OBSERVACIONES SOBRE LA CONDUCTA DE BONAPARTE, Y DEL SENADO CONSERVADOR DE FRANCIA, CON LAS POTENCIAS EUROPEAS Y EN PARTICULAR CON LA CASA DE AUSTRIA, EXTRACTADAS DEL PERIÓDICO DE LONDRES EL AMBIGÚ, O SEA MISCELÁNEA POLÍTICA Y MILITAR DE MR. PELTIER. CON LICENCIA. REIMPRESO EN CASA DE ARIZPE, 1809. OBSERVACIONES SOBRE LA RELACIÓN DE CHAMPAGNY, documentos oficiales que la acompañan, y representación del Senado. Cuando Bonaparte salió de París, dejó a su Ministro el encargo de comunicar al Senado una de aquellas relaciones falaces destinadas a insultar la nulidad de aquel cuerpo, y hacer resaltar la sumisión que le tributa. Lo que obliga al usurpador a semejantes confidencias está muy lejos de ser de ser respeto, pues lo desprecia demasiado para temerle y lo conoce muy a fondo para inspirarle el menor recelo: le incomodaría seguramente el recibir de él la menos prueba de deferencia que no fuera acompañada de una bajeza asquerosa, y que no fuese concebida bajo las expresiones de la adulación más infame: no le pide más que la obediencia del esclavo; obediencia que carece de mérito, porque carece de libertad. Así que si le da algún conocimiento de los negocios del Estado, es únicamente para obligarle a consagrar su voto, y aplaudir por sus discursos las atrocidades políticas que consuman el vilipendio y la ruina de la Francia, y preparen la esclavitud de la Europa continental. El Senado de Francia es un cuerpo inerte sin representación y sin fuerza, que jamás le ha negado al usurpador el contingente periódico destinado a reemplazar innumerables víctimas en las guerras de la ambición, y que sin informarse siquiera del número de hombres que devoró el año anterior, los prodiga en la misma proporción que se le prescribe. No le es permitido proponer ni sancionar las medidas, por las cuales el usurpador aparenta algunas veces aliviar las fatigas de los males públicos: todas sus funciones se limitan a aprobar nuevas guerras, y a entregar gradualmente la población de la Francia al verdugo, que destinándola a un combate tras otro, satisface al mismo tiempo su implacable odio contra ella, y su insaciable sed de sangre y de poder. De esta manera se reserva para sí el honor del bien que su política le aconseja, y encarga a los cuerpos que ha creado lo odioso de sus medidas. “Mister Champagny intenta persuadir en su relación que Bonaparte por un acto de generosidad restituyó al emperador de Austria su capital y sus estados:” Vuestra Majestad no pudo ver, dice, sin una profunda sensación a aquel Monarca despojado de su fuerza y de su grandeza. ¡Ah! ¿y qué sensación sentía al considerar a la familia Real de España, que por medio de la traición más horrorosa había él mismo despojado de su fuerza y de su grandeza? Vos queréis persuadir que ese enemigo de los pueblos y de los reyes, es capaz de alguna generosidad; que puede sentir la más leve compasión: ¡Vos que conocéis profundamente ese carácter que reúne todos los extremos y todos los contrastes, que es susceptible de la más abominable hipocresía, de la superchería más bien calculada, y del disimulo más bien sostenido, igualmente que de los arrebatos más furiosos, y de las más desmedidas pasiones! ¡Vos que conocéis ese corazón a quien la amistad, el cariño y todos los sentimientos que forman las delicias de la vida, le son totalmente extraños y desconocidos, que sólo palpita de placer a vista de las pinturas de la desolación y la muerte, que sólo se regocija cuando ve consumado los atentados más negros! ¿Hay por ventura alguno que no haya descubierto los motivos de esa supuesta generosidad, y las causas de ese tratado de Presburgo concluido con tanta brevedad, pero que tan mal ha cumplido Bonaparte? El emperador fue vencido a la verdad; su capital estaba en poder de un conquistador feroz; pero la Hungría estaba intacta, y una parte de Bohemia y del Austria, quedaba aun por conquistar. El sistema de la Prusia cambiaba evidentemente y nada había más incierto que su neutralidad. Si Bonaparte se internaba más en la Bohemia encontraba con el ejército ruso, que estando más inmediato a sus refuerzos y almacenes, era tanto más formidable. Además él ofrecía a la Prusia unos términos que ésta no podía dejar de abrazar (a pesar del aturdimiento de sus consejos) ya para establecer su preponderancia, ya para libertar a la Europa del azote que amenazaba destruirla por entero. Si intentaba dirigirse hacia la Hungría, hacia aquella parte de los estados Austriacos, que es tan formidable al enemigo por la fidelidad y ánimo de sus habitantes; encontraba con el ejército del Archiduque Carlos, que venía al socorro de la capital invadida, y se hallaba casi intacto. Era necesario pues, que para la ejecución de sus futuros proyectos, y para prevenir los reveses que su obstinación en continuar sus conquistas podía suscitarle, aparentar generosidad bien persuadido que luego después abatida la Prusia, seducida o desanimada la Rusia y organizada enteramente la confederación del Rhin, el Austria sería una presa muy fácil a devorar. Si según dice él mismo, se permitió al emperador de Austria existir de nuevo; no fue sino para destruirle con mas seguridad; para aislarle de todos sus auxilios, de todos sus apoyos, para cercarlo de las potencias enemigas, y para dar a la política de sus antiguos amigos y aliados naturales una dirección enteramente opuesta a que había hasta entonces observado. Esto es lo que el emperador de Austria ha debido descubrir, y esto es lo que efectivamente ha descubierto en los supuestos beneficios de Napoleón, y lo que ha fijado en su espíritu el pensamiento de la guerra. Vuestra Majestad, dice el ministro, no ha recogido el tributo de reconocimiento que le era debido; el emperador de Austria ha olvidado bien pronto aquel juramento de fidelidad eterna. Con dificultad se encontrará mayor absurdidad e insolencia, de la que encierran estas dos frases. ¿Cómo es eso? ¿Con que el emperador de Austria debe estar reconocido al enemigo declarado de su casa, a aquel que establecía nuevos potentados alrededor de los estados Austriacos, con el proyecto decidido de conquistarlos un día, a aquel que excitaba el orgullo y la codicia de la casa de Baviera, con el fin de despertar rencores y pretensiones injuriosas a la de Lorena, a aquel que sometía todo el imperio Germánico a una laboriosa dislocación, y a una organización totalmente dirigida en contra su antiguo protector? Si el emperador de Austria hallándose al lado de este hombre, cuya seducción es tan poderosa, y creyendo deber a su generosidad la restitución de sus estados conquistados, se dejó arrastrar de un movimiento natural a todo corazón sensible y generoso, si prometió buena fe y amistad a un hipócrita que parecía no deplorar sus propias victorias, y sacrificar sus mismas conquistas, sino para sacar en adelanta mayores ventajas: ¿no debía abjurar esa amistad como un sentimiento sacrílego