Capítulo 22 Una lectura keynesiana

Anuncio
Capítulo 22
Una lectura keynesiana
Podemos dar del cuadro del capitalismo trazado en este libro, especialmente en los capítulos
de la tercera parte consagrados a la ley del sector financiero, una lectura keynesiana. La
crítica que Keynes hizo del capitalismo no toca todos los aspectos. Lo que desatiende es
enorme (países de la periferia, desigualdades, medio ambiente, largo plazo...) pero pone el
dedo sobre un punto crucial. Esquemáticamente: el capitalismo camina bien salvo que no se
debe dejar a las finanzas privadas el control de los procesos macroeconómicos –nivel general
de actividad y de empleo– a los que se puede agregar la estabilidad financiera. Esas son tareas
públicas centralizadas, de interés general. Esta interpretación tiene mucho sentido y merece
que nos detengamos en ella. Este capítulo no tiene por objeto analizar las herramientas
teóricas propias del análisis keynesiano, sino el de examinar los contornos de la visión muy
general subyacente del capitalismo.
El diagnóstico keynesiano nace de la observación de la situación poco favorable de Inglaterra
en los años 1920, después de la crisis de 1929. A pesar de la violencia de la depresión
mundial, los viejos dogmas tenían la vida dura. A los que estaban prestos a liberarse de ellos,
se les ofrecían entonces múltiples análisis, críticas más o menos radicales del capitalismo que
desembocaban en reformas potencialmente ambiciosas. Pero después de la Segunda Guerra
Mundial, se impuso la teoría keynesiana, hasta constituirse en ortodoxia alternativa, sin
eliminar jamás, sin embargo, a su rival, la teoría neoclásica. Y en este fin del XXº siglo, la
teoría keynesiana retrocedió, pero está aún bien viva.
¿Por qué se impuso esta teoría? ¿Por qué sobrevive frente a la invasión neoliberal? En el
plano económico, hay antes que nada la evidente necesidad de intervenciones centralizadas,
estatales. Pero esta vitalidad encuentra en gran medida su fuente en el contenido político del
keynesianismo.
Contrariamente al mensaje de la teoría dominante, la suma de los intereses individuales no es,
según Keynes, idéntica al interés general1. En particular, los intereses de las finanzas privadas
1
“El mundo no está gobernado desde lo alto de tal manera que los intereses privados y de la sociedad coincidan
son fermentos de inestabilidad macroeconómica y de insuficiencia de la demanda global. La
teoría keynesiana subraya la necesidad de un poder económico fuertemente centralizado, en
las manos del Estado y que procure objetivos particulares.
Todas las teorías económicas se enraízan en las profundidades de lo social, pero la teoría
keynesiana tiene esto de particular, que fue la expresión de un compromiso entre diversas
fracciones de las clases dirigentes, y entre esas fracciones y las clases dominadas, en el
contexto de una relación favorable al movimiento obrero. Ella atemperaba la dominación
capitalista, recortando sus manifestaciones más chocantes.
Esta relación con las estructuras sociales es tan fuerte que viene a enturbiar la misma
definición del keynesianismo. La configuración social, donde se inscribió el keynesianismo,
permitió la emergencia de reformas como el desarrollo de sistemas de protección social o el
derecho al trabajo, que sobrepasaban los límites de la teoría de Keynes (sin contradecirla).
Esta ampliación estuvo muy facilitada por el curso favorable de la técnica, que permitió una
evolución más armoniosa de los ingresos (el alza de la tasa de ganancia a despecho del
aumento de la tasa de crecimiento del salario). El keynesianismo devino finalmente, en el uso
corriente de la expresión, la teoría del compromiso de mediados del siglo XXº, en todos sus
aspectos. La etiqueta se agrandó con la botella2.
Este keynesianismo extendido no debe hacer perder de vista el interés y la pertinencia
histórica de su versión original, la de Keynes: una toma de posición explícita concerniente al
capitalismo, una apreciación fundamental sobre el funcionamiento del sistema, cuyo
contenido es siempre actual. Se puede hacer el siguiente resumen3. Los engranajes de la
siempre. No está administrado aquí debajo de tal manera que coincidan prácticamente. No es una deducción
correcta de los principios de la Economía que el interés personal opera siempre para el interés público” (J.M.
