autonomía de las confesiones religiosas. las cláusulas de

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AUTONOMÍA DE LAS CONFESIONES
RELIGIOSAS. LAS CLÁUSULAS DE
SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE
LAS CONFESIONES
Publicado en “Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado. III.
Eclesiástico”. Manual electrónico Iustel. Lección 10.2.
JORGE OTADUY
Universidad de Navarra
I. LA NOCIÓN DE AUTONOMÍA EN EL DERECHO PÚBLICO
La noción de autonomía ocupa un lugar destacado en de la teoría
general del derecho y reclama de manera constante la atención general
encuentran una proyección inmediata en la esfera de la organización política,
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DE SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE LAS CONFESIONES
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en la medida en que la autonomía es un concepto clave para la solución del
problema de la estructuración del Estado.
Durante la primera mitad del siglo XX, el estudio de esta noción
cobró nuevo vigor como consecuencia del éxito de la teoría de la pluralidad
de ordenamientos jurídicos, cuyo patrocinador principal fue Santi Romano.
La doctrina jurídica española no permaneció ajena a esa orientación, aunque
el tema de la autonomía logró entre nosotros el primer plano de la actualidad
jurídico-política “en relación con los problemas que plantea el alcance del
grado de libertad y autogobierno de las comunidades autónomas, la
naturaleza jurídica de los Estatutos de autonomía y la propia noción de
Estado de autonomías, utilizada para la calificación de los rasgos
fundamentales del Derecho público que delinea la Constitución” (Ciáurriz).
Si dejamos de lado la noción de autonomía privada, que no es fuente
de normas jurídicas y reduce su eficacia a la determinación de las relaciones
entre particulares, advertiremos que el concepto en cuestión es patrimonio,
principalmente, de la ciencia del derecho administrativo.
No es infrecuente que los autores inicien el estudio de la noción de
autonomía aludiendo a la dificultad que presenta la determinación de su
alcance “si no se enmarca en coordenadas concretas de tiempo y lugar y se
atiende al contexto normativo en que se emplea porque, ciertamente, es
polisémico, relativo, históricamente variable y comprendido de forma
diferente en los diversos lugares en que se utiliza (Muñoz Machado).
Giannini, por su parte, advierte que autonomía es vocablo “que encierra no
ya varias acepciones de un mismo concepto, sino varios conceptos o, si se
prefiere, varias nociones”. No se ha llegado a fijar una noción general de
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autonomía y, por eso, puede decirse que hay nociones diversas de autonomía
en relación con los diversos ámbitos donde se aplica.
El concepto de autonomía que maneja la ciencia administrativista es
el propio de los entes públicos menores, no soberanos, a quienes la norma legal o constitucional, según los casos- reserva una esfera de intervención.
Dos notas distinguen principalmente a estos sujetos: el carácter público y la
sujeción a la entidad superior que ostenta la soberanía. El ente autónomo
recibe, por tanto, “una aptitud para ser titular de posiciones y relaciones
jurídicas propias (que) se traduce, por fuerza, en una mayor o menor
capacidad de autodeterminación y de autogestión del ente en la esfera de sus
intereses” (García de Enterría y Fernández). Desde esta perspectiva,
autonomía es, ante todo, separación: ente autónomo es equivalente de ente
separado.
Etimológicamente, el vocablo remite a otra acepción que no es,
desde luego, extraña a la anteriormente descrita. La voz autonomía alude a
un cierto poder de darse normas propias; el concepto se refiere a la potestad
reconocida a ciertos entes de dotarse a sí mismos de un ordenamiento
jurídico. Sin embargo, este elemento no es consustancial en todos los casos a
su personalidad y para evitar el equívoco se habla también de autarquía,
como un simple grado de autonomía ejecutiva.
Puede decirse, en resumen, que para el derecho administrativo
autonomía es, esencialmente, principio ordenador de las técnicas de
distribución de competencias, que tanta importancia adquieren en el
moderno Estado hipergestor y descentralizado. Tiene un significado, como
agudamente ha señalado La Pergola, análogo al de separación de poderes: la
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separación de poderes es garantía del individuo, mientras que la distribución
de competencias es garantía de la autonomía territorial.
II. LA DISTINCIÓN ENTRE EL ORDEN POLÍTICO Y EL ORDEN
RELIGIOSO EN LA CONSITUCIÓN ESPAÑOLA
La noción administrativista de autonomía -que explica en términos
de subordinación las relaciones entre los entes autónomos y el ordenamiento
superior- no puede aplicarse sin importantes salvedades a la posición que,
ante el Estado, ocupan las confesiones religiosas. Desde una perspectiva
estatalista esa concepción simplificaría su régimen jurídico, pero no quedaría
garantizada la libertad religiosa ni la correspondiente laicidad del Estado.
La autonomía propia del fenómeno religioso merece un tratamiento
específico, mediante la utilización de la técnica propia del derecho
eclesiástico, que reclama tomar en cuenta determinados factores que
proporcionan un grado suplementario de complejidad al problema. En
primer lugar, la incuestionable realidad de que los ordenamientos del Estado
y de las confesiones pertenecen a dos órdenes diversos -el político y el
religioso- y tanto el Estado como las confesiones -este es el caso, al menos,
de la Iglesia católica- se declaran soberanos en el propio e incompetentes en
el ajeno. Ambos órdenes, sin embargo, no se encuentran incomunicados,
porque arraigan en la persona humana, que es a la vez sujeto y fundamento
del orden político y del orden religioso.
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La distinción entre el orden político y el orden religioso se reconoce
en el artículo 16.3 CE, como presupuesto de la no estatalidad de las
confesiones y del mandato impuesto a los poderes públicos de tener en
cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás
confesiones.
