Pena y reconciliación Yesid Reyes Alvarado Con frecuencia se

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Pena y reconciliación1
Yesid Reyes Alvarado2
Con frecuencia se hace referencia a las tasas de impunidad como una manera
de criticar el funcionamiento del aparato jurisdiccional, con lo cual se busca
transmitir un mensaje de alerta respecto de casos en los que no se estaría
haciendo justicia. Un razonamiento como este no se limita a entender la
impunidad como la falta de aplicación de una pena al final de un proceso
penal, sino que asume que cada vez que ello ocurre hay ausencia de justicia.
Expresado de manera muy simple, esta forma de argumentación equipara el
concepto de pena con el de justicia.
Esto supone que el derecho penal tiene como finalidad imponer un castigo a
quien se ha encontrado responsable de la comisión de un delito, lo que
equivale a entender la sanción como una modalidad de venganza estatal;
según esta postura, quien infringe la ley debe recibir un escarmiento
personal, sin importar la trascendencia social del mismo. Como afirmó KANT,
esto significa que incluso si una sociedad está a punto de disolverse debe
castigar previamente a sus delincuentes, como retribución por las faltas que
hayan cometido, aun cuando esa actuación no reporte beneficio alguno para
la comunidad.
1 Palabras de inauguración del Segundo Foro Colombo-Alemán (Reconciliación, Responsabilidad y
Memoria - Experiencias Alemanas y Perspectivas Colombianas. Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá D. C., 2 de octubre de 2014.
2 Ministro de Justicia y del Derecho.
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Sin embargo, una pena que no aporte nada desde el punto de vista social
carece de sentido, salvo que se quiera desconocer que el delito mismo solo
existe como un comportamiento desplegado al interior de una comunidad
organizada, y no como un fenómeno puramente natural. En cuanto respuesta
del Estado a la comisión de un delito, la sanción debe servir como un mensaje
a la comunidad social para dejar en claro que la indebida interferencia en
ámbitos de libertad ajenos tiene consecuencias negativas, porque afecta el
normal desarrollo de las relaciones sociales. Dicho ahora en palabras de
HEGEL, si el delincuente a través del crimen pone de presente su indiferencia
ante la norma, la imposición de un castigo por parte del Estado debe servir
para reafirmar ante el grupo social su voluntad de hacerla cumplir, como
forma de preservar un armónico entendimiento entre la ciudadanía. El
carácter público de la pena se explica precisamente porque su imposición no
constituye una forma de relación individual ente el delincuente y el Estado,
sino que incluye a todo el conglomerado social que tiene interés en el
respeto de las reglas que rigen su pacífica coexistencia.
El castigo que se impone como consecuencia de un crimen, no solo sirve para
reforzar la confianza de los ciudadanos en que la vida en comunidad supone
el acatamiento de ciertas normas que han sido creadas para la protección de
intereses individuales y colectivos; el hecho de que la pena implique un cierto
grado de sufrimiento por parte del afectado, en cuanto lleva consigo una
limitación -a veces eliminación- de alguno o algunos de sus derechos, debe
servir también para persuadir tanto al infractor como a todos quienes en su
condición de ciudadanos se enteran de su imposición, de las consecuencias
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negativas que acarrea el atentar contra derechos ajenos. En la práctica, esto
debería conducir a que tanto el castigado como la comunidad en general
eviten la comisión de delitos y procuren en el futuro que sus conductas se
desarrollen de acuerdo con las reglas que rigen la vida en sociedad, porque
de esa manera se garantiza la convivencia social.
En definitiva, la pena no es en si misma un fin, sino tan solo un medio para
conseguir el restablecimiento de relaciones sociales indebidamente alteradas
por el infractor de las normas. Una pena que no trascienda el castigo
individual, que carezca de sentido para la sociedad, debe rechazarse como
forma válida de reacción estatal frente a comportamientos individuales.
La ejecución del castigo no solo debe suponer una restricción de derechos
respecto del infractor como consecuencia de su actuación indebida, sino que
además debe procurar que después de su cumplimiento la persona pueda
reincorporarse a la vida en comunidad. Si quienes terminan de pagar su pena
no tienen posteriormente un espacio para convivir armónicamente con el
resto de la ciudadanía, entonces se los estará empujando hacia una
marginalidad que probablemente los llevará a desplegar nuevas conductas
contrarias a la ley. Por eso desde la segunda mitad del siglo XX ha tenido
tanta aceptación la tesis que ve en la resocialización uno de los principales
fines de la sanción penal; porque independientemente de las criticas que se
le puedan hacer desde el punto de vista de su coherencia, pone en evidencia
que si no se acepta como un ciudadano más a quien ha cumplido una pena,
no solo se estará contribuyendo a mantener y reproducir estados de
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marginalidad, sino que además se estarán cerrando las puertas a la
posibilidad de una convivencia armónica entre todos los integrantes del
conglomerado social.
