¿celebrar la penitencia o la reconciliación?

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PAUL DE CLERCK
¿CELEBRAR LA PENITENCIA O LA
RECONCILIACIÓN?
En su introducción, el nuevo «Ordo Penitentiae» utiliza el concepto de reconciliación;
y junto a éste, el más clásico en teología, de penitencia. El ritual francófono ha
desarrollado los elementos que van en el sentido de la reconciliación; lleva el título:
«Celebrar la penitencia y la reconciliación. Esto sugiere un enriquecimiento de la
teología de la penitencia con la aportación del concepto bíblico y moderno de
reconciliación. El autor cree, sin embargo, que estamos ante un espejismo: no se da
síntesis sino yuxtaposición de dos visiones; además la primera (penitencia) se impone a
la segunda (reconciliación). El artículo pretende poner de relieve las incoherencias e
inconsecuencias del Ritual. Para ello enfoca el Ritual a la luz de la actual situación,
analiza luego las dificultades y propone en fin una superación. Es una contribución
sencilla, pero enérgica, a la renovación de un sacramento que lo necesita mucho. Las
reflexiones del autor van más allá del ámbito francófono.
Célébrer la penitence, ou la réconciliation ?, Revue théologique de Louvain, 13 (1982)
387-424
I. EL RITUAL EN LA SITUACIÓN PASTORAL PRESENTE
El Concilio no ha logrado remontar la vertiginosa caída del sacramento de la penitencia
que se notaba ya entonces, ni dar nuevo aliento a la reflexión teológica o a los ritos.
Existen, es cierto, unas celebraciones comunitarias, pero no logran ocupar el papel de
las confesiones de antaño, ni los cristianos las entienden como la nueva práctica
penitenc ial, ni las sienten como una fórmula feliz de celebrar la reconciliación. Las
palabras laudatorias no borran la impresión de una cierta chapuza ni despiertan las
esperanzas de los fieles.
Las ambigüedades del nuevo ritual
El nuevo Ritual no es responsable de esta situación. Tiene elementos positivos. El más
patente es que concluye con el monopolio sacramental que detentaba desde el s. XII la
confesión auricular. Aparte de las "celebraciones penitenciales" no sacramentales,
propone tres formas de celebración: a) reconciliación de un penitente; b) de varios, con
confesión y absolución individual y c) de varios penitentes con confesión y absolución
colectiva.
De hecho se reducen a dos esquemas. Uno, privilegia la relación personal clásica del
ritual de 1614. Basta ver que establece una preparación de ambos, una acogida y una
escucha de la Palabra de Dios (casi imposible de realizar por otra parte). Después de la
acusación y la satisfacción hay una invitación a la plegaria, la absolución y la acción de
gracias del penitente.
El segundo subraya la dimensión comunitaria de la reconciliación y del pecado y, sin
hipérbole, es una celebración. Después de un saludo inicial, la escucha de la Palabra y la
homilía, el ministro invita a recibir la absolución con plena conc iencia y a expresarlo
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con algún signo y a recitar la confesión general. Luego de la absolución general, invita a
dar gracias y bendice a la asamblea.
Además de los dos claros esquemas citados se propone otro de un cierto hibridismo.
Asimilado al primero por la acusación y la absolución individuales, y al segundo por la
presencia de otros cristianos y el contexto de la celebración, aunque no influyan en la
estructura de la misma.
Hay que afirmar, sin reticencias, que el nuevo Ritual representa un acontecimiento
histórico al abrir brecha en una práctica penitencial de casi ocho siglos. Pero la
satisfacción no es completa. El segundo esquema juega sólo un papel de emergencia y
con tales restricciones teológicas y canónicas que lo hacen prácticamente inviable.
Exigir para su validez la intención de acusar privadamente los pecados graves; fijar el
plazo de un año para cumplirlo; prohibir a los fieles que participen en otra absolución
colectiva sin haberlo hecho y recordarles que rige para ellos la obligación de la
confesión privada anual de los pecados graves, indica que se trata de un recurso para
casos de imposibilidad física o moral.
Existe un nuevo rito, pero no una teología adecuada y sobre estas bases contradictorias
no es posible construir una pastoral. Es moralmente imposible que los cristianos
entiendan que se da una verdadera absolución de los pecados graves con la condición de
confesarlos de nuevo. La presión de las explicaciones no será capaz de vencer la
dificultad incontestable del carácter híbrido del nuevo Ritual que propone
litúrgicamente una celebración y absolución colectivas, pero teológicamente sigue
manteniendo la necesidad de la confesión personal de los pecados graves. El problema
únicamente puede solventarse con un análisis de la historia de la teología del
sacramento y de la visión general del misterio de la reconciliación que el mismo Ritual
propone. Antes de hacerlo expondremos con mayor detalle las aporías del Ritual.
II. ANÁLISIS DE LAS DIFICULTADES
Ya en los Praenotanda (anotaciones previas) se observa una doble formulación del
pensamiento de la Iglesia respecto a la reconciliación de los penitentes. Una, de raíz
bíblica y patrística, pero atenta también a las aportaciones de las ciencias humanas sobre
el pecado y la libertad. Otra, tributaria de la teología medieval y tridentina. No son
lenguajes contradictorios, pero sí, difícilmente armonizables. El Ritual francófono acoge
en el título las palabras clave de ambos lenguajes: penitencia y reconciliación. Delinea
primero un amplio panorama de la historia de salvación. El Padre muestra su
misericordia reconciliando al mundo por Jesucristo, que le libra de la esclavitud del
pecado, y no ha cesado de llamar a la metanoia (conversión). Su victoria resplandece
primero en el bautismo. Y en la Eucaristía nos entrega su cuerpo y sangre para la
remisión de los pecados. Y, además, en el sacramento de la penitencia otorga a los
apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonarlos.
Después de este bello arranque, el c. II recuerda que, aunque santa, la Iglesia está
llamada siempre a purificarse y lo ha hecho en formas diversas en su vida y su liturgia.
