propone recrear el mundo misterioso que se esconde tras la realidad
cotidiana, sino simplemente cuestionar esta realidad mediante la continua exploración
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
del absurdo. Para ello, adopta elementos surrealistas en la visión humana del mundo,
como la intuición, el sueño, los instintos, el azar y el humor. Por otro lado, Cortázar
también se aleja de la novela fantástica que se desarrolló en Hispanoamérica durante
las décadas de 1930 y 1940, ya que su intención no es recrear mundos irreales en los
que los protagonistas puedan escapar de la rutina cotidiana, sino mostrar los aspectos
absurdos e irracionales de la vida real. A diferencia de los relatos fantásticos de Borges,
para Cortázar lo imaginario ha de estar basado en la realidad cotidiana y adaptarse a
sus esquemas objetivos, pese a no poder someterse a un análisis lógico. La conclusión
es que lo fantástico no nos proporciona una postura escapista de la realidad, sino que
supone un compromiso ante ella, rompiendo las barreras que impiden la realización
total del hombre.
Los comienzos literarios de Cortázar se remontan a una colección de sonetos reunidos
bajo el título de Presencia (1940), que reflejan su preocupación esteticista y formal. La
soledad y la incomunicación son los problemas que el escritor argentino plantea en
Los reyes (1949), poema dramático en el que reelabora el elemento mítico
enfrentándolo a connotaciones de tipo temporal. En Bestiario (1951), primera de sus
series de relatos breves, Cortázar sitúa lo absurdo e irracional del interior del ser
humano en Buenos Aires y hace hablar a los personajes con léxico y giros típicamente
porteños. La colección de cuentos Final del juego (1956) incluye elementos que
reflejan, una vez más, el absurdo y lo terrible de la realidad. Con su siguiente
colección de relatos, Las armas secretas (1959), también dentro de un marco realista
pero con incursión en situaciones absurdas y fantásticas, Cortázar alcanza notoriedad
como narrador. Los premios (1960) constituye la primera novela del escritor argentino,
en la que cada personaje afronta el misterio planteado conforme a su propia realidad
existencial. Historias de cronopios y de famas (1962), obra surrealista inclasificable por su
mezcla de realidad e imaginación, posee una gran originalidad por su apertura a nuevos
planos de la realidad y el lenguaje, con gran cantidad de neologismos y palabras
corrientes usadas con un sentido distinto (por ejemplo, “cronopios” simboliza el
idealismo y “famas” el convencionalismo dentro de la sociedad).
La antinovela Rayuela (1963) constituye el libro más complejo y elaborado de Cortázar,
en el que el escritor argentino pone de manifiesto en mayor grado su preocupaciones
literarias por la palabra, la estructura novelística y la realidad. En la colección de cuentos
Todos los fuegos el fuego (1966) hay un análisis minucioso y despiadado de los conflictos
angustiosos e insalvables a que nos puede llevar la complejidad de la vida moderna. La
vuelta al día en ochenta mundos (1967) es un heterogéneo conjunto de citas de escritores
con los que Cortázar siente una profunda identificación (como, por ejemplo, José Lezama
Lima). La novela 62 Modelo para armar (1968) es, al igual que Rayuela, una apelación al
lector para que participe en la recreación de la obra, ya que de lo que se trata es de
“armar” la figura que está más allá del libro y que se muestra implícita en la estructura
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
fragmentaria del mundo representado. La colección de microrrelatos Último round (1969)
presenta de nuevo las preocupaciones del escritor argentino acerca del lenguaje. La
novela Libro de Manuel (1973) es una obra comprometida políticamente en la que
Cortázar desarrolla el tema de la tortura en Argentina. En las colecciones de cuentos
Octaedro (1974) y Alguien que anda por ahí (1977), el escritor argentino refleja sus
obsesiones personales y la realidad política de su país. Un tal Lucas (1979) es una
colección de pasajes independientes cuya única relación es su referencia común al
personaje central. Las últimas colecciones de cuentos de Cortázar, Queremos tanto a
Glenda (1980) y Deshoras (1982), reflejan los temas recurrentes de su producción
literaria. La novela Los autonautas de la cosmopista (1983) narra de forma cómica el viaje
en autopista desde París a Marsella de Cortázar en compañía de su esposa, Carol Dunlop.
La última obra del escritor argentino antes de su muerte, Nicaragua tan violentamente
dulce (1984), es un testimonio de la lucha sandinista contra la dictadura de Somoza.
7.6. Las armas secretas
La colección de cuentos Las armas secretas (1959), con la que Julio Cortázar se dio a
conocer como uno de los grandes autores de la narrativa hispanoamericana
contemporánea, está formada por cinco relatos que inciden en distintas situaciones
absurdas y fantásticas y que muestran la ineficacia del lenguaje para expresar la realidad:
“Cartas de mamá”, “Los buenos servicios”, “Las babas del diablo”, “El perseguidor” y “Las
armas secretas”.
Cartas de mamá
El cuento parte de una situación de orden, que se ve rota por la aparición de un elemento
disruptivo. El protagonista, Luis, que vive en París en absoluta tranquilidad, recibe una
carta de su madre en la que le habla de su hermano muerto, Nico, que fue el antiguo
novio de su mujer, como si estuviera vivo y planeara visitarles. Poco a poco, este
elemento disruptor va ganando terreno a la realidad y desestabilizando a Luis, de manera
que su vida se desarrolla en función de la ausencia de Nico. Se empiezan a descubrir
lagunas en la aparentemente tranquila relación entre Luis y su mujer, Laura, debido a
asuntos del pasado que con las cartas de su madre afloran a la superficie. Al enterarse de
que Nico va a ir a París, ambos se dirigen por separado a la estación de trenes para
confirmar su íntima creencia de que ha muerto y todo se trata de un error de su madre.
Al final se confirma lo que pensaban, pero ya todo es inútil porque la desestabilización va
a anidar desde ese momento en sus vidas, aunque la aceptación de la presencia de Nico
en su relación abre la puerta por donde podría renacer el diálogo.
Los buenos servicios
A través de las vivencias de una pobre sirvienta, Madame Francinet, Cortázar muestra la
falsedad de las relaciones burguesas y la conversión de mentiras en verdades. El título de
este relato de Cortázar refleja, por una parte, la buena fe con que Madame Francinet
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
realiza sus trabajos, y por otra el egoísmo de otras personas (la burguesía) para lograr
llevar a cabo sus intereses aprovechándose de alguien. La sirvienta evoca con nostalgia
los tiempos pasados, sobre todo la cálida imagen de Monsieur Bébé, unico elemento
amigo en una sociedad hipócrita y de incomunicación.
Las babas del diablo
Desde las primeras líneas, se evidencia la inefabilidad del lenguaje: el relato comprende
tanto la exposición de los hechos mediante alternancia narrativa (primera y tercera
personas) como la crítica de esa narración y doble perspectiva a la hora de intentar
englobar toda la realidad. De acuerdo a esta subjetividad del lenguaje, la narración se
articula en un tono incierto y extraño.
Tras tomar una foto de una pareja en un parque parisino y pegarla en la pared de su
habitación, Roberto Michel contempla cómo las imágenes comienzan a moverse. Se
revive de nuevo la escena y ocurre lo que tendría que haber ocurrido sin su intervención:
la mujer era simplemente un señuelo para que el hombre del coche pudiera secuestrar al
chico. La primera visión era subjetiva por parte de la cámara, mientras que la segunda
desarrolla la verdadera realidad de lo ocurrido. Al final, parece como si permaneciera
sólo una visión general de todo, con las nubes y los pájaros de nuevo.
El perseguidor
Inspirado en la vida del genial músico de jazz Charlie Parker, Cortázar recrea a través de
una música golpeada por la desesperanzada la búsqueda de otro ser cuyas circunstancias
espacio-temporales pertenecen a un ámbito inalcanzable desde un yo anclado en la
contingencia de su cotidianeidad. El eje del relato es la obsesión por el tiempo: el tiempo
puede ser ambivalente y relativo, lo que puede trastrocar la realidad. Cortázar expone la
interrogante de la existencia o no de dos planos vitales.
Johnny Carter, alcohólico y delirante, se entrega a recuperar la geografía de un paisaje
atemporal acechando el momento de dar el salto y atravesar la puerta que le separa de
ese más allá que intuye como una forma superior de existencia. Johnny es el
“perseguidor” de una nueva realidad, un portal que conecte el plano de lo real con el de
lo irreal a través de lo fantástico, un mundo en el que pueda ser él mismo. La música es el
elemento capaz de transportar a Johnny a ese límite de la realidad. Pero aunque se
alcance ese umbral, la sensación no es duradera. Johnny Carter está condenado a padecer
un mundo que rechaza para instalarse en la aventura de la persecución del absoluto
vedado a los hombres. Paralelamente, Cortázar intenta traspasar este límite con la
literatura.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Las armas secretas
A partir de una situación de orden, como es una pareja de jóvenes enamorados en París,
Cortázar introduce un elemento perturbador, ya que ella, Michèle, se niega a acostarse
con él, Pierre, lo que provoca una gran angustia en éste. Pierre se muestra obsesionado
por una serie de hechos (el pueblo alemán de Enghien, la bola de vidrio del pasamanos
de la escalera, la escopeta...), lo que acaba por enloquecerle y hacer que se muestre ante
Michèle como un psicópata: es a la vez el novio que la quiere seducir y el violador. Al
final del cuento se descubre que la joven fue violada por un soldado alemán, muerto a
manos de sus amigos. Se ve ahora claro que los hechos que tanto obsesionaban a Pierre
no eran imaginados, sino que se encontraban en la historia oculta de Michèle, con lo que
al final todas las piezas del misterio encajan.
El siguiente fragmento de “El perseguidor” ―considerado el mejor relato de la colección
que compone Las armas secretas― ilustra la conversación entre Bruno (personaje y
narrador del relato) y Johnny, que en medio de su delirio y sus recuerdos inconexos
posee la lucidez suficiente para expresar su búsqueda de una realidad superior a través de
la música:
―¿Qué querías encontrar, hermano? ―le digo―. No hay que pedir imposibles, lo que tú has
encontrado bastaría para...
―Para ti, ya sé ―dice rencorosamente Johnny―. Para Art, para Dédée, para Lan... No sabes
cómo... Si, a veces la puerta ha empezado a abrirse... Mira las dos pajas, se han encontrado, están
bailando una frente a la otra... Es bonito, eh... Ha empezado a abrirse... el tiempo... yo te he dicho,
me parece, que eso del tiempo... Bruno, toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se
abriera al fin. Una nada, una rajita... Me acuerdo en Nueva York, una noche... Un vestido rojo. Sí,
rojo, y le quedaba precioso. Bueno, una noche estábamos con Miles y Hal... llevábamos yo creo
que una hora dándole a lo mismo, solos, tan felices... Miles tocó algo tan hermoso que casi me tira
de la silla, y entonces me largué, cerré los ojos, volaba. Bruno, te juro que volaba... Me oía como
si desde un sitio lejanísimo pero dentro de mí mismo, al lado de mí mismo, alguien estuviera de
pie... No exactamente alguien... Mira la botella, es increíble cómo cabecea... No era alguien, uno
busca comparaciones... Era la seguridad, el encuentro, como en algunos sueños, ¿no te parece?,
cuando todo está resuelto, Lan y las chicas te esperan con un pavo al horno, en el auto no atrapas
ninguna luz roja, todo va dulce como una bola de billar. Y lo que había a mi lado era como yo
mismo pero sin ocupar ningún sitio, sin estar en Nueva York, y sobre todo sin tiempo, sin que
después... sin que hubiera después... Por un rato no hubo más que siempre... Y yo no sabía que era
mentira, que eso ocurría porque estaba perdido en la música, y que apenas acabara de tocar,
porque al fin y al cabo alguna vez tenía que dejar que el pobre Hal se quitara las ganas en el piano,
en ese mismo instante me caería de cabeza en mí mismo...
