“Me siento vivo porque nunca dejo de soñar”

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entrevist
Niño
de la Capea
“Me siento
vivo porque
nunca dejo
de soñar”
La tarde del 4 de junio de 1985 cambió de rumbo la
carrera del Niño de la Capea. El eco que durante ese
invierno alcanzaron en España sus triunfos americanos generó a su regreso la expectación desbordante
que durante años estuvo esperando. Sólo necesitaba
un golpe de efecto para acabar con la opinión que de
él se formaron la prensa taurina y los aficionados. La
faena al toro Cumbreño, de Manolo González, puso en
sus manos las dos orejas que lo elevaron definitivamente al pedestal de los grandes maestro
Texto: José Ignacio de la Serna
Fotos: Botán, Alberto Simón, Madrigal y Cano
Pregunta: Su afición a los toros surgió de manera espontánea. Y al poco tiempo apareció alguien que fue clave en su
vida, El Brujo, su peón de confianza.
Respuesta: Cuando arranqué a torear novilladas sin picadores en el año 1969, también lo hizo Julio Robles. El Brujo iba
entonces toreando a las ordenes de Robles, en su cuadrilla,
pero al coincidir con nosotros en varias novilladas comenzó a
fijarse en mí, y al año siguiente decidió venir conmigo. Nuestra
compenetración en el ruedo era tan grande que estuvo a mi
lado hasta el día en que me retiré.
P | ¿Por qué razón necesitaba tenerlo a su lado?
R | Porque en El Brujo encontré al consejero que me hacía falta
para superar los momentos de debilidad que se viven frente al
toro. Jamás me equivocó y fue sincero conmigo. Me obligó a
hacerle a los toros cosas que por aquel entonces no me atrevía.
Él era el motor en la plaza, la voz que en ocasiones me hacía
falta para acometer el máximo esfuerzo delante del toro.
P | ¿A qué momentos se refiere?
R | En la vida de un torero hay tardes aciagas, toros que no ves
claros y con los que, por ejemplo, no te atreves a coger la mano
izquierda. En aquellos momentos, El Brujo salía del burladero
y me decía con ímpetu que lo hiciera, y como yo tenía una fe
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ciega en su palabra, lo hacía sin pensarlo dos veces. Tenía la virtud de dar el consejo oportuno en el momento justo
P | Sería un gran aficionado…
R | Fue un gran conocedor del toro y, sobre todo, de mi estado de ánimo.
P | Resulta curioso, usted transmitía la sensación de ser un torero equilibrado emocionalmente.
R | Bueno (risas) será porque tenía la habilidad de llorar a oscuras, sin que nadie
me viera. El Brujo, como en otras tantas cosas, influyó mucho en mi estado de
ánimo. Gracias a él pude remontar los baches que atravesamos los toreros.
P | Por cierto, su rivalidad con Julio Robles, ¿fue tan real?
R | Fue una rivalidad cierta, real, pero sobre todo en Salamanca. En la feria de mi
tierra la competencia con Robles era auténtica pero, ya le digo, se quedó en una
pasión de ámbito local. Sin embargo, hubo otros toreros de mi generación a los
que salía a ganarles la pelea todas las tardes. Es el caso de Manzanares, Dámaso,
Paquirri, Palomo…
P | ¿Cómo influyó en su concepto torear en el campo con tanta frecuencia?
R | Torear en el campo es importantísimo para la formación de un torero. Sin
conocer a fondo el comportamiento del toro, no se puede torear. Cuanto mayor
es el número de animales toreados de distinta condición, más amplías tus conocimientos del toro y eso, en la plaza, te permite entenderlos mejor. Los toreros
no deben permitir que un movimiento o una reacción del toro les pueda resultar
extraña. Conocer al toro siempre fue mi obsesión.
P | Pero, además de experiencia, supongo que hará falta algo más. Por ejemplo, intuición…
R | Desde luego. Creo que a lo largo de mi carrera he sido un torero muy intuitivo.
He tenido la suerte de sentir una gran afición por el toro. Estoy convencido de
que para abarcar toda la dimensión que tiene esta animal debe gustarte con locura, tienes que enamorarte de él. El toro sigue siendo un gran desconocido.
P | ¿También ellos son intuitivos?