El reconocimiento de esa dualidad no responde a razones históricas
o sociológicas, sino que deriva en última instancia de la afirmación de que la
persona humana es el fundamento del orden político (art. 10.1 CE). En
efecto, “es patrimonio de la tradición cultural en que se asienta la
Constitución española entender a la persona humana como un sujeto dotado
de conciencia y de libertad, y, por tanto, de una esfera jurídica de autonomía
-donde se asienta el orden moral y religioso-” (Molano). El reconocimiento
de esa dimensión -moral y religiosa- de la personalidad humana, que
encuentra oportuno reflejo en la vida social, produce como uno de sus
efectos propios la limitación del poder del Estado. La persona no queda
sometida de modo absoluto a su jurisdicción, sino que existen radicales
manifestaciones de voluntad vedadas a la interferencia del Estado.
El orden político y el orden religioso son, por naturaleza,
independientes y delimitan competencias de instituciones distintas: la
comunidad política y las confesiones religiosas. Una y otras actúan en su
propio ámbito en régimen de independencia y soberanía. Este dualismo -que
se encuentra en la base de nuestro derecho eclesiástico- da razón de los
principios que inspiran tanto la actuación del Estado en lo religioso como de
las confesiones en lo temporal. Por parte estatal, tiene un carácter primario el
principio de libertad religiosa, mediante el cual el Estado se prohibe a sí
mismo no sólo cualquier coacción o sustitución de los ciudadanos en lo
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religioso sino también la concurrencia junto a ellos en calidad de sujeto de
actos o actitudes ante la fe y la religión, sean del signo que fueren. En íntima
conexión con el primero se encuentra el principio de laicidad, en virtud del
cual el Estado se declara radicalmente incompetente en lo religioso
(Viladrich). Las confesiones religiosas, por su parte, declaran su
incompetencia en materias políticas y reconocen la libertad de sus fieles para
la actuación en el ámbito temporal (pero sin renunciar a intervenir cuando
las decisiones políticas tienen una relevancia moral).
Desde la perspectiva aquí adoptada, en conclusión, no cabe
interpretar la autonomía de las confesiones en términos de ordenamiento
secundario o derivado respecto del Estado. Con arreglo a la distinción de
órdenes, tal como ha sido descrita, esa derivación no existe. Cada institución
en su propio ámbito puede generar un ordenamiento independiente y
soberano. La independencia de una y otra se sigue de la naturaleza misma de
la sociedad política y de la sociedad religiosa.
III. DISTINCIÓN DE COMPETENCIAS,
Y LAICIDAD DEL ESTADO
LIBERTAD RELIGIOSA
La noción de autonomía de las confesiones religiosas adquiere su
más pleno sentido cuando se construye a partir del principio de laicidad del
Estado y no se concibe como una simple derivación del derecho de libertad
religiosa. Este último planteamiento no es infrecuente entre quienes no se
encuentran familiarizados con la peculiar técnica del derecho eclesiástico aunque también algunos cultivadores del derecho eclesiástico lo asumen- y
tienden a adoptar en el tratamiento del tema posiciones marcadamente
estatalistas. En una cultura jurídica en la que el positivismo suele ser
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principio de rigurosa observancia, los contornos de la autonomía vienen
delimitados por el alcance de un derecho de libertad religiosa de concesión o, en todo caso, de interpretación- estatal. El tema requiere un tratamiento
más elaborado y debe ser puesto en relación con la idea de que no todas las
manifestaciones del fenómeno religioso con relevancia jurídica en el
ordenamiento del Estado son reducibles a la libertad religiosa.
El dualismo constitucional entre el orden político y el orden religioso
fundamenta, además del principio de libertad religiosa, el de laicidad, que,
radicalmente, se configura como el principio de la mutua no injerencia. La
laicidad presenta dos vertientes diferentes: la primera es la independencia del
Estado respecto de las iglesias (que impide cualquier género de
confesionalismo); y la segunda es la independencia de las confesiones
respecto del Estado (que descalifica toda suerte de jurisdiccionalismo). El
principio de laicidad del Estado contemplado desde la perspectiva de los
grupos religiosos configura el principio de autonomía. Laicidad y autonomía
son dos caras de una misma realidad; valores subordinados al bien jurídico
protegido en una instancia superior, que no es sino la distinción y
preservación del orden político y del orden religioso en su integridad y
plenitud.
El Estado, por tanto, actuaría en contra de la laicidad no sólo si
asumiera elementos religiosos en su configuración u organización como
Estado, sino también si interviniera sobre la libre actividad de las confesiones
religiosas cuando éstas gestionan sus asuntos propios.
La autonomía de las confesiones religiosas no pretende
primariamente justificar la relevancia positiva de las normas jurídicas
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confesionales en el ordenamiento del Estado -que en algunos casos tendrá
lugar- sino, más bien, proteger a las confesiones frente a normas estatales
que tuvieran la pretensión de proyectarse sobre su vida interna o los
elementos constitutivos de su organización.
El tema que tratamos resultaría extremadamente simple si existiera
una clara y pacífica delimitación de los ámbitos de la jurisdicción confesional
y estatal, cosa que no sucede. El orden político y el orden religioso no
permanecen incomunicados entre sí, sino que arraigan en un único sujeto
que presenta a un tiempo esa doble dimensión, temporal y trascendente. De
manera correlativa, las instituciones que ostentan las competencias propias
en uno y otro plano no pueden mantener una completa separación, porque
se encuentran al servicio de la misma persona humana, sujeto y fundamento
de ambos órdenes. Esta es la razón por la que existen unas legítimas
incursiones del ordenamiento del Estado hacia la esfera de lo religioso y del
de la Iglesia hacia las cuestiones temporales.