Llora dulcemente, se frota los ojos con sus manos sucias. Yo ya no sé qué hacer, es tan tarde, del
río sube la humedad, nos vamos a resfriar los dos.
―Me parece que he querido nadar sin agua ―murmura Johnny―. Me parece que he querido tener
el vestido rojo de Lan pero sin Lan. Y Bee está muerta, Bruno. Yo creo que tú tienes razón, que tu
libro está muy bien.
―Vamos, Johnny, no pienso ofenderme por lo que le encuentres de malo.
―No es eso, tu libro está bien porque... porque no tiene urnas, Bruno. Es como lo que toca
Satchmo, tan limpio, tan puro. ¿A ti no te parece que lo que toca Satchmo es como un cumpleaños
o una buena acción? Nosotros... Te digo que he querido nadar sin agua. Me pareció... pero hay que
ser idiota... me pareció que un día iba a encontrar otra cosa. No estaba satisfecho, pensaba que las
cosas buenas, el vestido rojo de Lan, y hasta Bee, eran como trampas para ratones, no sé
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
explicarme de otra manera... Trampas para que uno se conforme, sabes, para que uno diga que
todo está bien. Bruno, yo creo que Lan y el jazz, sí, hasta el jazz, eran como anuncios en una
revista, cosas bonitas para que me quedara conforme como te quedas tú porque tienes París y tu
mujer y tu trabajo... Yo tenía mi saxo... y mi sexo, como dice el libro. Todo lo que hacía falta.
Trampas, querido... porque no puede ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca,
tan del otro lado de la puerta...
―Lo único que cuenta es dar de sí todo lo posible ―digo, sintiéndome insuperablemente estúpido.
―Y ganar todos los años el referendum de Down Beat, claro ―asiente Johnny―. Claro que sí,
claro que sí, claro que sí. Claro que sí.
Lo llevo poco a poco hacia la plaza. Por suerte hay un taxi en la esquina.
―Sobre todo no acepto a tu Dios ―murmura Johnny―. No me vengas con eso, no lo permito. Y
si realmente está del otro lado de la puerta, maldito si me importa. No tiene ningún mérito pasar al
otro lado porque él te abra la puerta. Desfondarla a patadas, eso sí. Romperla a puñetazos, eyacular
contra la puerta, mear un día entero contra la puerta. Aquella vez en Nueva York yo creo que abrí
la puerta con mi música, hasta que tuve que parar y entonces el maldito me la cerró en la cara nada
más que porque no le he rezado nunca, porque no le voy a rezar nunca, por que no quiero saber
nada con ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina, ese...
“El perseguidor” (Las armas secretas)
7.7. Rayuela
La obra maestra de Córtazar, Rayuela (1963), es una extensa narración introspectiva, en
forma de monólogo interior de su protagonista, Horacio Oliveira, que presenta una
estructura de mosaico con múltiples finales, de entre los que el lector debe elegir uno
según su interpretación subjetiva del texto. Por apartarse de las estructuras narrativas
tradicionales (ignorando elementos básicos como el argumento y el diálogo), Rayuela se
define como una “antinovela”. Con ella, Cortázar intenta crear un nuevo lenguaje
metaliterario que trascienda el umbral de la realidad, suprimiendo deliberadamente los
elementos narrativos que actúan como reflejo del mundo real y poseen una carga
emocional que puede distraer al lector.
Rayuela puede leerse de cuatro maneras distintas: 1) mediante una lectura lineal de sus
155 capítulos; 2) mediante una lectura propuesta por el autor, únicamente desde el
capítulo 1 hasta el 56 (que forman una unidad narrativa); 3) mediante una lectura basada
en una “tabla de dirección” al comienzo del libro, que incluye saltos aleatorios entre los
capítulos; 4) mediante una lectura libre, elegida por el propio lector. Es precisamente la
existencia de este lector activo que participa en la narración (al que Cortázar denomina
“lector macho”, por oposición al “lector hembra” o pasivo, que se limita a aceptar las
enseñanzas de la novela) lo que corrobora la tesis que pretende demostrar el autor de
Rayuela: la realidad no es unívoca, sino que requiere varios puntos de vista.
El siguiente fragmento de Rayuela ilustra, bajo la forma de una extensa recreación en
primera persona del narrador-protagonista, el tránsito a elementos narrativos
innovadores como el monólogo interior y el desdoblamiento de personalidades (de forma
que el protagonista utiliza la segunda persona para hablar consigo mismo):
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que
podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras
fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral
del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el
cuaderno entre grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad.
Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces
Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar clavos o deshacer un
hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la
lámpara y que Gekrepten calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto,
un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al
olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el
objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como
la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba
como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.
Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de pensamiento y de vida, una
armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el pasado a valor de experiencia, sacar partido
de las arrugas de la cara, del aire vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta
años. Después uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las
exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo. Un
escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la madurez, en el
matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la libreta de clasificaciones
insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho. Yo que he viajado. Cuando yo era
muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no
conocés la vida.
Y todo eso tan ridículo y gregario podía ser peor todavía en otros planos, en la meditación siempre
amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones
simplificantes, los cansancios en que lentamente se va sacando del bolsillo del chaleco la bandera
de la rendición. Podía ocurrir que la traición se consumara en una perfecta soledad, sin testigos ni
cómplices: mano a mano, creyéndose más allá de los compromisos personales y los dramas de los
sentidos, más allá de la tortura ética de saberse ligado a una raza o por lo menos a un pueblo y una
lengua. En la más completa libertad aparente, sin tener que rendir cuentas a nadie, abandonar la
partida, salir de la encrucijada y meterse por cualquiera de los caminos de la circunstancia,
proclamándolo el necesario o el único. La Maga era uno de esos caminos, la literatura era otro
(quemar inmediatamente el cuaderno aunque Gekrepten se re-tor-cie-ra las manos), la fiaca era
otro, y la meditación al soberano cuete era otro. Parado delante de una pizzería de Corrientes al
mil trescientos, Oliveira se hacía las grandes preguntas: «Entonces, ¿hay que quedarse como el
cubo de la rueda en mitad de la encrucijada? ¿De que sirve saber o creer saber que cada camino es
falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? No somos Buda, che,
aquí no hay árboles donde sentarse en la postura del loto. Viene un cana y te hace la boleta.»
Rayuela (capítulo 48)
7.8. Juan Carlos Onetti
El uruguayo Juan Carlos Onetti Borges (Montevideo, 1909 - Madrid, 1994) es uno de
los más destacados autores de la nueva narrativa hispanoamericana de la segunda
mitad del siglo XX y uno de los responsables de la transición entre la literatura
vanguardista anterior y el boom de las letras latinoamericanas en la década de 1960.
Onetti pertenece a la llamada “Generación del 45”, formada por un grupo de escritores
uruguayos que comenzaron su carrera literaria entre 1945 y 1950 (entre los que
también destacan autores como Mario Benedetti e Idea Vilariño). Su obra más
representativa, El astillero, supone una evolución importante en el subgénero de la
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
novela urbana gracias a la introducción de un mayor componente psicológico en el
análisis de los personajes y novedosas técnicas narrativas.
En las novelas de Onetti, de carácter pesimista y existencial,
se refleja su falta de fe en el hombre y la preocupación por su
futuro, ya que éste se encuentra marginado en una sociedad
industrializada. El objetivo del escritor uruguayo es ofrecer
un retrato interno del hombre como ciudadano del mundo,
símbolo de los problemas que le plantea la civilización
contemporánea, monótona y falta de interés. Ante esta
situación, los personajes de sus novelas buscan medios de
escape de la realidad y se refugian en territorios imaginados,
sin lograr con ello resultados satisfactorios igualmente: lo
Juan Carlos Onetti
onírico no supone una liberación, sino un estrechamiento de
lo real y un desengaño mayor.
Onetti se adentra en el mundo de la narrativa con la novela corta El pozo (1939),
enmarcada dentro de la corriente existencialista iniciada por Jean-Paul Sarte y Albert
Camus. En la misma línea se inscriben sus dos siguientes novelas, Tierra de nadie
(1941) y Para esta noche (1943). La vida breve (1950) supone un punto de inflexión
importante en la narrativa de Onetti, que se vuelve más independiente y madura, y
adelanta uno de los temas recurrentes en sus obras: la imaginación como vía de escape
a una realidad mediocre. Tras la colección de cuentos Un sueño realizado (1951) y la
novela corta Los adioses (1954), Onetti escribe su obra maestra, la novela existencial
El astillero (1961), que recrea un ambiente sórdido en una ciudad imaginaria, Santa
María, en la que impera la soledad, la rutina y el dinero. Juntacadáveres (1964) es una
continuación de las aventuras de Larsen, protagonista de la anterior ―en realidad, las
tres novelas más representativas de Onetti, La vida breve, El astillero y Juntacadáveres,
forman la llamada “trilogía de Santa María”, por transcurrir las tres en esta ciudad
imaginaria, habitada por los mismos personajes. La novia robada (1968) y La muerte y la
niña (1973), novelas cortas pertenecientes igualmente al anterior ciclo de Santa María,
desarrollan episodios individuales que tienen lugar en ambientes menos sórdidos.
Durante la dictadura de Juan María Bordaberry en Uruguay, Onetti se ve obligado a
exiliarse en España, donde residirá hasta su muerte. Allí escribe su última gran novela,
Dejemos hablar al viento (1979), que supone un epílogo a la “trilogía de Santa María”.
Igualmente ambientadas en una ciudad imaginaria son las obras que cierran la carrera
narrativa del escritor uruguayo: Cuando entonces (1987) y Cuando ya no importe (1993).
Durante sus últimos años, la preocupación por la situación política de su país y su
experiencia en el exilio lleva a Onetti a escribir numerosos artículos en periódicos
españoles.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
El astillero (1961), novela existencial de tono profundamente pesimista, se desarrolla
en una atmósfera decadente poblada por seres desesperanzados y tan corroídos como
el cochambroso astillero en el que trabajan. Esta obra supone una degradación total de
la naturaleza, ya que el mundo que refleja no tiene posibilidad alguna de cambio ante
la ausencia de vitalidad. El protagonista, Larsen, es un antihéroe, un personaje pasivo
que emprende únicamente acciones defensivas. El narrador, aunque es un ser
omnisciente, presente tanto en las descripciones externas de los personajes como en
sus diálogos internos, relata los hechos con cierta incertidumbre, como si no estuviera
seguro de lo que de verdad ocurre o como si planteara varias posibilidades ante cada
situación. El siguiente fragmento de El astillero, en el que la visión realista y resignada
del doctor Díaz Grey contrasta con el optimismo absurdo de Larsen, ilustra la
novedosa técnica narrativa de intercalar los pensamientos del narrador en el diálogo
de los personajes:
—No, doctor —dijo Larsen llenando los vasos— afortunadamente la salud anda bien. No estoy en
Santa María. Y créame, no la hubiera vuelto a pisar si no fuera porque quería verlo. Ya le voy a
explicar —alzó los ojos y remedó, gravemente, la mueca que hacía con la boca al sonreír—. Estoy
en Puerto Astillero, en lo de Petrus. Me ofreció la Gerencia y allí estoy.