e indigno, cuando vio que ese monstruo destronaba y aprisionaba a aquel monarca español que había sido el aliado más fiel, y el amigo más útil para la Francia? El ministro francés reprocha al Austria el haber reorganizado sus fuerzas, es decir: que permitiendo, como dice con insolencia, que el Imperio de Austria existiera de nuevo, Bonaparte suponía que debía permanecer en el estado de desorganización y de endeblez, a que lo habían reducido sus reveses. Este es el modo como el opresor de los reyes es generoso, esto es, cuando les concede territorios, o cuando les devuelve lo que les ha usurpado, exigiéndoles las promesas de que o se considerarán sino como depositarios de ellas, y que de los medios de poder y prosperidad que puedan adquirir, no harán otro ningún uso sino el que sea conforme a su voluntad o útil para sus proyectos. La guerra contra la Prusia, añade el ministro, hizo conocer bien pronto esas disposiciones malévolas. ¡Y qué! ¿es acaso la inacción que Austria manifestó entonces disposición malévola? ¿un movimiento solo de los ejércitos que le quedaban, aun después de la batalla de Jena no era bastante para poner a Bonaparte en el mayor peligro? ¿y si éste no hubiera contado con esa inacción; si hubiera temido estas disposiciones malévolas, se hubiera adelantado tanto? ¿se hubiera expuesto cuando se encaminaba hacia el Niemen con todas sus fuerzas, a no tener ningún medio de salvarse, en el caso de que un ejército Austriaco se le hubiera presentado (como era muy posible) por su retaguardia? Así es como Bonaparte hace acusara los reyes de aquellos actos mismos que han resultado en beneficio suyo. Así es como para tener un pretexto para despojar al rey de Prusia, y para impedir que las desgracias de este Príncipe excitasen la compasión de la Europa, le reprochara aquella misma política, que había destruido la obra de Francisco el grande, acelerado el éxito de la revolución francesa, y dádole a aquél que en el día es el heredero odioso, los medios de desquiciar o más bien de derribar todos los tronos de la Europa continental. Así es como acusará algún día al emperador Alejandro o de no haberle auxiliado sino muy débilmente en sus proyectos, o de haber hecho adelantar hacia sus fronteras del Austria unos ejércitos que hubiera dirigido contra él mismo, si hubiera experimentado algunos contratiempos. El ministro pretende probar que Bonaparte no tenía intenciones hostiles contra el Austria, porque después del tratado de Tilsit dejó en una entera inacción los 400 000 hombres que ceñían a este Imperio. Pero si se examina la posición que Bonaparte ocupaba en aquella actualidad se verá, que esta inacción era efecto de la necesidad, igualmente que de los proyectos que tenía formados contra otro punto de Europa. Después de su campaña contra los rusos, Bonaparte no tenía en Alemania más que tropas debilitadas con la fatiga, y desprovistas de municiones, de provisiones y de efectos de campaña; cualquiera nueva guerra hubiera producido en ellas el descontento o al menos un desaliento, que hubiera tenido para él funestas consecuencias, Además, siéndole fácil juzgar cuán difícil es el conquistar unos reinos, defendidos en especial por la adhesión y amor de los pueblos a su legítimo Soberano, no creyó deber atacarles hasta rodearles de todos los peligros, que pudieran entregarlos a su ambición, Era menester para esto que el emperador de Rusia subyugado ya en parte por la fatal entrevista sobre el Niemen, se prestara a su arbitrio como un instrumento dócil, y se liase con él, así para la paz como para la guerra. Era necesario también que la confederación del Rhin fuese enteramente organizada, y por el reino de Westfalia se elevase en medio de ella para servir de Faro a los Príncipes que la componen, y ofrece al Austria el presagio funesto de la caída mortal que Napoleón le prepara. Mientras que toda esta organización amenazadora se perfeccionaba, juzgó Bonaparte conveniente emplear los momentos de ocio que dejaba, en consumar la escandalosa catástrofe que precipitó del todo a la familia de España. No es nuestro designio acompañar al ministro francés por entre todas las aserciones falsas, y todos los hechos forzados que se encuentran en su relación. Bástenos haber indicado todo cuanto el exordio de esta Filípica contra el Austria, encierra de cargos absurdos y de insultos irritantes. Hay ciertas acusaciones que el emperador francés está muy lejos sin duda de querer desaprobar, y cuando el ministerio le reprende el no haber querido participar de los sentimientos de indignación, que Bonaparte quería excitar en toda la Europa contra la Inglaterra, hace justicia, sin querer, a la seguridad y al honor de Su Majestad Imperial, que seguramente no podía participar de un odio tan ciego como infundado contra una nación grande y generosa; contra un gobierno, que siempre ha estado pronto a socorrer a los pueblos y a los soberanos en sus esfuerzos, para luchar contra la usurpación, y para conquistar su independencia. El ministro ha caracterizado, impensadamente, el género de cooperación que Bonaparte obtiene de las demás potencias contra la Inglaterra: ellas a la verdad aparentan prestarse a sus ideas, y participar de sus sentimientos, pero en lo interior ansían por la prosperidad del mismo país, contra la cual se las excita, y fijan su esperanza en ella luego que conciben l más ligera libertad. Mister Champagny advierte a Bonaparte que tal vez hubiera sido una política sana haber obligado a su tiempo al Austria a desarmar, amenazándola con aquellos ejércitos victoriosos que la rodeaban por todas partes. Pero ¡ah! si vuestros ejércitos rodeaban el Austria, si el capricho solo de un hombre que ha manifestado que nada sabe respetar, podía entregar este Imperio a los horrores de la guerra, ¿es a caso de maravillar que se tomen precauciones para oponerse a unos riesgos siempre urgentes, y a una acción siempre amenazadora? El ministro Champagny exagera como un mérito grande para su Emperador, la carta que éste escribió al de Austria la momento de su salida de Erfurt, dándole parte de que evacuaba las plazas de la Silesia, y de que 200 000 hombres de tropas francesas abandonaban la Alemania. Pero si como luego después se ha descubierto, se estipularon en las conferencias de Erfurt cierto capítulos contrarios a la integridad y a los intereses de la monarquía Austriaca, la carta de Bonaparte no es más que una de aquellas charlatanerías que le son tan familiares, y uno de aquellos actos de tramoya y de hipocresía que son siempre, para el soberano a quien se dirigen, el anuncio de su odio, y el presagio de los mayores atentados de usurpación y violencia. Evacuaba las plazas de la Silesia, ¿pero por ventura lo hacía esto para la seguridad de Austria? ¿no era esto más bien para complacer al emperador de Rusia, y persuadir a éste principalmente que quería cumplir todas sus promesas, y