En efecto, el Estado no puede ser ajeno al fenómeno religioso
cuando éste da lugar a relaciones jurídicas que, o son propias de la
comunidad política o civil -como las relaciones de propiedad o de trabajo
subordinado-, o tienen relevancia en ella. Se entiende sin dificultad que no se
trata de una competencia religiosa sino política o civil. Al Estado interesa en
exclusiva la proyección civil -la politicidad, en expresión de Hervada- del
fenómeno religioso, un fenómeno que de suyo no es político ni civil, sino de
una categoría distinta y autónoma.
Las confesiones religiosas, por su parte, se consideran plenamente
soberanas para la regulación de todas aquellas materias que afectan al fin que
se proponen realizar. Como quiera que se trata de un fin de naturaleza
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sobrenatural, excluyen de su propio ordenamiento, en principio, las
cuestiones temporales. Algunas de ellas, sin embargo, no renuncian al
establecimiento de su propio régimen jurídico en materias que tienen una
dimensión trascendente, aunque presenten también una proyección social
que justifique el interés del Estado. Es el caso del matrimonio, de la
personalidad jurídica de las entidades religiosas o de la enseñanza, por
ejemplo.
La frontera que separa el orden político y el orden religioso no
presenta unos perfiles totalmente definidos. Como escribió Jemolo, siempre
permanecerán las divergencias “entre el Estado, que considerará actividades
políticas ciertas actividades que para la Iglesia son, por el contrario, religiosas
y la Iglesia, que considerará pertenecientes al campo de la religión ciertas
actividades benéficas y culturales que, para el Estado, entran en su ámbito”.
Pienso que las situaciones de conflicto deben encontrar arreglo en el terreno
prudencial, porque existen de ordinario diversas soluciones técnicas, en
conformidad con el principio fundamental de la distinción entre el orden
político y el religioso, para un mismo asunto. No cabe, a mi juicio, diseñar
apriorísticamente un sistema que resuelva con criterios técnicos todos los
conflictos posibles entre los ámbitos jurisdiccionales del Estado y de las
confesiones religiosas, sino que, con una mayor dosis de modestia y de
realismo, se trata de lograr un satisfactorio régimen de convivencia,
renunciando a posiciones maximalistas de uno u otro signo.
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DE SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE LAS CONFESIONES
IV. AUTONOMÍA
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DE LAS CONFESIONES RELIGIOSAS: LOS
TÉRMINOS LEGALES
La reflexión teórica sobre la autonomía de los grupos religiosos, que
ha ocupado las primeras páginas de esta lección, ayuda a comprender la
importancia del fundamento de distinción entre el orden político y el
religioso, y pone claramente de relieve los puntos de contacto que guarda ese
principio -el dualismo- con la laicidad del Estado. Con todo, sería ilusorio,
como he apuntado, pretender resolver en sede teórica la totalidad de los
problemas prácticos que en se presentan en esta materia que no admiten
posiciones maximalistas. Este es el motivo por el cual la segunda parte de la
lección se dedica al estudio de los términos legales: las formulaciones del
derecho positivo para adelantar la solución de los supuestos que presentan
una cierta potencialidad conflictiva.
Vaya por delante la advertencia de que no considero reconocimiento
de autonomía de las confesiones cualquier manifestación colectiva del
derecho de libertad religiosa, como el derecho de reunión, de asociación o de
establecer lugares de culto, por ejemplo. Aunque es evidente que tales
derechos contribuyen al libre desarrollo de la vida de la confesión, en su
ejercicio no se encuentra implicada, estrictamente hablando, su autonomía.
Se produce el reconocimiento de la autonomía de una confesión religiosa
cuando la norma estatal reconoce de algún modo -no siempre de manera
explícita- la eficacia de determinadas normas confesionales para regular sus
asuntos internos. Aunque pretendo establecer un criterio restrictivo en la
interpretación del alcance de la autonomía, las referencias legales serán
bastante numerosas. El carácter básico de este estudio aconseja hacer una
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exposición breve y ordenada de la materia, que es lo que trataré de llevar a
cabo.
IV. 1. EL
CONFESIONES
(ARTÍCULO 6.1
RECONOCIMIENTO DE LA AUTONOMÍA DE LAS
RELIGIOSAS EN LAS NORMAS UNILATERALES
LOLR)
El artículo 6.1 LOLR se refiere explícitamente a la autonomía de las
confesiones religiosas. Lo hace con amplitud y notable precisión:
“Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas tendrán
plena autonomía y podrán establecer sus propias normas de organización,
régimen interno y régimen de su personal. En dichas normas, así como en las
que regulen las instituciones creadas por aquéllas para la realización de sus
fines, podrán incluir cláusulas de salvaguarda de su identidad religiosa y
carácter propio, así como del debido respeto a sus creencias, sin perjuicio del
respeto de los derechos y libertades reconocidos por la Constitución, y en
especial de los de libertad, igualdad y no discriminación.
La autonomía de las confesiones inscritas recibe el calificativo de
plena; la manifestación de esa autonomía en el ámbito normativo se extiende
a la organización, al régimen interno y al régimen de su personal; las cláusulas
de salvaguarda, por último, se conciben como medidas de protección de la
identidad de las entidades religiosas. Tres afirmaciones del artículo 6.1 LOLR
que trataré separadamente a continuación.
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IV. 1. 1. La plenitud de la autonomía
¿En qué consiste la plenitud de autonomía que reconoce la ley?
Resulta significativo que no aparezca una mención semejante cuando se
alude a la autonomía en otros contextos normativos (la legislación
universitaria o de los entes locales, por ejemplo). La referencia debe
entenderse como una velada alusión al carácter originario del ordenamiento
de las confesiones y a la singularidad con que se emplea en el marco religioso
el concepto de autonomía. La referencia a la plenitud es una manera de
reconocer -de manera sutil pero elocuente en el lenguaje jurídico- que, como
he tenido oportunidad de explicar más arriba, no nos encontramos ante un
régimen de autonomía estatutaria y juridicidad derivada.
IV. 1. 2. La autonomía normativa
Expresión de la plenitud de autonomía de las confesiones es la
facultad de regirse por sus propias normas en los ámbitos que la ley indica.