—Sí —asintió Díaz Grey con cautela, temeroso de que el otro dejara de hablar, agradecido a lo
que la noche había querido traerle, incrédulo. Bebió un trago y sonrió como si comprendiera y
aprobara todo—. Sí, conozco al viejo Petrus, a la hija. Tengo clientes y amigos en Puerto Astillero.
Volvió a beber para esconder su alegría y hasta pidió un cigarrillo a Larsen aunque tenía una caja
llena encima del escritorio. Pero no deseaba burlarse de nadie, nadie en particular le parecía risible;
estaba de pronto alegre, estremecido por un sentimiento desacostumbrado y cálido, humilde, feliz
y reconocido porque la vida de los hombres continuaba siendo absurda e inútil y de alguna manera
u otra continuaba también enviándole emisarios, gratuitamente, para confirmar su absurdo y su
inutilidad.
—Un puesto de gran responsabilidad —dijo sin énfasis—. Sobre todo en estos momentos de
dificultad para la empresa. ¿Y Petrus lo conocía a usted desde hace tiempo?
—No, no sabe nada de la historia. Nadie sabe en Puerto Astillero. Más bien un encuentro fortuito,
doctor. Me permití dar su nombre como referencia.
—Nunca me preguntaron —volvió a beber y escuchó la lluvia; se sentía ocupado por una
curiosidad sin ansias, confiada. Dejó de mirar a Larsen, dejó de hablar y contempló los lomos de
los libros en los estantes. En la mitad del silencio, Larsen carraspeó.
—A propósito. Dos cosas. Quería preguntarle, doctor. Yo sé que con usted se puede hablar.
«Este hombre envejecido, Juntacadáveres, hipertenso, con un resplandor bondadoso en la piel del
cráneo que se le va quedando desnuda, despatarrado, con una barriga redonda que le avanza sobre
los muslos.»
—En cuanto a Petrus —dijo Díaz Grey— está durmiendo en la esquina, en el hotel Plaza. Hablé
con él, apenas, esta tarde.
—Lo sabía, doctor —sonrió Larsen—, y quién le dice que no es por eso que estoy aquí.
«Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres
sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y
coraje; que creyó de una manera y ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir sino para
ganar e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio
infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas.»
—Pregunte lo que quiera. Espere un momento —fue hasta el comedor e hizo funcionar el aparato
de los discos; había dejado la puerta entornada, de modo que la música no llegaba más fuerte que
la lluvia.
—Primero la empresa, doctor. ¿Qué cree? Usted tiene que saber. Digo, si hay probabilidades de
que Petrus salga a flote.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
—Hace más de cinco años que se discute eso en Santa María, en el hotel y en el club, a la hora del
aperitivo. Yo tengo mis datos. Pero usted está allá, es el Gerente.
Larsen volvió a torcer la boca y se miró las uñas. Los dos se buscaron los ojos; ya no se oía la
lluvia y el coro empezaba a llenar el consultorio. Breve y perezosa sonó una bocina en el río.
—Como en la iglesia —dijo Larsen con dulzura y respeto, cabeceando—. Le voy a ser franco. No
me ocupo de la parte administrativa. Lo que hago por ahora es un estudio general, para
empaparme del asunto, y examino los costos —alzó los hombros para disculparse—. Pero aquello
es una ruina.
«Y justamente este hombre, que debía estar hasta su muerte por lo menos a cien kilómetros de
aquí, tuvo que volver para enredarse las patas endurecidas en lo que queda de la telaraña del viejo
Petrus.»
—Por lo que yo sé —dijo Díaz Grey— no hay la menor esperanza. No liquidaron todavía la
sociedad porque a nadie puede beneficiar la liquidación. Los accionistas principales dieron el
asunto por perdido hace tiempo y se olvidaron.
—¿Seguro? Petrus habla de treinta millones.
—Sí, ya lo sé, lo oí también esta tarde. Petrus está loco, o trata de seguir creyendo para no
volverse loco. Si liquidan cobrará cien mil pesos y yo sé que debe, él, personalmente, más de un
millón. Pero mientras, puede seguir presentando escritos y visitando ministerios. Está muy viejo,
además. ¿Usted cobra sueldo?
—No de manera efectiva, por ahora.
—Sí —dijo Díaz Grey, dulcemente—: he conocido otros gerentes de Petrus; muchos se
despidieron en Santa María mientras esperaban la balsa. Una lista larga. Y no había dos parecidos.
Como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de
encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el
desencanto y el hambre y no se vaya nunca.
El astillero (Santa María-II)
7.9. Augusto Roa Bastos
El paraguayo Augusto Roa Bastos (Asunción, 1917 - Asunción,
2005) es el escritor más importante de la literatura
contemporánea en su país y, aunque de forma tardía, uno de
los autores más representativos del boom de la nueva
narrativa hispanoamericana en la segunda mitad del siglo XX.
Roa Bastos debe gran parte de su fama literaria a Yo el
Supremo, obra perteneciente al subgénero narrativo de la
“novela del dictador” que está considerada como una de las
cumbres de la literatura hispanoamericana. Aunque compuso
la mayor parte de su producción en el exilio (Argentina y
Augusto Roa Bastos
Francia), al que se vio obligado tras la Guerra Civil paraguaya
de 1947, sus novelas se caracterizan por reflejar la cruda realidad social y política de
Paraguay, la recuperación de la historia moderna de su país y la reivindicación del
guaraní como lengua nacional.
Roa Bastos se inició en el mundo de la literatura con la colección de relatos El trueno
entre las hojas (1953), aunque el reconocimiento como gran narrador
hispanoamericano le llegó con la novela Hijo de hombre (1960), en la que refleja la
historia moderna de Paraguay a través de una prosa mestiza (mezcla de español y
guaraní) y novedosas técnicas narrativas (saltos temporales e hilo argumental
130
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
inconexo). Tras nuevas colecciones de cuentos, como El baldío (1966), Madera
quemada (1967) y Moriencia (1969), Roa Bastos alcanzó fama internacional con su
obra maestra, la “novela del dictador” Yo el Supremo (1974), en la que recrea la vida
de José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Supremo de la República del Paraguay
(1814-1840), y el periodo de represión que se vivió en el país durante su mandato. En
1989, tras el final de la dictadura de Alfredo Stroessner, Roa Bastos pudo regresar a
Paraguay, en donde completó su producción literaria con las novelas Vigilia del
Almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1996).
El siguiente fragmento de Yo el Supremo ilustra la novedosa técnica literaria de
emplear una única voz narrativa, la del protagonista, para reflejar todos los sucesos y
puntos de vista de la novela (incluidos los de otros personajes), lo que refuerza la
crítica de Roa Bastos hacia el carácter megalómano y autoritario de los dictadores
latinoamericanos:
Tengo pocos amigos. A decir verdad, nunca está abierto mi corazón al amigo presente sino al ausente.
Abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. Uno de ellos, el
general Manuel Belgrano. Hay noches en que viene a hacerme compañía. Llega ahora libre de cuidados, de
recuerdos. Entra sin necesidad de que le abra la puerta. Más que verlo, siento su presencia. Está ahí
presenciando mi ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia. Simplemente está ahí. Me vuelvo de costado en
mi pensamiento. El general está ahí. Hinchado monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena.
Flota a medio palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no-habitación. Mi pierna hinchada, el resto
del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho ocupamos en el tiempo mayor lugar del que limitadamente
nos concede en esta vida el espacio. Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me contesta a su
modo. La nebulosa persona se remueve un poco. ¿Está usted cómodo? Me dice que sí. Me hace entender
que, pese a nuestras desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que yo más apreciaba en los hombres,
murmura, la sabiduría, la austeridad, la verdad, la sinceridad, la independencia, el patriotismo... Bueno,
bueno, general, no nos haremos cumplidos ahora que todo está cumplido. Nuestras desemejanzas, como
usted dice, no son tantas. Sumergidos en esta obscuridad, no nos distinguimos el uno del otro. Entre los novivos reina igualdad absoluta. Así el débil como el fuerte son iguales. Como están las cosas, general, me
habría gustado más sin embargo vivir la vida de un peón de campo. Acuérdese, Excelencia, me consuela el
general con el vano consuelo de Horacio: Non omnis moriar. ¡Ah latinajos!, pienso. Sentencias que sólo
sirven para discursos fúnebres. Lo que sucede es que nunca uno llega a comprender de qué manera nos
sobrevive lo hecho. Tanto los que mucho creen en el más allá como los que sólo creemos en el más acá. O
altitudo!, dijo mi huésped y sus palabras rebotaron contra las piedras... udo... udo... udo... Cuando acallaron
los ecos del versículo entre el zumbido de las moscas, volvió a nosotros el silencio de las profundidades.
Sólo deseo, general, que no haya acabado usted desesperado del pensamiento de su Mayo, del mismo modo
que desesperado de nuestro Mayo sin pensamiento. ¿Recuerda que usted mismo me lo aconsejó en una
carta? El recuerdo pesa mucho, lo sé. El recuerdo de las obras pesa más que las obras mismas.
Comunicábanse nuestras almas-huevos sin necesidad de voz, de palabras, de escritura, de tratados de paz y
guerra, de comercio. Fuertes en nuestra suprema debilidad, nos íbamos al fondo. Sabiduría sin fronteras.
Verdad sin límites, ahora que ya no hay límites ni fronteras.
Yo el Supremo
131
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
7.10. José Donoso
El chileno José Donoso Yáñez (Santiago, 1924 - Santiago,
1996), protagonista del boom de la nueva narrativa
hispanoamericana en las décadas de 1960 y 1970, es uno de
los más destacados autores de la narrativa contemporánea de
su país. En sus novelas y cuentos, Donoso denuncia la
disolución moral de la sociedad chilena, como en su primera
novela, Coronación (1957), excelente retrato de la decadencia
de las clases altas de Santiago. En su siguiente obra, la novela
corta El lugar sin límites (1966), el escritor chileno muestra la
violencia como resultado de la represión sexual. En su obra
José Donoso
maestra, la novela experimental e innovadora El obsceno pájaro
de la noche (1970), Donoso enlaza distintas historias de personajes ambiguos y
monstruosos para abordar el tema recurrente de la disolución moral de la sociedad.
Casa de campo (1978) es una compleja narración alegórica que esconde una crítica
velada a la dictadura de Pinochet. Con El jardín de al lado (1981), Donoso terminó de
confirmarse como uno de los grandes novelistas chilenos de la segunda mitad del siglo
XX.
El siguiente fragmento de El obsceno pájaro de la noche ilustra una de las novedosas
técnicas narrativas empleadas por Donoso en su novela: el momento en el que el lector
descubre que el narrador de la obra, aparentemente externo y omnisciente, resulta ser un
narrador-personaje que está ofreciendo un relato autobiográfico:
Todo resultó tal como misiá Raquel lo dispuso. Las asiladas se entretuvieron durante toda la tarde en
ayudarme a decorar la capilla con colgaduras negras. Otras viejas, las íntimas de la finada, lavaron el
cadáver, lo peinaron, le metieron los dientes postizos en la boca, le pusieron su ropa interior más
primorosa, y lamentándose y lloriqueando durante las deliberaciones acerca de la toilette final más
adecuada, se decidieron por el vestido de jersey gris-marengo y el chal rosado, ése que la Brígida
guardaba envuelto en papel de seda y se ponía los domingos. Arreglamos alrededor del féretro las
coronas enviadas por la familia Ruiz. Encendimos los cirios. ¡Así, con una patrona como misiá Raquel,
sí que vale la pena ser sirviente! ¡Qué señora tan buena! ¿Pero cuántas tenemos la suerte de la Brígida?
