Una de las garantías procesales dentro de nuestro sistema de

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Garantías constitucionales del proceso penal
Autor
Sañudo Freyre, Clemente
Estudiante UBA
Introducción
Ya desde los comienzos del estado, desde su nacimiento como tal, como persona
jurídica pública, es decir, sujeto de derecho, tiene la facultad de regular y
reglamentar el derecho en las relaciones de los individuos entre sí, y también en las
relaciones de los individuos con el mismo estado, pero éste a su vez se encuentra
limitado por las garantías de los particulares; quedando en consecuencia el proceso
dirigido por una serie de garantías consagradas tanto en la fuente constitucional
como en el derecho internacional; sometiéndolo a ciertas normas específicas que
hacen al debido proceso. Históricamente el derecho penal ha fluctuado entre dos
intereses opuestos: el del estado de castigar los delitos, y el del justiciable en
relación con los derechos y garantías que le son debidos. La máxima es buscar un
equilibro entre las prerrogativas del estado, su facultad punitiva y las garantías y
derechos de los individuos, la cual se ha logrado con la garantía del debido
proceso.
La presunción de inocencia es un principio de orden constitucional, y por lo tanto,
integral el conjunto de garantías que gozan todos los habitantes de la Nación. Este
principio posee larga data, ya en el Digesto de Ulpiano se expresaba: “Satius esse
impunitum relinqui facinus nocentis quam innocentme damnari” (es preferible
dejar impune al culpable de un hecho punible que perjudicar a un inocente).
Algunos autores optan por la denominación “presunción de inocencia”, mientras
que otras se inclinan por denominarlo “Para algunos autores su génesis se
encuentra en la Revolución Francesa de 1879 con la “Declaración de los derechos
del Hombre y del Ciudadano”, ya que en ella se consagró por primera vez la
presunción de inocencia como una garantía procesal para los procesados o
inculpados de hechos delictuosos. Aquella Declaración en su artículo noveno
sentenció “presumiéndose inocente a todo hombre hasta que haya sido declarado
culpable, si se juzga indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para
asegurar su persona debe ser severamente reprimido por la ley”. Verdaderamente
tal afirmación fue en forma directa y concreta, la reacción frente al régimen
inquisitivo que imperaba en aquella época con anterioridad a la Revolución.
“El fundamento histórico de la norma remite a la Revolución Francesa y reconoce
entonces una raíz poderosa: la de impedir que los sometidos a proceso fueran
tratados como verdaderos reos del delito imputado (…). Considerado como una
suerte de protección contra los excesos represivos de la práctica común, el
principio se constituyó, en un desarrollo posterior, en un freno a los desbordes
policiales y judiciales y fortaleció la idea de que la inocencia presumida de todo
acusado sólo podía ser desestimada a través de una imputación fundada en
pruebas fehacientes que no dejaran duda de la responsabilidad y que esa prueba
debía ser aportada por los órganos de la acusación, porque el acusado no necesita
acreditarla.” A raíz de este dogma imperativo nacido de la Revolución Francesa,
que actualmente continua teniendo plena vigencia y operatividad, algunos autores
han sostenido por una parte, que a favor del imputado existe una presunción de
inocencia que lo ampara durante la sustanciación del proceso; otros en cambio
consideran que esa presunción sólo podría aceptarse en algunos casos; y otros
simplemente, la impugnan, la rechazan, alegando que se trata de un absurdo
nacido del empirismo francés. No obstante, no existe discusión en la doctrina en
aceptar que dicha presunción se halla plasmada a nivel supranacional en
documentos internacionales como Convenciones y Declaraciones de Derechos
humanos, como aquella que expresa que: “toda persona acusada de delito tiene
derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad “
Hacia finales del siglo XIX y principios del siglo XX surgieron corrientes
encontradas, sobre todo aquellas que rechazaban en forma absoluta la existencia
de tal presunción a favor del imputado, así encontramos a los doctrinarios
Italianos; entre ellos Garófalo el que consideraba que el principio debilita la acción
procesal del estado, porque constituye un obstáculo para tornar eficaces
resoluciones en contra de los inquiridos, especialmente en materia de prisión
preventiva, hasta favorecer la libertad de los imputados, aún cuando ello pudiera
constituir un peligro común y una provocación a la víctima del delito, aún cuando
la culpabilidad fuese evidente por confesión o flagrancia. Sencillamente basta
pensar en los casos de custodia preventiva, en el secreto de la instrucción y en el
hecho mismo de la imputación. Si el hecho de la imputación tiene por presupuesto
suficientes indicios de delincuencia, ella debería constituir por lo menos, una
presunción de culpabilidad; razón por la cual resulta un absurdo admitir
justamente lo contrario, esto es, la presunción de inocencia.