El primero es la propia organización. Las confesiones religiosas pueden
establecerse con entera libertad, con arreglo a los requisitos exigidos por su
naturaleza o, simplemente, conforme a su particular conveniencia.
Aunque la jurisdicción del Estado se encuentre circunscrita por el
ámbito de su territorio, la ley de reconocimiento de las confesiones religiosas
no pretende obviamente constreñir el fenómeno organizativo religioso a los
propios contornos nacionales. Hay confesiones de carácter universal, como
la Iglesia católica. Cuando el derecho interno alude a ella, no se refiere a una
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entidad nacional -a una inexistente Iglesia española- sino a la Iglesia tal cual
es -universal por tanto-, en la medida en que radica en el territorio español,
es decir, a la Iglesia en España.
El alcance del reconocimiento de otras confesiones será distinto,
pero igualmente acomodado a su naturaleza, necesidades o preferencias
(dentro de las posibilidades que ofrece el ordenamiento estatal). Pueden ser
reconocidas como instituciones nacionales, es decir, como iglesias
coincidentes con el ámbito geográfico de una nación; como secciones
regionales de confesiones de ámbito territorial más amplio; o como
entidades locales, reconducibles, incluso, a unos determinados lugares de
culto.
Dentro del espacio geográfico estatal, las confesiones son libres,
asimismo, para establecer las oportunas divisiones administrativas, de
acuerdo con los criterios que estimen más apropiados, sean de naturaleza
territorial o personal. Pueden también proceder a la creación de las
correspondientes entidades orgánicas, constitutivas de la estructura de
gobierno y administración de la confesión religiosa.
En definitiva, no se pone ningún límite a la capacidad de las
confesiones religiosas para auto-organizarse como tengan por conveniente.
No se les obliga, como sucede con las asociaciones y fundaciones privadas, a
adoptar determinadas estructuras organizativas (González del Valle).
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DE SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE LAS CONFESIONES
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Como la misma denominación sugiere, el régimen interno alude a la
normas reguladoras de la vida dentro de los límites de la propia iglesia o
confesión. Podríamos decir que nos encontramos en el terreno del ejercicio
de la “potestad reglamentaria” de los órganos de gobierno, mediante la que
se procede, por ejemplo, a la delimitación de competencias entre los
diferentes oficios o se precisan sus normas de funcionamiento.
Estrechamente relacionado con el aspecto anterior se encuentra el
relativo al régimen del personal. Hace referencia al estatuto de los miembros
de la confesión dedicados a las tareas ministeriales y de gobierno mediante
una relación estable de servicio. El régimen del personal se extiende a las
normas que rigen la selección, el nombramiento, el destino, la determinación
de los derechos y deberes propios el la relación de servicio, el cese etc. En un
sentido amplio, las normas relativas al régimen del personal puede
extenderse -con las precisiones que haré más adelante- a los empleados de la
confesión religiosa, es decir, al personal contratado que realiza su trabajo en
calidad de servicio profesional y no en cuanto miembro de la confesión
(aunque personalmente profese esa misma fe y pertenezca a esa iglesia).
IV. 1. 3. Las cláusulas de salvaguarda
En el marco general de la protección de la autonomía de las
instituciones religiosas se encuentra la referencia a estas singulares “cláusulas
de salvaguarda de la identidad religiosa y carácter propio” de las confesiones
y de sus entidades. Para comprender su naturaleza, resulta necesario atender
a la estructura redaccional del precepto en el que se contiene.
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El artículo 6. 1 de la LOLR consta de dos párrafos. El primero -al
que me he referido hasta ahora para tratar acerca de la autonomía- se dedica
enteramente a las iglesias y confesiones en cuanto tales, incluidas las
estructuras orgánicas o entidades jurisdiccionales en que se constituyen: la
Conferencia episcopal o las diócesis, por ejemplo, en el caso de la Iglesia
católica. La autonomía normativa -es decir, la facultad de regirse por su
propio derecho en materia de organización, régimen interno y de su
personal- se predica de estas entidades.
En el siguiente párrafo, en cambio, la posición dominante
corresponde a las instituciones creadas por las confesiones para la realización
de sus fines, quedando estas últimas -las confesiones- en un segundo plano.
Nótese que es precisamente al tiempo de introducirse la ley en el terreno de
las entidades derivadas cuando aparece la mención de las cláusulas de
salvaguarda.
El texto al que ahora me refiero tiene en cuenta preferentemente la
proyección exterior de las confesiones religiosas y no tanto su vida interna.
El punto focal de la norma se centra, en efecto, en las instituciones derivadas
a través de las que los grupos religiosos se hacen presentes en la vida social:
asociaciones, fundaciones, universidades, centros educativos o asistenciales
de variada índole. Se trata de entidades que actúan con sujeción al derecho
del Estado en todas las dimensiones del ordenamiento jurídico con las que
pueden relacionarse: fiscal, educativo, laboral, mercantil etc.
En este contexto aparece la mención de las cláusulas de salvaguarda
de la identidad religiosa. Precisamente porque se trata, si se permite la
expresión, de una figura civil -creada y regulada por el derecho del Estado- y
porque se encuentra destinada a adquirir una eficacia civil, o sea, en el
ámbito estatal. Las cláusulas de salvaguarda pretenden sobre todo garantizar
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la identidad religiosa de aquellas entidades y actividades que se rigen por el
derecho del Estado y no por un ordenamiento jurídico confesional.
Llegados a este punto, hay dos aspectos pendientes de clarificación.
El primero de ellos es el sentido, en términos jurídicos, de las expresiones
identidad religiosa o carácter propio (que son sinónimas).