R | El toro se da cuenta absolutamente de todo, empezando por la inseguridad
del propio torero, se da cuenta desde el primer capotazo. Esta inseguridad les
provoca una actitud defensiva que les incita a no someterse, a no querer seguir
los engaños y a no entregarse. Tampoco hay que olvidar que para que un toro se
entregue, antes tiene que hacerlo el torero. Cuando lo hace, el animal desarrolla
todo lo bueno que lleva dentro. Por eso, cuando un tío lo ve claro, parece que le
embisten todos los toros
P | El 19 de junio de 1972 tomó la alternativa en Bilbao, en una
corrida televisada en directo para toda España. En aquella ocasión, el escritor Pepe Alameda fue el narrador de una tarde de triunfo. ¿Es cierto que
fueron grandes amigos?
R | Sí, es cierto. Con el tiempo tuve el privilegio de tener una gran amistad.
Personalmente, siempre he sentido una gran admiraron hacia su persona, única
y excepcional. Pepe Alameda ha sido uno de los mejores aficionados que me he
encontrado en toda mi vida. Recuerdo que en México compartimos numerosas
tertulias y alguna que otra retransmisión por radio. ¡Tendría que haber escuchado con qué sensibilidad y con qué sabor hablaba de toros y de toreros! Ese sí que
intuía lo que iba a suceder.
P | Antes de confirmar la alternativa en Madrid, lo hizo en la Monumental
Plaza México, cortando una oreja del toro Consentido. Sin embargo, al
domingo siguiente le echaron uno al corral. ¿Curioso, no?
R | (Ahora el maestro saca su orgullo y su casta de torero, y puntualiza). Sí, sí, pero al
poco tiempo corté mi primer rabo en el coso de Insurgentes. Esas son las cosas
que engrandecen la Fiesta, escuchar tres avisos en un toro y al otro ser capaz de
cortarle el rabo. No olvide que la regularidad en el triunfo minimiza el éxito de
los toreros. La tarde de los tres avisos aprendí que no hay que correr detrás de
los toros.
P | En el país azteca le llamaban ‘el consentido’…
R| ¡Qué bonito! ¿Verdad? Creo que mi éxito residía en la entrega y en la sinceridad
con que salía a la plaza. Y, por su puesto, la condición y el temple que atesoraba
el toro mexicano, que se amoldaba a la perfección con mi forma de entender
el toreo. Un concepto que trataba de prolongar las embestidas tirando de ellas
con temple y mando. También me fijaba mucho en los tiempos muertos. Por
primera vez le di importancia a lo que sucede alrededor del toro, fuera del muletazo. Rápidamente el público advirtió que estaba metido de verdad en mi papel
de torero y que buscaba algo más, que no estaba allí para quitarme el frió de
Salamanca y para ganar dinero.
P | Durante las temporadas de 1983 y 1984, El Niño de la Capea atraviesa,
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por vez primera en su carrera, un pasajero declive profesional,
sobre todo en la consideración de la prensa y los aficionados.
A esta circunstancia no favoreció la impactante irrupción en
el toreo de Paco Ojeda. Capea decidió entonces regresar a su
segunda patria, a su México del alma, para cuajar durante el
invierno de 1984 y 1985 una campaña americana sencillamente excepcional. Al término de la misma, minutos antes de
coger el vuelo rumbo a casa, Pedro respiró hondo y, seguro de sí
mismo, se sintió un torero a la sazón renovado y deslumbrante
en el fondo y en la forma.
R | Durante aquel invierno corté mi segundo rabo en el coso de
Insurgentes, al toro Manchadito, y cuajé varias faenas importantísimas. Aquello me produjo un relajo espiritual tan grande, que pensé
que si algún día me fallaba España, siempre me quedaría México
para sentirme torero. Cuando eché pie a tierra, lo hice con una fe y
un convencimiento total. El ambiente y la expectación que se creó
a mi alrededor tras aquellos triunfos fue desbordante.
P | Con aquella fuerza espiritual llegaron dos triunfos claves en
su carrera, durante la feria de San Isidro de 1985.
R | Aquella feria me tropecé con un toro de Sepúlveda, al que corté
una oreja; y otro de Manolo González, al que corté las dos. Fueron
dos animales totalmente opuestos en su comportamiento. Exigieron
la lidia de un torero muy maduro, muy hecho y muy consciente. Y
me encontraron. A raíz de esa temporada, tanto la prensa como los
aficionados, comenzaron a considerarme un torero importante.
P | ¿Cómo recuerda su faena a Cumbreño?