Si bien estas doctrinas italianas negaron categóricamente validez a la presunción
de inocencia, se hace necesario aclarar que aquellas se han ido modificando con el
transcurso del tiempo, volviéndose más laxas, al punto de establecer la
Constitución Italiana: promulgada el 22 de Diciembre de 1949; en su segunda
cláusula que no se considera culpable al encausado hasta su sentencia definitiva.
Presunción de inocencia como garantía procesal
Una de las garantías procesales dentro de nuestro sistema de derecho penal es
aquella que determina que hasta que no se pruebe lo contrario, el supuesto
culpable del delito en cuestión será inocente ante la ley. Ésta impide que se trate
como si fuera culpable a la persona a quien se le atribuye un hecho punible,
cualquiera que sea el grado de verosimilitud de la imputación, hasta tanto el
Estado, por intermedio de los órganos judiciales establecidos para exteriorizar su
voluntad en esta materia, no pronuncie la sentencia penal firme que declare su
culpabilidad y la someta a una pena. La afirmación recientemente expuesta
emerge directamente de la necesidad del juicio previo que afirma que el imputado
es inocente durante la sustanciación del proceso o que los habitantes de la Nación
gozan de un estado de inocencia, mientras no sean declarados culpables por
sentencia firme, aún cuando respecto a ellos se haya abierto una causa penal y
cualquiera que sea el proceso de esa causa. El principio estudiado quiere significar
que toda persona debe ser tratada como si fuera inocente, desde el punto de vista
del orden jurídico, mientras no exista una sentencia penal de condena; por ende,
que la situación jurídica de un individuo frente a cualquier imputación es la de
inocente, mientras no se declare formalmente su culpabilidad y, por ello, ninguna
consecuencia penal le es aplicable, permaneciendo su situación frente al Derecho
regida por las reglas aplicables a todos, con prescindencia de la imputación
deducida. Desde este punto de vista es lícito afirmar que el imputado goza de la
misma situación jurídica que un inocente. Se trata, en verdad, de un punto de
partida político que asume la ley de enjuiciamiento penal de un Estado de Derecho,
puntote partida que constituyó, en su momento, la reacción contra una manera de
perseguir totalmente contraria. El principio no afirma que el imputado sea, en
verdad, inocente, sino, antes bien, que no puede ser considerado culpable hasta la
decisión que pone fin al procedimiento, condenándolo.
De este principio de inocencia se desprende, o se relaciona, el concepto
denominado “in dubio pro reo”, que en pocas palabras quiere decir que, en caso de
duda, se actuará a favor del que sufre la imputación. La exigencia de que la
sentencia de condena y, por ende, la aplicación de una pena sólo puede estar
fundada en la certeza del tribunal que falla acerca de la existencia de un hecho
punible atribuible al acusado. Precisamente, la falta de certeza representa la
imposibilidad del Estado de destruir la situación de inocencia, construida por la ley
para amparar al imputado, razón por la cual ella conduce a la absolución.
