CARACOL Soy del Sur, esa tierra alegre dónde se nos presupone joviales, chistosos y bailarines, dónde siempre se está de buen humor o se tiene una gracia en la punta de la lengua como final de cualquier frase, soy del Sur, pero no soy así, aunque pueda parecerlo, es como el efecto dominó, uno empieza y seguimos el uno y el otro. Y la mayoría tampoco lo son, o quizás sí, existe un talante colorido, pero eso no dice nada, a veces quien más ríe para los demás más llora para sí, pero tampoco es mi caso. Hay quien tiene color auténtico del Sur y hay quien se tiñe. Vivo en La Tacita de Plata, orgullosa capital de Cádiz, por supuesto al lado del mar, éste nunca me ha gustado especialmente, al menos hasta hace unos meses, ¿o hace un año ya?, fue una semana antes de la boda de Pedro, no me acuerdo, no soy de fechas,(mi novia siempre me lo echó en cara), en aquel entonces la mar para mí era un sitio aburrido donde tomar el sol, comer “pescaíto” frito a precio de langostinos y pelearse por medio metro de orilla en la que poder tumbar la toalla, que por algo dicen que es la población con más habitantes por kilómetro cuadrado, unos ciento cincuenta, aunque a veces parece que todos han decidido ir a la misma playa que tú. Una vez consigues sitio, estoicamente soportas gritos de niños, conversaciones que son más bien gritaciones de las parejas de al lado, música por un lado maquinera y por el otro Camarón, una mezcla arrolladora para cualquier par de oídos. Eso era la playa, no la mar, después lo supe, la mar es otro cantar, otro misterio, otro lugar o todos los lugares uno, un sitio de donde no quieres marcharte y al que siempre quieres volver. Te rodea y te aplasta la cotidianeidad en la que piensas cuando eres más joven que tú no caerás, pero estás allí, no quieres estar pero estás. Apenas has dormido, porque ayer era sábado y tocaba salir, irse de los primeros queda mal y otra noche perdida, otra vez esas horas tiradas en la espera de encontrar lo que no sabes que buscas, como cada sábado por la noche. Pareja no buscaba la tenía, iba con ella esos fines de semana muertos, procurábamos ir con gente para no tener que pararnos a pensar que no teníamos nada que decirnos, un lugar con la música alta para ni siquiera intentarlo, alcohol para adormecer las ilusiones y así un sábado tras otro. Hasta aquel sábado diferente, distinto porque la fiesta era a bordo de un velero, una despedida de soltero, éramos seis, salimos por la tarde a navegar hasta puerto Sherry, para hacer allí la fiesta y a los que pudieran consumar su infidelidad los amparara el anonimato. Llegué el primero pantalán 4, amarre 111, preguntar por Ángela, el barco se llamaba Caracol, un velero de casi 13 metros, un Oceanis 43, todo eso lo supe tiempo después claro, lo más cerca que había estado hasta entonces de un barco eran los metros que separaban el muelle con los bares de tapas. Ángela estaba baldeando, acabando ya, me dijo que me esperara y cruzó la pasarela para presentarse, felicitándome por mi puntualidad, era muy pequeña, pero bonita, de una belleza sencilla y agradable, me indicó que subiera con cuidado para no resbalar. Al rato fueron llegando mis ¿amigos?¿vecinos?¿conocidos?¿compañeros de universidad?, eran todo un poco, algunos más y otros menos. Ellos ya habían comenzado la fiesta. Nos dio instrucciones, al caminar por el barco una mano para ti y otra para el barco, bolsas por si nos mareábamos, vomitar a barlovento, cómo funcionaba el lavabo, el equipo de música, la ubicación de la nevera, cómo abrir los cajones, que uno casi lo arranca de un tirón, al no saber que llevan un cierre de seguridad. Nos asignamos camarotes, tenía cuatro, los dos últimos que ligasen peor para ellos, no tendrían intimidad. Encendió el motor, soltó amarras, y creció, sí, creció erguida y majestuosa a la rueda de su barco, el semblante tranquilo pero observándolo todo. Entonces los pequeños éramos nosotros, o al menos así me sentí yo. Una vez fuera de la bocana y proa al viento, izó la mayor, le ayudamos con los cabos, alguien dijo “cuerda” y casi lo fulmina con la mirada, luego sacamos génova, había buen viento dijo, sería verdad pues el barco también creció majestuoso, cabalgaba entre las olas como un caballo de feria entrenado para lucirse y decirnos “mírame” sin riendas, yo