restablecer al rey de Prusia en el rango de las potencias europeas? ¿el sacar los 200 000 hombres de Alemania era pues manifestar al Austria sus intenciones amistosas, o era para consumar la mayor de las infamias que haya podido inventarse para atacar la libertad de los pueblos, y para usurpar los derechos de la soberanía? A la verdad, no es para nada menos que para ir a llevar la espada y el fuego contra la nación española, que se había armado en masa para conservar sus leyes, su religión y sus propiedades, y para vengar a su legítimo soberano, a quien ha jurado fidelidad. Esta sacrílega expedición, lejos de asegurar a la Austria, no hacía más que probarle que si Bonaparte destronaba a un monarca, contra quien no podía alegar el menos agravio, si antes bien le debía muchos favores, mucho menos respetaría a una potencia que había vencido de antemano, y a la que sólo había mostrado generosidad para despedazarla más a su salvo. El ministro de Bonaparte le hace cargo al Austria de haber rehusado la garantía de la Rusia contra la Francia, y la de la Francia contra la Rusia Dejando a parte que estas dos garantías no presentan más que un círculo vicioso, y una extravagancia diplomática ¿qué seguridad podía encontrar el Austria en la garantía de dos potencias que declaran haberse unido tanto para la paz como para la guerra? esto es, que cada una de ellas se obliga a hacer la guerra a los enemigos de la otra, sin averiguar los motivos ni el fin. Es verdad que el emperador de Rusia ha creído no haber concluido ni firmado cosa alguna en Erfurt, que fuese contraria a los intereses de la Austria; pero la carta interceptada de Champagny a Bonaparte manifiesta todo el valor de esta garantía recíproca. El ministro se queja en seguida de haber asesinado a los correos del emperador su amo. Nada tiene de particular que se hayan empleado contra ese monstruo ambicioso, los medios atroces y sanguinarios de que se ha valido él mismo tantas veces, para descubrir los secretos de aquellos gabinetes de que desconfiaba; ni que se le haya demostrado, que si él mandaba asesinar a los correos en los caminos reales para posesionarse de sus papeles, tampoco hallaría seguridad alguna para los mensajeros de desorganización o de muerte, que enviaba a las últimas extremidades del mundo. El que batiere a Bonaparte con sus propias armas, siempre merecerá bien de la humanidad. Dice en seguida el ministro, que al ver los armamentos del Austria, renunció Bonaparte enteramente sus proyectos contra los ingleses. ¡Cada vez que este hombre ha querido aumentar sus ejércitos y destruir una potencia, ha dado por pretexto a sus preparativos la guerra contra Inglaterra; luego que se halla en estado, ataca la tal potencia, tomando por pretexto el haberle negado a auxiliarle o haberse vendido a los ingleses. Esa paz marítima que pretende conquistar, le ha servido siempre de excusa para turbar la del continente, y cuando finge amenazar las costas de la Inglaterra, es puntualmente cuando se prepara a marchar contra alguna potencia vecina. De modo que cada vez que anuncia una expedición contra la Inglaterra, es cuando medita el trastorno de algún Imperio sobre el continente, y si no búsquese lo que ha dicho, y lo que ha hecho cuando ha llevado la guerra hasta el dentro de la Italia y de la Alemania, y se verá que iba a atacar a los ingleses. Mientras que fuerza a los soberanos a coligarse con él, contra ese coloso, a quien no osa atacar de frente, medita cómo volverá contra él las fuerzas que parecía haber destinado a obrar en una cooperación común, como podrá encontrar en la misma sumisión un pretexto para acusarlos y envilecerlos. No, dice el ministro, no es el motivo de haber tomado el Austria las armar, el que la Francia se hubiese armado. La Francia nunca ha cesado de armar ni de conservar una posición amenazadora contra las potencias con quien ha hecho la paz, después de haberlas vencido. Siempre bajo el pie de la guerra, ataca a los soberanos que aumentan sus armamentos y que toman contra ella, no aun medidas hostiles, sino precauciones prudentes. Si parece abandonar algunos territorios, los circunda de tropas, y toma posiciones militares, a fin de poder invadirlas de nuevo siempre que encuentre una ocasión favorable. El emperador de Austria rodeado de los ejércitos de Bonaparte no tenía más que una existencia precaria y dolorosa; su ruina estaba jurada, y no le quedaba otra incertidumbre que la del momento en que convendría a Bonaparte el obrar, y bien convencida de la máxima del mismo tirano que vale más un mal agudo, pero de corta duración, que una ligera pena prolongada, se determinó a hacer estos esfuerzos prodigiosos de que se le acusa, para ver de salir de esos terrores continuos, y de esa agonía lenta. Escogió para participar la guerra el preciso momento que le prometía un éxito favorable: la Francia se hallaba, como dice muy bien el ministro, debilitada por una y otra guerra, y si esta circunstancia fraguada por la providencia, que no quiere que el usurpador continúe por mucho tiempo su carrera impía y desoladora, no produjere la libertad de la Europa, a lo menos habrá mostrado que aún en medio de sus mayores victorias puede ser atacado este bandido, y que a pesar de sus ejércitos inmensos, se pueden hallar en una población fiel y constante los medios de resistirle, y aun de vencerle. El Austria ha hecho la guerra sin haber precedido una demanda, porque estaba bien convencida de que mientras que Bonaparte no se hubiera creído con fuerzas suficientes para atacarla, y arrojase sobre ella con todas sus fuerzas disponibles, se hubiera mostrado condescendiente, usando de todas su artes y falacias, le hubiera quitado todo pretexto de ruptura. ¿Qué es lo que podía pedir? ¿qué destruyera Bonaparte esa confederación del Rhin, y ese reino de Westfalia organizados sin la menor duda contra el Austria? él hubiera respondido que la confederación del Rhin y el reino de Westfalia eran más inmutables que la triple corona de la costa de Lorena. Si le hubiera pedido que para el restablecimiento de la casa soberana de España en sus honores y sus derechos que le había quitado, le probase que no despreciaba y hacía burla de los tratados más sagrados, y de los empeños más solemnes, que igualmente prescribía a sus aliados como a sus enemigos, y que hacía la guerra a todos los soberanos legítimos, hubiera respondido: “Que no hacía más que restablecer la obra de Luis XIV y asegurar de nuevo los lazos, que por espacio de cien años habían mantenido la paz entre la Francia y la España”. Si se hubiera pedido que en prueba de que verdaderamente deseaba la paz del continente, disminuyera ese estado militar que diariamente engrosaba por medio de una conscripción forzada, que destruía la población de la Francia, y la de todos los pueblos que le dan el contingente, y a quien ha envuelto en el sistema federativo; y si le hubiera objetado