Admitir que quien ha pagado una pena interactúe dentro del conglomerado
como un ciudadano más, supone que los demás integrantes de la misma dan
por saldada su deuda con la comunidad y consienten en brindarle la
oportunidad de reorientar su conducta de acuerdo con las normas. Su
reincorporación a la vida social no es otra cosa que un acto de reconciliación
entre el infractor de la norma y las personas que resultaron afectadas con el
comportamiento desviado, que supone por parte del castigado el propósito
de no volver a delinquir y por parte de la comunidad, permitirle su plena
integración a la misma.
La pena puede entonces ser vista como un mecanismo para conseguir la
reconciliación social, por las muchas implicaciones que tiene como una forma
de interacción entre el delincuente, el Estado y la sociedad; porque su
imposición pone de presente ante todo el conglomerado que alguien se ha
comportado de manera indebida; porque descalifica socialmente esa forma
de conducta al asignarle consecuencias negativas; porque permite fortalecer
la confianza de la ciudadanía en las normas como reguladoras de la vida en
comunidad; porque la limitación de derechos que conlleva desestimula la
reiteración de conductas desviadas; porque después de cumplida, se
entiende saldada la deuda que el infractor había contraído con la
colectividad; y porque después de su ejecución se le debe brindar al infractor
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la posibilidad de reintegrarse a la comunidad. Esas relaciones que la
imposición de la pena activa, refuerzan la idea de que ella no es en sí misma
un fin, sino que es tan solo un instrumento para alcanzar una determinada
finalidad. Bien sea que se ponga el acento en el propósito de evitar futuros
delitos, en el mantenimiento de la vigencia de las normas, o en la
reincorporación del delincuente, la pena debe servir en últimas para
posibilitar una reconciliación entre el infractor y una comunidad social que se
ha visto afectada por el crimen cometido por aquel.
Esta visión del castigo dentro de un contexto social constituye un punto de
unión entre el derecho penal y la justicia transicional; en cada uno de estos
ámbitos aparece como una de las posibles formas de reacción del Estado
contra autores de conductas contrarias a las normas; pero también en cada
uno de ellos la sanción es tan solo un medio para conseguir determinados
propósitos a nivel social, sin que pueda ser válidamente considerada como
un fin en si mismo. A la postre, y pese a tratarse de dos entornos de justicia
diversos, concebidos para situaciones distintas, la pena constituye tanto en el
derecho penal como en el campo de la justicia transicional, un mecanismo
para conseguir la reconciliación social.
En una conferencia dictada en la Universidad de Los Andes en mayo del 2013,
el presidente de Alemania mencionó cómo en su país los procesos de
reconciliación ocurridos en la parte occidental después de 1945 y en la zona
oriental con posterioridad a 1990, ocurrieron dentro del marco de un Estado
de Derecho tan consolidado y fuerte que no condicionaba el funcionamiento
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del aparato jurisdiccional a la consecución de la paz. Pero también habló de
la experiencia Surafricana, advirtiendo que las especiales condiciones del
conflicto que durante tanto tiempo afectó a esa nación, condujeron a que en
el proceso de reconciliación se hicieran concesiones en cuanto a la aplicación
de penas a los infractores de la ley, a cambio de que confesaran sus acciones
delictivas, repararan a las víctimas de las mismas y ofrecieran sólidas
garantías de que esa clase de actuaciones contrarias a la ley no fueran objeto
de repetición. Finalmente se refirió el presidente alemán al caso colombiano
para señalar que con la Ley de Justicia y Paz se acudió a la aplicación de
penas reducidas a cambio de que los beneficiados dejaran las armas,
confesaran sus delitos y contribuyeran a la reparación de las victimas.
