El hombre que no podía amar a sus conejitos Por: Sofía Penado1

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El hombre que no podía amar a sus conejitos
Por: Sofía Penado1
“Pues reprimamos esta fiera condición, esta furia, esta ambición, por si alguna vez
soñamos. Y así haremos, pues estamos en un mundo tan singular, que el vivir
sólo es soñar”.
Pedro Calderón de la Barca
Todos aman a los conejos. Todos menos yo. En lo personal, pienso que los
conejos son sucios, rebeldes y representan lo vulgar. Es por eso que Julio
Cortázar protagoniza nuevamente mi publicación de la semana. Este día vuelvo a
escribir sobre él porque me llamó la atención un cuento particular de su
“Bestiario”: Carta a una señorita en París.
Tradicionalmente, los conejos representan la alta actividad sexual, la abundancia
y la buena suerte. Creo que todos los que hemos leído este cuento, estaremos de
acuerdo en que para el individuo que redactó la carta no hay cosa más molesta
que vomitarlos.
Los conejos son utilizados como un símbolo dentro de esta historia. Representan
un defecto que no podemos negar porque es visible y, aunque queramos
esconderlo, siempre va a terminar estallando frente a nosotros: con sus bigotes
haciendo un remolino mientras se come el trébol.
Todos tenemos algo que no queremos que los demás sepan. Puede ser la
imprudencia (en mi caso), puede ser la envidia o los celos; sea lo que sea, es una
debilidad en nosotros que no podemos superar no importa cuán duro tratemos. A
algunos de nosotros se nos hace tan difícil convivir con este tipo de defectos que
al cabo de un tiempo dejamos de luchar. Ese es el caso del individuo que le
escribía a Andreé en Paris.
La única razón por la cual el narrador luchaba por esconder su problema era la
vergüenza que le provocaba que, tanto Sara como Andreé, se enteraran del
problema de los conejitos. De hecho, me atrevo a suponer que sólo se lo contó a
Andreé porque era ella quien estaba lejos. Y, al final de la carta, uno se da cuenta
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Literatura Aplicada a las Comunicaciones, ciclo 02-2013.
que el autor en realidad no planeaba enviarla, sólo necesitaba desahogarse.
Luego de un colapso nervioso, al ver salir de sus entrañas al conejito #11, una
simple fuente de consuelo se convierte en la nota suicida de un pobre hombre
abrumado.
El escenario en el que la historia se va desarrollando es meramente simbólico. El
piso en el que el narrador vive, a mi criterio, representa su propia vida. Me parece
importante resaltar que la habitación no era de su propiedad. Nada dentro de ella
lo era. La casa prestada estaba en preciso orden. Me imagino el cuarto blanco,
inmaculadamente limpio, fresco y bien iluminado. Y si, en efecto, ese espacio
representaba la vida del autor, lo único que se interponía entre el bienestar total
del remitente de la carta era el problema de los conejos.
Por lo dicho anteriormente analizo que el “señor de los conejitos” en realidad no se
sentía a gusto con su vida, con sus logros y el camino recorrido. Lo único en la
casa que verdaderamente le pertenecía eran las bestias que salían de su boca.
Habrán notado que al principio del post cito una frase del poema de Calderón de la
Barca “La vida es sueño”. Eso es porque el único problema del remitente en
realidad es que no podía vivir en paz sabiendo que en cualquier momento podía
vomitar conejitos en casas ajenas. El verdadero logro en la vida de ese hombre
hubiese sido ser feliz con sus conejos.
Pero, ¿cuántos de nosotros aceptamos nuestros defectos? Creo que todos
podríamos ser un poco más felices si amáramos a los conejitos que salen de
nuestras bocas y rasgan las cortinas de nuestras vidas. A fuerza de ser sincera,
recordaré que no importa si otros se dan cuenta de que yo vomito conejos.
Probablemente ellos estén demasiado ocupados encerrando los suyos en el
armario de alguna amiga.
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