El n.º 5 explica que se trata a la vez de una reconciliación con Dios y con la Iglesia.
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Pero sorprendentemente el n.º 6 cambia la perspectiva al explicar las cuatro partes del
sacramento de la penitencia: contrición, confesión, satisfacción y absolución. La mezcla
de perspectivas se prolongará ya hasta el final.
La utilización del término "reconciliación"
Los comentaristas recibieron el uso de ese término como un progreso que, a nuestro
juicio, es sólo progreso potencial. En la Antigüedad cristiana designaba la celebración
de la readmisión plena de los pecadores, una vez cumplida la actio paenitentiare , en la
comunidad eclesial y en la Eucaristía, y no se llamaba todavía técnicamente absolución.
La palabra no desapareció de la memoria de la Iglesia cuando abandonó la disciplina
penitencial antigua. Trento la utilizó, sin demasiada precisión, para expresar el efecto
del sacramento: la reconciliación con Dios.
El sentido de la palabra se amplía en el Ritual al adquirir el rico significado paulino de
primera etapa de la salvación adquirida en Cristo (Rin 5, 10.11). Esta perspectiva es la
que abre el Ritual con el texto fundamental de 2 Co 5, 17-19.
Es indiscutib le que la expresión "sacramento de la reconciliación" concuerda con la
sensibilidad de la cultura moderna. En Hegel la reconciliación es el resorte de la
dialéctica, que ante la tesis, pone la antítesis para superarlas en la síntesis. Bajo la
misma bandera, el movimiento alemán Versöhnung se movilizó para superar los odios
de la última contienda; bajo su advocación se levantó el templo de Taizé. El éxito del
concepto lo atribuye Ch. Duquoc: "a la propiedad de unir lo negativo y lo positivo... Es
un concepto dinámico: integra el pasado destructor a un proceso que lo elimina. Es un
concepto mesiánico: encarna en su movimiento real el deseo más indestructible de
todos: la paz y la transparencia".
No parece, sin embargo, que el uso de "reconciliación" en el Ritual signifique una nueva
y coherente visión teológica. Designa sentidos próximos pero no idénticos: 1) el
misterio de la reconciliación, obra de Dios en Cristo (sentido paulino) 2) la realización
eclesial de este misterio; 3) el resultado de la acción sacramental (el uso más frecuente);
4) el sacramento como tal, más frecuentemente llamado sacramentum Paenitentiae; 5)
la absolución.
El uso frecuente de "reconciliar-reconciliación" abría espléndidas perspectivas, pero
desgraciadamente ni son vehículo de una elaboración teológica, ni tienen la riqueza de
la teología de la penitencia antigua, ni siquiera sirven para subrayar los aspectos sociales
y la reconciliación con los hermanos. En una palabra, el vocabulario es potencialmente
rico, pero el Ritual limita vo luntariamente su alcance.
Se mantiene la teología del sacramento de la Penitencia
Esta convicción la confirma la misma aritmética. El empleo de "penitencia" y sus
derivados, con minúscula en sentido amplio, o con mayúscula para referirse al
sacramento, como hacía Trento, es muy superior al de la raíz "reconciliar".
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Puede significar: 1) el sacramento (mayúscula); 2) la metanoia o virtud de la
penitencia (minúscula); 3) la disciplina de la penitencia que es dictada por el obispo o
las conferencias episcopale s (puede comportar prescripciones que no conciernan sólo al
sacramento y, por esto, se escribe a menudo con minúscula1 "penitencia" es entonces un
complemento de la celebración y puede englobar también las "celebraciones
penitenciales" no sacramentales; 4) paenitens , más frecuentemente usado para la
reconciliación de un penitente que para la comunitaria; 5) paenitentialis, a menudo de
uso banal, pero junto a celebratio designa las celebraciones no sacramentales; paeniteo,
sin connotación particular.
Este análisis no obedece a ningún prurito de detallismo. Demuestra palmariamente que
el término técnico que designa el sacramento es Paenitentia, como en tiempos
anteriores. El tema de la reconciliación no es más que un difuso telón de fondo. El
sacramento se define como en Trento y su teología no ha evolucionado.
Otra prueba evidente es la prioridad otorgada a la forma individual de la confesión
sacramental, en contra de la preferencia general para los ritos comunitarios sobre los
individuales establecida en el n.º 27 de la Constitución sobre la liturgia.
Por otra parte, la fórmula de absolución, aunque aluda a 2 Co 5, 19, para nada menciona
la reconciliación con los hermanos. Pide a Dios, por el ministerio de la Iglesia, el
perdón y la paz. Y, ya en forma indicativa, vuelve bruscamente a la fórmula antigua:
"Yo te absuelvo..."
Son asimismo reveladores los títulos de los capítulos. Los tres primeros usan el término
reconciliación, pero cuando se trata del desarrollo del sacramento se vuelve al término
Paenitentia. No es nada casual, pues, que el n.º 6 recoja la doctrina de las cuatro partes
del sacramento ni que afirme el papel judicial del sacerdote.
El conflicto de dos concepcione s teológicas
El Ritual es, pues, la cancha donde luchan la teología de la reconciliación y la del
sacramento de la penitencia y donde es más evidente el dominio de la segunda. La
lógica de una forma comunitaria es forzada a plegarse a las normas de otro tipo de
realización sacramental. Sin hacerla imposible, seguirá siendo excepcional, porque se
mantiene el principio de que la confesión individual íntegra y la absolución son el modo
ordinario de reconciliación, excepto en casos de imposibilidad física o moral. No se ha
querido superar la doctrina imperante desde el siglo XII, pero simultáneamente sé ha
abierto la puerta a posibilidades de celebración que rozan la contradicción con ella.
