Cara y cruz del proceso de Bolonia He criticado el llamado proceso

Anuncio
Cara y cruz del proceso de Bolonia
He criticado el llamado proceso de Bolonia en sus distintas fases, pero hoy tengo que
reconocer que tal vez no haya otro remedio que admitirlo como mal menor. Y no
porque los argumentos que aducía en el pasado no me sigan pareciendo válidos, sino
porque ante la situación calamitosa en que se encuentra la Universidad, degradarla a
mera escuela profesional tal vez sea la única manera de salir del atolladero.
Importa recalcar en primer lugar que el proceso es una iniciativa de los Gobiernos, no
de las universidades. Se inició en una reunión de los ministros de Educación de
Francia, Alemania, Italia y Reino Unido, convocados en París en mayo de 1998 para
conmemorar el 800 aniversario de la fundación de La Sorbona. En la declaración
común se insiste en que es preciso recuperar tanto la movilidad medieval de maestros
y estudiantes como el carácter profesional de la enseñanza. En efecto, la Universidad
empezó siendo una institución eclesiástica que proporcionaba los conocimientos
requeridos para ocupar un puesto en la primera burocracia de Europa, la de la Iglesia.
Y hasta hoy, preparar los profesionales que demanda la sociedad ha sido la función
prioritaria de la Universidad.
El proceso de Bolonia pretende reanudar, por un lado, la antigua movilidad de
profesores y alumnos, creando un "espacio europeo de educación superior" y, por
otro, volver a centrar la enseñanza en su función específica de preparar profesionales.
Este objetivo conlleva, por un lado, ampliar y diversificar las profesiones que se cursen
en la Universidad y, por otro, adaptar la enseñanza a que los egresados salgan en
condiciones de ocupar el puesto de trabajo que les ofrezcan.
La categoría central del nuevo modelo de Universidad es la misma que se predica
para el mercado de trabajo, "flexibilidad", ya sea en la admisión de alumnos de
distintas procedencias, o bien para cambiar de titulación, seguir más de una a la vez o
trasladarse de una universidad a otra. Facilitar la flexibilidad que el mercado de trabajo
requiere exige un sistema de créditos que al principio sirvió para simplificar el
reconocimiento de los estudios previos, pero que ahora también amalgama contenidos
y formas didácticas, y por problemático que pueda ser en cada caso concreto, aporta
la enorme ventaja de librarnos de una enseñanza reducida a la lección magistral.
El mayor aporte es la propuesta de que el estudiante pase el mayor tiempo posible,
por lo menos un semestre, en una universidad extranjera. No sólo es la manera más
adecuada de cumplir con el propósito de que el alumno domine dos lenguas europeas,
además de la propia, sino que nada forma tanto la personalidad como salir del
ambiente familiar, y en tiempos en que resurge el nacionalis-mo, de las fronteras
nacionales. Ha dado magníficos frutos la movilidad que los programas Erasmo y
Sócrates brindan al estudiantado, y se nota que el profesorado apenas haya hecho
uso de esta posibilidad.
Una buena parte de la crítica al proceso de Bolonia parece bien fundada, pero ¿resulta
también oportuna? Me ha empujado a una respuesta negativa el hecho de que los
Gobiernos hayan dejado fuera a las universidades, convencidos, como he terminado
por estarlo también yo, de que desde dentro y por su propia iniciativa son
irreformables.
Las universidades en general quieren continuar como están, y lo único que demandan
es más dinero. Los profesores dando la horita de clase -cada vez algunas menos,
sobre todo en las licenciaturas en las que escasea el alumnado- y con tiempo libre
para dedicarse a lo que gusten -algunos, también hay que decirlo, lo aprovechan para
investigar o para escribir libros, pero ello en nada contribuye a mejorar su posición en
la universidad- quejándose todos del nivel bajísimo y enorme desinterés del alumnado,
a los que conviene aprobar, aunque su rendimiento sea nulo, para no tener líos. Los
estudiantes, por su parte, temen cualquier cambio que les saque del actual letargo y
les obligue a esforzarse un poco más para sacar el título. A grupos muy minoritarios el
carácter netamente capitalista de la reforma les da incluso cierta cobertura ideológica.
Cierto que otros universitarios europeos habíamos soñado -y algunos hasta hoy- con
una reforma drástica de la Universidad que la acercara a los ideales que
proclamábamos. Ha pasado inadvertido que fue también en Bolonia, al conmemorar
los 900 años de la fundación de la universidad más antigua de Europa, donde en
septiembre de 1988 los rectores y presidentes de las más importantes universidades
europeas firmaron La Carta Magna de las Universidades, en la que se concibe la
institución como centro del desarrollo cultural -mantiene la tradición del humanismo
europeo- y del científico y técnico -las dos grandes contribuciones de Europa al
mundo-, a la vez que despliega su actividad en la unidad de la enseñanza y la
investigación, sin la menor intromisión del Estado, que se compromete a respetar su
autonomía.
Es la Universidad que ya realizaron Reino Unido y Alemania, en cada país con sus
peculiaridades propias. En el modelo británico se trataba de educar en el cultivo de las
ciencias a una élite que se distinguiera por su capacidad de liderazgo tanto en la
empresa como en la administración del Imperio. En la universidad alemana el empeño
era también educar a una élite de científicos, convencidos de que los que no
continuasen en la investigación con esta preparación serían magníficos profesionales.
Ambos modelos coincidían en que la tarea de la Universidad era educar a élites que
ya lo eran por nacimiento o inserción social.
Este modelo naufraga en los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuando las
universidades tuvieron que abrir sus puertas a todas las clases sociales. Con la
masificación de las aulas y los niveles culturales de los recién llegados, era por
completo inviable la Universidad basada en la unidad de la enseñanza y la
investigación. Quisimos conservar el modelo elitista, a la vez que democratizar sus
estructuras. El ideal de una Universidad de excelencia y democratizada -una especie
de cuadratura del círculo- se ha revelado 20 años después una ilusión sin el menor
fundamento.
La universidad española del XIX y XX se inspira en el modelo napoleónico, que se
circunscribe a preparar a los funcionarios que precise el Estado. Nuestras
universidades, a las que tenían acceso sólo unas muy endebles clases medias, no han
sido más que escuelas preparatorias en las que se aprendía a memorizar los temas
que luego se recitan en las oposiciones. Pocas eran las posibilidades profesionales
para el egresado que no conseguía entrar en el Estado.
A partir de los años ochenta, la universidad española también se ha democratizado
con una masa estudiantil procedente de clases sociales que antes no podían llegar a
la Universidad. Por mucho que el número de funcionarios se hayan multiplicado en
municipios, autonomías y Estado central, lo dramático de la situación consiste en que
la inmensa mayoría del estudiantado ya no puede aspirar a que lo emplee el Estado.
La mayor oferta de puestos de trabajo proviene de la empresa privada, pero la
Universidad sigue preparando para responder al temario de una oposición y se resiste
a acoplarse a las demandas de las empresas.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
Descargar