que sería un insensato el soberano de Europa, que quisiera mantener ejércitos tan inferiores en número, y tan incapaces de mantener su independencia, hubiera dicho que esta progresión rápida de medios para subyugar era dirigida contra la Inglaterra, que él nada más pedía a las potencias del continente, que conquistar juntamente con él la paz marítima. En la conversación que tuvo Bonaparte con Mister de Metternich, embajador de Austria, es difícil averiguar qué incita mas la cólera, o el tono de perfidia que reina en sus expresiones, o las baladronadas soldadescas de un hombre recién salido del cieno, y que llegando al grado supremo no se adapta a ceñirse a la dignidad que le conviene, sino que conserva en sus discursos aquel trono trivial e insolente del que ignora las reglas de una buena crianza. Había escogido para este insulto el día mismo que se celebrara su cumpleaños, creyendo que esta solemnidad que reúne a su alrededor ese ganado de esclavos que ha titulado y condecorado, y ese melancólico fantasma a quien para escarnio, llama cuerpo diplomático, estremecería mucho más la imaginación del embajador, y daría mayor celebridad a lo que él intentaba dirigir más bien a los soberanos de la Europa, que no al embajador de Austria. Si el poder de Bonaparte no excediera con mucho todas las proporciones conocidas hasta el día, si su nombre solamente no esparciese por todas partes una profunda consternación, los pueblos juzgarían más a sangre fría las circunstancias en que él se muestra tal cual es, no verán en él otro que un miserable farsante que arregla con muy poca gracia las escenas donde pretende hacer brillar Su Majestad, y que recita desgraciada y miserablemente los retazos que ha aprendido de memoria, para lucir sus conocimientos y sus luces. No hablaremos aquí de la superioridad de que se reviste cuando se trata de destruir las monarquías legítimas. Nadie le disputará aquel instinto maléfico, a quien ningún crimen acobarda ni perturba, y que nada es capaz de satisfacer, que cada año produce nuevas catástrofes más terribles que las que se creían como el cúmulo de las desgracias y atrocidades, de una producción tan nueva y tan desconocida, que estremecen y horrorizan al modo de aquellos fenómenos que amenazan la destrucción de la naturaleza entera; pero es menester convenir en que separado de esta carrera de devastación en que ha sido colocado para castigo de los hombres, no se manifiestan en sus acciones y discursos sino unas pasiones miserables y un espíritu sumamente limitado. ¿Quién os amenaza? ¿quién os ataca? le decía a Mister de Metternich, ¿no está todo tranquilo alrededor vuestro? Esta pregunta es seguramente pueril e insolente, hecha por un hombre que acababa de inundar la España de sangre para colocar a su hermano sobre el trono de un príncipe amigo y aliado de la Francia. La Europa toda conocía el valor de semejante pregunta, y juzgaba como es regular, que lo acababa de hacer contra una potencia que jamás le había negado cosa alguna, lo repetiría con mucha mayor audacia contra un soberano, que no quería sacrificarle nada, ni el honor de su dinastía, ni del territorio gobernado por sus antepasados. “¡Quién nos amenaza!” hubiera podido responderle el embajador de Austria. “Toda vuestra conducta, todos vuestros sistemas, vuestros diarios, la posición de vuestros ejércitos, la política de vuestro gabinete. Después de la caída de la casa de España, todos los soberanos deben mirarse como amenazados y como atacados, deben reunir todas sus fuerzas, armar la población de sus estados y caminar contra vos. Las deliberaciones serían su ruina, no debe haber dilación, no se debe vacilar, deben hacerse cargo que entren en una guerra moral contra el héroe de la usurpación, es preciso o que él quede aniquilado o que ellos perezcan. Vos intentáis invertir y cambiar todas las naciones del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, a fin de trastornar el orden social: vos llamáis rebelión a los esfuerzos de la lealtad, castigáis de muerte a los que son fieles a sus juramentos, a los que quieren la conservación de su patria, de sus leyes, de su religión y de su soberano. Vuestra violencia no conoce freno alguno, vuestra ambición no se sujeta a límites, emprendéis cuanto creéis posible ejecutar, y no os detenéis un momento si no es para recoger más fuerzas, y destruir al segundo golpe lo que no habíais podido desquiciar por el primero. ¿pretendo yo a caso algo, decís, que os deba inspirar recelo? Es preciso que os creáis bien seguro de nuestro silencio o de nuestra insensatez, cuando nos hacéis semejante pregunta. La organización de la confederación del Rhin, que quita al emperador de Alemania una de sus más bellas prerrogativas, que sustrae de su influencia tantos príncipes que lo reconocían por si jefe; esa organización consumada en menosprecio de los tratados, de vuestra promesa, y de nuestras reclamaciones, ¿no anuncia pretensiones que deben inspirar recelo? ¿no es el presagio de nuestra caída, y la señal de la guerra que nos preparáis? Vos nos reprocháis el haber levantado el grito de la alarma, y de haber llamado al pueblo a la defensa de la patria. Sin duda hubiera convenido a vuestras ideas, que insensible a todos los síntomas que le anunciaban que habías jurado aniquilarla, la casa de Lorena hubiera aguardado en la inacción el resultado de vuestras intrigas y de vuestros atentados, y que os hubiera entregado sin resistencia los pueblos que en otros tiempos la han libertado de los riesgos. Entonces les hubiera aconsejado que abandonasen a una familia incapaz de protegerles, y hubierais de este modo encontrado en su misma lealtad el medio para someterles a vuestras leyes. Sabemos muy bien que no queréis el que se os resista, no aun tanto por las dificultases que esta resistencia oponga a vuestros proyectos, como por las consecuencias que suponéis que a lo lejos os pueda acarrear. Vos queréis que se os entreguen los pueblos como gavillas de esclavos viles, en quienes se haya extinguido hasta la más mínima centella de aquellos sentimientos que honran la humanidad y ennoblecen la existencia.” Cuando se elle a sangre fía aquella conversación de Bonaparte, se le encuentran una incoherencia en las ideas, y una puerilidad en las reflexiones, que le deben perjudicar infinito en el espíritu de aquellas gentes que se obstinan en atribuirle todos los actos de su gobierno. Reprende al emperador de Austria el haber en parte vestido sus milicias, el haber provisto sus plazas, y haber mandado comparar caballos. Se debe confesar ingenuamente que nada hay más absurdo que el detalle de estas quejas. “He mandado acampar mis tropas, (añade) en países extranjeros porque sale más barato que en Francia”. Ello no hay duda que no hay nada más barato que este modo de mantener los soldados: en Francia se vería obligado a darles sueldo y víveres, mientras que en el país