Es verdad que no hay contradicción formal. Los redactores del Ritual dentro de los
límites de los principios de Trento, han atendido lo más posible a los clamores de
celebración comunitaria. Se puede incluso decir que la solución es abierta. Apoyándose
en que la Iglesia admitía antes el cumplimiento de la satisfacción después de la
absolución, admite también diferir la acusación. Es siempre necesaria en los pecados
graves, pero cuando es imposible, puede el penitente participar en una celebración
comunitaria y recibir la absolución colectiva, a condición de llevarla luego a cabo. El
tiempo viene limitado por la próxima absolución colectiva, o por el precepto de
confesión anual del Concilio IV de Letrán.
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La cuestión es si hay que conformarse con estos extremos. La dificultad pastoral pone
de relieve lo alambicado de la solución. ¿No existen otras vías desde el punto de vista
teológico? Creo personalmente que la historia de la teología de este sacramento las
permite.
III. EN PRO DE UNA TEOLOGÍA DE LA RECONCILIACIÓN
Hemos dicho ya que el tema de la reconciliación parecía aportar un aliento renovador al
Ritual. Pero al no estar teológicamente elaborado y verse subordinado a la doctrina
clásica de la penitencia en la definición del sacramento o en la solución de dificultades,
se reduce sólo a ser un nombre o una etiqueta nueva de una realidad no renovada. Esto
no nos satisface y para superar el enfrentamiento del que el Ritual es testigo, queremos
repensar la teología del sacramento a la luz del concepto de reconciliación.
El Ritual francés dice que "Reconciliación" designa principalmente el fin y el resultado
de todo el proceso: la amistad renovada entre Dios y el hombre". Es uno de los sentidos
utilizados en el Ritual, pero no es suficientemente complexivo. P. Jounel no duda en
afirmar que "el sacramento de la penitencia consiste esencialmente en una
reconciliación del penitente con Dios y con el pueblo de Dios". Yo me inclino a
concebirla como una realidad sacramental, de doble rostro. Por un lado subraya la
iniciativa de Dios, que reconcilia consigo a la humanidad en Cristo (sentido paulino) y
por otro la repercusión social y eclesial de esa actitud de Dios cuando los hombres la
experimentan, la celebran por la fe gracias al ministerio de la Iglesia y procuran
extender sus efectos a todas las dimensiones de la existencia.
Esta noción permite a mi juicio una comprensión nueva del sacramento, que autorizaría
a llamarle con exactitud, sacramento de la reconciliación. Se trata propiamente de
buscar un nuevo equilibrio de los elementos del sacramento, que no han tenido el
mismo peso a lo largo de la historia.
Historia del sacramento. Tres coherencias sincrónicas
Se acostumbra a distinguir tres períodos en la azarosa historia de este sacramento.
Después de las vacilaciones, extrañas a nuestros ojos, de los dos primeros siglos, a
mitad del tercero nace la penitencia antigua que se mantiene hasta mediados los siglos
VI-VII. Este régimen, hondamente eclesial, toma sólo en cuenta lo que atenta
gravemente a la convicción de la Iglesia de ser el nuevo pueblo de Dios, la asamblea de
los "santos". El proceso supone una entrada en penitencia, una adscripción al "orden de
los penitentes" con los que se cumple la actio paenitentiae y la reconciliación con Dios
y con la Iglesia. El perdón se sacramentaliza con la reintegración plena en la comunidad
y la participación en la Eucaristía. Este proceso se permitía una sola vez en la vida y eso
explica que se retrasara cada vez más y que fuera a la larga la causa de su decadencia.
Los monjes irlandeses aportaron un nuevo régimen, el llamado de penitencia tarifada
Podía solicitarse tantas veces como se deseara. Acentuaba el carácter personal del
proceso en un encuentro entre el penitente y el sacerdote (monje), el cual, después de
escucharle, le impone una "penitencia" de acuerdo con la tarifa establecida en los libros
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penitenciales. Cumplida ésta, el penitente vuelve al sacerdote que le da lo que empieza a
llamarse la absolución.
El sistema dio lugar a vergonzosos regateos y a la impresión de que el perdón de Dios
se adquiría o merecía. Era lógico que surgiera una reacción que privilegiara la
conversión interior sobre el cumplimiento de la tarifa. La acusación ante el sacerdote la
garantizaba y así la confesión se convierte en el elemento más importante hasta dar el
nombre al sacramento. A partir del s. XII este sistema se impone hasta nuestros días con
sus cuatro elementos: contrición, confesión y satisfacción, como actos del penitente y
absolución, del ministro.
Cada uno de estos regímenes tiene su coherencia y responde a circunstancias socioeclesiales específicas. Cada uno pondera y equilibra diversamente los elementos y sus
funciones para obtener un mismo resultado: el proceso de conversión y de
correspondencia al perdón de Dios. El momento más oportuno para apreciarlo es en el
tránsito de un régimen a otro. Exa minemos el paso de la penitencia tarifada a la
confesión.
Se producen dos modificaciones principales. En la tarifada transcurría un tiempo, en que
se cumplía la penitencia, entre la acusación y la absolución, mientras que ahora son
concomitantes. La anticipación de la absolución al cumplimiento de la pena hundirá
todo el sistema. Pero es más importante todavía la desaparición, bajo un alud de críticas,
de la actio paenitentiae y la emergencia de la paenitentia interior. El cambio exigirá la
contrapartida de un nuevo elemento, la satisfacción, como testimonio del régimen
anterior, y sobre todo, la relevancia de la contrición y su manifestación principal: la
acusación, que adquiere el papel preponderante de garantía de la contrición. Se exigirá
que sea íntegra, que exprese las circunstancias y, la vergüenza que la acompaña, será
buscada de propósito. En una palabra, la confesión de los pecados garantiza la
contrición y por eso el hablar común utilizará el término para expresar todo el. proceso
sacramental.
