Ciclo(n) electoral en América Latina Octubre de 2005 *Jordi Urgell Investigador de la Escola de Cultural de Pau y colaborador de CIP-FUHEM Las recientes elecciones legislativas en Argentina han dado el pistoletazo de salida a un ciclo electoral que a finales de 2006 habrá recorrido 13 países de América Latina y habrá ratificado o cambiado a 10 Presidentes, dato este último que cobra una especial significación en un continente con tan arraigada tradición presidencialista. A buen seguro, como si el interés mediático de los países residiera únicamente en la extensión de su superficie o en el potencial de su economía, Argentina, México, Brasil, Venezuela, Colombia y Chile acapararán las portadas de los periódicos, relegando al ostracismo mediático a países como Costa Rica, Honduras o República Dominicana y, lo que es más preocupante, a contextos que han albergado en los últimos años altas dosis de inestabilidad social y política y que han encomiado a las urnas su incierto futuro: Bolivia, Haití y previsiblemente Ecuador. (¿Quién sabe que estos tres países van a celebrar procesos electorales en diciembre?). Más allá de los sondeos, de la más que probable reelección de Lula, Chávez y Uribe y de algunos interrogantes propios de estas coyunturas (¿concurrirá finalmente Fujimori? ¿Ganará López Obrador en México? ¿Hará lo propio Evo Morales en Bolivia? ¿Volverán a gobernar Oscar Arias en Costa Rica, Jorge Quiroga en Bolivia y Jean Claude Duvalier en Haití?), el ciclo electoral que se avecina nos brinda una oportunidad excelente para plantear algunas reflexiones sobre el continente en su conjunto y para vislumbrar algunas implicaciones, oportunidades y retos que puede entrañar la inminente secuencia de comicios. En primer lugar, cabe preguntarse por el estado de la democracia dos décadas después de las llamadas transiciones a la democracia. Actualmente la mayoría de analistas consideran irreversible la democratización en América Latina y plenamente consolidados los aspectos formales y procedimentales de la democracia: celebración periódica, libre, multipartidista y transparente de elecciones; alternancia en el poder; extensión del sufragio universal; secreto de voto; inexistencia (salvo en algunas ocasiones) de fraude electoral, etc. Así 1 parece atestiguarlo el Índice de Democracia Electoral elaborado por el PNUD, que ha pasado del 0,28 en 1977 (en pleno apogeo de los conflictos armados y las dictaduras militares) al 0,93 en 2002, una cifra sólo ligeramente inferior a la de la mayoría de países industrializados occidentales. No obstante, la democracia no se agota con la celebración de elecciones y supuestamente contiene una dimensión social y económica. En este sentido, la democracia latinoamericana presenta niveles difícilmente aceptables. En las dos últimas décadas, la mayoría de países han visto aumentar incesantemente los índices de criminalidad, pobreza, desigualdad y convulsión social. Pandillas armadas (maras en Centroamérica, chimères en Haití, etc.), levantamientos en Ecuador, caceroladas y piqueteros en Argentina, ocupaciones de los Sin Tierra en Brasil, cocaleros y cortes de carretera en la región andina, zapatistas en Chiapas, marchas indígenas en Bolivia, sicarios y guerrillas en Colombia... Fenómenos y colectivos todos ellos muy distintos en naturaleza, causas y objetivos, pero al fin y al cabo síntomas evidentes de las disfunciones y carencias de un sistema incapaz de asumir y gestionar tanta violencia estructural: algunos países en paz y democracia padecen índices de homicidios parecidos o superiores a los de las épocas de conflicto amado y regímenes autoritarios. En segundo lugar, algunas reconocidas voces auguran que el próximo ciclo electoral puede consolidar el viraje hacia la izquierda iniciado en su día por Chávez en Venezuela y Ricardo Lagos en Chile, continuado posteriormente por Kirchner en Argentina, Lucio Gutiérrez en Ecuador, Lula en Brasil y remachado recientemente por Martín Torrijos en Panamá y Tabaré Vázquez en Uruguay. Dicho giro hacia la izquierda, tenga éste visos populistas o socialdemócratas, contrasta con un escenario internacional que evoluciona en dirección opuesta: deriva neoconservadora en EEUU; creciente aislacionismo, nacionalismo y (dicen algunos) belicismo del Japón de Koizumi; tendencia centroderechista en la Europa de los 25; expansionismo económico de China; cerrazón democrática en Rusia y el espacio ex soviético, etc. Además, la sintonía ideológica entre algunos de los principales mandatarios latinoamericanos probablemente no sólo se traducirá en la conformación de alianzas coyunturales o en el impulso de intereses compartidos en la escena internacional (lucha por la eliminación de los subsidios agrícolas, envío conjunto de cascos azules a Haití, reforma de las Naciones Unidas, etc.) sino que también puede plasmarse en el diseño de una agenda continental que priorice (como ya está haciendo) la lucha contra la pobreza y la desigualdad; la integración económica y política de América Latina o el afrontamiento de los tristes y recientes episodios de guerra sucia y dictaduras militares desde la recuperación de la memoria histórica, la batalla contra la impunidad y la reparación a las víctimas. En tercer lugar, las elecciones se producen en una coyuntura histórica que plantea importantes retos para el futuro del continente, como la configuración de América Latina como “actor global”; la inclusión de amplios colectivos a la ciudadanía, la política y el desarrollo de la región; la transformación de la violencia (“de las guerrillas a las pandillas”) o la relación 2 con EEUU. Afortunadamente superados episodios del pasado como la doctrina Monroe (“América para los americanos”); la política del Buen Vecino de Roosevelt; la Alianza por el Progreso de Kennedy o el belicismo de Reagan, América Latina parece decidida a dejar de ser de una vez por todas el “patio trasero” de EEUU. Así las cosas, los actuales mandatarios latinoamericanos se debaten entre dos modelos. El primero, considerado más “seguidista” y propugnado por México, los países centroamericanos, caribeños y alguno de los andinos, opta por el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) y por los Tratados de Libre Comercio bilaterales con EEUU. El segundo, liderado con distintos grados de intensidad y apasionamiento por Chávez, Lula o Kirchner, antepone la integración latinoamericana a partir del reforzamiento de organismos como el MERCOSUR y la Comunidad Andina de Naciones o incluso de la creación de nuevos foros como la recientemente inaugurada Comunidad Suramericana de Naciones o el ALBA (Alternativa Bolivariana para América) impulsado por Chávez. El ciclo electoral que ya se ha iniciado en América Latina puede convertirse en un ciclón político si se repite el “efecto dominó” o el contagio de fenómenos que ya hemos visto en un pasado reciente en el continente: industrialización por sustitución de importaciones en los 50; expansión del foco revolucionario en los 60; golpismo e imposición de dictaduras militares en los 70; progresiva y tímida apertura democrática en los 80; liberalismo a ultranza y convulsión social en los 90. La primera década del siglo XXI puede ser aquella en la que (parte de) la izquierda latinoamericana obtenga lo que le fue negado en todo el siglo XX: la oportunidad de enfrentarse desde el Gobierno y no desde la montaña a los problemas estructurales e históricos que arrastra y acumula el continente desde tiempos inmemoriales. 3