Cualquier otra posición del juez respecto de la verdad, la duda o aún la
probabilidad, impiden la condena y desembocan en la absolución. Cabe aclarar
que la falta de certeza se puede presentar tanto respecto de la imputación y sus
elementos, como en relación a las causas de diverso orden que excluyen la condena
y la pena. Sólo que, cuando se trata de una causa que excluye la condena o la pena,
la falta de certeza opera en forma inversa: la falta de certeza sobre la existencia del
hecho punible conduce a su negación en la sentencia; en cambio, la falta de certeza
sobre la inexistencia de los presupuestos de una causa de justificación, de
inculpabilidad o de impunidad de existencia probable, según el caso, conduce a su
afirmación. Vale la pena aclarar que por hechos o circunstancias fácticas se debe
comprender, también, los elementos relativos a la voluntad del imputado, a su
conocimiento o representación, que resulta imprescindible averiguar y reconstruir
para aplicar la ley penal. Según lo recientemente explicado, el aforismo “in dubio
pro reo” representa una garantía constitucional derivada del principio de
inocencia (art. 18 de la C.N.), cuyo ámbito propio de actuación es la sentencia, pus
exige que el tribunal alcance la certeza sobre todos los extremos de la imputación
delictiva para condenar y aplicar una pena, exigencia que se refiere meramente a
los hechos. Derivado de la necesidad de afirmar la certeza sobre la existencia de un
hecho punible para justificar una sentencia de condena, se ha afirmado también
que, en el procedimiento penal, la carga de la prueba de la inocencia no le
corresponde al imputado sino al acusador. La regla explica que cada una de las
partes debe demostrar los hechos que invoca (onus probando). Según ya lo expuse,
el imputado no tiene necesidad de construir su inocencia, ya construida de
antemano por la presunción que lo ampara, es quien lo condena quien debe
destruir completamente esa posición, arribando a la certeza sobre la comisión de
un hecho punible.
El axioma que impide la pena sin una sentencia judicial que la ordene, decisión
fruto de un procedimiento previo ajustado a la Constitución y a la ley, ha fundado
correctamente la pretensión de que durante el curso de ese procedimiento el
imputado no pueda ser tratado como un culpable. Sin embargo, la afirmación no
se puede sostener al punto de eliminar toda posibilidad de utilizar la coerción
estatal, incluso sobre la misma persona del imputado, durante el procedimiento de
persecución penal. Pese a impedir la aplicación de una medida de coerción del
Derecho material (la pena) hasta la sentencia firme de condena, tolera el arresto
por orden escrita de autoridad competente, durante el procedimiento de
persecución penal. Sin embargo, el hecho de reconocer que el principio de
inocencia no impide la regulación y aplicación de medidas de coerción durante el
procedimiento, antes de la sentencia de condena firme que impone una pena, según
el texto de la ley fundamental o el sentido histórico-cultural de la garantía, no
significa afirmar que la autorización para utilizar la fuerza pública durante el
procedimiento, conculcando los derechos de que gozan quienes intervienen en él,
en especial los del imputado, sea irrestricta o carezca de límites. Al contrario, la
afirmación de que el imputado no puede ser sometido a una pena y, por tanto, no
puede ser tratado como un culpable hasta que no se dicte la sentencia firme de
condena, constituye el principio rector para expresar los límites de las medidas de
coerción procesal contra él. Este principio rector se puede sintetizar expresando
que repugna al Estado de Derecho, previsto en nuestro estatuto fundamental,
anticipar una pena al imputado durante el procedimiento de persecución penal. La
coerción procesal, correctamente regulada y aplicada, no aparecerá vinculada a los
fines que persigue el uso de la fuerza pública en el Derecho material, pues, si así
fuere, no significaría más que anticipar la ejecución de una sanción no establecida
por una sentencia firme mientras se lleva a cabo el proceso regular establecido por
la ley para posibilitar esa condena. Al contrario, resulta lícito pensar que la fuerza
pública se puede utilizar durante el proceso, y en el proceso penal no sólo contra el
imputado, aunque él sea el motivo de la preocupación principal, para asegurar sus