Al dar un vistazo a esta historia es obvio que no se puede prescindir de la peculiaridad
de los tres sistemas históricos. Y por tanto de la inconveniencia de afirmaciones
generales del tipo "el sacramento de la penitencia ha existido siempre", o peor todavía
"siempre ha exigido una acusación". Es cierto que en la penitencia antigua había una
confesión de los pecados graves, en cuanto no eran conocidos Pero en el sistema
tarifado tiene otro relieve y es necesaria para aplicar el módulo penitencial y es objeto y
ocasión de "dirección espiritual" entre el penitente y el confesor. En el tercer sistema su
papel es todavía más preponderante, como hemos visto. La importancia y el significado
de la acusación han dependido, pues, de los sistemas históricos. Las afirmaciones que lo
olvidan, que dan automáticamente descalificadas.
Hay que concluir, pues, que toda afirmación sobre el sacramento de la penitencia hay
que referirla al régimen penitencial en cuestión. Criterio que se acepta para la penitencia
antigua al decir que no vale la afirmación de S. Ambrosio: "Así como hay un solo
bautismo, no hay más que una penitencia". Igualmente, superada la penitencia tarifada,
no se habla de tarifas ni de actio paenitentiae. Cada época celebra la penitencia en el
seno de la Iglesia contemporánea y las premisas e indicaciones se sitúan en el marco del
sistema efectivamente practicado. Así el concilio de Trento reacciona contra los ataques
a la confesión de los Reformadores. En este sistema, atacar la acusación era atacar su
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pieza clave: si desaparecía ésta, no quedaba nada. No debe extrañar, por tanto, la
reacción de los Padres en defensa de la coherencia del sistema entonces vigente.
Podría resumirse este primer punto diciendo que la experiencia penitencial de la Iglesia
ha sido múltiple. Que la historia del sacramento es un intento, todavía inacabado, de
conciliar la incondicionalidad del perdón de Dios con una disciplina que garantice lo
más posible la conversión del pecador y su correspondencia al don de Dios, intento que
ha dado lugar a tres sistemas, con ventajas e inconvenientes. En el ensayo que
intentamos nos importa la particularidad de cada etapa y no confundirlas en un sistema
de evolución general. Hay que establecer también como regla de interpretación que toda
afirmación sobre el sacramento de la penitencia se debe referir al sistema en que se hizo,
antes de proyectarlo a otro.
Hacia un cuarto régimen penitencial
El Ritual de 1973 ha roto litúrgicamente con el monopolio de la confesión auricular
dominante desde el s. XII y ha propuesto, además, dos formas de celebración
comunitaria: a) con confesión y absolución individual, y b) con confesión y absolución
general. Pienso que este hecho significa un momento trascendental de cambio semejante
al del paso de la penitencia tarifada a la confesión Como indica Fr. Sottocornola,
relegar, aunque sea excepcionalmente, la acusación de los pecados graves después de la
absolución, relativizará la importancia de la acusación en el sacramento del perdón. Y
colocará en lugar preeminente el elemento que el Ritual propone como más importante:
la conversión del corazón. Y el sacramento se convertirá en el sacramento de la
reconciliación, como sugieren los títulos del nuevo rito.
Creo que ha llegado el momento de abrir la cuarta fase en la historia de este sacramento,
de dejar ya de resolver los problemas con los planteamientos escolásticos anteriores y
de dar alas a los fermentos nuevos del Ritual. Me pregunto si no es deseable poner fin al
régimen penitencial de la confesión para optar declaradamente por el de la
reconciliación. Antes de explicar cómo concibo este progreso expondré las razones que
me inclinan a tal opción.
A menudo se subrayan las ventajas de la confesión individual. Ni las niego ni postulo la
nueva solución con ánimo de abolir la posibilidad del encuentro personal en el perdón.
Mi propuesta es positiva; trato de abrir las puertas a otros tipos de celebración
sacramental.
Pero es honesto también reconocer los perjuicios que ha producido en la conciencia
cristiana, si no la teología de los últimos ocho siglos, sí al menos su práctica. Los tres
siguientes me parecen indudables.
Primero una desviación antropocéntrica. La necesidad de una confesión íntegra ha
hecho que la introspección importara más que el encuentro con Dios, de manera que
muchos cristianos se han recluido en sí mismos en una culpabilización morbosa, en vez
de abrirse al Dios del perdón. Añádase a eso el aspecto macabro de muchos
confesionarios. Si a todo ello se suma la insistencia en las ventajas de la confesión
frecuente para afinar la conciencia y "ser mejor", es normal que el aspecto moral haya
pasado al primer plano del sacramento. Finalmente una desviación individualista, que
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tiende a comprender el sacramento como una posibilidad de relación particular entre
Dios y la persona y prescinde del aspecto eclesial. Privatización no casual, sino
consecuencia de la preponderancia de la acusación, que hace plausible la pregunta de
por qué no es posible confesarse directamente con Dios.
Además de estas razones negativas, existen razones positivas que avalan un reexamen
de la práctica de la confesión. En primer lugar, el deseo de un recentramiento teologal.
Porque no deja de ser lamentable que la avalancha de los malos recuerdos de la
confesión sumerja una buena nueva tan gozosa como el perdón de Dios Y no se puede
honestamente culpar a los fieles de esta situación. La vulgarización de la psicología ha
sembrado una difusa sospecha sobre esos hombres que en sombríos confesionarios
escuchan las torpezas de los demás. Sospechas que se hubieran desactivado en gran
manera si el sacramento, en vez de la desviación moral, hubiera mantenido el
centramiento teologal. Por otra parte, el psicoanálisis al desvelar los abismos del
inconsciente, ha dinamitado literalmente una forma clara y distinta de entender el
pecado y de valorar su gravedad. Pero la crítica puede ser beneficiosa, ya que el nuevo
concepto de pecado se refleja mejor en el sacramento de la reconciliación. Finalmente,
la sensibilidad moderna por la justicia, "nuevo nombre de la paz", experimenta como
muy mezquinos los pecados íntimos, frente a los grandes pecados sociales como el
hambre o la carrera de armamentos, que aplastan a la humanidad. Ante la implacable
violencia y crueldad de ese pecado nos preguntamos por el sentido de nuestras
confesiones. Si el Evangelio es Buena Nueva en el mundo, es urgente que aparezcan
vibrantemente las consecuencia sociales del pecado y el perdón y la reconciliación a que
Dios nos invita.