Para entender el concepto conviene tener en cuenta que el objeto de
protección del artículo 6.1 LOLR no es una identidad sin adjetivos sino
precisamente de índole religiosa. Las cláusulas de salvaguarda no han sido
concebidas para garantizar la identificación personal de la confesión sino su
identidad institucional, en la que el elemento religioso -tal como se practica
en el seno de cada particular tradición- es esencial. Si una nueva iglesia, secta
o grupo religioso de cualquier índole se sirviera de la denominación o de los
símbolos exclusivos de una confesión ya reconocida, ésta podría invocar su
derecho al nombre para obstruir la pretensión del plagiario. Pero se trata de
un problema distinto al que pretende dar solución el artículo 6.1 LOLR, que
versa sobre la identificación institucional de las iglesias o confesiones. En
este contexto, la identidad religiosa o carácter propio consiste en la expresión
sintética de los principios que orientan la actividad institucional de la entidad
y que deben encontrar un reflejo adecuado en las tareas de quienes trabajan
en ella.
El otro punto que reclama una respuesta clarificadora es el siguiente:
¿quiénes son los destinatarios de esas cláusulas? O, dicho de otra forma,
¿frente a quiénes pueden ser invocadas? Si la argumentación hasta aquí
llevada se estima plausible, se convendrá en que la ley, en este pasaje, quiere
referirse principalmente a los empleados de la propia organización. No a los
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miembros de la confesión religiosa que hayan establecido con ella una
relación de servicio en la esfera del derecho confesional, sino al personal
contratado en el ámbito del derecho del Estado.
La previsión legal no resulta intempestiva si se considera que, en
efecto, la manera más eficaz de provocar la transformación de una
determinada organización es precisamente desde su interior. No es
infrecuente que los intentos en ese sentido llevados a cabo desde fuera, aun
los de naturaleza agresiva u hostil, produzcan el efecto contrario,
contribuyendo precisamente a reforzar la identidad del grupo.
La interpretación que sostengo encuentra apoyo en el tenor literal del
artículo 6.1 LOLR. La referencia a la garantía, en todo caso, “de los derechos
y libertades reconocidos por la Constitución y, en especial de los de libertad,
igualdad y no discriminación” resulta sumamente elocuente. El contrapeso
de las cláusulas de salvaguarda reside en los derechos personales. En la
mente del legislador son precisamente esos derechos personales los que
entran en liza -y deben armonizarse- con la protección institucional de la
organización. Estas cláusulas de salvaguarda no están llamadas a entrar en
juego ante las intervenciones de los poderes públicos o de otras
organizaciones sociales sino, cabalmente, frente a determinadas actuaciones
de las personas.
Cualquier duda acerca de esta interpretación desaparece a la vista del
contenido de los trabajos parlamentarios sobre el particular. El debate sobre
las cláusulas de salvaguarda giró exclusivamente en torno al tema de la
garantía de los derechos de los trabajadores al servicio de entidades
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DE SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE LAS CONFESIONES
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religiosas; versó, concretamente, sobre la aplicación del derecho laboral en el
seno de estas organizaciones.
Con todo, los problemas interpretativos que suscita la figura de las
cláusulas de salvaguarda no se reducen a la determinación de su naturaleza y
a la identificación de las entidades que pueden emplearlas. La aplicación de
esta figura no admite posiciones indiscriminadas o generalizadoras. En el
seno de las organizaciones que pueden recurrir a ellas -las confesiones y las
instituciones creadas por ellas para la realización de sus fines que dispongan
de personal contratado con arreglo al derecho del Estado-, no todos los
trabajadores realizan tareas igualmente relevantes. En unos casos, la relación
con el fin institucional será inmediata y en otros remota. Las cláusulas de
salvaguarda podrían ser invocadas en el primer caso, si se trata de actividades
capaces de generar conflicto con el carácter propio del grupo.
Estas precisiones pretenden contribuir a señalar el alcance efectivo
de las cláusulas y salir al paso de una apriorística calificación religiosa de toda
actividad profesional desempeñada al servicio de estas entidades. La doctrina
laboralista -desarrollada en el contexto de las llamadas “empresas
ideológicas”- utiliza el término “funciones neutras” para referirse a aquéllas
en las que el elemento ideológico que impregna la actividad de la
organización en su conjunto no toca a la que desempeña un trabajador
concreto. La aplicación analógica de esta doctrina a las confesiones religiosas
e instituciones creadas por ellas para la realización de sus fines no resulta en
absoluto forzada. En estas empresas también podrían encontrarse puestos de
trabajo en los que las convicciones religiosas tuvieran escasa relevancia en
relación con el fin institucional.
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Es razonable suponer que las dificultades surgirán cuando se aprecie
un contacto efectivo entre la tarea del trabajador y la identidad religiosa de la
organización. Este es el motivo por el propongo limitar en principio la
aplicación de las cláusulas de salvaguarda al ámbito de lo que denominaría las
relaciones laborales de contenido religioso, en lugar de referirse
indiscriminadamente a la organización religiosa, como si se tratara de una
realidad absolutamente homogénea. Las mencionadas relaciones laborales
específicas son las que, en ese tipo de organizaciones, desempeñan los altos
cargos, los trabajadores cualificados, quienes ostentan una cierta
representación de la entidad o mantienen una relación intensa con el público
etc.
Con todo, no es posible establecer criterios excesivamente rígidos, de
manera que se excluya a priori del ámbito de aplicación de las cláusulas de
salvaguarda a determinadas categorías profesionales. Se trata de una cuestión
delicada que habrá que resolver, si llega el caso, ante la jurisdicción
competente. Cabe imaginar hipótesis en las que trabajadores que
objetivamente desempeñan tareas neutras comprometan la dimensión
religiosa de la organización. Sería el supuesto de quien se ocupara de
cometidos puramente mecánicos, de mantenimiento técnico o de limpieza,
por ejemplo, y actuara más allá del ámbito de su tarea propia, perjudicando la
finalidad institucional de la empresa. El trabajo en sí mantiene, obviamente,
su naturaleza neutra. Con todo, la cláusula de salvaguarda podría entrar en
juego, porque el trabajador habría invadido ámbitos -protegidos por aquéllaque no le correspondían.