propios fines. En el Derecho procesal penal esos fines son expresados
sintéticamente mediante el recurso a las fórmulas de la correcta averiguación de la
verdad y actuación de la ley penal. Se debe reconocer que las autoridades de la
persecución penal (en sentido amplio: policía, ministerio público, tribunal)
cumplen también un fin preventivo, en el único sentido de evitar la consumación
de un delito tentado o consecuencias posteriores perniciosas del delito consumado,
razón por la cual algunas medidas de coerción reconocen como fundamento este
tipo de prevención concreta, referida inmediatamente al hecho objeto del
procedimiento cuyos fines son siempre compatibles con los propósitos de asegurar
la correcta averiguación de la verdad o la presencia del imputado en el
procedimiento. Por lo tanto, la coerción procesal es aplicación de la fuerza pública
que coarta libertades reconocidas por el orden jurídico, cuya finalidad, sin
embargo, no residen en la reacción del Derecho frente a la infracción de una
norma de deber, sino en el resguardo de los fines que persigue el mismo
procedimiento, averiguar la verdad y actuar la ley sustantiva, o en la prevención
inmediata sobre el hecho concreto que constituye el objeto del procedimiento. Por
ello es verdad que, en el derecho procesal penal, excluyendo los fines preventivos
inmediatos, el fundamento real de una medida de coerción sólo puede residir en el
peligro de fuga del imputado o en el peligro de que se obstaculice la averiguación
de la verdad. El primer fundamento es racional porque, no concibiéndose el
proceso penal contumacial (en ausencia del imputado o en rebeldía), por razones
que derivan del principio de inviolabilidad de su defensa, su presencia es necesaria
para poder conducir el procedimiento hasta la decisión final e, incluso, para
ejecutar la condena eventual que se le imponga, especialmente la pena privativa de
libertad, y su ausencia, fuga, impide el procedimiento de persecución penal, al
menos en su momento decisivo (juicio plenario), y el cumplimiento de la eventual
condena; el segundo fundamento también es racional porque el principal
interesado en la persecución penal, el imputado tiene la posibilidad de influir en el
resultado del procedimiento, entorpeciendo la averiguación de la verdad
(destruyendo u ocultando rastros del delito, poniéndose de acuerdo con cómplices
o testigos, etc.), base de la actuación correcta de la ley sustantiva. La medida en
que el logro del fin del procedimiento y el propósito de evitar estos peligros para
ese fin autorizan al cercenamiento de derechos, libertades, básicos de la persona
sometida a la persecución penal es discutible y depende de puntos accesorios pero
de fundamental importancia. Esta noción de la coerción procesal reniega de
cualquier atributo sancionatorio que ella pueda sugerir; así establece su diferencia
con la pena, cualquiera que sea la similitud que se pueda observar por el modo de
cumplimiento, para explicar el principio que impide aplicar una pena, o medida de
seguridad, antes de la sentencia firme que la impone. Toda medida de coerción
representa una intervención del Estado en el ámbito de libertad jurídica del
hombre, fundamentalmente las que son utilizadas durante el procedimiento, pues
ellas son aplicables a un individuo a quien, por imposición jurídica, se debe
considerar inocente. Por ello, con razón, se expresa que cualquier medida de
coerción conculca, por definición, alguno de los derechos fundamentales
reconocidos al hombre por la Constitución. Así, también en este ámbito, el Derecho
procesal penal se muestra como reglamentario de la ley básica. Los distintos
medios de coerción procesal afectan derechos básicos diversos, como ser:
a) el encarcelamiento preventivo, afecta la libertad física o ambulatoria
b) el allanamiento afecta el derecho a la intimidad hogareña, en tanto el domicilio
es inviolable
c) la apertura o inspección de correspondencia y papeles privados afecta la
intimidad de la correspondencia y documentación personal
d) el embargo y el secuestro afectan la libertad de disposición de los bienes,
porque la propiedad es inviolable
e) la extracción de muestras sanguíneas y otras inspecciones médicas afectan el
derecho a la integridad física o, en ocasiones, la intimidad personal (pruebas
psicológicas).
