Conclusiones. La fuentes normativas de la moralidad pública

Anuncio
Conclusiones Finales
Las fuentes normativas de la moralidad pública moderna.
El itinerario realizado en esta tesis doctoral sobre las tres propuestas tendidas por
Durkheim, Habermas y Rawls al problema de una fundamentación de la normatividad
con vocación pública, nos ha ubicado en un inmejorable escenario reflexivo para
determinar, en la contrastación de sus diferentes orientaciones epistémicometodológicas, qué papel está llamada a desempeñar la moral en las sociedades
modernas. A diferencia del enfoque estrictamente político en el que Rawls viene a
enmarcar su propuesta de una teoría de la justicia contractualista, la perspectiva más
genuinamente sociológica, tanto de Durkheim como de Habermas, viene a releer el
problema de la moral desde la cuestión de la “integración social”, y su función para con
el proceso constitutivo de las sociedades mismas. La moralidad social se nos presenta
como una condición de posibilidad de las sociedades en su andadura histórica, que sólo
en sus últimos estadios de evolución habría ido perdiendo su ascendiente tutelar
religioso o metafísico sobre los individuos, para dejarlos abandonados a sus propias
fuerzas reflexivas, en cuyas condiciones la moral misma mudaría su naturaleza interna
hasta alcanzar un formato postconvencional.
Por esta razón, antes de encontrarnos en condiciones de evaluar las virtudes y
defectos de cada una de estas propuestas en el escenario de las sociedades modernas, se
nos presenta la tarea previa de narrar, aunque sea de manera sinóptica, cual ha sido la
trayectoria evolutiva de las sociedades a lo largo de la historia para poder tener a mano
un “mapa cognitivo” sobre el que atrevernos a esbozar un diagnóstico de la adecuación
y pertinencia analítica de las propuestas morales de Durkheim, Habermas y Rawls. De
esta manera, la organización de este último capítulo de conclusiones responderá a la
siguiente estructura: a) un primer apartado dedicado a “los estadios morales de la
evolución social”, en el que se vendrá a detallar de forma resumida y en clave históricoestructural, el tránsito funcional de las sociedades y sus respectivas moralidades
públicas; b) un segundo apartado dirigido al análisis de las propuestas de Durkheim,
Habermas y Rawls en torno al problema de la moralidad pública en las sociedades
modernas; y c) un tercer y último apartado en el que se vendrán a enumerar las
conclusiones finales que se pueden colegir de una “moralidad pública” para las
sociedades modernas.
a) Los estadios morales de la evolución social.
En los términos de una determinación moral de las sociedades en su devenir
histórico, quizás quien mejor ha sabido captar los diferentes sesgos en la naturaleza de
la misma ha sido S. N. Eisenstadt en su apropiación de las épocas axiales de K. Jaspers1.
Las épocas pre-axiales serían aquellas correspondientes al hecho fundacional de las
sociedades, que se instituyen en el mismo momento de “simbolización sagrada” de las
realidad natural y social de la práctica ritual mágico-religiosa. La sociedades axiales
serían aquellas que crean una ruptura de niveles en la significación de la realidad, entre
un mundo profano y un mundo sagrado, y que se corresponderían, fundamentalmente,
con la época de instauración e implantación de las grandes religiones universales. Por
último, las sociedades post-axiales serían aquellas en las cuales, en virtud de una
secularización de los universos simbólicos de vivencia, se manifiesta una disolución de
las grandes metanarrativas sagradas a favor de una creciente racionalización
sociocultural y diferenciación de esferas de valor en los términos de Weber.
En cierta manera, la descripción de las sociedades pre-axiales se ajusta con bastante
exactitud a la que ya tuvimos ocasión de analizar con Durkheim sobre los cultos
totémicos en las sociedades primitivas, salvo por la atribución religiosa con su
correspondiente separación de los niveles sagrado/profano de la realidad a las
primeras prácticas rituales por las cuales la realidad natural y social se instituye de
significado2. La numerosas evidencias empíricas registradas por los antropólogos de
1
Ver, Jaspers, K., Origen y meta de la historia, Gedisa, Barcelona, 1990, y La psicología de las
concepciones del mundo, Gredos, Madrid, 1967; Eisenstadt, S. N., “Introduction. The Axial Age
Breakthroughs: their characteristics and origins”, en Eisenstadt, S. N. (ed.), The Axial Age Civilitations,
Albany, Nueva York, 1986. Para una utilización del concepto desde la óptica de la contingencia social,
ver: Beriain, J., “La contingencia como valor propio de la modernidad”, en J. Beriain, La lucha de dioses
en la modernidad, Anthropos, Barcelona, 2000.