Ninguna. La semana pasada no más, miren lo de la pobre Mercedes Barroso: un furgón de la
Beneficencia Pública, ni siquiera respetuosamente negro, vino a llevarse a la pobre Menche, y
nosotras mismas, sí, parece mentira que nosotras mismas hayamos tenido que cortar unos cuantos
cardenales colorados en el patio de la portería para adornarle el cajón, y sus patrones, que por teléfono
se lo llevaban prometiéndole el oro y el moro a la pobre Menche, espera, mujer, espera, ten paciencia,
para el verano será mejor, no, mejor cuando volvamos del veraneo porque a ti no te gusta la playa,
acuérdate cómo te azorochas con el aire de mar, cuando volvamos, vas a ver, te va a encantar el chalet
nuevo con jardín, tiene una pieza ideal para ti encima del garage... y ya ven, los patrones de la Menche
ni se aportaron por la Casa cuando falleció. ¡Pobre Menche! ¡Tan mala suerte! Y tan divertida para
contar chistes cochinos y tantísimos que sabía. Quién sabe de dónde los sacaba. Pero el funeral de la
Brígida fue muy distinto: tuvo coronas de verdad, con flores blancas y todo, como deben ser las flores
para los entierros, y hasta con tarjetas de visita. Lo primero que hizo la Rita cuando trajeron el ataúd
fue pasarle la mano por debajo para comprobar si esa parte del cajón venía bien esmaltada como en
los ataúdes de primera de antes: yo la vi fruncir la boca y dar su aprobación con la cabeza. ¡Bien
132
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
terminadito, el ataúd de la Brígida! Hasta en eso cumplió misiá Raquel. Nada nos defraudó. Ni la
carroza tirada por cuatro caballos negros enjaezados con mantos y penachos de plumas, ni los autos
relucientes de la familia Ruiz alineados a lo largo de la vereda esperando la partida del cortejo.
El obsceno pájaro de la noche (capítulo I)
7.11. Realismo mágico
Uno de los principales motivos del boom de la literatura hispanoamericana en la
segunda mitad del siglo XX es el llamado “realismo mágico”, etiqueta estilística que se
aplica a una serie de novelas de las décadas de 1950, 1960 y 1970 en las que se narran
hechos insólitos, fantásticos e irracionales en un contexto realista. Pese a su ámbito
totalmente latinoamericano, este término fue acuñado en 1925 por el crítico de arte
alemán Franz Roh para referirse a la pintura post-expresionista y, tras ser introducido
en el mundo cultural hispano por el filósofo español José Ortega y Gasset, fue usado
por vez primera en la literatura hispanoamericana por Arturo Úslar Pietri, que lo
empleó en 1947 para caracterizar los cuentos venezolanos.
En el realismo mágico confluyen dos corrientes culturales de distinta procedencia: por
un lado, el psicoanálisis y el surrealismo de origen europeo, que destacan la
importancia de los sueños, el subconsciente y la irracionalidad en el pensamiento
humano; por otro, la influencia de las culturas indígenas precolombinas, con su
tradición de leyendas y mitos que describen hechos fantásticos. Los escritores del
realismo mágico son capaces de descubrir el misterio y la magia que se esconde tras los
acontecimientos de la vida cotidiana. A diferencia del realismo hispanoamericano de
la primera mitad del siglo XX, este nuevo subgénero narrativo rechaza
conscientemente los motivos folclóricos y regionalistas y se centra en la búsqueda de
la esencia misma del ser humano a través de la naturaleza, el mito y la historia.
Algunos de los rasgos definitorios del realismo mágico son los siguientes:
a) mezcla de lo natural y lo sobrenatural;
b) total subjetividad en la narración de los hechos;
c) predominio del narrador en primera persona y el monólogo interior;
d) tiempo cíclico y distorsionado;
e) violencia como elemento recurrente y habitual;
f) empleo frecuente de hipérboles para describir hechos fantásticos o insólitos;
g) tono general de gran pesimismo;
h) el mal casi siempre prevalece sobre el bien.
Entre los más destacados autores del realismo mágico figuran el guatemalteco Miguel
Ángel Asturias (1899-1974) ―que en Hombres de maíz (1949) explora el mundo
mágico de las comunidades indígenas―, el cubano Alejo Carpentier (19041980) ―autor de El reino de este mundo (1949), novela de “lo real maravilloso” en el
marco histórico de la revolución haitiana, y Los pasos perdidos (1953), que añade una
133
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
nueva dimensión mitológica a los relatos ambientados en la jungla―, el peruano
Mario Vargas Llosa (1936) ―que alcanzó un éxito internacional inmediato con La
ciudad y los perros (1963), una de las novelas que inaugura el boom de la literatura
hispanoamericana―, el cubano José Lezama Lima (1910-1976) ―que en Paradiso
(1966) consigue crear un denso mundo mitológico de complejidad neobarroca― y,
muy especialmente, el colombiano Gabriel García Márquez (1927) ―Premio Nobel de
Literatura en 1982 y autor de la novela más representativa del realismo mágico, Cien
años de soledad (1967), que logra trascender el ámbito puramente local de su trama
mediante una mezcla de realidad y fantasía en un espacio mágico y atemporal.
Durante la década de 1980, la chilena Isabel Allende (1942) y la mexicana Laura
Esquivel (1950) ofrecieron una recreación tardía del realismo mágico con los bestsellers internacionales La casa de los espíritus (1982) y Como agua para chocolate
(1989) ―respectivamente.
7.12. Miguel Ángel Asturias
El guatemalteco Miguel Ángel Asturias Rosales (Guatemala,
1899 - Guatemala, 1974) ―Premio Nobel de Literatura en
1967― es uno de los iniciadores del realismo mágico
hispanoamericano. Pese a cultivar la narrativa, la poesía y el
teatro, fue en el primer género en el que destacó
especialmente, con novelas y cuentos que contribuyeron al
boom inicial de la literatura latinoamericana en la década de
1950. La producción literaria de Asturias está marcada por el
profundo influjo de la cultura maya, base del universo mágico
Miguel Ángel Asturias
que recrea en sus relatos, que el escritor guatemalteco supo
armonizar con influencias externas, como el Surrealismo y la
cultura europea. El tema principal de sus obras es la libertad y la dignidad del hombre
frente al asalto continuo de las fuerzas del mal (representadas por la modernidad).
Con su primera obra, la colección de relatos mayas Leyendas de Guatemala (1930),
Asturias muestra su preocupación indigenista. La novela El señor Presidente (1946),
que inaugura el subgénero narrativo conocido como “novela del dictador”, refleja el
compromiso social del escritor guatemalteco. Con Hombres de maíz (1949), visión de
un mundo primitivo desde el punto de vista de una sociedad moderna, Asturias se
adentra plenamente en el realismo mágico. Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954)
y Los ojos de los enterrados (1960) forman una trilogía de novelas acerca de la
explotación de los indígenas en las plantaciones bananeras (alegoría de la injerencia
norteamericana en Centroamérica). En Mulata de tal (1963), Asturias fusiona de forma
exitosa la mitología maya y el Surrealismo. Otras obras destacadas dentro de la
producción narrativa del escritor guatemalteco son las novelas El alhajadito (1961),
134
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Maladrón (1969) y Viernes de dolores (1972) y las colecciones de cuentos Week-end
en Guatemala (1956), El espejo de Lida Sal (1967) y Tres de cuatro soles (1971).
La poesía de Asturias, dotada de una gran sensibilidad y un extraordinario cromatismo,
recrea una Guatemala mítica, paraíso perdido pero recuperable. Algunas de sus
composiciones más destacadas son Sien de alondra (1949), Sonetos de Italia (1965),
Clarivigilia primaveral (1965) y Sonetos venecianos (1973). Dentro de su producción
teatral, sobresalen Soluna (1955), La audiencia de los confines (1957), Chantaje (1964)
y Dique seco (1964). Asturias es también autor de ensayos como El problema social del
indio (1923) y Latinoamérica y otros ensayos (1968).
El siguiente fragmento de El señor Presidente, “novela del dictador” con la que
Asturias lleva a cabo una crítica velada de los gobiernos autoritarios en Latinoamérica,
muestra algunos de los rasgos que posteriormente se desarrollarían durante el realismo
mágico, como el primitivismo cultural americano representando en personajes
humildes (un mendigo y un leñador) y una mezcla de realidad y fantasía (aparición de
un “ángel”):
Pero la dicha dura lo que tarda un aguacero con sol... por una vereda de tierra color de leche, que
se perdía en el basurero, bajó un leñador seguido de su perro: el tercio de leña a la espalda, la
chaqueta doblada sobre el tercio de leña y el machete en los brazos como se carga a un niño. El
barranco no era profundo, mas el atardecer lo hundía en sombras que amortajaban la basura
hacinada en el fondo, desperdicios humanos que por la noche aquietaban el miedo. El leñador
volvió a mirar. Habría jurado que le seguían. Más adelante se detuvo. Le jalaba la presencia de
alguien que estaba allí escondido. El perro aullaba, erizado, como si viera al diablo. Un remolino
de aire levantó papeles sucios manchados como de sangre de mujer o de remolacha. El cielo se
veía muy lejos, muy azul, adornado como una tumba altísima por coronas de zopilotes que
volaban en círculos dormidos. A poco, el perro echó a correr hacia donde estaba el Pelele. Al
leñador le sacudió frío de miedo. Y se acercó paso a paso tras el perro a ver quién era el muerto.
Era peligroso herirse los pies en los chayes, en los culos de botellas o en las latas de sardina, y
había que burlar a saltos las heces pestilentes y los trechos oscuros. Como bajeles en mar de
desperdicios hacían agua las palanganas...
Sin dejar la carga —más le pesaba el miedo— tiró de un pie al supuesto cadáver y cuál asombro
tuvo al encontrarse con un hombre vivo, cuyas palpitaciones formaban gráficas de angustia a
través de sus gritos y los ladridos del can, como el viento cuando entretela la lluvia. Los pasos de
alguien que andaba por allí, en un bosquecito cercano de pinos y guayabos viejos, acabaron de
turbar al leñador. Si fuera un policía... De veras, pues... Sólo eso le faltaba...
—¡Chú-chó! —gritó al perro. Y como siguiera ladrando, le largó un puntapié—. ¡Chucho, animal,
dejá estar!...
Pensó huir... Pero huir era hacerse reo de delito... Peor aún si era un policía... Y volviéndose al
herido:
—¡Preste, pues, con eso lo ayudo a pararse!... ¡Ay, Dios, si por poco lo matan!... ¡Preste,
no tenga miedo, no grite, que no le estoy haciendo nada malo! Pasé por aquí, lo vide botado y...
—Vi que lo desenterrabas —rompió a decir una voz a sus espaldas— y regresé porque creí que era
algún conocido; saquémoslo de aquí...
El leñador volvió la cabeza para responder y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no
escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de
dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura
de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su trape, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube.
135
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía
una paloma.