En una palabra, las desviaciones de la confesión individual y los desafíos de los
contemporáneos nos incitan a crear caminos nuevos y vamos a procurar desbrozarlos a
continuación.
Perdón de Dios y reconciliaciones efectivas
La teología del sacramento de la reconciliación se apoya bíblicamente en un doble
fundamento.
En primer lugar en el misterio de la reconciliación del mundo por Dios en Cristo,
descrito por Pablo en Rm 5,10-11 y 2Co 5,17-19 y que el Ritual desarrolla en el primer
capítulo de los Praenotanda. La primera palabra del sacramento de la reconciliación es
la del Padre que acoge al hijo pródigo, que se adelanta a su retorno y se alegra e invita a
festejar el encuentro (Lc 15,22-24). Este primer momento de dejar a Dios ser Padre y
compartir su gozo es más trascendental que cualquier consideración del mismo pecado.
El segundo fundamento lo constituye la respuesta pedida por Dios y coherente con el
perdón otorgado, expresada en el Padrenuestro, en Mt 6,14-15 o en la parábola del
deudor sin entrañas de Mt 18,33. Es una actitud más amplia que la simple contrición; se
extiende, además del dolor por la ofensa, a la voluntad de reparar, en lo posible, el daño
causado y de reanudar el diálogo roto y superar de este modo los efectos del pecado.
Todos los regímenes penitenciales han tenido en cuenta esa respuesta humana, pero de
forma distinta. Frente al acento de la ejecución de la pena en el sistema de tarifa, los
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teólogos del s. XII subrayaron la conversión interior y la contrición (paenitentia
interior). Para remediar los defectos de la teología y la práctica vigentes desde entonces,
la teología de la reconciliación sitúa la correspondencia al perdón de Dios en un marco
más englobante que la contrición: en un perdón semejante, salvadas las obvias
diferencias, al de Dios y en una superación del pecado mediante las actitudes que
invierten su lógica y su dinámica: alianza donde el pecado es ruptura; esperanza donde
es desesperación; justicia donde es opresión. El ápice de esta teología del "sacramento
de la reconciliación" consiste en otra manera más rica y consecuente socialmente de
corresponder a la actitud de Dios.
Antes de desarrollar esta concepción hay que subrayar que supone la conciencia de
solidaridad en el pecado, diluida anteriormente, pero fácil de hacer comprender a los
hombres de hoy, para los que es una evidencia que el pecado de uno redunda en
perjuicio del prójimo y le arrastra al círculo infernal de la venganza. Pero es también
cierto, a la inversa, que la actitud de reconciliación es contagiosa y arrastra a la
reconciliación. Quizás por ésto los antiguos penitentes se agrupaban en un "orden" para
cumplir la actio paenitentiae.
El sacramento de la reconciliación consiste en un gesto humano en que la Iglesia se
hace intérprete de Dios que reconcilia consigo a los pecadores. Y de acuerdo con esta
actitud divina, los pecadores se perdonan mutuamente y se reconcilian. El sacramento se
realiza en la actividad reconciliante de toda la Iglesia, tanto del ministro que la expresa
en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu, como de los penitentes que se
comprometen en actitudes de perdón mutuo y de dar vida a una comunidad en constante
reconciliación.
Vista históricamente, esta comprensión del sacramento busca un nuevo equilibrio de los
distintos componentes del proceso. Aquí como en la antigua penitencia, se otorga un
mayor peso a la actio paenitentiae, al esfuerzo de conversión y de superación del
pecado, pero sin fijar límites temporales de cumplimiento. En contraposición,
disminuye la importancia de la acusación. La práctica efectiva de la reconciliación
sustituye al hecho desagradable de la acusación detallada, como garantía de la
contrición. La teología de la reconciliación intenta evitar que el perdón de Dios no
sustituya ni elimine la preocupación por las consecuencias del pecado, sino que sea una
razón de más para perdonarse mutuamente.
El nuevo Ritual contiene estos elementos. Pero no subraya con fuerza suficiente el
vínculo entre el perdón de Dios y la reconciliación con los hermanos. Los yuxtapone,
pero sin precisar la necesidad del vínculo ni su naturaleza. Y es lógico que ocurra así,
pues en la teología de la penitencia, contemplada en perspectiva individual, la
correspondencia al perdón recibido la encarnan la contrición y el cumplimiento de la
satisfacción. En la teología de la reconciliación, elaborada en cambio en perspectiva
eclesial, se encarna sobre todo en prácticas de reconciliación (que suponen
evidentemente la contrición). La yuxtaposición del ritual debería transformarse en una
consecuencia, pues el vínculo entre la reconciliación con Dios y con los hermanos es
una relación de exigencia evangélica.
Esta perspectiva teológica llena de contenido concreto a la expresión reconciliación con
la Iglesia, cuya importancia sacramental puso de relieve B. Xiberta. En lenguaje
escolástico, su tesis defiende que la reconciliación con la Iglesia es res et sacramentum
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del proceso sacramental, es decir, es el signo visible y el primer efecto del mismo. La
unión interior con Dios y la comunión eclesial están vinculados de tal manera que no
puede darse una sin la otra. Por tanto la reconciliación con la Iglesia es el primer fruto
de la absolución y no puede separarse de los demás efectos Basándose en testimonios
bíblicos, patrísticos e incluso escolásticos, Xiberta no teme afirmar que la comunión en
el cuerpo de Cristo y la comunión eclesial es el primer resultado de la acción
sacramental.
Aunque con algunas vacilaciones, se trata de una tesis adoptada por importantes autores.