extranjero se lo hace suministrar todo bajo promesas de indemnización que nunca cumple, a los infelices vecinos. Es como si dijera: “yo robo a mis vecinos para vivir, esto me sale menos caro”. Sin embargo, parece que cuando se hacen acampar tropas es con el fin de que estén prontas para entrar en campaña a la primer señal, y es porque se tienen miras hostiles contra el país en cuya vecindad se las hace descansar. Esta razón que da de sus intenciones pacíficas, es un evidente absurdo. “Su política, (añade) está a la vista porque es lea”. Mejor hubiera dicho: porque es la de un salteador que no respeta cosa alguna, ni teme manifestarse tal cual como es, porque tiene bastante fuerza para despreciar el horror que inspira. “Vos me suponéis, (dice) designios ambiciosos sobre la Turquía, yo os declaro que eso es falso (modo cortés de explicarse) y que no pretendo nada de la Turquía, (cuyo desmembramiento sin embargo ha propuesto al Austria y a la Rusia.) Cuando un hombre que se sienta entre los soberanos, y que pretende haber recibido de Dios la misión de gobernar a los pueblos, y de regenerar los imperios, dice públicamente tan palpables y desvergonzados embustes; cuando de tal modo se abate y coloca entre la clase más despreciable de la sociedad, no se pueden dejar de deplorar amargamente las circunstancias que nos rodeas, y que han levantado hasta la cima del poder a un miserable, que no solamente hace burla de lo más respetable y santo, sino que se abate hasta representar el vil papel de embustero, sin necesidad ni designio, y solamente para mostrar el vicio de su educación, y las inclinaciones que conserva bajo la usurpada púrpura que lo adorna. Bonaparte dice, que ha conservado a Venecia únicamente para dejar menos motivos de discordia. Cuando uno piensa que es él quien ha proferido semejante barbajada con la mayor seriedad, no puede contener la ira por las alabanzas de sus panegiristas. De modo, que se queda con lo que no es suyo para evitar motivos de discordia; sin duda es por el mismo motivo que ataca sucesivamente a todas las potencias de la Europa, y luego da los despojos a su dinastía. Esto ni lo dice por burla, ni por hipocresía, porque según él mismo, es demasiado fuerte para disimular ni fingir; es pues únicamente por bestialidad. Mister de Metternich, debió sonreírse de lástima cuando le oyó decir al enviado de la provincia muy solemnemente: “si le he quitado a vuestro amo el estado de Venecia que le había dado, ha sido porque era muy regular que por el tiempo me hubiera venido el deseo de quitárselo; él es probable que hubiera querido defenderse, valía pues mucho más ocupándola desde luego, quitar este pretexto de guerra:” Luego después, añade. “El emperador no quiere, la guerra, el ministro tampoco la quiere ni los hombres distinguidos de la monarquía la quieren, y sin embargo se efectuará seguramente.” Toda esta enumeración es absurda. ¿Cómo puede efectuarse una guerra, si todo cuanto tiene la influencia sobre la marcha de gobierno en su rango se opone a ella? Se debe pues convenir en que esta charlatanería insustancial es totalmente indigna del hombre, sobre quien tiene fijada la vista el universo, y que si Bonaparte es majestuoso al frente de sus legiones revolucionarias, es nada más que un pobre hombre en las sesiones con los embajadores de los soberanos. Esto prueba lo que llevamos ya dicho varias veces que en Bonaparte hay dos hombres, uno que es el personaje revolucionario arrastrado por toda su voluntad poderosa, por su prodigiosa actividad, y como dispone de medios inmensos, excita por los resultados que alcanza, la admiración y el asombro: otro por el contrario es siempre el hijo de un pobre aldeano de Ajaccio, que aún no ha podido despegársele el uno de las barracas donde ha pasado su juventud. Nada hay tan extravagante como esta frase, por la cual acusa a los ingleses de que un francés no puede penetrar a las aguas de Bohemia. ¡Santo Dios! ¡las aguas de Bohemia! ¿y hay sufrimiento para tanto? Seguramente nadie creyera encontrar ingleses en este negocio. Menos ridículo hubiera sido si hubiera deseado ser más verídico, y confesar sinceramente que por todas partes cuando los pueblos osan manifestar sus opiniones, se vengan sobre los instrumentos serviles de la ambición de Bonaparte, de los males que les causa o del que les amenaza. Tal es la lastimosa situación en que se halla esa desdichada nación francesa, que jamás podrá tener honor, ni conseguirá las ventajas de las victorias, porque prodiga su sangre y sus tesoros, y que el dueño que la domina y la envilece no le dejará por herencia más que el odio de sus pueblos, y su terrible venganza. “Si es solamente a la intervención de la Rusia, (dice Bonaparte) que la Europa debe la conservación de la paz, ni la Europa ni yo podremos miraros como mis amigos.” He aquí que la Europa y él, que forman dos individuos, y tienen unas mismas inclinaciones y un mismo modo de ver y de pensar, la Europa no sale la más bien librada en esta ocasión, puesto que no puede consultar sus afectos personales, y sólo tiene la facultad de juzgar cuáles son los amigos de Bonaparte, pues éste no dice los amigos de la Europa y los míos, sino única y redondamente mis amigos. Aunque esta frase es absurdo, no deja de descubrir cuán poseído está de la idea de poner a la Europa bajo sus leyes, también prueba que se considera ya como dueño de ella, pues anuncia de antemano la opinión que ésta manifestará, y los sentimientos simpáticos de que será animada cuando verá que es únicamente a la intervención de la Rusia a quien se debe la continuación de la paz. No quiere decir los soberanos de la Europa, no, él se cree muy superior a éstos: los comprende a todos bajo de una denominación colectiva, y los confunde a todos bajo de un individuo político a quien él llama la Europa, para que no se crea que piensa colocarlos bajo la misma línea que él ocupa. “Me veré, (añade) dispensando enteramente de convocarlos a concurrir a las determinaciones que pueda exigir el estado de la Europa”. De esta manera después de parecer ansiar la paz, y buscar cómo calmar las inquietudes de la potencia, cuyos armamentos desea hacer suspender, anuncia aun de nuevo determinaciones; esto es, las convulsiones que excita en los estados, para tener un pretexto de cambiar su constitución, deponer sus soberanos y transmitir sus pueblos a un dueño que bien o los compra a dinero constante, o por la cesión de un territorio que le es más conveniente al usurpador, Aquí dejaba descubrir a un gabinete, a quien le suponía aun la política antigua que ha producido los desastres de la Europa, que le tenía destinada una cantidad de despojos, que las determinaciones que meditaba pondrían a su disposición. Este hombre ha llegado a cegarlo la ambición en tales términos, que no conoce cuando habla de paz, proclama él mismo la guerra, y que anunciando los deseos de mantener