solo, sin jinete, cobro vida propia, como un pura sangre albino por la blancura de su cubierta y sus velas parecían una sábana sagrada que no debiera profanarse, tan sólo mirarlas y ver su grandeza aliadas con el viento que las acaricia sugerente, con suavidad y firmeza, como las olas a los costados de proa, con serenos pantocazos, bailándole al agua, luego descubrí que no es fácil hacer que el barco baile con las olas, que si te descuidas das unos pisotones convertidos en pantocazos y el caballo se encabrita, pero ella lo hacía bailar. No pude decir nada, ya lo decían los demás, yo miraba el horizonte, la orilla, esa orilla era ahora muy pequeña, y la gente cotidiana más pequeña aún, yo también me sentía crecer, con toda la inmensidad del mar por delante de mí, él humilde me dejaba compartir su reinado. Ella sonrió y me preguntó si quería coger la rueda, me indicó en el compás el rumbo a seguir, y cómo evitar que flamearan las velas. Y cogí la rueda, o tal vez ella me cogió a mí. Me sentía de una manera que si acertara a describir con palabras sería un desagradecido, porque hay sensaciones que sólo las dicta el silencio. Era libre, un ser completo, era yo más que nunca y sin hacer nada, eso pensé erróneamente, sí hacia algo, estaba navegando. Parecía que toda mi vida había estado esperando ese momento y por fin había llegado. Ella se movía como un gato por la cubierta, segura pero precavida. Los demás habían desaparecido, de mi mundo al menos, nada me importaba ya, salvo el horizonte. Pero sí existían los otros, sobretodo dos que vomitaron, pero ya llegábamos a puerto, recogió velas, colocó las defensas, encendió el motor, y tomó el mando, aunque en realidad siempre lo tuvo. Entramos a puerto, antes había llamado a un marinero que nos dio las amarras y el muerto, que ella hábilmente llevó a la proa con el bichero para afirmarlo a las cornamusas de proa, parecía tan sencillo. Mis amigos bajaron dejando latas, vasos y bolsas por cualquier lado, me avergoncé y les dije que fueran pasando, yo la ayudaría, se fueron pactando con la patrona la hora de regreso. Ella insistió en que me fuera yo también, pero no pudo convencerme, no era sólo por recoger, quería descubrir cada rincón de Caracol, como si mi vida dependiera de ello, preguntaba ¿esto que es?, un winche contestaba ella paciente, y ¿esto?, es el piano, y así mientras recogía egoístamente me proporcioné mis primeras clases de teoría. Al mirar hacia arriba parecía que el mástil acabase en el cielo y lo pudiera tocar saludándolo. Estaba abducido, de repente era como si ese momento, nada importase, ella puso música, jazz, Diana Krall, pero una Diana sublime, la canción rebotaba en la madera, los mamparos para abarcarlo todo, para acariciarme los oídos. ¿No te vas? Ha pasado casi una hora desde que se fueron tus amigos, me dijo. No, me quedo, ¿tú te vas a quedar en el barco?. -Sí hay que baldearlo. -¿Baldearlo? -Sí, darle una buena ducha con la manguera, se lo ha ganado, y limpiarle esas rayas negras de la ceniza, debería estar prohibido fumar en los barcos, como en los aviones, por mucho cuidado que tengas la ceniza vuela, se pisa, y mira... Era cierto, refregones negros en la teca, en la bañera, junto a alguna lata de cerveza vertida. ¿Puedo hacerlo yo? – Claro, asintió. Coge la manguera del pantalán y abre la llave. Todo tenía un nombre diferente, me extrañó que la manguera se llamase manguera, todo el lenguaje era como querer pertenecer al mar o no, como un respeto sumiso y agradable al querer aprenderlo todo de manera diferente, la cuerda era cabo, según cuál driza o escota, derecha pasaba a ser estribor, e izquierda popa. Ir delante es ir a proa, y el culo es la popa, la barandilla los candeleros, era como decir o eres del mar o no lo eres. Me quité los zapatos, me remangué los pantalones y comencé a baldear, era como si el barco sonriese al lavarle la cara, sentía que estaba vivo, ¿me estaba volviendo loco?, sonreía mientras baldeaba con Diana Krall, el contacto de mis pies desnudos y ahora mojados con la rugosa cubierta me hacía cosquillas, me gustaba. Me gritó, enojada por un instante, pero luego asumió la culpa porque un portillo no estaba cerrada y entraba el agua en el salón. Me explicó que hay que pensar en muchas cosas a la vez, no se puede dejar nada al azar, ni