El señor Presidente (primera parte, capítulo IV)
7.13. Alejo Carpentier
El cubano Alejo Carpentier Valmont (Lausana, 1904 - París,
1980), inscrito dentro de la corriente narrativa del realismo
mágico hispanoamericano, es uno de los principales
impulsores del boom inicial de la literatura latinoamericana
en la década de 1950, gracias a una serie de novelas y cuentos
en los que recrea atmósferas mágicas, a mitad de camino entre
la realidad y la fantasía, entre los que destacan El reino de
este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces. En sus
obras, Carpentier se centra en la diversidad de la realidad
americana más que en el análisis psicológico de sus personajes
Alejo Carpentier
(que aparecen retratados de forma genérica como “el
Opresor”, “la Víctima” o “el Libertador”). El propósito último del escritor cubano es
trasladar al lector a un universo más amplio, en el que las tragedias personales quedan
ensombrecidas por los acontecimientos trascendentes que han modelado la historia
del continente americano.
Durante su juventud, Carpentier mostró su gran vocación por dos ámbitos que
marcarían su posterior producción literaria: la música y la política. Tras ser
encarcelado en 1927 durante la dictadura de Gerardo Machado en Cuba, se exilió en
Francia. Allí, en contacto con las nuevas vanguardias literarias (en particular el
Surrealismo), Carpentier desarrolló una visión del continente americano más amplia
que el mero nativismo, dentro de un contexto histórico y telúrico de mayor
trascendencia, que desarrolló en su primera obra, Écue-Yamba-Ó (1933), novela de
temática negra y estilo surrealista en la que el escritor busca las raíces espirituales de
Cuba al tiempo que denuncia la explotación de la isla por parte del capital extranjero.
Después de un largo silencio literario, Carpentier reanudó su producción narrativa
con la colección de cuentos Viaje a la semilla (1944) y una de sus obras más
representativas: El reino de este mundo (1949), novela de estilo barroco que narra un
episodio histórico de la revolución haitiana mediante una visión de la realidad
americana que bordea los límites de lo mágico; este nuevo estilo narrativo, que
Carpentier definió como “lo real maravilloso”, representa el elemento diferenciador
entre las culturas americana y europea ―puesto que la primera no necesita recurrir al
Surrealismo para lograr efectos insólitos, ya de por sí abundantes en la geografía,
historia y mitos de América― y establece las bases del posterior realismo mágico.
136
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Con su siguiente novela, Los pasos perdidos (1953) ―relato ambientado en la jungla
venezolana en el que se mezclan realidad, música y mito―, Carpentier se adscribe
plenamente a la nueva corriente del realismo mágico y se consagra definitivamente
como uno de los grandes autores hispanoamericanos del momento. Tras una nueva
incursión en la historia con la novela corta El acoso (1956), en la que ofrece un análisis
psicológico del ambiente de represión y violencia que se vivió en Cuba antes de la
Revolución, Carpentier retorna a la literatura fantástica con la colección de relatos
Guerra del tiempo (1958). En la novela histórica El siglo de las luces (1962),
ambientada en el Caribe durante el periodo de la Revolución Francesa, el escritor
cubano atrapa el espíritu del siglo XVIII mediante un lenguaje de asombrosa riqueza y
textura narrativa. Tras un nuevo periodo de silencio creativo, Carpentier retorna con
fuerza a la escena narrativa hispanoamericana con Los convidados de plata (1973),
Concierto barroco (1974), El recurso del método (1974) ―perteneciente al subgénero
narrativo de la “novela del dictador”―, La consagración de la primavera (1978) y El
arpa y la sombra (1978), relatos en los que vuelve a demostrar su genio creativo para
fusionar historia y ficción.
Carpentier desarrolló igualmente sus ideas políticas y filosóficas a través de ensayos,
como La música en Cuba (1946), Tientos y diferencias (1964), Literatura y conciencia
política en América Latina (1969) y Razón de ser (1976).
El siguiente fragmento de El reino de este mundo (1949) ilustra un aspecto de “lo real
maravilloso” mediante la fe colectiva de los esclavos haitianos en su líder, Mackandal,
al que consideran dotado de poderes sobrenaturales con los que conseguirá
metamorfosear su espíritu y salvarse de la muerte:
De pronto, todos los abanicos se cerraron a un tiempo. Hubo un gran silencio detrás de las cajas
militares. Con la cintura ceñida por un calzón rayado, cubierto de cuerdas y de nudos, lustroso de
lastimaduras frescas, Mackandal avanzaba hacia el centro de la plaza. Los amos interrogaron las
caras de sus esclavos con la mirada. Pero los negros mostraban una despechante indiferencia.
¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había
adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo
humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca,
ciempié, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes.
En el momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un cuerpo que atar, dibujarían por
un segundo el contorno de un hombre de aire, antes de resbalar a lo largo del poste. Y Mackandal,
transformado en mosquito zumbón, iría a posarse en el mismo tricornio del jefe de las tropas, para
gozar del desconcierto de los blancos. Eso era lo que ignoraban los amos; por ello habían
despilfarrado tanto dinero en organizar aquel espectáculo inútil, que revelaba su total impotencia
para luchar contra el hombre ungido por los grandes Loas.
Mackandal estaba ya adosado al poste de torturas. El verdugo había agarrado un rescoldo con las
tenazas. Repitiendo un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el gobernador desenvainó su
espada de corte y dio orden de que se cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el
manco, sollamándole las piernas. En ese momento Mackandal agitó su muñón que no habían
podido atar, en un gesto combinatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros
desconocidos y echando violentamente el torso hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo
137
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en las ondas negras
de la masa de esclavos. Un solo grito llenó la plaza.
—Mackandal sauvé!
Y fue la confusión y el estruendo. Los guardias se lanzaron, a culatazos, sobre la negrada aullante,
que ya no parecía caber entre las casas y trepaba hacia los balcones. Y a tanto llegó el estrépito y
la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era
metido de cabeza en el fuego, y que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último
grito. Cuando las dotaciones se aplacaron, la hoguera ardía normalmente, como cualquiera
hoguera de buena leña, y la brisa venida del mar levantaba un buen humo hacia los balcones donde
más de una señora desmayada volvía en sí. Ya no había nada que ver.
Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino. Mackandal había
cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran birlados los
blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de
gorro de dormir, comentaba con su beata esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio de
un semejante —sacando de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las
razas humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas— Ti Noel
embarazó de jimaguas a una de las fámulas de cocina, trabándola, por tres veces, dentro de uno de
los pesebres de la caballeriza.
El reino de este mundo (primera parte, capítulo VIII)
7.14. Mario Vargas Llosa
El hispano-peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936),
Premio Nobel de Literatura en 2010, es uno de los escritores
que más contribuyeron al boom de la literatura
latinoamericana en las décadas de 1960 y 1970. Adscrito en
sus orígenes a la corriente narrativa del realismo mágico, las
novelas y cuentos de Vargas Llosa poseen un carácter
imprevisible, que habla de una capacidad prodigiosa para
renovarse a lo largo de su trayectoria literaria. El escritor
hispano-peruano demuestra en sus obras que es posible
conjugar la realidad y las técnicas narrativas vanguardistas
Mario Vargas Llosa
introducidas por el realismo mágico (como narrar una misma
historia desde varios puntos de vista diferentes). No obstante,
toda su producción literaria poseen un componente común: su sincera preocupación
por la problemática social del Perú y de Latinoamérica en general, lo que le llevó a
compaginar su carrera literaria con la política (Vargas Llosa llegó incluso a presentarse
como candidato a la presidencia del Perú en 1990, aunque finalmente fue derrotado
por el populista Alberto Fujimori). Como miembro de la vanguardista “Generación del
50” ―a la que también pertenecían otros destacados narradores peruanos como Julio
Ramón Ribeyro, Eleodoro Vargas, Carlos Eduardo Zavaleta y Enrique Congrains―,
fue uno de los introductores de la novela urbana en el Perú, que vino a sustituir a la
novela indigenista anterior.
Vargas Llosa se inicia en el mundo de la narrativa con Los jefes (1959), colección de
cuentos de ambiente urbano cuyo tema central es la violencia. Con su primera novela,
La ciudad y los perros (1963), obra de carácter realista a la vez que simbólico, el
138
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
escritor peruano logra un reconocimiento literario inmediato como uno de los grandes
autores del emergente boom de la literatura hispanoamericana. Vargas Llosa alcanza
su madurez literaria con la novela La casa verde (1966), en la que prodiga nuevas y
experimentales técnicas narrativas, como una estructura argumental fragmentaria que
únicamente al final se completa, la combinación de diferentes acciones y tiempos de
forma simultánea y la mezcla de diálogo y narración descriptiva. El escritor peruano
continúa experimentando en sus dos siguientes novelas, Los cachorros (1967) y
Conversación en La Catedral (1969) ―esta última, una de sus más logradas
narraciones―, en las que lleva a cabo una crítica social y política del Perú. Durante la
década de 1970, Vargas Llosa aborda la problemática social y religiosa de
Latinoamérica en sus novelas Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el
escribidor (1977) ―obra de carácter autobiográfico que mezcla humor y
melodrama― y La guerra del fin del mundo (1981). En su siguiente novela, Historia
de Mayta (1984), el escritor peruano pretende descubrir los motivos que han hecho de
la violencia un elemento continuo en la historia del Perú. Con ¿Quién mató a
Palomino Molero? (1986), Vargas Llosa se interna en el ámbito de la novela policiaca
para examinar el lado oscuro de la naturaleza humana, la corrupción política y las
injusticias sociales. El hablador (1987) introduce una novedosa técnica literaria con la
presencia de dos narradores: el propia novelista y un “hablador” (cuentacuentos
indígena peruano) que se alternan de forma ordenada a lo largo de la obra. Elogio de
la madrastra (1988) es una novela erótica de lenguaje poético en la que el autor
reflexiona sobre la felicidad y la corrupción de la inocencia. En Lituma en los Andes
(1993), Vargas Llosa fusiona la realidad peruana del terrorismo guerrillero con la
mitología andina. Tras conseguir la nacionalidad española en 1993, siguió publicando
novelas de temática diferente aunque con un estilo personal inconfundible: Los
cuadernos de don Rigoberto (1997), La Fiesta del Chivo (2000), El paraíso en la otra
esquina (2003), Travesuras de la niña mala (2006), El sueño del celta (2010) y El héroe
discreto (2013).
La labor de Vargas Llosa como periodista y crítico literario se refleja en sus ensayos,
entre los que destacan García Márquez: historia de un deicidio (1971), La orgía
perpetua: Flaubert y "Madame Bovary" (1975) y las colecciones Contra viento y marea
(1990) y Desafíos a la libertad (1994). En su continua experimentación literaria, el
escritor peruano cultivó incluso el teatro, como en La señorita de Tacna (1981).
El siguiente fragmento de La ciudad y los perros simboliza, a través de las relaciones
de poder entre los alumnos de la academia militar, la crítica velada de Vargas Llosa
hacia los regímenes antidemocráticos que cohíben las libertades individuales:
Un movimiento próximo e inesperado devolvió a su cuerpo, como un puñetazo, el miedo que
empezaba a vencer. Dudó un segundo: a un metro de distancia, brillantes como luciérnagas, dulces,
139
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
tímidos, lo contemplaban los ojos de la vicuña. “¡Fuera!”, exclamó, encolerizado. El animal
permaneció indiferente. “No duerme nunca la maldita”, pensó Cava. “Tampoco come. ¿Por qué no
se ha muerto?”― Se alejó. Dos años y medio atrás, al venir a Lima para terminar sus estudios, lo
asombró encontrar caminando impávidamente entre los muros grises y devorados por la humedad
del Colegio Militar Leoncio Prado a ese animal exclusivo de la sierra. ¿Quién había traído la
vicuña al colegio, de qué lugar de los Andes? Los cadetes hacían apuestas de tiro al blanco: la
vicuña apenas se inquietaba con el impacto de las piedras. Se apartaba lentamente de los tiradores,
con una expresión neutra. “Se parece a los indios”, pensó Cava. Subía la escalera de las aulas.