los tratados, demuestra que va a violarlos abiertamente. Amenaza al Austria, diciéndole que no evacuará los estados de Prusia. Así es como él ha encontrado siempre en sus supuestas inquietudes, que le ha dado una potencia pretexto para no cumplir sus tratados con la otra. Se queja de que el emperador Francisco tiene un ejército de 400 000 hombres, y él mismo anunciaba ya tiempos antes que lo tenía de 800 000, sin contar con las tropas de sus aliados. Estas inquietudes continuas que ha manifestado cuando ha visto a una potencia organizar sus ejércitos, según el nuevo sistema militar introducido en Europa por la guerra revolucionaria, sus quejas y sus amenazas prueban que no quiere permitir a potencia alguna que esté aliada con él, tanto para la paz como para la guerra, el levantar tropas en proporción relativa a su población y extensión. No será nada extraño que algún día simplifique en extremo la circunstancia de la paz y de la guerra, diciéndole a un soberano.”Yo tengo a mi disposición un millón de hombres, vos no podéis oponer sino es un número muy inferior, y así es enteramente inútil que mantengáis un ejército que no puede resistirme. Si queréis aumentarlo no lo podéis hacer sino por unos esfuerzos que destruirán vuestro comercio e industria, y que amenazarían tumbar la paz del continente: así no os permito el mantener más soldados que los que fueren precisos para conservar la dignidad del trono, preservar la policía en vuestros estados, y conquistar juntamente conmigo la paz marítima.” Tal es el lenguaje implícito con que le hablaba el Austria, y con el mismo le hablará a ese poderoso emperador del Norte, a quien ha adormecido y halagado con la quimera de un engrandecimiento que lo pondrá al nivel de la Francia. No es posible concebir cómo al ver lo que está sucediendo, y calculando la carrera progresiva de las usurpaciones de Bonaparte, un solo soberano legítimo pueda aspirar a conservar su corona. Aquellos que están bajo la dependencia de este héroe de la usurpación, no deben considerarse en la clase de soberanos pues lo que eminente y esencialmente constituye la soberanía es la independencia. Ellos están encerrados en sus capitales, están encadenados bajo de sus tronos, el pedo de unas coronas colocadas por la mano impropia sobrecarga y marchita sus sienes: no pueden, ni salir de su esclavitud por una abdicación, ni hacerla más tolerable por una sumisión ciega a la voluntad del que los ha elevado. Su actividad les atormenta, su violencia les asusta; ignoran hasta dónde debe llegar su obediencia, estando bien persuadidos que no tiene límites. Hoy les prescribe el reposo, y mañana los pone en una penosa agitación, sin manifestarles el designio. Si aquel demuestra un exterior pacífico, éstos deben caminar con suavidad y timidez. Cualquier despacho que se recibe a la llegada de un correo, cambia enteramente el curso de sus gabinetes, si es permitido dárseles tal nombre a unos cuerpos que no ejercen más que funciones administrativas. Y luego que a todos estos nuevos reyes los habrá hecho ser el objeto de la burla y vilipendio de la Europa, y el menosprecio e indiferencia de sus mismos vasallos; cuando los habrá transplantado sucesivamente de un país a otro, cuando les habrá hecho trocar los estados de que eran legítimos dueños, por lo que el ha usurpado, les dirá con la mayor serenidad que no están analogía con el nuevo sistema de la Europa, y los enviará a participar de la suerte de la familia de España. La situación de las potencias que no están aun subyugadas a Bonaparte, es seguramente mucho menos infeliz que la de los príncipes a quienes él mismo ha declarado sus protector: de éstos últimos quiere servirse para destruir todo cuanto le hace sombra, y cuanto se opone a su desbocada carrera. Lisonjeando y halagando las casas soberanas de primer orden, con la esperanza de elevarlas a superior rango, ha conseguido arrastrarlas a entrar en sus ideas contra el poder preponderante. Al presente que tiene ya en su arbitrio estos reyes de su creación a quienes ha obligado a auxiliarles en sus atentados, y a quienes los pueblos que antes los miraban como a sus legítimos dueños, miran ahora como esclavos de un poder revolucionario e instrumentos de una ambición insaciable, ya no parece realizar las quimeras que les ha prometido sino para envilecerlos más. Les ofrecerá en lugar del patrimonio de sus antepasados, en lugar de aquellos pueblos que tantos siglos hace que les han sido fieles otros dominios y otros vasallos, haciéndoles de este modo perder unos derechos reconocidos desde tan largo tiempo, para transmitirles otros que, o no lo serán jamás o estará siempre a voluntad del tirano el confirmar o destruir. Temería siempre de quitar por la violencia a estas casas soberanas sus antiguos patrimonios; pero luego que obtiene el sacrificio de ellas, las priva de lo que poseían legítimamente bajo el pretexto de darles otros mayores, y de este modo las somete a su entera dependencia en señal de retribución por lo que les hace aceptar en cambio. Si la suerte de todos los príncipes amigos y enemigos de Bonaparte debe ser la misma, en el caso de que éste realizara el inmenso plan que ha concebido para la descomposición de todas las potencias del mundo, el destino de los soberanos está ya descubierto, sus funciones ya no son nada equívocas, y así vale mucho más perecer como reyes, que como esclavos. Ya hemos en varias ocasiones demostrado que hasta Bonaparte, la revolución francesa había principalmente ejercido su funesta y devoradora actividad en lo interior de la Francia, y que estado muy lejos de dar a la Europa un empuje que presagiara las catástrofes, que hace algunos años que trastornan los imperios. Lo que la revolución francesa había operado al interior de la Francia, produciendo las más lastimosas mutaciones, confundiendo todos los estados, destruyendo todos los derechos de propiedad, y estableciendo autoridades y fortunas nuevas en lugar de las antiguas, Bonaparte lo ha realizado en los otros reinos, sometiendo los soberanos a un sistema de desolación, que hasta entonces sólo había envuelto en su fatal progresión las haciendas y caudales de los particulares de un solo imperio. En el día de hoy destruye entre los soberanos la antigüedad de la nobleza y la ilustración del origen, así como la revolución los ha destruido entre las familias privilegiadas que existían en Francia. Si en la actualidad restablece en Francia una nobleza nueva que debe borrar todos los recuerdos, todas las pretensiones y derechos de la antigua, por el mismo principio someterá todas las dinastías de la Europa a la propia descomposición, para regenerarlas luego después, de manera que él solamente sea el manantial de todo poder, y de toda ilustración, y para que su dinastía brille entre todas las demás por la primacía de su origen, por la inmensidad de sus privilegios, por la extensión de