Con todo esto se afirma la idea de que el procedimiento penal no puede prescindir,
al menos en el estadio cultural actual, de ciertas intervenciones en el ámbito de
libertad del ser humano reconocido por la ley básica, con el fin de proteger sus
propias metas; y es por ello que la misma Constitución las permite, a modo de
reglamentación de los propios derechos y garantías que acuerda. Pero también
resulta imposible concebir estas intervenciones, medios de coerción, sin establecer
sus límites, pues, tratándose en todo caso de derechos y garantías atribuidos a todo
habitante por la ley fundamental, ni la ley puede alterarlos al reglamentar su
ejercicio, ni es posible olvidar que, hasta la sentencia firme de condena, resulta
contrario a la Constitución imponer una pena. A continuación analizaré esos
límites. Para ello es preciso partir del derecho a la libertad física o ambulatoria
que la Constitución garantiza a todos los habitantes (art. 14), derecho que, en
principio, sólo puede ser alterado por una sentencia firme de condena que imponga
al condenado una pena. Luego, es preciso reconocer que la misma Constitución
autoriza la privación de libertad durante el procedimiento de persecución penal
(art. 18), bajo ciertas formas y en ciertos casos. En primer lugar, la fórmula
constitucional requiere la orden escrita de autoridad competente y la exigencia se
enriquece cuando se observa que esa autoridad no puede ser otra, en el caso, que la
llamada por la misma Constitución a decidir durante la persecución penal, los
tribunales competentes del poder judicial, encargados de administrar justicia en
los casos concretos que le son presentados, con exclusión de los otros poderes del
Estado. El encarcelamiento preventivo no depende sólo del cumplimiento de aquel
requisito puramente formal, la orden escrita de un juez, esto es, de su mero
arbitrio, sino, antes bien, de su legalidad, como adhesión de la orden a un
reglamento legal que fija las condiciones bajo las cuales se puede privar de la
libertad a una persona con fundamento en la realización de un procedimiento
penal. Este contenido de la reglamentación legal, si bien variable, tampoco
depende del arbitrio total del legislador, pues la protección que la libertad
ambulatoria merece en la Constitución y su cláusula de inocencia determinan
ciertos principios que presiden toda la regulación legal del encarcelamiento
preventivo y su interpretación judicial. Dos son las exigencias que el derecho a la
libertad ambulatoria y el principio de inocencia plantean a la posibilidad de
privar de la libertad durante el procedimiento penal: una se refiere a las
condiciones generales que presupuestan la medida, acentuando su carácter
excepcional; la otra alude a la relación de proporcionalidad que debe existir entre
la pena que se espera de una condena eventual y los medios de coerción aplicables
durante el procedimiento. El carácter excepcional del encarcelamiento preventivo
emerge claramente de la combinación entre el derecho general a la libertad
ambulatoria, del que goza todo habitante del país, y la prohibición de aplicar una
pena que cercene ese derecho antes de que, con fundamento en un proceso regular
previo, se dicte una sentencia firme de condena que imponga esa pena. El trato de
inocente que debe recibir el imputado durante su persecución penal impide
adelantarle una pena; por consiguiente, rige como principio, durante el transcurso
del procedimiento, el derecho a la libertad ambulatoria, amparado por la misma
Constitución, que pertenece a todo habitante a quien no se le ha impuesto una pena
por sentencia de condena firme. Esta afirmación acota también el fundamento
propio del encarcelamiento preventivo, que no puede residir en el cumplimiento de
los fines retributivos, preventivo especiales atribuidos a la pena, sino que, por el
contrario, sólo puede fincar en la protección de los fines que procura la misma
persecución penal: averiguar la verdad y actuar la ley penal. Con ello queda
demostrado que la posibilidad jurídica de encarcelar preventivamente, en nuestro
Derecho, queda reducida a casos de absoluta necesidad para proteger los fines que
el mismo procedimiento persigue y, aun dentro de ellos, sólo cuando el mismo
resultado no se pueda arribar por otra medida no privativa de libertad, menos
perjudicial para el imputado. Estamos en presencia de unos de estos casos, con
evidencia, cuando es posible fundar racionalmente que el imputado, con su
comportamiento, imposibilitará la realización del procedimiento o la ejecución de
una condena eventual (peligro de fuga) u obstaculizará la reconstrucción de la
verdad histórica (peligro de entorpecimiento para la actividad probatoria) ; para
evitar esos peligros es admisible encarcelar preventivamente, siempre y cuando la
misma seguridad, en el caso concreto, no pueda ser alcanzada racionalmente por
otro medio menos gravoso. Sin embargo, aun verificado alguno de estos extremos,
la privación de de libertad del imputado resulta impensable si no se cuenta con
elementos de prueba que permitan afirmar, al menos en grado de probabilidad,