R | Para mí fue el momento más trágico y angustioso de toda mi
vida como torero. Recuerdo que cuando vi su agresividad durante
el tercio de banderillas, empezaron a temblarme las piernas. En
aquel instante se me vino el mundo encima. Pensé que no podía
tirar por la borda toda mi trayectoria por culpa de ese toro. Así
que, como siempre tuve casta, me dije a mí mismo que había que
tirar ‘pa´lante’. Salí convencido, porque en aquel momento no me
importaba perder la vida.
P | Fue una lucha de poder a poder…
R | El convencimiento y las agallas que eché con ese toro fueron el
secreto de una de las faenas más emocionantes que he vivido en Las
Ventas. Cuando me pusieron las dos orejas en la mano no cabía en
mí de gozo. Fue la apuesta más cabal, más sensata y más torera que
hice durante mi carrera.
P | ¿En algún instante comprobó que estaba podido?
R | En ninguno. Esa fue su grandeza, que hasta el final mantuvo su
fiereza, incluso en el momento de la muerte. Cuando tras la estocada cayó fulminado patas arriba, todavía me echó una mirada que
aún tengo guardaba en la memoria. En aquella mirada pude ver la
angustia que ambos habíamos sufrido en el ruedo. Fue uno de los
momentos cumbres que pude vivir en una plaza de toros.
P | Otra tarde cumbre fue la del 28 de junio de 1988. Se encerró
en solitario con seis toros de Victorino Martin en Madrid, en la
corrida de la Prensa.
R | Cuando se planteó aquella corrida yo no tenía necesidad, ni económica ni profesional, de matarla. Recuerdo que mi entorno, tanto
mis apoderados como El Brujo, no lo tenían claro. No entendían que
a esas alturas de mi vida fuera a asumir tantos riesgos. Fue un reto
conmigo mismo. Estaba preparado y quería escribir una página en
la historia del toreo. La corrida fue un resumen de lo que había sido
uando vi la
agresividad
de Cumbreño
en banderillas
sentí cómo me
temblaban las
piernas”
mi vida y mi actitud en el ruedo. Fue mi quinta salida en hombros
en Las Ventas.
P | Existe una fotografía con el toro Cumbrerillo que refleja
fielmente ese sentimiento del que estamos hablando.
R | Esa fotografía expresa la intensidad con la que he sentido el
toreo. Después de tantos años, algunos aficionados se siguen acercando para enseñarme en el video de sus teléfonos móviles aquella tanda de seis naturales tan profundos y ligados. Todavía me
emociono al contemplarlos. Hay una frase de Pepe Alameda que
siempre repito a mi hijo Pedro: “El torero no es graciosa huida, sino
apasionada entrega”.
P | Su reaparición en 1991 estuvo condicionada por la grave
cornada que un toro de Cebada Gago le infirió en la feria de
Sevilla. ¿Por qué le descentró tanto aquel percance?
R | Pues porque me cogió estando muy seguro de mí mismo y luego
no terminé de recuperarme del todo. Cuando reaparecí, recuerdo
que no podía marcharme de la cara del toro y aquello me provocó
una gran inseguridad. Todavía hoy arrastro algunas secuelas. Lo
pasé fatal, pero una vez más lo asumí como un reto personal. No me
podía acobardar y tirar la toalla, tenía que demostrarme, primero a
mí mismo, y luego a los demás, que era capaz de superarla, como
así lo hice. Mi recompensa llegó en México, cuando ese invierno
cuajé el mejor toro de mi vida.
P | Cuando en 1995 se retiró definitivamente de los ruedos,
había conseguido algo tan difícil como cambiar el sello que le
habían puesto los aficionados.
R | Esa es mi mayor felicidad. Para cambiar la opinión de la gente
necesitas un golpe de impacto. En mi caso, ese impacto lo produjo
mi campaña en México y Cumbreño. A partir de ahí, el público
comenzó a valorar mis virtudes y dejó a un lado los defectos, que
en ocasiones te acompañan durante toda la vida. Me costó quince
temporadas lograr el máximo reconocimiento.
P | Maestro, a lo largo de esta entrevista me ha parecido un
hombre realizado y feliz…
R | Totalmente. El secreto es que nunca dejé de soñar. El hombre
que sueña está vivo y yo lo hago todos los días. Sueño con mi familia, con mi ganadería y con mi hijo Pedro, que lucha por ser torero,
a pesar de lo dura que es esta profesión. Me siento vivo, porque vivo
en constante tensión
M
e costó quince
temporadas lograr
el máximo
reconocimiento”
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