sus mayorazgos, y por la pompa de sus atributos. Todas sus conversaciones y todo lo que hace, descubren el sistema de regeneración revolucionario, y cuando le dice al embajador de Austria. “La Europa y yo” demuestra claramente que no considera ya a la Europa como dividida en estados más o menos poderosos sometidos a soberanos independientes, y regidos por las leyes particulares, sino como a un solo total en donde ya no hay ni emperador de Austria, ni emperador de Rusia, etcétera, etcétera, la considera como un cuerpo dependiente de su voluntad, y sujeta a todas las mutaciones a que la querrá reducir. Véase puntualmente su pensamiento que le posee y ocupa con tanta fuerza que él mismo lo descubre aún en aquellos momentos que más le interesaba el ocultarlo. Bonaparte termina su conversación por un adefesio que todo el talento9 que Míster Champagny no fue bastante a paliar su ridiculez, ni a disminuir su oscuridad. Como es una frase amoldada exclusivamente en el cerebro del supuesto hombre grande del siglo, y ha querido hacer alarde y demostración de algunos conocimientos físicos, no podemos dispensarnos de presentarla a nuestros lectores. “Cuando todos los recursos están comprimidos y tirantes (dice este filósofo) la guerra es de desear para salir de la zozobra; del mismo modo, (añade) que en el mundo físico, en el estado de angustia en que se halla la naturaleza a la proximidad de una tempestad, es de desear que esta se efectúe y desfogue para que se extiendan sus fibras encrespadas, se limpie la atmósfera, y vuelva a gozar la tierra de una dulce serenidad.” Etcétera, etcétera. ¿A qué cosa llamará él naturaleza? Si es al conjunto del mundo físico el que desea que la tempestad se declare para extender sus fibras encrespadas. Él indica el estado de angustia en que está la naturaleza, luego menciona las fibras encrespadas sin transferir éstas últimas voces al cuerpo humano, de que resulta, que es de las fibras de la naturaleza de lo que él ha querido hablar, lo cual es algo más que un absurdo. En seguida nos representa como a resultados de la tempestad que ha desfogado, la limpieza de la atmósfera, y la restitución de la serenidad a la tierra, porque ya sin duda sus fibras no estaban encrespadas. Dejando aparte la ignorancia, la pedantería, y el mal gusto que encierra la tal comparación; descubrimos sin embargo en ella una señal que indica bien claro el carácter de Bonaparte. Este hombre que trastorna los imperios, que hace llorar a los reyes, que ha visto con frente serena las campiñas desoladas, las ciudades incendiadas, que por todo donde ha llevado sus armas se ha regocijado con la tortura de las víctimas, y que ha reído a vista de los suplicios, este hombre, digo, habla de la crispatura de las fibras a la proximidad de una tormenta, como pudiera hablar una currutaca de París. Nos querrá sin duda persuadir que es susceptible de alguna delicadeza, tanto en lo físico, como en lo moral; pero ¡cómo es posible darle crédito en aquel momento que meditaba una nueva guerra, y cuando combinaba el modo de introducir la espada y el fuego en los estados de un soberano, cuyo embajador estaba mortificando! Bonaparte dice. “Que todas las esperanzas de la paz marítima se le desvanecían, y que las medidas fuertes tomadas para obtenerla, quedaban sin efecto.” Este hombre nos habla incesantemente de la paz marítima para tener siempre pretexto de turbar la paz del continente. Pero ¿qué entenderá él por paz marítima? Será por ventura una paz que deje en sus manos casi todo el continente, y que confirmando todas sus usurpaciones obligue a Inglaterra a reconocer los reyes que él ha creado, a aprobar todos los atentados que ha cometido contra los legítimos soberanos, a consagrar la aniquilación de tantas familias reales, desde muy antiguo veneradas por los pueblos, a aplaudir la elevación de una supuesta dinastía, que únicamente debe la vergonzosa celebridad de que goza de algún tiempo a esta aparte, a los felices latrocinios de su jefe? En fin, ¿será una paz que abriéndole los mares ofrezca nuevo pábulo a su ambición y prepare a los pueblos a donde todavía no habían podido llegar, los mismos desastres que han arruinado al continente europeo? Cualesquiera que sean las ventajas que descubierto en una paz de esta naturaleza, nunca le ha deseado sinceramente, porque aún no se ha creído en estado de dictar sus condiciones. Pero cuando vea a la Europa continental enteramente a su disposición, cuando la habrá regenerado a su modo, cuando no tenga ninguno de sus puertos abiertos a la Inglaterra, entonces ofrece a este país ilusiones por cuyo medio ha subyugado a los demás, y bajo pretexto de paz, buscará cómo introducir elementos de destrucción que ha esparcido por todas partes, en donde se ha participado de su contacto. En una palabra, él entiende por paz marítima lo mismo que entiende por paz continental; que es decir, quiere que esta paz se consolide por el envilecimiento o por la aniquilación de la potencia con quien la contrate. El mismo Champagny, concluye de un modo muy particular la relación de la conversación de Bonaparte. Temeroso sin duda de que la Europa la considere como alguna de aquellas escenas escandalosas, en que este hombre se entrega a toda la impetuosidad de su carácter, y a una locuacidad que está muy lejos de indicar un estadista: el ministro dice que Bonaparte no ha hecho más que expresarse con el calor que es natural cuando se trata de materias graves. Esta reflexión prueba suficientemente que algunas veces el héroe se arrebata más allá de los límites regulares. Si no quebrantase todos los términos de la decencia cuando suelta las riendas a su fogosidad, si no se poseyera casi siempre que se le contradice de un calor parecido al frenesí, ¿sería necesario observar que en esta conversación no manifiesta más que un movimiento análogo a la gravedad de la materia? El ministro añade que Bonaparte no habló sino con respeto del emperador del Austria; pero si relata fielmente esta conversación ¿qué necesidad tiene de caracterizar el modo con que su amo habló de un monarca poderoso? Por el contrario, si ha omitido alguna cosa, ¿no indica esta omisión que Bonaparte no habló del emperador de Austria en los términos que debía? En fin este documento extravagante por todos los estilos, concluye por un elogio absurdo del hijo del aldeano de Ajaccio, quien dice el Señor Champagny, se ha mostrado noble, leal, ingenuo, observador fiel de los contrastes, en los que observa una delicadeza suma, elocuente cuanto sensible, etcétera, etcétera. No es posible que el ministro haya escrito esto con todas veras. Nosotros estamos bien persuadidos, que Bonaparte está tan alucinado de amor propio, y de un a vanidad la más extravagante que al leer la conclusión de un despacho destinado a ser remitido a todos los embajadores, habrá creído que no solamente nada había en él exagerado, sino que cuantos