Introducción. `La vida es muy trágica, es una estrecha franja

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Introducción.
'La vida es muy trágica, es una estrecha franja pavimentada junto a un abismo. Miro abajo, me
mareo, me pregunto si podré caminar hasta el final. (...) Quiero presentar un aspecto de
triunfadora, incluso ante mí misma. Sin embargo, no consigo llegar al fondo del asunto. Se debe
a no tener hijos, a vivir bien lejos de los amigos, a no conseguir escribir bien, a gastar demasiado
en comida, a hacerme vieja. Pienso demasiado en los porqués y en los por tanto; pienso
demasiado en mí misma'.
Salvo uno o dos matices (la vida es trágica pero también hermosa) muchas mujeres, hoy,
suscribirían estas palabras que Virginia Woolf anotó en su cuaderno en la Inglaterra de 1918. En
este fragmento de su diario confluyen varios demonios que a día de hoy siguen planeando sobre
la identidad femenina. Para empezar, el vértigo: 'Miro abajo, me mareo'. Es curioso que Woolf se
refiera a «abajo» en lugar de 'arriba' para proyectar el futuro. Esa imagen abismal, a pesar de
restarle luminosidad a lo que vendrá, imprime un sentido de profundidad, como si en el devenir
de los días no importase tanto ascender como bucear. Pero sea mirando hacia arriba o hacia
abajo, la sensación milesimal que embarga a la condición humana se declina en una forma muy
femenina de sentir malestar: «Me mareo». Woolf, aunque delicada, no pertenecía al perfil de
damiselas que se doblan con el viento, ni era plañidera dama de abanico y talco. Esa plasticidad
estética del mareo femenino, además de simbolizar una barrera del cuerpo frente a algunos
estímulos, es predominante en el género, pero hoy más que nunca define estos tiempos que el
sociólogo Zygmunt Bauman describe como «líquidos», habitados por individuos nómadas
acostumbrados al mareo como primer síntoma de adaptación. Bauman cita a su vez a Jacques
Attali, que define el estereotipo que mejor conoce las leyes del laberinto, individuos para quienes
«la novedad es una buena noticia, la precariedad es un valor, la inestabilidad un imperativo, la
hibridez es riqueza». Aceptan la desorientación y la ausencia de itinerario.
'Aspecto de triunfadora'. Cuántas veces no hemos leído en las revistas femeninas y en los libros
de autoayuda cómo debe vestir, incluso sonreír, una mujer triunfadora en una entrevista de
trabajo o en una cita. El caso es que Woolf ya había publicado varios libros, además de artículos
periodísticos en The Times, contaba con la bendición y simpatía de grandes escritores como E.
M. Forster o T. S. Elliot, y había superado con creces las expectativas de triunfo que tenía una
mujer a la que la moral imperante prohibía aún ir a la universidad o a la biblioteca pública. Pero
un extremado sentimiento de autoexigencia le hace dudar acerca de la calidad de su escritura y,
más mortalmente, sobre la insatisfacción de los afectos. 'Se debe a no tener hijos, a vivir bien
lejos de los amigos...'. Quien dice hijos, a día de hoy podría decir más de un hijo, o pareja, o
familia. Y quien dice tener lejos a los amigos, hoy diría más tiempo para disfrutar de ellos y
protegerse con la vitalidad que procura el intercambio de confidencias. La realización amorosa y
la estabilidad emocional son dos condiciones innegociables para que una mujer sienta que ha
triunfado. Y aun así, siempre hay ideales imposibles que siguen sobrevolando el cielo del
cromosoma XY como principales detonantes de la frustración y el desencanto.
En la confesión de Virginia Woolf no podía faltar el peso de la culpa ni la horda del paso del
tiempo: «Gastar demasiado en comida», «Hacerme vieja». En el repertorio de las culpas
contemporáneas de las mujeres que conozco también figura el gastar demasiado en comida, pero
sobre todo comprar, engordar y envejecer. Y hay más: culpa por ser malas madres, malas hijas,
por gastarse trescientos euros en unos zapatos, por no gastárselos, por no hacer planes creativos
con los niños; culpa por llamar demasiado la atención, por no ser rápida de reflejos, culpa por
haber nacido. Un tipo de culpabilidad sin estructura determinada que repta de un lado a otro
aguardando una oportunidad para desbocarse.
En muchas ocasiones he escuchado expresiones de hartazgo ante las noticias sobre mujeres,
como si se tratara de una moda fastidiosa que da pie a ocurrentes chistes y a irónicos desprecios.
Algunas escritoras han querido distanciarse de las definiciones de género, afirmando que no
hacen literatura femenina, sino literatura.