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DE SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE LAS CONFESIONES
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IV. 2. RECONOCIMIENTO
DE LA AUTONOMÍA DE LAS
CONFESIONES RELIGIOSA EN LAS NORMAS BILATERALES
Se comprende que en una materia tan sensible para las confesiones
como el alcance de su propia autonomía resulte particularmente ilustrativo el
contenido de la legislación bilateral, fruto del acuerdo entre el Estado y la
confesión religiosa. Tras analizar el artículo 6 LOLR, corresponde hacer el
estudio de la mencionada legislación pacticia.
Permítase una advertencia preliminar. Más allá de los términos
precisos en que la autonomía de las confesiones aparezca recogida, me
parece indudable que la naturaleza de la fuente normativa empleada bilateral, en este caso- resulta sumamente significativa a los efectos del tema
que es objeto de este estudio. El hecho de que el Gobierno, en
representación del Estado, inicie un proceso de negociación y comprometa
su poder en un pacto de derecho público significa -de suyo- que reconoce a
su interlocutor un considerable grado de autonomía. La máxima expresión
de este fenómeno se produce cuando el Estado entra en relación con la
Iglesia católica y establece un Acuerdo al más alto nivel, es decir, con la Santa
Sede. Estos Acuerdos o Concordatos, cuyo fundamento reposa en la
condición de sujeto de derecho internacional de la Iglesia católica, se
equiparan a los tratados internacionales.
Aunque otros Acuerdos confesionales no alcancen ese superior
rango jurídico, la bilateralidad supone un cambio cualitativo en la garantía de
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los derechos y del eventual estatuto autonómico que en el Acuerdo se pueda
contener.
Antes aún de iniciar el rastreo del ordenamiento jurídico positivo,
conviene recordar que no han de confundirse las manifestaciones de la
autonomía con las del derecho de libertad religiosa en su dimensión
colectiva. Sólo calificaré como facultades autonómicas las que supongan
reconocimiento de una cierta eficacia de las normas de las confesiones en
asuntos propios con el fin de garantizar su independencia del Estado, o
aquéllas otras que permitan alguna especie de relevancia estatal a las normas
confesionales.
En la enumeración de las normas distinguiré entre las que hacen un
reconocimiento genérico de la autonomía -es decir, aquéllas en las que la
autonomía es el objeto propio de la norma- y otras que recogen
manifestaciones de autonomía en un ámbito particular. Las primeras suelen
presentar un mayor interés desde el punto de vista del análisis jurídico.
IV. 2. 1. Reconocimiento genérico de la autonomía de
la Iglesia Católica
En los Acuerdos con la Santa Sede no se recoge literalmente la
expresión “autonomía de la Iglesia católica”. Sin embargo, puede
encontrarse, en el artículo I del Acuerdo sobre asuntos jurídicos, una
interesante fórmula de reconocimiento de su libertad de acción en la
sociedad: “El Estado español reconoce a la Iglesia católica el derecho a
ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y público ejercicio de las
AUTONOMÍA DE LAS CONFESIONES RELIGIOSAS. LAS CLÁUSULAS
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actividades que le son propias y en especial las de culto, jurisdicción y
magisterio”.
El Estado español considera que se encuentra ante una entidad de
fines espirituales y que sus actividades -concretadas en el desarrollo de lo que
significativamente se califica su misión apostólica- tienen ese carácter. Con
vistas a la efectiva ejecución de esa tarea, se reconoce el derecho de la Iglesia
al desarrollo de sus actividades propias. La expresión “actividades propias”
no ha de interpretarse en el sentido de que sean “exclusivas”. También
puede desempeñar otras, que -aun no siendo “propias”, en el sentido del
artículo I del Acuerdo sobre asuntos jurídicos - resulten congruentes con su
misión.
Las actividades propias de la Iglesia se concretan, especialmente, en
las de culto, jurisdicción y magisterio. No es casual que la especificación se
ajuste a la triple función que corresponde a la potestad sagrada tal como se
concibe en el ordenamiento canónico: de santificar, de enseñar y de regir. La
determinación de los contenidos de los llamados tria munera, por
consiguiente, servirá para determinar la actividad que el Estado garantiza a la
Iglesia católica.
De una manera escueta, cabe decir que la función de santificar
consiste, sobre todo, en la celebración y administración de los sacramentos.
Corresponde exclusivamente a la Iglesia cuanto se refiere a la organización
de las actividades de culto. Difícilmente cabe imaginar hipótesis de
intervención estatal en tales asuntos, fuera del legítimo ejercicio de sus
competencias en lo relativo, pongamos por caso, a la seguridad de las
manifestaciones públicas de los actos religiosas. La función de magisterio,
por su parte, alcanza a un extenso conjunto de cuestiones. Entre ellas cabe
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señalar, por ejemplo, la predicación de la doctrina católica, la emisión del
juicio moral, incluso en materias temporales, la enseñanza religiosa o la
formación de los ministros de culto. Por último, la función de regir consiste
en el ejercicio de la potestad de gobierno en el ámbito material y subjetivo
propio de la Iglesia.