lo leerían, aplaudirían todo lo que contiene en su particular; pero su ministro que no carece de talento ni de finura, no ha podido seguramente encontrar esa nobleza en un hombre a quien no se le observan más que modales ásperos y turbulentos, posturas grotescas, una estatura de enano, y todo el empaque y facciones de un pillo. En lo que toca a su lealtad e ingenuidad, es inútil advertir que uno de los confidentes de sus pensamientos, y el que le ayuda en sus intrigas, y le sirve en las traiciones, es preciso que haya mentido descaradamente cuando le supone estas dos cualidades. Nuestros lectores pueden juzgar por el análisis que hemos hecho de su conversación, si Bonaparte es elocuente; o si por el contrario no reúne la maldad a la ignorancia; sino ha sido simplemente trivial, y destituido de ideas; y si a pesar del cuidado y esmero que se ha puesto desde que ha entrado en la farsa de iluminar cuanto dice, sus discursos dejan de llevar el sello de la ignorancia y la mala educación. SENADO CONSERVADOR EXTRACTO DEL ACUERDO DEL SENADO conservador, congregado en el número de miembros, prescrito por el artículo XC. de las Actas de constitución del 22 frimaire año 8. Deliberando sobre los oficios que se le han comunicado en nombre de Su Majestad el emperador y rey, por medio del ministro de relaciones exteriores, es su sesión el 14 de este mes. Después de haber oído el informe de su comisión especial, nombrada en la misma sesión. Decreta: Que en respuesta a los dichos oficiales se haga a Su Majestad una representación, cuyo tenor es el siguiente. “El Austria, Señor, acaba de avanzar sus ejércitos sobre el territorio de uno de vuestros aliados. En medio del delirio que le enajena, da principio a una guerra que no tiene ánimo para declarar.” “A unos preparativos tantas veces conducidos con ministerio, dirigidos por entre la oscuridad, suspendidos por el temor y desaprobados por mala fe, han seguido ese furor de facciones, esas agitaciones tumultuarias, y esas convulsiones violentas, precursores de la caída de los tronos.” “La perfidia, la ceguedad, la debilidad, el error y el orgullo, han sofocado la voz de la sabiduría, y han dado sobre las márgenes del Ihn la señal para el combate.” “¿A caso han podido olvidar, Señor, las repetidas veces que la suerte del Austria ha estado en vuestras manos victoriosas?” “Dueño ya de Viena, y de la mayor parte de los estados Austriacos, hubierais podido muy bien conservar vuestra conquista; pero vuestra magnanimidad restituyó la corona a las sienes del emperador Francisco.” “Muy en breve olvidó los juramentos de su gratitud: la victoria de Jena desconcertó los proyectos de sus pérfidos consejeros, y la paz de Tilsit, lo dejó rodeado de 400 000 franceses, que a una sola orden vuestra se hubieran reunido rápidamente en el seno de sus estados.” “Cuando Vuestra Majestad dejó los muros de Erfurth, para llevar a las riberas del Tajo sus águilas libertadoras, esas legiones invencibles circundaban todavía las posesiones austriacas. La generosidad de Vuestra Majestad no le permitió dudar de la sinceridad de las protestas del gabinete de Viena.” “Y sin embargo de esto, Señor, el Austria se apresura en violar la palabra que había dado en Erfurt, hace resonar el grito de la guerra, arranca de sus pacíficos hogares todas las clases de vasallos, víctimas infelices de un extranjero y corruptor; se reúne con el enemigo del continente, y lo recibe en el único puerto que le queda: no se abochorna de seducir secretamente a los rebeldes de España, a quienes el fanatismo ha trastornado los sentidos, y cuyas juntas engaña con promesas falaces: inflama en todos sus estados la imaginación de una multitud ignorante y crédula, con relaciones ridículas y con libelos absurdos: rehúsa la medicación del grande y poderoso aliado de Vuestra Majestad: desecha la doble garantía de la integridad de su territorio, ofrecida por la Francia y por la Rusia: deja impune el insulto de uno de vuestros cónsules; el arresto de algunos de vuestros vasallos de la Italia: el asesinato de dos correos de Vuestra Majestad, y la violación de sus papeles: negocia y termina la estrecha alianza de la Turquía con la Inglaterra; os obliga a suspender la ejecución de vuestros formidables designios contra el autor de todos los males de la Europa; ¡y de qué asombro se hallará pose{ida la posteridad cuando sepa que durante una conducta tan infiel, Vuestra Majestad en sus relaciones con el Austria no ha formado demanda alguna: no ha elevado pretensión alguna: no ha recibido la menos queja: ha manifestado en una conversación, digna de ser admirada, unas disposiciones tan pacíficas, y unos sentimientos tan magnánimos, ha propuesto levantar sus campamentos de la Silesia y desarmar las plazas de esta provincia; en fin ha dado cuantas seguridades pudiera apetecer la mayor desconfianza: no ha cesado de mostrar una moderación y paciencia que sólo puede ser justificada por el inmenso poder de Vuestra Majestad; y en una carta, para siempre memorable dirigida al emperador Francisco, brillan estas notables frases. Pórtese Vuestra Majestad de manera que sus acciones manifiestan confianza, y con eso la inspirará a los demás. En el día de hoy la más refinada política es la sinceridad, y la verdad: confíeme Vuestra Majestad sus inquietudes, si es que le afijen algunas que yo las disparé en el momento!” “Vos habéis deseado, Señor, añadir a vuestras falanges 30 000 franceses la conscripción de 1810 llamados desde el año anterior, y en la cual no se habían aun pedido tantos mozos como en las requisiciones anteriores.” “Vuestra Majestad ha querido también que 10 000 conscriptos de los cuatro años anteriores reciban el honor, tan distinguido y solicitado de todos los valerosos, de rodear el carro triunfal de Vuestra Majestad en medio de esa guardia imperial, cuyo nombre sólo recuerda unos tan nobles destinos y una gloria tan brillante.” “El senado, Señor, se apresura en adoptar el proyecto de SenatusConsulto que consagra estas disposiciones.” “Vuestra Majestad no pide además a sus pueblos ninguna nueva contribución para ir a vencer a la Inglaterra en el territorio austriaco.” “El gobierno británico que sólo busca cómo desviar la tempestad que le amenaza, ha abierto un profundo volcán en el Austria; él ha encendido la llama, pero los terribles efectos caerán sobre el aliado a quien ha seducido.” “El destino del Austria está decidido, dentro de pocos días ya habrá cesado de poder auxiliar los furores de la Inglaterra.” “Vuestra Majestad habrá establecido sobre bases permanentes la paz del continente, aquella paz, cuyos grandes resultados, eterno objeto de los deseos y de las sublimes ideas de Vuestra Majestad, conseguirán la paz marítima, la libertad de comercio y la felicidad de la Europa.” Recibid, Señor, los deseos del pueblo francés, y el amor, la confianza y homenaje de la fidelidad del senado, etcétera.