Ahora no se preocupaba del ruido de los botines; allí no había nadie, fuera de los bancos, los
pupitres, el viento y las sombras. Recorrió a grandes trancos la galería superior. Se detuvo. El
chorro mortecino de la linterna le descubrió la ventana. “El segundo de la izquierda”, había dicho
el Jaguar. Electivamente, estaba flojo. Fue retirando con la lima la masilla del contorno, que
recogía en la otra mano. La sintió mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en el
suelo. Palpó la madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya adentro,
movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación, junto al
mimeógrafo, había tres pilas de papel. Leyó: “Examen bimestral de Química. Quinto año.
Duración de la prueba: cuarenta minutos”. Las hojas habían sido impresas esa tarde y la tinta
brillaba aún. Copió rápidamente las preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó
la linterna y volvió hacia la ventana. Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil
ruidos simultáneos. “¡Mierda!”, gimió. Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no
percibían, sin embargo, el bullicio salvaje que esperaban, las voces como balazos de los oficiales:
sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó todavía unos segundos. Luego, olvidando
utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de vidrio repartidos por el enlosado y los guardó
en el sacón. Regresó a la cuadra sin tomar precauciones. Quería llegar pronto, meterse en la litera,
cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos. En la
puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso.
―¿Listo? ―dijo el Jaguar.
―Sí.
―Vamos al baño.
El Jaguar caminó delante, entró al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad
amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y
lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal.
―Rompí un vidrio ―dijo, sin levantar la voz.
Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas
de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los
ojos del Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas.
―Serrano ―murmuró el Jaguar despacio― Tenías que ser Serrano. Si nos chapan, te juro...
Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de
separarlas, sin violencia.
―¡Suelta! ―dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible― ¡Serrano!
Cava dejó caer las manos.
―No había nadie en el patio ―susurró― No me han visto.
El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha.
―No soy un desgraciado, Jaguar ―murmuró Cava― Si nos chapan, pago solo y ya está.
El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió.
―Serrano cobarde ―dijo― Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones.
La ciudad y los perros (capítulo I)
140
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
7.15. José Lezama Lima
El novelista, ensayista y poeta cubano José Lezama Lima (La
Habana, 1910 - La Habana, 1976) es, junto con Alejo
Carpentier, uno de los más destacados escritores de la isla,
pese a que su estilo hermético y su precaria salud no
contribuyeran a la divulgación de su obra. Lezama Lima se
inició en el mundo de la literatura con el libro de poemas
Muerte de Narciso (1937), de influencia clásica y barroca. Sin
embargo, la obra que consagró al escritor cubano dentro de
las letras hispanoamericanas fue Paradiso (1966), considerada
una de las mejores novelas hispanoamericanas del siglo XX;
en ella, Lezama Lima crea, a través del proceso de aprendizaje
José Lezama Lima
vital del protagonista y el descubrimiento de su vocación
poética, un mundo de simbología mitológica referido a la pérdida del Paraíso por parte
del hombre, con elementos narrativos que aproximan la obra al realismo mágico. Su
segunda y última novela, Oppiano Licario (1977), en la que desarrolla la figura de un
personaje de ese mismo nombre que aparece en Paradiso, quedó inacabada por la
muerte del escritor cubano. Lezama Lima escribió también incisivos ensayos, que
aparecen reunidos mayoritariamente en las colecciones La expresión americana (1957)
y La cantidad hechizada (1970).
El siguiente fragmento de Paradiso ilustra la primera etapa vital en el desarrollo del
protagonista, José Cemí, que, al regresar a casa emocionado tras su primera
manifestación estudiantil ―en clara referencia a las revueltas cubanas durante el
régimen de Batista―, recibe los sabios consejos de su madre (en los que se percibe la
voz de Lezama Lima):
Cemí llegó a su casa con el peso de una intranquilidad que se remansaba, más que con la angustia
de una crisis nerviosa de quien ha atravesado una oscuridad, una zona peligrosa. La presencia de
Fronesis, el conocimiento de Foción, lo habían sobresaltado, pues cuando la revuelta parecía que
había llegado a su final, surgía la nueva situación.
Al toque en la puerta de su casa había acudido Rialta, que lo esperaba sentada muy cerca de la
puerta, ansiosa por ver llegar a su hijo. Con ese olfato típicamente maternal, se había dado perfecta
cuenta de que su hijo acudía a la inauguración de las clases en Upsalón y que el curso comenzaría
con algazaras y protestas, pues los estudiantes cada día iban penetrando con más ardor en la
inquietud protestaria del resto del país. Cuando lo vio llegar se sintió alegre, pues siempre que las
madres ven que su hijo parte para un sitio de peligro, se atormentan pensando que fuera de su
cuidado le pasará a su hijo lo peor. La alegría de su equivocación maternal se hacía visible en
Rialta.
—Tenía ganas ya de que llegaras, he oído decir que ha habido disturbios en Upsalón y he estado
toda la mañana rezando para que no te fuera a suceder algo desagradable. Ya sabes que cuando te
agitas, el asma te ataca con más violencia. Mi hijo —Rialta se emocionó al decir esto—, perdí a tu
padre cuando tenía treinta años, ahora tengo cuarenta y pensar que te pueda suceder algo que
ponga en peligro tu vida, ahora que percibo que vas ocupando el lugar de él, pues la muerte habla
en ocasiones y sé como madre que todo lo que tu padre no pudo realizar, tú lo vas haciendo a
través de los años, pues en una familia no puede suceder una desgracia de tal magnitud, sin que
141
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
esa oquedad cumpla una extraña significación, sin que esa ausencia vuelva por su rescate. No es
que yo te aconseje que evites el peligro, pues sé que un adolescente tiene que hacer muchas
experiencias y no puede rechazar ciertos riesgos que en definitiva enriquecen su gravedad en la
vida. Y sé también que esas experiencias hay que hacerlas como una totalidad y no en la
dispersión de los puntos de un granero. Un adolescente astuto produce un hombre intranquilo.
El egoísmo de los padres hace que muchas veces quisieran que sus hijos adolescentes fueran sus
contemporáneos, más que la sucesión, la continuidad de ellos a través de las generaciones, o lo
que es aún peor, se dejan arrastrar por sus hijos, y ya éstos están perdidos, pues ninguno de los dos
está en su lugar, ninguno representa la fluidez de lo temporal; unos, los padres, porque se dejaron
arrastrar; otros, los hijos, que al no tener qué escoger, se perdían al estar en oscuridad en el
estómago de un animal mayor. Después, al paso del tiempo, cuando llegan a ver a sus hijos
serenos, maduros dentro de su circunstancia, no pueden pensar que fueron esos riesgos, esos
peligros, la causa de su serenidad posterior, y que sus consejos egoístas, cuando ya sus hijos son
mayores, son un fermento inconcluso, una espina que se va pudriendo en el subconsciente de todas
las noches.
—Mientras esperaba tu regreso, pensaba en tu padre y pensaba en ti, rezaba el rosario y me decía:
¿Qué le diré a mi hijo cuando regrese de ese peligro? El paso de cada cuenta del rosario era el
ruego de que una voluntad secreta te acompañase a lo largo de la vida, que siguieses un punto, una
palabra, que tuvieses siempre una obsesión que te llevase siempre a buscar lo que se manifiesta y
lo que se oculta. Una obsesión que nunca destruyese las cosas, que buscase en lo manifestado lo
oculto, en lo secreto lo que asciende para que la luz lo configure. Eso es lo que siempre pido para
ti y lo seguiré pidiendo mientras mis dedos puedan recorrer las cuentas de un rosario. Con
sencillez yo le pedía esa palabra al Padre y al Espíritu Santo, a tu padre muerto y al espíritu vivo,
pues ninguna madre, cuando su hijo regresa del peligro, debe de decirle una palabra inferior.
Óyeme lo que te voy a decir: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. Hay el
peligro que enfrentamos como una sustitución, hay también el peligro que intentan los enfermos,
ése es el peligro que no engendra ningún nacimiento en nosotros, el peligro sin epifanía. Pero
cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro,
aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe
que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse verá, no los peces dentro del fluir,
lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad.
Paradiso (capítulo IX)
7.16. Gabriel García Márquez
El colombiano Gabriel José de la Concordia García Márquez
(Aracataca, 1927) ―Premio Nobel de Literatura en 1982― es
una de las grandes figuras de la narrativa hispanoamericana
contemporánea y el principal difusor, durante las décadas de
1960 y 1970, del realismo mágico, corriente narrativa que
contribuyó enormemente al boom de la literatura
latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX. García
Márquez es el autor de la novela más representativa del
realismo mágico, Cien años de soledad, en la que confluyen
Gabriel García Márquez
los principales elementos que definen este subgénero:
narración de hechos insólitos y fantásticos en un contexto realista, presencia de un
espacio mágico y atemporal, protagonismo de la naturaleza y el paisaje, referencias a
un pasado mítico y relevancia de lo onírico y lo irracional en el comportamiento de
los personajes. La soledad es precisamente el tema recurrente en la producción
literaria de García Márquez, una sensación que para el escritor colombiano es no sólo
142
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
inherente al ser humano, sino a toda América Latina en su relación con el resto del
mundo. Otro de los temas importantes en sus obras es la política y sus distintas
manifestaciones como forma de gobierno.
Durante su primera etapa literaria, entre 1947 y 1952, García Márquez escribe una
serie de cuentos de influencia surrealista en los que experimenta con nuevas formas
narrativas de influencia extranjera (Faulkner, Hemingway, Joyce, Woolf) aunque sin
lograr aún un estilo literario propio y definido; dentro de esta serie de relatos juveniles
destacan La tercera resignación (1947), Eva está dentro de un gato (1948), Ojos de
perro azul (1950) y Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles (1951). Tras volver a
su pueblo natal, Aracataca, y darse cuenta de que aquello ya no era lo que había
conocido durante su niñez, García Márquez se muestra decidido a recuperar su
infancia, lo que consigue en la novela breve La hojarasca (1955), en donde, además de
introducir dos de los personajes que posteriormente aparecerían en Cien años de
soledad (Macondo y el coronel Aureliano Buendía), adelanta técnicas narrativas del
realismo mágico (como la manipulación del tiempo y el uso de múltiples perspectivas).
A partir de un suceso real ―el hundimiento de un buque de guerra colombiano que
transportaba una carga de contrabando y el naufragio de uno de sus marineros―,
García Márquez escribe un reportaje periodístico novelizado, Relato de un náufrago
(1955), que fue censurado por el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla y provocó la
salida del escritor de Colombia. En su siguiente novela breve, El coronel no tiene quien
le escriba (1961) ―compuesta durante su estancia en Europa como corresponsal del
diario El Espectador―, García Márquez refleja su propia situación económica,
constantemente en espera del giro mensual que debía recibir: la novela relata la
desesperanza de un viejo oficial de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) mientras
aguarda la pensión de su retiro que nunca llega. Sus dos siguientes obras son el libro de
relatos Los funerales de la Mamá Grande (1962) y la novela breve La mala hora (1962).