Keynes, “The End of Laissez-faire” (1926), Essays in Persuasión, The Collected Writings of John Maynard
Keynes, Vol. IX, IV.2, p.272-294, Londres: Macmillan, St. Martin’s Press for the Royal Economic Society,
1972, p. 287-288).
2
Este compromiso ampliado prolongaba muchos aspectos de aquél de principios de siglo (recuadro 16.1). Este
parentesco es un tema central en J. Weinstein, The Corporate Ideal in the Liberal State, 1900-1918, Boston:
Beacon Press, 1968.
3J.M.
Keynes, The Means to Prosperity, The Collected Writings of John Maynard Keynes, Vol. XI, VI.1, p.335-
366, Londres: Macmillan, St. Martin’s Press for the Royal Economic Society, 1933; Teoría general del empleo,
interés y el dinero (1936).
economía capitalista eran juzgados eficaces en cuanto a la asignación de recursos entre
diferentes ramas, la determinación de las cantidades producidas y la fijación de los precios;
aunque la cuestión del cambio técnico no haya sido jamás un gran tema keynesiano, se puede
agregar que Keynes no tenía ningún problema para aceptar la capacidad del capitalismo de
impulsar el progreso técnico. Había, sin embargo, algo que no iba en ese sistema, tal como
funcionaba hasta ese momento: nada garantizaba que las capacidades de producción y la
fuerza de trabajo fuesen utilizadas en los niveles adecuados. En un lenguaje más próximo al
de Keynes, nada aseguraba que el nivel de la demanda global fuese adecuado. Se trataba sobre
todo de una insuficiencia de la demanda, aunque igualmente podía ser excesiva. Así en el
razonamiento de Keynes hizo irrupción la necesidad de la intervención estatal. No había que
abandonar la creación de moneda, el crédito, a la iniciativa privada; como mínimo, había que
encuadrar estas actividades. Si el sistema de crédito no aseguraba más su función de
prestamista, el Estado debía proveer el crédito - era su función de prestamista de última
instancia. Cuando era necesario, si la oferta potencial de créditos no encontraba tomadores, no
se debía temer en recurrir a la capacidad de gasto del Estado, viniendo a reforzar la demanda
global con su déficit presupuestario- se puede así proponer la fórmula simétrica de la
precedente de un Estado tomador en ultima instancia: prestamista en última instancia por su
banco central, tomador en última instancia por su presupuesto. El Estado financia y gasta.
Keynes no ataca globalmente al sector financiero, sino a las políticas conservadoras y a los
rentistas. Hacía la diferencia entre el financista, a sus ojos un personaje activo, con buen
olfato para las oportunidades de inversión, y los rentistas, a los que describía como inversores
sin función, una clase de parásitos, que vivía del interés. Él propugnó su eutanasia. Por otra
parte estigmatizó a los mercados financieros, a la bolsa, como temibles fermentos de
inestabilidad4.
El compromiso keynesiano original, en gran medida confinado en las clases dirigentes, se
debía para muchos a las condiciones de la depresión de los años 1930. Las relaciones entre
Keynes y el presidente estadounidense, Roosevelt, enfrentado con la crisis, ilustran bien el
4
Keynes había sugerido tasar las operaciones bursátiles, prefigurando así la Tasa Tobin, aunque no tuvo
específicamente en la cabeza las transacciones internacionales (J.M. Keynes, Teoría general del empleo, interés
y el dinero (1936), p. XXX). Esta inestabilidad del mercado financiero se prolonga en aquélla, llamada
estructural, de las instituciones financieras (H. Minsky, Stabilizing an Unstable Economy, New Haven: Yale
University Press, 1986).
punto de vista de Keynes. Según él, el New Deal se obstinaba en reformas, que Keynes no
rechazaba necesariamente, pero que, según él, no estaban al orden del día en la urgencia de la
crisis. El dispositivo tendiente a atenuar los rigores de la competencia a sus ojos estaba fuera
de lugar. En cuanto al aumento del poder de compra de los asalariados, no se oponía, y éste
encontraba sin duda su lugar en el seno de su filosofía social, pero la política que él defendía
era otra: una combinación de política monetaria y de política de gastos públicos, orientada a
fijar la inversión al nivel requerido por el pleno empleo. Estas políticas estaban justificadas
por la crisis, pero se suponía que tenían un alcance general. En todas las circunstancias, el
Estado debía controlar el curso de la economía, aunque no substituir a las empresas y a los
inversores en sus elecciones individuales, pero sí regular la demanda global.