A mi juicio convendría concretarla dándole al término Iglesia toda su amplitud. Sus
exposiciones dejan la impresión que la reconciliación con la Iglesia dependería casi
automáticamente de la absolución del ministro, prescindiendo de los demás cristianos.
Y se debería subrayar que el perdón gratuito de Dios, ha de provocar hondas
repercusiones eclesiales. Si la Iglesia es el cuerpo de Cristo, no puede prescindir de
corresponder socialmente y de dar realidad visible, al acto de Aquel a quien se refiere.
Cristo no sólo ha exhortado a abandonar el pecado y a volverse a Dios, sino que ha
acogido a los pecadores para reconciliarles con el Padre. Acogida divina expresada por
la absolución sacerdotal, que debe hallar su correspondiente paralelo comunitario es
decir, con su acogida debe manifestarse como comunidad reconciliante. La novedad que
crea el perdón de Dios debe manifestarse en la novedad de los comportamientos
eclesiales, consistente en: 1. La readmisión plena en la comunidad después del perdón
como realización sacramental del perdón de Dios; 2. La reanudación del diálogo con los
heridos por el pecado que no se limita a los que están en el interior de la Iglesia sino que
se extiende a personas fuera de sus muros; a menudo, será imposible reanudarlo, porque
algunos no volverán y otros no lo admitirán, pero al menos hay que procurarlo con los
cristianos que se reúnen para celebrar la reconciliación.
Es el momento de insistir en una dimensión sacramental que se echa de menos en la
práctica de la confesión y en el espíritu de los hombres de hoy. Es lo que se puede
llamar la tensión escatológica, es decir, que los sacramentos no se cierran en sí mismos,
sino que anuncian un mundo que todavía no ha llegado. En ningún sacramento este
elemento es más necesario que en la penitencia. La misma palabra "reconciliación"
turba a muchos cristianos que, al celebrarla, piensan que enmascara los conflictos
reales, "como si" fuera posible vivir en armonía con todo el mundo. La reconciliación es
obra de Dios y objeto de esperanza; es efectiva, pero nunca totalmente conseguida. Y en
este sentido las celebraciones deben siempre estar abiertas al porvenir.
Una doble proposición
La concepción del sacramento que proponemos admite los dos tipos de realización del
Ritual. El primero, que con disgusto llamo individual, se realiza en el encuentro
personal del ministro y un cristiano deseoso de experimentar nuevamente la
misericordia de Dios y de reconciliarse consigo y con los hermanos. Nadie puede negar
su valor, si se vive en una perspectiva de salvación y de liberación. El segundo tipo,
comunitario, favorece la concienciación colectiva del pecado y de sus dimensiones
sociales y políticas: reúne al pueblo que Dios recrea en su vocación bautismal y permite
aceptarse como un pueblo de pecadores perdonados y renovar los vínculos rotos y vivir
el misterio de la reconciliación siempre en acción. En una palabra, permite experimentar
la realidad de la Iglesia, como el pueblo que Dios se ha constituido.
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Los documentos de la Iglesia son reticentes respecto a la práctica plenamente
comunitaria de la reconciliación Temen que signifique la desaparición del modelo
personal o abrigan serias dudas sobre la seriedad del modelo comunitario. Creemos que
sólo un prejuicio puede alimentar tales sospechas. Opinamos que los contextos socioculturales y las circunstancias personales pueden aconsejar el empleo de uno u otro tipo
que, evidentemente, tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Pero es cierto que la
"reconciliación" se despliega más cómodamente en el modelo comunitario que la
"penitencia", pues esta última concreta la autenticidad del proceso en la acusación,
mientras que aquella la sitúa principalmente en las relaciones personales o colectivas.
Debería, pues, ser posible abrir con confianza una puerta a la celebración comunitaria
con absolución general, al lado de la forma personal. No por razones de comodidad ni
por desprecio de la individual, sino por reconocer los valores que posee,
complementarios de la personal. No habría que llegar a ella como una concesión a los
tiempos lamentables que impiden hacer lo que "siempre se ha hecho". Son razones
positivas las que avalan la nueva hipótesis. Y añadiría a las expuestas que el nuevo
camino permite integrar mejor la duración y un verdadero proceso penitencial.
Curiosamente éste es el único de los sacramentos en que no se ha abierto paso, en los
últimos tiempos, una cierta prolongación, en contra de lo que existió en los primeros
siglos. Numerosos cristianos sienten como artificial que en una celebración que
raramente llega a una hora, se pueda, a la vez, adquirir conciencia del alcance cósmico y
oculto del pecado, convertirse, reconciliarse consigo y con los demás, recibir la palabra
del perdón y alegrarse de todo ello. Los cristianos considerarían espiritualmente
ventajoso distribuir esos elementos en un lapso de tiempo desde un ingreso en
penitencia-conversión hasta una fiesta de la reconciliación.
Antes de concluir responderemos a las objeciones que se formulan a esta opción.
Conversión cotidiana y necesidad eclesial del sacramento
Parece que esta opción dará el golpe de gracia a la confesión de devoción, ya en franca
regresión. El Ritual experimenta la dificultad de usar términos idénticos para referirse a
la confesión de los pecados graves y a la confesión frecuente de los leves. Habla de la
necesidad del sacramento para los primeros y de la utilidad para los segundos. En el
párrafo destinado a los pecados veniales se mantiene a la defensiva "El recurso al
sacramento incluso para los pecados veniales, es muy útil. No se trata de una repetición
rutinaria ni de una industria psicológica, sino de un asiduo impulso a que la gracia del
bautismo produzca sus efectos". La perfecta descripción de los aspectos positivos no ha
podido evitar la confesión de las desviaciones. El Ritual concluye con una frase que
engloba la confesión de los pecados graves y leves, recordando que el sacramento
"siempre" tiene carácter eclesial, sea una confesión necesaria o devocional.