En la recopilación y escritura de estos textos -algunos de ellos artículos publicados en Marie
Claire y La Vanguardia- he observado la diversidad de voces que en ellos aparecen. En ningún
momento pretendo hablar en nombre de las mujeres, ni pontificar acerca de nuestra identidad,
por otro lado tan plural. Hablo de lo que conozco y siento, y me acerco al retrato de la feminidad
de manera torpe y subjetiva, con mis sesgos y mis deseos, el corazón y la razón, tan revueltos
como mi bolso.
La sección de libros de mujeres de una librería ha sido escenario de varias comedias de
Hollywood y de más de una novela, sin duda un artificio elocuente que da juego, por no hablar
de cómo se retratan en la ficción las revistas de mujeres. Pero, a diferencia de Estados Unidos,
por ejemplo, las publicaciones sobre el género en España no ocupan una sección, tan sólo una
estantería. Mucho ruido y pocas nueces. Sin duda la fuerza mediática, y el hecho de que el debate
sobre la igualdad tenga plena vigencia, puede confundir a los que se resisten a abordar el tema de
la identidad y de los roles de género -muchos de ellos impuestos de forma absurda pero
legitimada culturalmente-. No es cierto que ya gocemos de los mismos derechos, a pesar del
carácter inapelable de las leyes; en el ámbito privado siguen escondiéndose piedras dentro de los
zapatos. La Historia pone frenos a reactualizar el reparto de la vida entre hombres y mujeres.
Existen muchas historias secretas por emerger acerca de la vida de las mujeres. Es profunda la
huella de tantos siglos yendo siempre de segundas, y menuda suerte, porque en la actualidad, un
tercio de las mujeres son obligadas, ya no a seguir siendo meras comparsas, sino a ser invisibles.
Si bien la equiparación legal de ambos sexos es un hecho, los estados modernos, y en especial
los socialdemócratas, son partidarios de impulsar medidas compensatorias que reequilibren la
equidad y enmienden la discriminación de las mujeres. El estado del bienestar impone la
corrección de los impulsos desenfrenados del mercado. Sus medidas de acción positiva para
conseguir la igualdad siguen levantando polvareda, y también se sigue dudando de su eficacia.
En las declaraciones universales, en cambio, no se cuestiona que una sociedad representada por
ambos sexos por igual es una sociedad más avanzada. A pesar de las trabas existentes aún en el
ámbito laboral, como la diferencia salarial -del 24 por ciento en España- y de las dificultades
para ocupar cargos de decisión, muchos analistas aseguran que la aportación al mercado laboral
de mujeres bien preparadas podría generar un nuevo impulso económico, además de garantizar el
estado del bienestar en una Europa cada vez más envejecida desde que las mujeres respondieron
con elocuencia a los malabarismos para conciliar trabajo y familia, teniendo una media de 1,3
hijos.
La historia de las mujeres es una historia de tiempo de espera. La sociedad aún necesita tiempo
para adaptarse y hacer realidad la democracia más plena. De hecho, un 70 por ciento de pobres
en el mundo son mujeres. Mucho más abajo de las butacas tapizadas de los consejos de
administración, donde tan sólo hay un 4 por ciento de representación femenina, la mujer sigue
soportando grandes discriminaciones en el ámbito laboral, en unos más que en otros, por no
detenernos en las empleadas temporales, agrarias, autónomas, becarias que, entre otras carencias,
al no disponer de un permiso de maternidad pagado, no pueden criar a sus hijos recién nacidos.
Al mercado y a los gobiernos debería preocuparles que las mujeres abandonen sus puestos de
trabajo por motivos familiares, es decir, porque no dan más de sí. Me pregunto quiénes habrán
ocupado su lugar, si estarán tan cualificados como ellas, si no habrán tenido que acabar
contratando a dos por lo que hacía una. Las empresas que tienen departamentos activos de
recursos humanos y promocionan la flexibilidad, el teletrabajo, las guarderías en los centros de
trabajo o los permisos de lactancia sin 'castigo', sostienen que recuperan su inversión
promocionando esta 'cultura de empresa' porque ganan en fidelidad y entrega por parte, en este
caso, de la trabajadora madre, además de promocionar el talento, sin razón de sexo. Son una
minoría.
España, que incumplió los compromisos con la Unión Europea respecto al PIB dedicado a
políticas de igualdad durante más de una década, no es un caso aislado. En Inglaterra las
mujeres, cuando son madres, se empobrecen más que los hombres, y en Alemania, la mayoría de
las que abandonan su trabajo lo hacen para dedicarse a su familia. A nadie se le debería pedir una
decisión tan difícil y excluyente. Las asociaciones de mujeres piden que se escolarice a los niños
de 0 a 3 años, que se extienda el permiso de paternidad y que sea irrenunciable e intransferible.
La nueva Ley de Igualdad garantiza algunos avances, pero de momento los hombres tendrán que
esperar para disfrutar de las cuatro semanas que tienen los franceses y los suecos, aunque se trate
de uno de los métodos más directos para repartir los roles dentro de la familia, sin que el peso se
incline de modo ostensible por el lado de la mujer. Esta ley tampoco se ha atrevido a imponer
cuotas en las empresas, ni en sus consejos de administración, sino a «recomendar» el equilibrio
entre sexos.