En Estados Unidos, esta lección no fue aprendida sino durante la Segunda Guerra Mundial,
cuando las necesidades de la economía de guerra comprometieron al Estado en la gestión de
la economía mucho más allá de las prescripciones keynesianas. Al fin de las hostilidades, los
medios de negocios y del sector financiero se levantaron en masa contra una eventual
prolongación de esta injerencia del Estado. Las políticas keynesianas de control
macroeconómico se impusieron entonces como una posición de compromiso, no sin
frustraciones sin embargo, tanto de parte de los defensores del mercado, como de los (que se
llamaban en aquella época los planificadores) que deseaban continuar y extender las
experiencias del New Deal y de la economía de guerra.
El marco keynesiano se prolongó en la implementación de instituciones internacionales.
Keynes, sacudido por el derrumbe del comercio internacional y por el desorden monetario
durante la depresión, comprendió la necesidad de grandes instituciones financieras
internacionales. Él comprendió la necesidad de organismos capaces de vigilar los mecanismos
monetarios mundiales, acompañando así a los bancos centrales de los Estados. La idea
fundamental era la misma que a escala de cada país. El capitalismo no se regula de manera
autónoma por el juego de los mercados, al menos en cuanto a las grandes masas de la
demanda; así como la demanda es susceptible de derrumbarse en una economía nacional si no
está regulada, el comercio internacional puede contraerse súbitamente, como en el curso de la
depresión de los años 1930. Una institución mundial de crédito debía encuadrar los
mecanismos monetarios internacionales. La capacidad de cada país de regular la actividad
general de su economía y de su empleo debía ser preservada en el seno de las instituciones, lo
que implicaba eventuales restricciones a los movimientos de capitales. No se podía dejar al
sector financiero esta regulación. La negociación con los estadounidenses fue difícil,
especialmente por la oposición de los grandes bancos de Nueva York, y el plan adoptado en
Bretton Woods quedó atrás con relación al proyecto inicial de Keynes (capítulo 18, recuadro
18.3).
El pensamiento de Keynes estaba, en una situación histórica determinada, y teniendo en
cuenta su contenido social y político, remarcablemente adaptado a los problemas de su
tiempo. Ya era mucho, y se puede ver en el análisis que hemos brindado de las crisis del fin
del siglo XXº –tanto la crisis estructural como las crisis financieras– una demostración
suplementaria de la justeza del diagnóstico keynesiano y de su alcance: ¡no se debe
abandonar a los intereses privados, es decir, al sector financiero, el control de la situación
macroeconómica y de las instituciones financieras!
Que la crisis estructural de fines del XX siglo no tuvo las mismas causas que la crisis de 1929
fue igualmente un tema importante de este libro. La crisis comenzada en los años 1970 no
contenía la virtualidad de derrumbe de los años 1930. Pero el juicio de Keynes en cuanto a la
necesidad de la intervención centralizada, nacional o internacional, permanece válida en
nuestros días, tanto más cuanto la salida a la crisis actual se asemeja al período que precedió a
la crisis de 1929 y debe pues ser percibida como preñada de importantes amenazas (capítulo
19).