en tierra ni en el mar. Caracol relucía brillante y orgulloso su cubierta blanca, y ella me felicitó, “muy bien grumete”, me dijo, “ya está bien, no gastes más agua de la necesaria”. Todo era importante, cualquier movimiento era importante, yo era importante también, así me sentía. Había un respeto, una cortesía, un mimo, una responsabilidad y un orgullo en cada acción. Ya está todo, deberías irte, sentenció. Sí, claro, afirmé. Me puse los zapatos, cogí la chaquete y crucé la pasarela, caminaba cabizbajo hacia los bares por el pantalán, y a mitad de él me volví decidido. ¿Te has olvidado algo? –preguntó. -Te invito a cenar ¿sí o sí?. -No gracias, he traído comida. -Pues cenaré solo, no pienso ir a esa despedida de conversaciones insulsas, miradas perdidas y palabras bebidas. Recomiéndame un restaurante, por favor, está decidido, no pienso estropear una tarde tan especial vociferando a mujeres semidesnudas que me venderán su sonrisa. Sonrió, sincera y transparente, cuando dijo “eres terco y decido, serás un buen marinero”. Cenamos en el rincón más escondido del puerto, conocía a los dueños, se alegraron de verla, conversamos durante más de dos horas, yo preguntando curioso y atento, que porqué se llamaba Caracol su barco, porque la lleva a ella y a su vida a cuestas, porque está viva cuando navega, que cómo empezó, por un marinero me dijo, se enamoró, y se mimetizó, porque a las mujeres no las educan para hacer cosas divertidas sino para servir y entregarse, y ella conoció a alguien que le dejó ser ella misma, pero el marinero se marchó y le dejó el mar que no es poco, lo lleva en su corazón y en su recuerdo, y lo entiende porque quien se da al mar de la manera que lo hacía él, difícilmente le queda nada para darlo a una relación. Me dijo que si quería tocar el mar, saborearlo, vivirlo y gozarlo hiciera un curso de vela ligera, y lo hice, y grité planeando en un 4.20, y después me saqué el PER, seguí en contacto con ella, pero sólo por fuera, no pude hacerle olvidar a su marinero, ni hacerme un hueco en su vida. La volví a ver, hicimos el amor, bailamos lentamente el ritmo de las caricias, a veces la encontré mirándola a los ojos, otras sus manos hablaron por ella y me confirmaron lo que yo sentía, pero se escapaba, siempre lo hacía. Me quería lo sé, pero siempre era poco para mí, y ella siempre huía de mí y de ella misma. Entré en un foro náutico, la taberna del puerto me dijo, nunca imaginé que un foro de Internet pudiera ser serio, fui de tripulante con uno y con otro, hice regatas, navegué cada fin de semana, aprendí, absorbí, pregunté, me encontré y me perdí en la misma medida, me volví más yo y me separé más de los terrícolas, ellos no podían entender esa llamada, ese pisar la cubierta y sentir que no había problemas, que el mar te abraza y te acuna, te lleva, te guía, te besa, te moja, te reta y te da cuartel. Ella no está, no existe más que cuando navega, lo entendí, lo acepté, pero ella me enseñó tanto, que los silencios te nutren, que las palabras no son necesarias, tanto me dio que a veces mi prepotencia me hace renegar de quien amable y cordialmente me invita, ella sabe callar y hablar con la mirada, sabe fundirse con el mar, pero no se da, su coraza no la funde ni el sol del mediodía al navegar. Me encontré perdido de nuevo, entre la gente, buscando mi sitio, otra vez, pensé que si no podía estar con ella no valía la pena navegar, estuve un mes sin navegar, pero como cuando las embarazadas sólo ven bebés y mujeres preñadas, yo durante ese mes, sólo veía veleros, en la tele, en los anuncios, todo me llamaba, de repente el mundo olía a sal. Y lo hice, me compré un barco. Miré y miré buscándola a ella, ninguno era Caracol, ninguno tenía el alma de Ángela, pero encontré a Morriña, un West Wind 35, con mucho sabor, mucha madera y muchas millas bajo su casco. Cuando fui a verlo, me susurró al oído, “soy yo, ya me has encontrado”. Se ha convertido en mi segunda vivienda, voy a oxigenarme, a respirar, a encontrarme, a buscarla, pero mientras vuelve, me empapó del mar, de su vaivén incluso en puerto, del chirriar de la jarcia, del paisaje del puerto, y cuando salgo a navegar, ella me acompaña y lo hará siempre. Me enseñaste el mar y su gente más allá de la orilla, no olvides que te espero, no esperes que te olvide.