Tras la aparición de su obra maestra, Cien años de soledad (1967), García Márquez
alcanza un reconocimiento literario inmediato como uno de los grandes autores
hispanoamericanos del momento. Esta novela, inscrita dentro de la corriente del
realismo mágico, recrea un tiempo cíclico ―las distintas generaciones de los Buendía―
en el que ocurren historias fantásticas. Cien años de soledad es una inmensa metáfora de
América Latina en la que la historia de los Buendía en el mundo mágico de Macondo,
desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de su estirpe, refleja la historia
de Colombia desde su independencia. En la novela corta La increíble y triste historia de
la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), García Márquez refleja de forma
metafórica la explotación de los países pobres por parte de las naciones desarrolladas. Su
siguiente obra, El otoño del patriarca (1975), fábula sobre la soledad del poder en la
figura de un anciano gobernante autoritario, pertenece al subgénero narrativo de la
“novela del dictador”. En 1976, García Márquez decide que no volverá a publicar
143
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
ficción mientras Pinochet ocupe el poder en Chile, lo que le convierte en un escritor
comprometido. Tras una larga pausa, vuelve a la escena literaria con Crónica de una
muerte anunciada (1981), novela que obtuvo un resonante éxito internacional; en ella,
García Márquez narra en forma de crónica periodística la historia ―basada en un hecho
real― del joven Santiago Nasar, de quien todo un pueblo, menos él, sabe que va a morir
asesinado. En El olor de la guayaba (1982), obra escrita en coautoría con el periodista y
diplomático colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez recrea el universo
mágico de su infancia y juventud a través de una larga conversación con su gran amigo.
Con motivo de la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1982, el escritor
colombiano presenta como discurso de aceptación el ensayo La soledad de América
Latina, en el que expone las razones por las que la singular visión del mundo del
subcontinente americano lo diferencia del resto de países. Después de una nueva pausa
en su carrera literaria, obligada por los actos públicos y entrevistas tras la concesión del
Premio Nobel, García Márquez retorna a la actividad narrativa con El amor en los
tiempos del cólera (1985), novela romántica en la que el amor es una fuerza
destructiva que consume al ser humano (como la enfermedad de “el cólera” y la pasión
de “la cólera”). El general en su laberinto (1989), novela histórica que recrea los
últimos días de Simón Bolívar, se aproxima al subgénero narrativo de la “novela del
dictador” por la imagen derrotada y patética que García Márquez ofrece del Libertador.
Del amor y otros demonios (1994) ―novela histórica con elementos del realismo
mágico― y Noticia de un secuestro (1996) ―recreación novelizada de los secuestros
de varias figuras prominentes de Colombia― dan paso a un nuevo periodo de silencio
literario, que García Márquez rompe con Vivir para contarla (2002), libro de memorias
en el que repasa los primeros treinta años de su vida. Una de sus últimas novelas,
Memorias de mis putas tristes (2004), narra la historia de un anciano que se enamora de
forma obsesiva de una joven.
El siguiente fragmento de Crónica de una muerte anunciada, correspondiente al
comienzo de la novela, ilustra el novedoso estilo narrativo de García Márquez
consistente en mezclar la narración en tercera persona con la crónica periódistica basada
en hechos precisos y opiniones de los protagonistas; por otro lado, muestra elementos del
realismo mágico como la importancia de los sueños en la vida de los personajes y hechos
insólitos o exagerados:
El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en
que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna
tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de
cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27
años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo
en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una
reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en
144
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros
sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y
despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó
como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la
medianoche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta
que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen
humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de
si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante
con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un
buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con
un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba
cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo
estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina
Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato, porque pensé que
las habían soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a
las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la
llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a
El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen
juicio aunque sin mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,
según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba también sus
aperos de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06 Mannlicher-Schönauer, un rifle 300
Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una Winchester de repetición.
Siempre dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda de la almohada,
pero antes de abandonar la casa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de
noche. «Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que guardaba las
armas en un lugar y escondía la munición en otro lugar muy apartado, de modo que nadie cediera ni
por casualidad a la tentación de cargarlas dentro de la casa. Era una costumbre sabia impuesta por su
padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola
se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la
sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a
un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza. Santiago Nasar,
que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel percance.
La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había
despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió
la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para
siempre. Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
Crónica de una muerte anunciada
7.17. Cien años de soledad
Cien años de soledad (1967), la obra maestra de Gabriel García Márquez y de la
literatura hispanoamericana, representa la culminación de la corriente narrativa del
realismo mágico, en la que hechos insólitos y fantásticos aparecen presentados en un
contexto realista. A través de un relato de estructura temporal cíclica, en el que
personajes y acontecimientos se repiten una y otra vez, se narra la historia de la
familia Buendía desde la fundación del pueblo ficticio de Macondo hasta su
decadencia y desaparición. Al final de la novela, se descubre que su fatal destino ya
estaba escrito con anticipación “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad
145
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Mediante los avatares de las
distintas generaciones de los Buendía, García Márquez refleja de forma simbólica la
historia reciente de Colombia ―y, por extensión, de toda América Latina―, dominada
por dos temas recurrentes a lo largo de toda la obra: la predestinación y la soledad. La
ruina final de Macondo, desde su Edad de Oro inicial, es una alegoría de la decadencia
del mundo americano por la injusticia y violencia que allí se consuman. En un plano
superior, de carácter existencial, la novela de García Márquez puede ser vista como
una inmensa metáfora del hombre americano ―o incluso del ser humano en
general―, caracterizado por la soledad, la incomunicación y el destino
predeterminado.
Cien años de soledad es la crónica completa de Macondo confundida con la historia de la
familia Buendía, fundadora del pueblo. Los elementos fantásticos e insólitos del realismo
mágico son una constante a lo largo de la novela: el patriarca, José Arcadio Buendía,
marca la dinastía con el sello de la desmesura imaginativa y el delirio inventivo; su mujer,
Úrsula Iguarán, desafía al tiempo por su longevidad (a lo largo de su vida centenaria ve
nacer y morir a los Buendía, presencia la fabulosa ascensión de su estirpe y su caída final);
uno de sus hijos, el coronel Aureliano Buendía, es un ser legendario acompañado en todo
momento por la muerte (su mujer, Remedios Moscote, muere poco después de la boda, y
sus diecisiete hijos ilegítimos mueren todos asesinados). En general, los personajes
femeninos de la novela poseen un sentido más práctico que los hombres, caracterizados
por la fantasía y la superstición.
Árbol genealógico de la familia Buendía
146
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
El hilo conductor de Cien años de soledad es la superposición entre “Tiempo mítico”
(Edad de Oro, Paraíso Perdido) y “Tiempo histórico” (Macondo y los Buendía). Sólo el
último Aureliano comprende que la Historia ha vencido al descifrar ―y el lector con
él― las últimas líneas de los pergaminos de Melquiades y ver “que todo lo escrito en
ellos era irrepetible desde siempre y para siempre”. De esta forma, el “mito” (de carácter
religioso) acaba convertido en “fábula” (de carácter histórico). Si se acepta la tesis de la
novela de que el destino de Latinoamérica está ya marcado, Macondo representaría la
Edad de Oro del ser humano, un estado no contaminado que pierde su pureza debido a la
llegada de la civilización (los avances tecnológicos traídos por los gitanos, el ferrocarril y
la explotación de las compañías bananeras norteamericanas, elementos negativos y
perturbadores de esa vida idílica). Por tanto, la novela de García Márquez simbolizaría la
irrupción violenta de la Historia en el Mito y la destrucción de la armonía original.
El narrador de Cien años de soledad es un ser omnisciente, que controla el tiempo y
adelanta en el inicio de la novela hechos que posteriormente ocurrirán. A lo largo de
toda la obra hay continuas anticipaciones y regresiones que complican la trama
sobremanera. En una narración tan extensa como Cien años de soledad, sin embargo,
esta maleabilidad del tiempo es, hasta cierto punto, una ayuda para el lector, ya que es
una especie de recurso mnemotécnico que facilita el recordar hechos anteriores. Por otra
parte, este proceso puede producir la impresión de que los hechos se repiten. Como el
narrador conoce la historia de principio a fin (como si fuera un cuento), la temporalidad
pierde su linealidad y su lógica para insertarse en el mito. Solo al final de la obra se
descubre que toda la historia estaba ya escrita en los manuscritos de Melquiades.
El siguiente fragmento de Cien años de soledad refleja el desmoronamiento de Macondo
tras el diluvio y la marcha de la compañía bananera norteamericana, que dará inicio al
proceso de decadencia del pueblo y conducirá al fin de la estirpe de los Buendía:
Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados,
esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de
advenedizos que se fugaron de Macondo tan atolondradamente como habían llegado. Las casas
paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano habían sido abandonadas. La compañía
bananera desmanteló sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada sólo quedaban los
escombros. Las casas de madera, las frescas terrazas donde transcurrían las serenas tardes de
naipes, parecían arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de
borrar a Macondo de la faz de la tierra. El único rastro humano que dejó aquel soplo voraz fue un
guante de Patricia Brown en el automóvil sofocado por las trinitarias. La región encantada que
exploró José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y donde luego prosperaron las
plantaciones de banano, era un tremedal de cepas putrefactas, en cuyo horizonte remoto se alcanzó
a ver por varios años la espuma silenciosa del mar. Aureliano Segundo padeció una crisis de
aflicción el primer domingo que vistió ropas secas y salió a reconocer el pueblo. Los
sobrevivientes de la catástrofe, los mismos que ya vivían en Macondo antes de que fuera sacudido
por el huracán de la compañía bananera, estaban sentados en mitad de la calle gozando de los
primeros soles. Todavía conservaban en la piel el verde de alga y el olor de rincón que les
imprimió la lluvia, pero en el fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el
147
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
pueblo en que nacieron. La calle de los Turcos era otra vez la de antes, la de los tiempos en que los
árabes de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el mundo cambiando guacamayas por
chucherías hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su milenaria condición de
gente trashumante. Al otro lado de la lluvia, la mercancía de los bazares estaba cayéndose a
pedazos, los géneros abiertos en la puerta estaban veteados de musgo, los mostradores socavados
por el comején y las paredes carcomidas por la humedad, pero los árabes de la tercera generación
estaban sentados en el mismo lugar y en la misma actitud de sus padres y sus abuelos, taciturnos,
impávidos, invulnerables al tiempo y al desastre, tan vivos o tan muertos como estuvieron después
de la peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía. Era tan
asombrosa su fortaleza de ánimo frente a los escombros de las mesas de juego, los puestos de
fritangas, las casetas de tiro al blanco y el callejón donde se interpretaban los sueños y se
adivinaba el porvenir que Aureliano Segundo les preguntó con su informalidad habitual de qué
recursos misteriosos se habían valido para no naufragar en la tormenta, cómo diablos habían hecho
para no ahogarse, y uno tras otro, de puerta en puerta, le devolvieron una sonrisa ladina y una
mirada de ensueño, y todos le dieron sin ponerse de acuerdo la misma repuesta:
―Nadando.
Cien años de soledad (capítulo XVI)
Resumen
Durante la década de 1940, Hispanoamérica experimentó un crecimiento urbano sin
precedentes (especialmente México, Argentina y Uruguay), lo que dio lugar a una nueva
corriente narrativa que superó el realismo regionalista de la primera mitad del siglo XX.
Durante las décadas de 1940 y 1950, México fue uno de los principales centros de
difusión de la novela hispanoamericana contemporánea en su etapa inicial (con
escritores tan destacados como Juan Rulfo). Durante las décadas de 1960 y 1970, los
novelistas hispanoamericanos adoptaron técnicas narrativas originales que dieron lugar
al llamado boom latinoamericano. Íntimamente ligado al anterior se halló el realismo
mágico, género narrativo por excelencia de la literatura hispanoamericana
contemporánea que mezcla lo racional, lo onírico y lo fantástico. Los principales
representantes de esta nueva narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX
son Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Mario
Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, José Lezama Lima, Augusto Roa
Bastos y José Donoso.