Una derivación del ejercicio de la potestad jurisdiccional reconocida a
la Iglesia católica es su libertad de organización, aspecto de particular
importancia para desempeñar su misión propia. Este aspecto merece un
tratamiento más extenso en el número dos del mismo artículo I del Acuerdo:
“La Iglesia puede organizarse libremente. En particular, puede crear,
modificar o suprimir diócesis, parroquias y otras circunscripciones
territoriales, que gozarán de personalidad jurídica civil en cuanto la tengan
canónica y ésta sea notificada a los órganos competentes del Estado”. La
norma concordataria se completa con la referencia a la libertad para erigir,
aprobar y suprimir institutos de vida consagrada y otras instituciones y
entidades eclesiásticas y con una mención específica, en el número 3 del
mismo artículo, a la Conferencia episcopal, cuya personalidad jurídica
reconoce ya, sin ulteriores trámites, en ese lugar. No es cuestión de detenerse
más en este punto. Recuérdese lo ya dicho sobre la libertad de organización
de las confesiones a propósito del comentario del artículo 6.1 LOLR. Se
puede reproducir, asimismo, la conclusión que se avanzó entonces: no se
pone ningún límite a la capacidad de las confesiones religiosas para autoorganizarse como tengan por conveniente.
La libertad de organización, sin embargo, no se agota en la pura
creación, modificación o supresión de circunscripciones territoriales u otras
entidades eclesiásticas de gobierno o de acción apostólica. También se refiere
a la determinación de la estructura orgánica de la Iglesia, de las relaciones
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entre los diversos oficios así como de las relaciones entre los oficios
eclesiásticos y las personas que los desempeñan. A tenor del artículo I del
Acuerdo sobre asuntos jurídicos, la Iglesia católica en España no sólo se
configura de acuerdo con el derecho canónico, sino que se gobierna con
arreglo a él.
Este último punto merece una consideración más atenta. No es
infrecuente que los actos eclesiales de gobierno produzcan efectos más allá
de la esfera estrictamente espiritual, incidiendo sobre determinados aspectos
externos de la vida de sus miembros, como, por ejemplo, las actividades de
servicio que desempeñan en el seno de la propia Iglesia. Aun así, deben
considerarse materias sujetas a la jurisdicción eclesiástica por su pertenencia a
la vida confesional interna (me estoy refiriendo, principalmente, a la
dependencia de los clérigos y religiosos, en el ejercicio de su misión propia,
de la jurisdicción canónica). Esos actos de gobierno no pretende adquirir
ninguna especie de relevancia civil, porque las normas canónicas operan en
otra esfera. La Iglesia reclama, sencillamente, la no injerencia en un ámbito
ajeno a la potestad normativa del Estado.
No quedan incluidas en el ámbito de la libertad organizativa de la
Iglesia -en el sentido en el que empleo ahora este concepto- las relaciones
con el personal civil que trabaja a su servicio. Las formas de contratación,
entonces, serán las admitidas por el derecho del Estado.
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IV. 2. 2. Manifestaciones específicas de autonomía de
la Iglesia católica
Dentro del mismo Acuerdo sobre asuntos jurídicos hay una
significativa consideración a la autonomía de la Iglesia en la esfera de la
acción benéfica o asistencial, que no puede pasarse por alto en este estudio.
Me refiero al artículo V, que literalmente se expresa así:
“1. La Iglesia puede llevar a cabo por sí misma actividades de carácter
benéfico o asistencial.
Las instituciones o entidades de carácter benéfico o asistencial de la
Iglesia o dependientes de ella se regirán por sus normas estatutarias y
gozarán de los mismos derechos y beneficios que los entes clasificados como
de beneficencia privada.
2. La Iglesia y el Estado podrán, de común acuerdo, establecer las
bases para una adecuada cooperación entre las actividades de beneficencia o
de asistencia, realizadas por sus respectivas instituciones”.
La primera deducción que cabe hacer de la norma transcrita es que
las actividades de carácter benéfico o asistencial se integran en el cuadro de
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las finalidades propias de la Iglesia, que ejerce por sí misma o por medio de
instituciones o entidades dependientes. Se comprueba lo que tuve
oportunidad de señalar anteriormente: la Iglesia puede desempeñar
actividades que -aun no siendo “propias”, en el sentido del artículo I del
Acuerdo sobre asuntos jurídicos - resulten congruentes con su misión. Es el
caso de las de tipo asistencial.
En segundo lugar, el artículo V declara que estas entidades se
equiparan -a determinados efectos favorables- a los entes de beneficencia
privada. La equiparación responde al propósito de evitar que las entidades
eclesiásticas, aun desarrollando funciones sociales semejante a las de carácter
civil, queden encerradas en el marco de las asociaciones y fundaciones
comunes, sin posibilidad de acceso al tratamiento promocional característico
de las asociaciones de utilidad pública y de las fundaciones benéficas (hoy
denominadas de interés general). Para evitar ese riesgo se introdujo la
equiparación entre unas y otras. Obviamente, la materia fiscal es una de
aquellas en las que el tratamiento favorable es digno de consideración.
Los beneficios que el ordenamiento jurídico reserva a las entidades
eclesiásticas de asistencia social no imponen, sin embargo, ninguna especie
de contrapartida laicizante. La equiparación a los entes de beneficencia
privada no entraña ninguna especie de limitación o rebaja del carácter
religioso. La significativa referencia a los estatutos como norma de gobierno
de la entidad -se regirán por sus normas estatutarias, dice literalmente el
artículo V - supone el reconocimiento de un régimen especial de autonomía.
Esta disposición concordataria debe interpretarse como una cautela
establecida por la Iglesia en previsión del intenso intervencionismo
administrativo característico del sector de los servicios sociales. Es fácil
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comprobar esa fuerte presión pública si se realiza un simple cotejo de las
leyes autonómicas de servicios sociales (Vázquez García-Peñuela).
La autonomía reconocida a las instituciones o entidades de carácter
benéfico o asistencial de la Iglesia o dependientes de ella alcanza,
concretamente, a los aspectos siguientes:
1º. Libre determinación de las normas de organización y de régimen
interno.
2º. Sujeción a la autoridad eclesiástica en materia de rendición de
cuentas y de protectorado (sin perjuicio de la justificación oportuna de los
fondos públicos a los que la entidad religiosa acceda).
3º. Garantía de la identidad específica de la entidad religiosa así como
de sus actividades.