En la banca, en los puestos directivos de las multinacionales y de los medios de comunicación,
su presencia alcanza un perfil bajo, como ese metrosesenta que sigue siendo la media nacional de
la estatura femenina y que un 30 por ciento de mujeres no alcanzan. Tan sólo un 3,5 por ciento
de mujeres mide más de 1,79 metros, curiosamente casi la misma proporción de mujeres en los
consejos de administración. Ningún periódico nacional está dirigido por una mujer, y a pesar de
la paridad política, en España aún no tenemos candidatas a la presidencia del gobierno. Las
metronoventa siguen esperando su turno, haciendo méritos, excluyéndose de las cuotas
sospechosas hasta que los dioses se conjuren y les permitan romper el techo de cristal, o más
bien de sólida arquitectura, heredado de la Antigua Grecia. A pesar de que las mujeres sumen un
51,02 por ciento en las zonas urbanas y un 43 por ciento en la judicatura, su presencia en la
pirámide del poder global es minúscula. Eso sí, más del 88 por ciento de empleadas en el
servicio doméstico son mujeres.
Los peajes que, tan sólo por pertenecer al género femenino, han tenido que pagar las mujeres,
lejos de afianzar su identidad, la han condicionado. También la han limitado y esquinado.
Curiosamente, en nuestro país, no hay una conciencia mayoritaria de esta desigualdad; muchas
mujeres aseguran no ser feministas aunque en su día a día, en la superación de las diferentes
barreras y obstáculos, lo sean. Pero sí existe una conciencia colectiva, de género, para la que
pocas veces necesitamos un mapa. A veces se frivoliza acerca de la compleja psicología
femenina, tanto en positivo, como poseedora de la llave para gestionar los sentimientos y
administrar los afectos, como en negativo, sustentada en el desarrollo de una gran capacidad de
manipulación y maledicencia.
Hablar del mundo interior de las mujeres es temerario, además de cursi. Porque éste puede ser
muy rico o muy pobre, según cómo lo alimente su propietaria. No obstante, tras nuestra
identidad individual, existe un imaginario colectivo, y una complicidad de género que permite
coincidir en las prioridades vitales, en la manera de gestionar las emociones -en parte
condicionadas por los roles culturales que nos han asignado- y también en la escalera de
aprendizajes que, a las puertas de la madurez, nos permite responder, sin tanto miedo, a la clásica
pregunta de quiénes somos y adónde vamos.
Las psicopatologías del género femenino incluyen el ausentismo de la realidad a través de una
dieta o de un amor equivocado, además de ataques de pánico en el avión o en las escaleras
mecánicas de El Corte Inglés, sin despreciar los tragos de tristeza (premenstrual, posparto,
posboda, posproyecto, tristeza al fin y al cabo). Nuestra relación con el teléfono, con el
chocolate, con los piropos, el ginecólogo, los hoteles, el acoso, la comida, las compras o el
entrenador personal no es intrascendente. En este autodidactismo emocional que han vivido las
mujeres, en especial las nacidas antes de los años setenta, hay un lenguaje común. Y también
cierta perplejidad. La de ver que algunas estructuras siguen inmóviles, ávidas en su misoginia.
Las mismas que se niegan a aceptar que lo personal es político, y que defienden una
esquizofrenia con doble lenguaje y doble rasero, diferenciando lo privado y lo público. La noción
de sentimiento individualizado hecho común es terapéutica y combate le negritud de la soledad.
No la soledad de no tener a alguien al lado, sino la de sentirse una marciana en una galaxia
desértica, donde los sueños de niña se han estrellado contra un condenado muro de piedra al que
llaman realidad. No hay mucho margen para reinventarla, pero sí el suficiente como para aliviar
las sombras desde una fe combativa que rompe estereotipos. El 25 de octubre de 1918 Virginia
Woolf terminó así su diario: 'La desdicha se encuentra en todas partes; ahí, al otro lado de la
puerta; y si no la desdicha, la estupidez, que es peor. Sin embargo, no salgo del encierro en el
que me encuentro. Ahora llegará Evelyn; no me gusta lo que escribo. Y, a pesar de todo, cuán
feliz soy si no fuera por esta sensación de que se trata de una cinta pavimentada junto a un
abismo'.
Hay que reivindicar lo subjetivo para entrar en la zona oscura de la realidad y acercarnos a su
misterio hasta conquistar las cintas pavimentadas a las que se refiere Woolf, un territorio
civilizado, urbanizado, legítimo, sin complejos por razón de género o de sexo. Se trata de un
espacio orillado por el reino de lo objetivo, en donde nunca toca la misma orquesta, pero que a
cambio mueve en silencio las agujas de la vida.
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