Los tres ejemplos mencionados por el presidente alemán ponen en evidencia
que no hay un solo camino para obtener la reconciliación social, y que la
utilización de la pena como uno de los instrumentos que puede ayudar a
conseguirla, es flexible por naturaleza. Pero debe quedar claro que esa
flexibilidad no se deriva del relajamiento de la justicia como consecuencia de
la fragilidad del aparato jurisdiccional o del propio Estado de Derecho, sino
de que la aplicación de la pena solo es socialmente admisible cuando con ella
se consigan las finalidades para las cuales ha sido concebida. En ese sentido,
la imposición efectiva de una sanción, la disminución del tiempo previsto
para su cumplimiento, o incluso la prescindencia de la misma no deben ser
vistos como una ausencia de justicia, ni como una muestra de debilidad del
Estado de Derecho, sino como una forma de armonizar el castigo con los
propósitos para los que ha sido diseñado.
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Dentro del ámbito propio del derecho penal, esta ductilidad en la aplicación
de la pena no es extraña; por el contrario, en países como Colombia casi
todas las personas condenadas a penas privativas de la libertad de duración
inferior a tres años suelen verse beneficiadas con una suspensión condicional
de la misma, siempre que el juez considere que por los antecedentes del
procesado y las circunstancias que rodearon el delito, la persona es capaz de
corregir su conducta futura; en otras palabras, el juez puede abstenerse de
hacerle efectiva la sanción si considera que el solo hecho de haber
establecido dentro de un proceso su responsabilidad penal y de haberle
asignado una sanción, es suficiente para que la persona acepte
reincorporarse a la sociedad y convivir dentro de ella según las normas
dispuestas para el efecto. Expresado de forma muy simple: si la sola
imposición formal de la pena cumple ya la función de permitir la
reconciliación del infractor con la sociedad en forma tal que por su parte se
garantice el restablecimiento de las relaciones interpersonales afectadas con
su conducta, es perfectamente válido no forzar su efectivo cumplimiento.
En el mismo ámbito del derecho penal existen hipótesis en las que se puede
prescindir de la imposición de la pena cuando el infractor repara a la víctima
por los perjuicios causados con su conducta. Tampoco en estos casos puede
hablarse de ausencia de justicia, porque al acceder a una compensación
económica el acusado admite haberse comportado de manera incorrecta,
porque la indemnización que entrega a su víctima supone para él una
afectación a su patrimonio económico (el dolor propio de la pena) y porque
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con esa conducta restablece los derechos que conculcó con su
comportamiento. En ejemplos como este, la sola amenaza de la pena
conduce a una forma de reconciliación entre el infractor y la sociedad, que a
partir de ese acto de contrición ven restablecidas las relaciones sociales
afectadas por la comisión del delito.
Pero incluso en aquellos casos en los que la efectiva imposición de la pena
aparece como ineludible, el derecho penal dispone de un abanico de
opciones, entre las cuales se puede optar dependiendo de con cuál de ellas
se consigan los fines que la sanción persigue. Desde este punto de vista, la
pena debe ser tan dura en cuanto a naturaleza y duración, como haga falta
para que el infractor corrija en el futuro su comportamiento y decida
reintegrarse a la vida social. Si ese propósito se consigue a través de la
cancelación de una multa, de trabajos sociales a favor de la comunidad, del
cumplimiento de una corta pena privativa de la libertad o de la imposición de
una de larga duración, son circunstancias que tanto el legislador como el
juzgador deben evaluar teniendo en cuenta la naturaleza de los hechos que
se pretende sancionar y la posibilidad de que los mismos puedan ser objeto
de reiteración por parte del condenado. Pero es muy importante que la pena
impuesta no sea excesiva frente a la posibilidad de conseguir los fines que
persigue, pues de lo contrario podría ser apreciada como un simple acto de
venganza, que de manera indefectible conduciría a su deslegitimación. Todo
el sufrimiento que exceda lo estrictamente necesario para permitir la
readaptación social del condenado es superfluo desde el punto de vista
punitivo y, por consiguiente, debe ser evitado.
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En la justicia transicional también existe la pena, como uno de los
mecanismos que pueden ser utilizados para conseguir la transición de un
estado de conflictividad social caracterizado por graves violaciones a los
derechos humanos o al derecho internacional humanitario, a una situación
de paz. La magnitud de estos conflictos supera el ámbito de operatividad
propio del derecho penal, entre otras cosas porque la proliferación de
infracciones haría infructuoso cualquier intento de juzgamiento individual;
pero además la naturaleza misma de la confrontación pone en evidencia que
esas conductas desviadas no responden a determinaciones individuales y
aisladas de sus autores materiales, sino que se hallan inmersas en contextos
más amplios y obedecen a decisiones de carácter más general que
corresponden a instancias superiores. Desde un punto de vista valorativo,
bien puede hablarse en estos casos de actuaciones colectivas, aun cuando
desde un punto de vista puramente ontológico ellas no puedan ser realizadas
sino a través de comportamientos individuales.