Actividades
1) ¿A qué subgéneros narrativos dio lugar la novela urbana a comienzos de la segunda mitad del siglo
XX?
2) Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias, mezcla elementos de la mitología maya y el
realismo mágico para narrar en tono alegórico la desaparición del mundo primitivo americano ante el
avance de la modernidad. ¿Cuáles de estos elementos aparecen reflejados en el siguiente fragmento?
El todo era para llegar a la conclusión de que desde esa vez me quedó la fama de que tenía pacto con el Diablo:
tuve la visión anticipada de lo que le iba a pasar al coronel, de lo que le estaba pasando; mirá vos, no sé si lo vi
antes de que sucediera, o lo vi en el mismo momento, pero a mucha distancia. Por supuesto que esa facultad
de adelantarse a ver lo que va a ocurrir la tienen muchos, que siempre serán pocos y por eso es rara; pero la
tienen, sin haber hecho pacto con el Diablo. Es algo natural o sobrenatural, como el pensamiento. Decime, vos,
qué cosa hay en el hombre más admirable que el pensamiento. Y ¿por qué no pudo haber sido Dios el que me
dio ese don divino? Ahora ya no lo tengo. Antes era cosa que de repente me llegaba, no se de dónde, como en
148
― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
el vuelo de un ave que no veía, que se me entraba por las narices, por los ojos, por los oídos, por la frente, que
se posesionaba de mí. Después, tuve ya que reconcentrarme algo, y algo daba en el clavo.
Hombres de maíz (cap. XVI)
3) Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, es una de las novelas que inauguran la nueva narrativa
hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX, gracias a su empleo de novedosas técnicas
narrativas y estilísticas, como la alternancia entre el diálogo y el monólogo interior (con el que los
protagonistas expresan sus pensamientos más íntimos y más cercanos al subconsciente). En el siguiente
fragmento, correspondiente a una conversación entre Eduviges Dyada y el protagonista, Juan Preciado,
identifica los elementos narrativos que pertenecen al monólogo interior de los dos personajes:
—Éste es su cuarto —me dijo.
No tenía puertas, solamente aquélla por donde habíamos entrado. Encendió la vela y lo vi vacío.
—Aquí no hay donde acostarse —le dije.
—No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón para el cansancio. Ya
mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay
que estar prevenido, y la madre de usted no me avisó sino hasta ahora.
—Mi madre —dije—, mi madre ya murió.
—Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar una
distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que murió?
—Hace ya siete días.
—Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos las dos
para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso encontrábamos alguna
dificultad. Éramos muy amigas. ¿Nunca le habló de mí?
—No, nunca.
—Me parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién casada. Pero nos
queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan tierna, que daba gusto quererla. Daban ganas
de quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo
lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios
mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo.
Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: «El hijo de
Dolores debió haber sido mío». Después te diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a
tu madre en alguno de los caminos de la eternidad.
Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano y me dejé
arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía
jugar con él como si fuera de trapo.
—Estoy cansado —le dije.
—Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
—Iré. Iré después.
Pedro Páramo
4) Los cuentos que forman la colección Las armas secretas (1959), de Julio Cortázar, reflejan situaciones
absurdas y fantásticas de la vida real y la incapacidad del lenguaje literario para expresar la realidad total
que se esconde tras las apariencias y el conocimiento parcial de los personajes. En el relato “Las babas del
diablo”, esta visión subjetiva de los hechos se representa a través de una imagen fotográfica. Describe la
superposición entre realidad y ficción en el siguiente fragmento de este relato:
Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y
exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo
que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa
gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado
pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible
que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer,
para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo
petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los
prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas
excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía
hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome
sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de
otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el
orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado,
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prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y
ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la
burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo
comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o
simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que
desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un
inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que
grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro
paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de
la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró
un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que
tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante
alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en
la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo
con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por
segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me
quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado.
―Las babas del diablo‖ (en Las armas secretas)
5) La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, es una de las novelas precursoras del boom de
la literatura hispanoamericana, corriente literaria caracterizada por el empleo de novedosas técnicas
narrativas. En esta obra, Fuente emplea un recurso novelístico experimental conocido como
“identidades fragmentadas”, consistente en que el narrador-protagonista emplea tres personas a lo largo
de su relato para referirse a sí mismo: YO, TÚ, ÉL. A partir de los siguientes pasajes escogidos de la
novela, identifica la función de cada una de estas tres personas:
YO dejo que hagan, yo no puedo pensar ni desear; yo me acostumbro a este dolor: nada puede durar
eternamente sin convertirse en costumbre; el dolor que siento debajo de las costillas, alrededor del ombligo, en
los intestinos, ya es mi dolor, un dolor que roe: el sabor de vómitos en mi lengua es mi sabor; el abultamiento
de mi vientre es mi parto, lo asemejo al parto, me da risa. Trato de tocarlo. Lo recorro del ombligo al pubis.
Nuevo. Redondo. Pastoso.
La muerte de Artemio Cruz (1924 – Junio 3)
TÚ detestarás a YO por recordártelo. Tú quisieras ser como ellos y ahora, de viejo, casi lo logras. Pero casi.
Sólo casi. Tú mismo impedirás el olvido; tu valor será gemelo de tu cobardía, tu odio habrá nacido de tu amor,
toda la vida habrá contenido y prometido tu muerte: que no habrás sido bueno ni malo, generoso ni egoísta,
entero ni traidor. Dejarás que los demás afirmen tus cualidades y tus defectos; pero tú mismo, ¿cómo podrás
negar que cada una de tus afirmaciones se negará, que cada una de tus negaciones se afirmará?
La muerte de Artemio Cruz (1941 – Julio 6)
Caminó, mirándose las puntas de los zapatos, por las viejas calles, trazadas como un tablero de ajedrez.
Cuando dejó de escuchar el taconeo sobre los adoquines y los pies levantaron un polvo reseco y gris, dirigió la
mirada hacia los muros almendrados del antiguo templo fortaleza. Cruzó la ancha explanada y entró a la nave
silenciosa, larga y dorada. Nuevamente, las pisadas resonaron. Avanzó hacia el altar.
La muerte de Artemio Cruz (1919 – Mayo 20)
6) La novela histórica El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier, presenta, pese a la sobriedad del
rigor histórico que exige su argumento, ciertos elementos del realismo mágico en las ensoñaciones de
los jóvenes protagonistas, Carlos, Sofía y Esteban, y las descripciones de las increíbles aventuras por
Europa y el Caribe de Víctor Hugues. ¿Qué aspectos del realismo mágico se reflejan en el siguiente
pasaje de la novela?
Aquella noche, incapaz de dormir, anduvo hasta la madrugada por barrios viejos, resudados de pátina, cuyas
callejas tortuosas le eran desconocidas. Inesperadas esquinas, de agudo vértice, se le venían encima como las
proas de gigantescas naves, sin mástiles ni velas, cubiertas de chimeneas que se pintaban sobre el cielo con
fantástica apostura de caballeros armados. Sin revelar la naturaleza exacta de sus formas, emergiendo de
tinieblas y claroscuros, aparecían andamios, muestras, letras recortadas en hierro, banderas dormidas. Allí se
hacinaban las diablas de un mercado; allá, colgaba una rueda, sobre los mimbres enmarañados de cestas a
medio tejer. Un percherón fantasmal hacía tremolar los belfos, de pronto, en el fondo de un patio donde una
carreta alzaba las barras del tiro, en un rayo de luna, con la inquietante inmovilidad del insecto que se dispone
a disparar los dardos. Siguiendo la ruta de los antiguos peregrinos de Santiago, Esteban se detuvo donde el
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cielo, al cabo de la calle, parece esperar a quien tramonte la cuesta, regalando ya el olor del trigo segado, el
buen augurio de los tréboles, el húmedo y cálido aliento de los lagares. El joven sabía que era mera ilusión;
que arriba había otras casas, y muchas más donde se intrincaban los suburbios. Por lo mismo, detenido donde
había de detenerse para no perder los privilegios de una celestial y fastuosa perspectiva, contemplaba lo que
durante siglos hubiesen mirado, entonando cánticos, los hombres de veneras, bordón y esclavina, que tanto
habían arrastrado sus sandalias por este rumbo (…) Un día —serían las siete— lo halló Víctor despierto,
soñando con la Estrella Absintio del Apocalipsis, después de abismarse en la prosa de La Venida del Mesías de
Juan Josaphat Ben Ezra, autor cuyo nombre ocultaba, bajo su empaque arábigo, la personalidad de un activo
laborante americano. «¿Quieres trabajar para la Revolución?», le preguntó la voz amiga. Sacado de sus
meditaciones lejanas, devuelto a la apasionante realidad inmediata que no era, en suma, sino un primer logro
de las Grandes Aspiraciones Tradicionales, respondió que sí, que con orgullo, que con entusiasmo, y que ni
siquiera permitía que su fervor, su deseo de trabajar por la Libertad, pudiese ser puesto en duda. «Pregunta
por mí, a las diez, en el despacho del ciudadano Brissot —dijo Víctor, que estrenaba un traje nuevo, de muy
buena factura, con unas botas que aún sonaban a cordobán de almacén—. ¡Ah! Y si viene al caso hablar de eso:
nada de masonerías. Si quieres estar con nosotros, no vuelvas a poner los pies en una Logia. Demasiado
tiempo hemos perdido ya con esas pendejadas.» Advirtiendo la expresión asombrada de Esteban, añadió: «La
masonería es contrarrevolucionaria. Es cuestión que no se discute. No hay más moral que la moral jacobina.» Y,
tomando un Catecismo del Aprendiz que estaba sobre la mesa, lo rompió por el canto de la encuadernación,
arrojándolo al cesto de papeles.
El siglo de las luces (capítulo segundo, XII)
7) ¿Qué es una “antinovela”?
8) La “novela del dictador” Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, es una crítica velada hacia los
gobiernos autoritarios de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XX (más en concreto, hacia la
dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay). En el siguiente fragmento de esta novela, ¿cuál es la
ironía que se refleja en la visión que el dictador tiene de su propia persona?
Rigurosamente cierto. Investido del Poder Absoluto, El Supremo Dictador no tiene viejos amigos. Sólo tiene
nuevos enemigos. Su sangre no es agua de ciénaga ni reconoce descendencia dinástica. Ésta no existe sino
como voluntad soberana del pueblo, fuente del Poder Absoluto, del absolutamente poder. La naturaleza no da
esclavos; el hombre Corruptor de la naturaleza es quien los produce. El mojón de la Dictadura Perpetua libertó
la tierra arrancándoles del alma los mojones de su inmemorial sumisión. Si continúa habiendo esclavos en la
República ya no se sienten esclavos. Aquí el único esclavo sigue siendo el Supremo Dictador puesto al servicio
de lo que domina. Mas todavía hay quien me compara con Calígula y llega al extremo de inquietar a Incitato
nombre del caballito hecho cónsul por ocurrencia peregrina del tonto emperador romano. ¿No hubiera valido
más que mi peregrino difamante averiguara el significado de los hechos y no de los desechos de la historia?
Hubo, sí, un caballo-cónsul en la Primera Junta: Su propio presidente. Mas yo no lo elegí. El Dictador Perpetuo
del Paraguay nada tiene que ver con el cónsul solípedo de Roma ni con el bípedo cónsul de Asunción que finó
bajo el naranjo.
Yo el Supremo
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