Los comentaristas no han podido rehuir la dificultad y P. Jounel se pregunta si al tomar
como esencia del sacramento la reconciliación no se está forzado a reducir su uso. Pues
sólo cabe hablar de reconciliación cuando ha existido ruptura. En los más sólidos
amores se producen mil enfriamientos y manifestaciones de egoísmo, que no permiten,
sin embargo, hablar de reconciliación. En la mayoría de lenguas la palabra reconciliar
no admite sentidos atenuados. Esta es una de las mayores dificultades a las que se
enfrentaron los redactores del nuevo Ordo paenitentiae. No parece que lo lograran
PAUL DE CLERCK
superar, dado que estaba fuera de discusión todo posible ofrecimiento de dos fórmulas
distintas de absolución, para los pecados graves y para las faltas leves.
Se impone, desde luego, un discernimiento teológico. Primero respecto a la distinción
entre pecados graves y pecados veniales, que expondremos luego. Pero también
respecto a la misma confesión de devoción. Independientemente de su utilidad en el
pasado, hay que reconocer que una misma acción sacramental ha servido a dos objetivos
distintos. En caso de "pecados graves", un proceso de reconciliación con Dios, consigo
mismo y con los hermanos es necesario para superar la ruptura y hacer triunfar el
proyecto bautismal y dar un mínimo de garantía real a la comunión eucarística. Pero la
superación de los pecados veniales no exige el acto sacramental, que en este caso tiende
a favorecer solamente la devoción, es decir, la conversión y el combate contra las
manifestaciones incoativas del pecado.
Creemos que el actual contexto cultural invita a reconocer el interés de sus objetivos,
pero también los límites de su realización. Nadie podrá negar la conveniencia de
combatir el mal bajo todas sus formas y de convertirse. Pero puede discutirse si el modo
adecuado es el sacramento de la penitencia. Pensamos que esta práctica ha llevado a una
confusión del sacramento de la reconciliación con la "dirección de conciencia". Y esta
relación que se deshace ante nuestros ojos, explica, en gran parte, el descenso del
número de confesiones. Por otra parte, y además de sus dificultades teológicas, la
confesión de devoción ha tenido efectos psicológicos nocivos, manteniendo los
escrúpulos y culpabilizaciones, y ha propiciado además, un control clerical sobre ciertos
grupos humanos.
En la perspectiva teológica del sacramento de la reconciliación la confesión de devoción
perderá, pues, su lugar. Los fines que se proponía deberán obtenerse por otras vías, que
tendrán la ventaja de distinguir el sacramento de otros ritos que obscurecieron su
finalidad propia.
Es una paradoja que se acuda a San Agustín para defender la confesión de devoción,
cuando es un hecho que jamás la conoció. Son célebres los pasajes en que describe las
tres formas de paenitentia en la Iglesia. La primera, el bautismo como conversión
fundamental. La tercera, el sacramento para los pecados graves. Y la segunda es la
penitencia cotidiana (Sermón 351, 3 y 6; PL 39, 1537 y 1541) que en forma alguna
deriva de las formas reservadas a los pecados graves. Creo que, a su ejemplo, hoy
deberíamos insistir en los aspectos penitenciales de la vida cotidiana y ¡Dios sabe lo
numerosos que son! El Ritual romano reconoce su importancia y cita como ejemplos: el
perdón mutuo, el compartir, el compromiso por una mejor justicia en las relaciones
sociales e interpersonales, el empeño apostólico que supone espíritu de servicio y don
de sí, la plegaria que abre a la esperanza en Dios más allá de cualquier enfrentamiento y
escrúpulo. Actos todos que suponen un compromiso personal de los cristianos.
En tales condiciones el abandono de la confesión de devoción no afectará a la exigencia
de conversión continua. En cambio contribuirá a clarificar la finalidad del sacramento
de la reconciliación y pondrá de relieve su necesidad cuando ciertos comportamientos
han herido de tal manera a otros hombres o contradicen de tal forma al Evangelio que
desfiguran el Cuerpo de Cristo y convierten la comunión eucarística en una pura ficción.
PAUL DE CLERCK
Más allá de la distinción entre pecados graves y veniales
Cabe preguntarse también cómo afecta la teología de la reconciliación a la distinción
entre pecados graves y leves. Venía supuesta esa distinción por la diferencia entre la
Penitencia necesaria y la confesión de devoción. Pero ahora deja de ser el vértice de sus
preocupaciones. No se niega que existan conductas con consecuencias graves, físicas o
morales, y otras con secuelas menos importantes. Pero en un tiempo de cambios como
el nuestro no es fácil señalar en cada caso la gravedad de los pecados. La importancia de
las consecuencias no es el único criterio de la gravedad de una falta. El psicoanálisis nos
ha prestado un gran servicio al decirnos que la culpabilidad pertenece al orden del
deseo, y que a este nivel la diferencia entre los actos reales y las imaginaciones es
mínima. Hay que tener en cuenta, además, que la preocupación por delimitar la
gravedad de las faltas puede recluirnos sobre nosotros mismos en un movimiento de
autodefensa y hacernos olvidar el Dios del perdón.
Si la distinción de los pecados se ha hecho hoy poco operativa, resulta impracticable la
exigencia del Ritual de acusar los graves ya perdonados en una confesión colectiva, en
una posterior confesión individual.
Esa difuminación de fronteras no es preocupante para el "sacramento de la
reconciliación". La tarea urgente no es hoy poner de acuerdo a teólogos y psicólogos
sobre nuevas y más sólidas bases de distinción, sino desplazar la atención al encuentro
con el Dios misericordioso. Pues el lugar adecuado de la toma de conciencia del pecado
no es la conciencia moral ni menos la culpabilidad psicológica, sino la contemplación
de la cruz de Cristo, muerto por nuestros pecados. La mejor forma de conseguir el
horror del pecado y de fortalecer la voluntad de liberarse de sus cadenas es dejarse
alcanzar por la pasión de Cristo y de los hermanos.