Esta lectura keynesiana de la historia del capitalismo hasta sus problemas contemporáneos
está plena de sentido. Se lamentará que las condiciones políticas de las últimas décadas no
hayan permitido impedir la ofensiva neoliberal y poner en marcha políticas alternativas –una
distinta gestión de la crisis– en el contexto de otras alianzas sociales. Sin embargo, las
lecciones de Keynes y de decenios de políticas macroeconómicas no han sido olvidadas o
descartadas totalmente. El sector financiero no ha pura y simplemente destruido los cuadros
de la política macroeconómica. La política monetaria es por excelencia la herramienta capaz
de garantizar la estabilidad de precios: una de las armas de la lucha contra la inflación. El
sector financiero la tomó bajo control. Separó los bancos centrales de los gobiernos a fin de
despojarlos de las presiones sociopolíticas del viejo consenso, y supo hacer prevalecer sus
objetivos. Estos están inscriptos en los estatutos de estas instituciones. La definición de las
funciones del Banco Central Europeo lo testimonia: es primero y ante todo garante de la
estabilidad de los precios, una disciplina simultáneamente reforzada y complicada por el
juego de los mercados monetarios y financieros. El reino del sector financiero integra pues
una parte de las lecciones del keynesianismo, aunque desviadas de sus objetivos originales y
puestas al servicio de intereses particulares. El alza de las tasas de interés de los años 1980 lo
muestra bien. Ciertamente, la política monetaria puede ser eficaz en la lucha contra la
inflación y Keynes no lo habría negado. Pero Keynes quería eliminar de muerte lenta a los
prestamistas por la baja de las tasas de interés, no reforzar sus privilegios. Su visión estaba en
las antípodas de las que se aplicaron en los años 1980, en los que vimos resurgir las teorías y
políticas llamadas de la oferta, el exacto opuesto de la teoría keynesiana. Las altas tasas de
interés debían ser favorables al ahorro, por consiguiente en la lógica de la economía de la
oferta a la inversión, y contribuir a la eliminación de los rezagados –tales fueron las cantinelas
de los años reaganistas– un credo antikeynesiano.
Los riesgos propios a la inestabilidad de las instituciones financieras son igualmente
percibidos por el sector financiero contemporáneo, como lo han sido siempre. Este desvelo
estaba en el corazón del sistema monetario del XIXº siglo, de crisis en crisis, se puede decir;
es todavía una preocupación del sector financiero privado y las instituciones internacionales,
tales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Banco de Regulaciones
Internacionales. Pero no es evidente que se hayan logrado muchos progresos en este dominio.
Los riesgos están identificados, pero las crisis aparecen como lo prueba la serie de diversas
crisis monetarias y financieras.
Las crisis monetarias y financieras internacionales de los años 1980 y 1990 –las de la deuda
de países de la periferia, las de México, de Japón o de Corea, o las crisis de las instituciones
monetarias y financieras de los principales países desarrollados (capítulo 11)– volvieron a dar
al keynesianismo contemporáneo cierto vigor político. Las instituciones monetarias
internacionales heredadas de Bretton Woods, aun desviadas al servicio del orden neoliberal,
albergan todavía una potente corriente keynesiana, un keynesianismo político, muy crítico del
neoliberalismo, que procura la reafirmación de la primacía de esas instituciones,
direccionadas hacia otros objetivos, los del keynesianismo (recuadro 22.1). Sucede lo mismo
con ciertos organismos de la ONU.
Haciendo abstracción de la violencia de las críticas, su contenido se hace eco directamente del
proyecto inicial de Bretton Woods y del espíritu general de keynesianismo: los mercados
monetarios y financieros son potencialmente peligrosos y poderosas instituciones mundiales
deben garantizar la buena marcha de la economía mundial. Ese programa definió, de manera
quizás idealista pero sin duda premonitoria, las grandes líneas del post neoliberalismo
(recuadro 22.2).
22.1 – Palabras de un keynesiano: Joseph Stiglitz
Joseph Stiglitz jefe de fila de los nuevos keynesianos (profesor en Stanford) fue presidente del
Consejo de Consultores Económicos del presidente de los Estados Unidos de 1993 a 1997, y
principal economista y vice-presidente del Banco Mundial, desde 1997 hasta el 2000.