Pueden señalarse otros aspectos del régimen jurídico de la Iglesia
católica que, con arreglo a los Acuerdos celebrados entre el Estado español y
la Santa Sede, quedan encomendados, en parte, a sus propias normas. Como
los aspectos sustantivos serán tratados en el lugar oportuno de este manual,
me limitaré a la mención escueta de esos supuestos, remitiendo el análisis del
contenido a la sección que se ocupe de esa materia.
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El artículo VI del Acuerdo sobre asuntos jurídicos se ocupa del
conjunto de cuestiones relacionadas con la eficacia civil del matrimonio
canónico y de las resoluciones de los tribunales eclesiásticos. Es evidente que
constituye un caso muy destacable de la facultad reconocida a la Iglesia de
regirse por su derecho en el que la legislación del Estado tiene importantes
facultades.
En el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales la autonomía de
la Iglesia encuentra un amplio reflejo en el tratamiento de la asignatura de
religión. La propuesta de los profesores así como la determinación del
contenido del currículo y de los libros de texto son competencia de la
jurisdicción canónica.
El establecimiento de centros de estudios civiles, por otra parte, se
rige por las normas canónicas, si bien se acomodarán a la legislación general
en el modo de ejercer sus actividades. Especialmente significativo es ese
reconocimiento en el caso de los centros universitarios, que no necesitan ley
estatal o autonómica para su establecimiento. Los seminarios menores
diocesanos y religiosos pueden ser homologados a los centros educativos
civiles, pero el Estado respeta su carácter específico y admite excepciones en
la aplicación de la legislación general.
El Acuerdo sobre asistencia religiosa a las fuerzas armadas se abre
con una rotunda afirmación en el sentido de que esa “asistencia religiosopastoral a los miembros católicos de las fuerzas armadas se seguirá
ejerciendo por medio del Vicariato castrense”. El Acuerdo en su conjunto
tiene un carácter marcadamente institucional. Reconoce con notable
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amplitud la actividad, en el seno de las fuerzas armadas, de esa determinada
estructura jurisdiccional canónica que, conforme a su propio ordenamiento,
establece el régimen de la actividad pastoral e interviene de manera relevante
en la relación de servicio que el personal prestador de la asistencia religiosa
establece con la Administración pública.
IV. 2. 3. Reconocimiento de la autonomía de las
confesiones con Acuerdo
El peculiar sistema de fuentes del derecho eclesiástico español obliga
a exponer separadamente lo relativo al estatuto jurídico de la Iglesia católica
y de las otras confesiones con Acuerdo. Ese tratamiento separado no refleja,
sin embargo, un régimen de desigualdad jurídica, que resultaría contrario a
los principios informadores del sistema.
Téngase en cuenta, en primer término, que la mayor parte de lo
afirmado en estas páginas vale para todas las confesiones. Es el caso, desde
luego, de lo relativo a los fundamentos de la distinción entre el orden
político y el religioso y la correspondiente justificación teórica del régimen de
autonomía. El artículo 6 LOLR es igualmente de alcance general. El carácter
pacticio de los Acuerdos proporciona también a las confesiones minoritarias
una mayor firmeza a la manifestaciones de autonomía institucional allí
contenidas, si bien la solución técnica para la vigencia del Acuerdo en el
ordenamiento estatal difiera -por razones insalvables- de la que corresponde
a la Iglesia católica.
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Las advertencias anteriores me liberan de la obligación de detenerme
en un tratamiento pormenorizado del tema objeto de este epígrafe. Como en
el caso de la Iglesia católica, el tratamiento sustantivo de la materia se realiza
en la parte correspondiente del manual y, en obsequio de la brevedad, me
limitaré a una sintética enumeración de los supuestos reconocidos.
En los Acuerdos con las confesiones minoritarias hay dos materias
en las que las referencias al derecho confesional propio son más relevantes:
las entidades religiosas y los ministros de culto.
En relación con las entidades, es destacable el artículo I de los
Acuerdos. Me refiero, sobre todo, a las facultades de certificación
reconocidas a la Comisión Permanente de cada una de las Federaciones
religiosas, admitidas en dos importantes supuestos: la acreditación de la
incorporación de nuevas iglesias o comunidades al ente general; y del
carácter religioso de los fines de las entidades asociativas constituidas de
acuerdo con el ordenamiento de esta iglesias o comunidades.
Se asume, por otra parte, que el concepto de ministro de culto
responde a las notas del propio derecho religioso. También en este aspecto
se admite una facultad de certificación de la Iglesia respectiva acerca del
cumplimiento de los requisitos exigibles.
En los Acuerdos se contiene el reconocimiento de los efectos civiles
de los matrimonios celebrados ante los ministros de culto de las iglesias o
comunidades amparadas por los Acuerdos. Con todo, tanto por los términos
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que emplea la ley -que no alude propiamente a las normas del derecho
confesional- como por la exigencia del expediente civil previo, cabe concluir
que la autonomía normativa en este aspecto se encuentra severamente
recortada.
El régimen de la enseñanza religiosa, por último, presenta algunos
elementos que reconocen una cierta eficacia de normas religiosas: me refiero
a la facultad de designación de profesores, así como de establecer libremente
los contenidos educativos de los programas de estudio y los materiales
didácticos.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
E. MOLANO: “El derecho eclesiástico en la Constitución española”,
en “Las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del
profesor Pedro Lombardía”, Edersa, Madrid 1989, pp. 289-307.
E. MOLANO: “La laicidad del Estado en la Constitución española”,
en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado” 2 (1986) pp. 239-256.
J. OTADUY: “Las cláusulas de salvaguarda de la identidad de las
instituciones religiosas. Doctrina y jurisprudencia”, en “Las relaciones entre
la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del profesor Pedro Lombardía”,
Edersa, Madrid 1989.
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