Lo esencial, por tanto, es que las comunidades cristianas, en presencia de la cruz de
Cristo, oigan la llamada a la conversión y se comprometan en un esfuerzo de
reconciliación. En esta óptica será pecado todo lo que separa de Dios y de los demás, de
nuestro centro creador y del lugar de nuestro gozo y todo aquello que por oscuras
connivencias con el espíritu del mal nos empuje hacia esta separación. La reconciliación
es el proceso inverso: la empresa de acercamiento estimulada por el Dios que renueva la
alianza. La Iglesia propondrá regularmente a sus hijos recorrer juntos este camino. En el
plano individual, el cristiano recorrerá este proceso de reconciliación cuando, personal o
comunitariamente, tenga conciencia de una separación importante de sí mismo respecto
a Dios y a los demás, provocada por una falta importante o por la acumulación de fallos
que acaban por ser una montaña. El objetivo del proceso, en caso de faltas graves o no,
será idéntico, lo que dispensa de una obsesión clasificatoria. En este aspecto, es una
suerte, como señala P. Jounel, que en el Ritual no se prevean dos fórmulas de
absolución según la gravedad de las faltas. Hay un único sacramento de la
reconciliación.
Absolución colectiva y prácticas de reconciliación
Se argüirá, finalmente, que las propuestas explicadas autorizan la absolución colectiva
incluso para faltas graves sin confesión individual. Hay que indicar ante todo que la
dificultad de la teología del sacramento de la penitencia no reside, como a menudo se
PAUL DE CLERCK
dice, en el carácter general de la absolución, sino en la ausencia de acusación individual.
La prueba la aporta el Ritual francófono al declarar que si es necesario acusar las faltas
graves a un sacerdote después de una absolución colectiva, "no se trata de recurrir a una
nueva absolución; las faltas fueron perdonadas por la absolución colectiva".
La ausencia de acusación individual crea problemas, porque en el régimen de
"confesión" que conocemos desempeña el papel de garantía de la contribución. En el
régimen de "reconciliación" que postulamos esta misión la cumplen las prácticas
efectivas de reconciliación. Esto no significa obviamente una descalificación de la
acusación en sí misma, sino de la función que se le asignaba. Sigue teniendo la
acusación en este régimen una misión importante, aunque distinta. No es banal dar
nombre a la propia falta. Se trata de un proceso de "reconocimiento" en un doble
sentido: reconocimiento a Dios que perdona y, gracias a El, ser capaz de reconocer la
falta en la verdad. Decirla para distanciarse y liberarse de ella. Confiarla a alguien y
hallarse comprometido por esa palabra.
En resumen: la teología de la reconciliación tiene la inmensa ventaja de superar la
dificultad teológico-psicológica de la acusación individual de los pecados graves
después de la absolución colectiva. Se supera porque no le resulta indispensable la
distinción de los pecados por su gravedad, pero sobre todo porque pone en juego
mecanismos distintos a la acusación para asegurar que la absolución no se reciba a la
ligera, cosa que carecería de todo sentido en la perspectiva explicada.
Conclusión
Las reticencias de los cristianos occidentales ante el sacramento de la confesión son
enormes. El nuevo Ritual abre vías que la doctrina de Trento fuerza a cerrar
parcialmente. Es un problema pastoral con raíces teológicas que viene, en concreto, de
la comprensión del sacramento de la penitencia vigente desde el s. XII y en especial del
papel de la acusación de los pecados. La Escritura y la Tradición más antigua de la
Iglesia hacen posible otra concepción que hemos denominado sacramento de la
reconciliación. Tiene la ambición de ser el cuarto régimen penitencial de la Iglesia. El
punto central consiste en que prácticas efectivas de reconciliación cumplan el papel que
antes desempeñaba la acusación detallada: garantizar la verdad del proceso y la
correspondencia real al perdón de Dios, origen de toda conversión. Pero modifica
también las perspectivas generales: de individuales se hacen sociales y el moralismo es
superado por un centramiento teologal.
Este artículo exigía ser muy técnico en el análisis del nuevo Ritual y en indicar las
causas de las dificultades para proponer bases más amplias y una teología que abriera
oportunidades a una práctica realmente comunitaria de la reconciliación. Pero
deseábamos no detenernos ahí. Si estas perspectivas son recibidas y mejoradas por la
crítica, confiamos que permitirán a los cristianos aprovecharse de una de las siete
maravillas del cristianismo en el corazón mismo de su existencia personal y colectiva y
en el seno de los conflictos de la vida eclesial, social y política. Incluso ofrecerán quizás
a nuestros contemporáneos "modelos" para la solución de conflictos gracias a su
insistencia en el perdón de Dios, ese elemento nuevo que abre brecha en la espiral de la
venganza.
PAUL DE CLERCK
Si una convicción inspira estas líneas es que Dios y su capacidad inaudita de perdón es
una Buena Nueva para el hombre de hoy. Dios es capaz de dar el primer paso, de
suscitar la esperanza y crear una situación nueva. La celebración del perdón de Dios
vale más que el laberinto en que está recluido a los ojos de nuestros contemporáneos. Se
trata de un punto fundamental del cristianismo y de una dimensión vital para los
hombres. La Iglesia debe encontrar caminos para traducir sacramentalmente la acción
de Dios.
"Nadie echa vino en pellejos viejos; pues de otro modo, el vino reventaría los pellejos y
se echaría a perder el vino como los pellejos: el vino nuevo, en pellejos nuevos" (Mc
2,22).
Notas:
1
En el ritual las mayúsculas y las minúsculas, con mínimas excepciones, obedecen a un
uso riguroso y pueden tomarse como criterio de interpretación de la mentalidad de los
redactores. Si esto es así, es significativo señalar el empleo de la minúscula en el título
del n.º 8 al referirse al papel de la comunidad y la mayúscula del n.º 9 en el del
sacerdote, así como la minúscula en el n.º 22 para reducir hábilmente la naturaleza
eclesial del sacramento.
Tradujo y condensó: JOSE M.ª ROCAFIGUERA
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