En un reciente artículo5, opone muy claramente en el plano académico dos escuelas de
pensamiento, la escuela neoclásica y la escuela keynesiana en la que se reivindica; éstas
conducen, o sirven para justificar dos tipos de políticas radicalmente diferentes, se trate de la
gestión de crisis monetarias y financieras de los años 1990 o de la marcha hacia el capitalismo
de los viejos países socialistas. Pero esas diferentes teorías no están, a sus ojos,
desencarnadas: se puede fácilmente identificar detrás de la primera las acciones del FMI, la
mano del Departamento del Tesoro estadounidense, y en último análisis, los “intereses
financieros norteamericanos” y del “mundo industrial avanzado”; frente a esos intereses de
garantes, cuyo centro es estadounidense, se encuentran “las poblaciones de los países
afectados”. Él denuncia los procedimientos no democráticos del FMI y llama a salir a la calle
(a prolongar la lucha de los manifestantes de Seattle).
El análisis que hace Stiglitz de la crisis del Sudeste Asiático no tiene nada que envidiar a las
críticas de extrema izquierda más virulentas. En cuanto a la liberalización de los capitales y su
aflujo:
A principios de 1990, los países de Asia del Sureste habían liberalizado sus mercados
financieros y de capitales- no porque tuvieran necesidad de atraer más fondos (las tasas de
ahorro eran ya del 30% y más), sino bajo las presiones internacionales, comprendidas
algunas provenientes del Departamento del Tesoro.
En cuanto a las políticas impuestas después de la crisis:
De manera más importante: ¿es que Estados Unidos –y el FMI- suscitaron esas políticas
porque nosotros, o ellos, creían que ayudarían al Asia del Sureste?, ¿o porque pensamos que
ellas aprovecharían a los intereses financieros en Estados Unidos y al mundo industrial
avanzado? Y, si pensamos que nuestros políticos debían ayudar al Asia del Sureste, ¿dónde
está la prueba? En tanto que participante de esos debates, yo debía ver esas pruebas. Y no
había ninguna.
¿Se debe procesar a Keynes por su reformismo? Había indiscutiblemente algo relevante en el
punto de vista keynesiano, que permanece al orden del día. Fue la obra de ese gran
diplomático y economista que fue Keynes. Una fracción de las clases dirigentes se encontró
frustrada, limitada en sus prerrogativas. Pero todo lo que pudo ser salvado del capitalismo lo
fue, aunque lo que cambió estaba lejos de ser menospreciable. Las concesiones pedidas eran
5
Los extractos de este recuadro provienen de un artículo del 17 de abril de 2000, difundido por Internet (J.E.
Stiglitz, What I Learned at the World Economic Crisis. The Insider. The New Republic Online, 17- 04-2000,
http:/thenewrepublic.com/041700/stiglitz041700.html,2000).
considerables, pero quizás las más restringidas que se pudieron concebir frente a las
contradicciones donde el capitalismo se había empantanado bajo la conducción del sector
financiero, frente al aumento de las luchas populares. La obra de Keynes es ciertamente la de
un reformista: un horizonte genialmente abierto, pero todavía socialmente limitado - sin
embargo, la única alternativa a una vía más radical de la que sabemos después de décadas que
salió mal en todas partes.
22.2 – La conducción de los negocios del mundo
El informe del PNUD
El informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo de 1999 contiene un
capítulo titulado Un nuevo gobierno mundial al servicio de la humanidad y de la equidad, y
lanza este llamado:
Recuperemos un poco de ese sobresaliente espíritu visionario y las preocupaciones humanas
de la inmediata posguerra, luego de la creación de las Naciones Unidas y de las instituciones
de Bretton Woods. En esa época, el objetivo era el pleno empleo....6
Sigue un elogio lleno de emoción del proyecto de Keynes luego de las negociaciones de
Bretton Woods, y del funcionamiento de esas instituciones después de la guerra. La apuesta
actual es la de “armar la arquitectura mundial del siglo XXIº” y sustituir la hegemonía
estadounidense (poder exclusivo que el informe llama como una broma amarga el G1) por el
control de la ONU. La idea es democratizar las instituciones mundiales y ponerlas al servicio
del desarrollo y de la equidad.
6
PNUD, Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo, Informe mundial sobre el desarrollo humano,
Bruselas: De Boeck, 1999, p.98.
Descargar