que él es autor del hecho punible atribuido o partícipe en él, esto es, sin un juicio
previo de conocimiento que, resolviendo prematuramente la imputación deducida,
culmine afirmando, cuando menos, la gran probabilidad de la existencia de un
hecho punible atribuible al imputado. Parece racional el intento de impedir que,
aun en los casos de encierro admisible, la persecución penal inflija, a quien la
soporta, un mal mayor, irremediable, que la propia reacción legítima del Estado en
caso de condena. Ya a la apreciación vulgar se presenta como un contrasentido el
hecho de que, por una infracción penal hipotética, el imputado sufra más
duramente el procedimiento que con la pena que eventualmente le corresponderá,
en caso de condena, por el hecho punible que se le atribuye. Y la combinación de
los diversos principios constitucionales que entran en juego, arroja el mismo
resultado. En efecto, si se parte del derecho a la libertad ambulatoria y se expresa
que, en principio, sólo la pena impuesta por sentencia firme es idónea para
eliminarlo aunque el arresto sea admisible durante el procedimiento penal,
excepcionalmente, es claro que la ley no puede regularlo de manera tal que supere
la misma pena que se espera; una autorización semejante lesionaría por una vía
oblicua las limitaciones impuestas por la Constitución a la misma pena, en
particular por los principios de legalidad y culpabilidad, vigentes para el Derecho
penal. Y, al mismo tiempo, renegaría de la naturaleza instrumental o del carácter
sirviente del Derecho procesal penal, que sólo justifica su existencia como
realizador del Derecho penal, para acordarle un fin en sí mismo, totalmente
autónomo del Derecho material a realizar, por intermedio de un encarcelamiento
preventivo con fines represivos propios. De esto surge la necesidad de que el
encarcelamiento preventivo sea proporcional a la pena que se espera, en el sentido
de que no la pueda superar en gravedad. Y esa proporcionalidad se refiere tanto a
la calidad cuanto a la cantidad de la pena, en caso de ser ella divisible. Se debe, por
ello, admitir que, en un Estado de Derecho, superado este límite de sacrificio de los
derechos individuales, el Estado acepta el perjuicio eventual que de esta limitación
podría sobrevenir para la realización regular y efectiva de la persecución penal,
efecto que, por lo demás, es propio de toda limitación a su poder penal por
intermedio de las garantías del individuo. Se trata tan sólo de una ponderación de
valores, según la cual, en un determinado momento, triunfa el interés individual
pro sobre el colectivo, mejor dicho, sobre el interés estatal implicado en la
realización efectiva del poder penal.
En el Derecho procesal moderno se ha abierto paso, incluso por mandato de la
constitución política de los estados, otro límite de proporcionalidad para el
encarcelamiento preventivo. La proporción ya no se refiere a la pena que se
espera, sino a la duración del procedimiento penal. El hecho de que el
procedimiento penal se pueda prolongar en el tiempo, por dificultades propias de
la administración de justicia o de la organización que un Estado dedica a esa tarea,
mientras el imputado permanece privado de su libertad, ha conducido a deliberar
acerca del tiempo máximo tolerable en un Estado de Derecho, para el encierro de
una persona a mero título de la necesidad de perseguirla penalmente. Como
consecuencia de esta ideología liberal para la regulación del poder penal del
Estado, ha emergido la necesidad de fijar límites temporales absolutos para la
duración del encarcelamiento preventivo.
En resumen, se podría afirmar que el principio de inocencia recientemente
analizado ha ido variando tanto en su contenido como en la consideración por
parte del Estado que lo protege, en una determinada medida, como garantía
procesal en protección de la persona que sufre la persecución penal. Considero que
es de suma importancia para que la debida función de la sociedad que esta
garantía, como tantas otras, deben ser protegidas por el Estado a favor de los
ciudadanos porque de otra manera un ciudadano, si fuera realmente inocente,
tendría que sufrir la condena de pasar años y años dentro de una cárcel sin razón
alguna, y creo que nadie merece ser privado de su libertad arbitrariamente porque
considero que sería uno de los más grandes perjuicios que una persona puede
sufrir en la vida el hecho de perder una parte de ella por el sólo hecho de que otras
personas crean, sin seguridad alguna, que es culpable de algún delito. Cabe
destacar que hay una gran cantidad de presos dentro de las cárceles en prisión
preventiva sin sentencia de condena firme, esperando su respectivo juicio.
Señalando esto quiero decir que, además de respetar la vigencia del principio aquí
estudiado, creo que sería correcto practicarlo en su totalidad, en su propósito de
fondo, que es que nadie debe sufrir el encierro sin una sentencia que así lo
determine, por más que la ley permite el encierro preventivo “hasta su juicio.”
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