Esta última característica obliga a valorar la desarmonía social desde una
perspectiva distinta de la del derecho penal. Mientras en este último se debe
restablecer el equilibro generado en la sociedad por la conducta aislada de
un individuo, en la justicia transicional el equilibrio debe buscarse entre el
conglomerado social y los responsables de esas conductas conjuntas
desviadas; una solución particular con cada uno de quienes han contribuido
con sus propias acciones a esos comportamientos globales, no permite
solucionar el conflicto. Es indispensable que la interacción se produzca con
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quienes coordinan esas acciones individuales, porque solo de esa forma se
puede buscar el restablecimiento del orden social alterado con esa clase de
actuaciones. Esto es lo que explica que en el ámbito de la justicia transicional
la utilización de la pena también deba estar preferentemente enfocada hacia
lo que hoy empieza a conocerse en Colombia como los máximos
responsables, expresión con la que se quiere designar a quienes han
coordinado acciones colectivas contrarias a derecho. No se trata de que en
ningún caso se pueda orientar la sanción hacia los autores de conductas
desviadas individuales; pero sí debe tenerse en cuenta que la solución del
conflicto no depende de lograr la reconciliación con eslabones aislados de la
cadena de violencia, sino con quienes tienen la capacidad de producir las
conductas globales que la conforman.
Incluso con estas precisiones es importante recordar que la pena no es un fin
en sí misma, sino tan solo uno de los mecanismos a los que se puede acudir
para conseguir la reconciliación social. Por consiguiente, la decisión sobre si
para la consecución de esa aspiración es imprescindible hacer efectiva la
sanción, o basta con la imposición de la misma aunque se suspenda su
cumplimiento por un período de prueba, depende del juicio de valor que
tanto el legislador –al crear la norma- como el juzgador -al imponerla en un
caso concreto- hagan respecto de la posibilidad de conseguir el
restablecimiento de unas relaciones sociales armónicas. La clase de pena a
imponer, así como la gravedad de la misma, deben estar igualmente
relacionadas con el propósito que ella está llamada a cumplir.
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Siempre que se consiga establecer la responsabilidad por la infracción de
unas normas, que de allí se derive la imposición de una pena que muestre al
infractor y a la sociedad la necesidad de comportarse según las reglas que
rigen el Estado de Derecho, que las víctimas sean restablecidas en sus
derechos y que se garantice la no repetición de esas conductas desviadas, la
justicia transicional habrá sido efectiva. Es irrelevante si para la consecución
de esas finalidades se suspendió condicionalmente la ejecución de una pena,
o si la misma fue o no privativa de la libertad, o si la magnitud de ella fue
elevada o reducida. Lo que realmente interesa es que tanto el legislador
como el juzgador hayan hecho uso de una opción que permita alcanzar los
propósitos acabados de mencionar y que pueden ser resumidas en una sola
palabra: reconciliación. La reconciliación supone que los infractores de la ley
sean reconocidos como tales, que sean objeto de reproche por esa
circunstancia y que ofrezcan una garantía de que jamás repetirán hechos
como los que llevaron a su declaración de responsabilidad; pero también
implica que las víctimas sean reconocidas como tales y reparadas; y
finalmente supone que la sociedad acepte esas consecuencias como
suficientes para emprender en el futuro una vida social en armonía.
Pero al igual que ocurre en el ámbito del derecho penal, la imposición o
ejecución de sanciones que excedan el cumplimiento de esas metas están
más cercanas a un concepto de venganza que a uno de justicia; y cuando eso
sucede pierden su legitimidad. La discusión sobre el uso de la pena en el
derecho penal y en la justicia transicional es, por supuesto, necesaria; no solo
en la más genérica disyuntiva de cuándo debe emplearse y cuándo no, sino
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también en sus particularidades atinentes a la naturaleza y duración de la
misma. Pero es un debate que debe darse a partir del reconocimiento de que
la decisión de imponerla, como la de hacerla efectiva, la selección de aquella
que corresponde aplicar en cada caso concreto y la gravedad de la misma,
deben estar siempre orientadas a lograr el restablecimiento de las relaciones
sociales afectadas con las conductas desviadas.
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