2
En la necesidad de fundir en un mismo origen la simbolización de la realidad sagrada como primera
forma de ideación colectiva y de la realidad social, Durkheim necesitaba buscar un culto primitivo en el
cual el objeto de culto el tótem fuese al mismo tiempo un símbolo de la naturaleza sagrada fuente
de la ideación social con un superioridad moral sobre la individual y de la sociedad misma el tótem
representa la bandera toponímica de cada clan, por lo que no tendrá el menor reparo en afirmarse en la
422
campo, apuntan en la dirección de una etapa mágica anterior a la religiosa, en la cual se
proyectaría sobre la facticidad material otra realidad de carácter ideal-espiritual, de la
que se puede colegir una explicación de los fenómenos naturales en términos mágicos3.
A partir del descubrimiento “numinoso” de la naturaleza a través de la aisthesis, y de su
posterior reglamentación en los rituales mágico-catárticos de acceso a la “realidad del
imaginario”4, la experiencia sensitiva se transforma en experiencia cognitiva que puede
ser representada e interpretada socialmente. El mana aparece como en un “hecho social
total”5, en virtud del cual se produce una consubstancialización simbólica entre la
realidad natural, la realidad social y la realidad ideal-sagrada-divina de los mitos
como representaciones o figuraciones ejemplares de cómo debe comportase la
realidad6, dónde el kosmos-nomos y el ethos devienen la bóveda y las columnas que
definen y sostienen respectivamente el universo7. El pensamiento mitológico, que por el
contrario de la lógica científica se nos manifiesta como una forma intelectual de
bricolage en la que se ensamblan los diferentes niveles de la realidad en una misma
unidad experiencial de sentido8, nos dejaría constancia de la necesidad “estructural” del
pensamiento humano para vivir dentro de un orden9, y abrirse de este modo al
conocimiento aunque por el momento tan sólo se trate de una anticipación del
hipótesis de la primogenitura del totemismo como la primera forma religiosa conocida. La magia, lejos de
representar una forma anterior, sería una derivación del totemismo. Lo curioso del caso es que uno de los
apoyos fundamentales de su teoría, como es el concepto de mana tomado de algunas investigaciones en
Polinesia ya analizadas por Mauss, no se presenta asociado al fenómeno del totemismo tanto como a las
prácticas mágicas, pues como ideación de una “cuarta dimensión” de la naturaleza la atribución de un
alma o naturaleza espiritual en la que las cosas adquieren explicación, es la condición de posibilidad
misma para dotar de sentido a la realidad.
3
Mauss, M., y Hubert, “Esbozo de una teoría general de la magia”, en Mauss, M., Sociología y
Antropología, Tecnos, Madrid, 1979, pp. 50 ss.
4
Esta primera forma social de reglamentar las relaciones con el imaginario, como descubrimiento de la
naturaleza espiritual propia, podría corresponderse, en opinión de A. Wallace, con un culto chamánico.
Ver, Wallace, A., Religion: an anthropological view, Randonhouse, Nueva York, 1966, pp. 65 ss, 84 ss.
Sobre el chamanismo, ver también Eliade, M., El chamanismo y las técnicas arcaicas de éxtasis, FCE,
México, 1986; Harner, M., La senda del chamán, Swan, Madrid, 1987; Furts, P., Alucinógenos y cultura,
FCE, México, 1980; Levy-Bruhl, L, La mitología primitiva, Península, Barcelona, 1978; Ries, J. (ed.),
Los ritos de iniciación, EGA, Bilbao, 1994; Amodio y Juncosa, (ed.), Los espíritus aliados: chamanismo
y curación en los pueblos indios de Sudamérica, Abya-Yala, Ecuador, 1991.
5
Mauss, M, “Ensayo sobre los dones: razón y forma del cambio en las sociedades primitivas”, en Mauss,
Sociología y Antropología, op. cit., p. 157.
6
Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, FCE, México, 1984, pp. 136 ss.
7
Geertz, C., La interpretación de las culturas, FCE, México, 1965, pp. 23-24. Como hemos visto por otro
lado, ésta es precisamente la caracterización de la moral convencional.
8
Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, op. cit., p. 43; Castoriadis, C., Los dominios del hombre: las
encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1995, pp. 71 ss.; Cassirer, E., Esencia y efecto del
concepto de símbolo, FCE, México, 1989, pp. 16 ss.
9
Lévi-Strauss, C., Mito y Realidad, Labor, Barcelona, 1984, p. 30.
423
mismo10. Los símbolos desplegados en el pensamiento mitológico tendrían además la
virtud de aprehender una “realidad total”, haciendo estallar la realidad sensorial
inmediata para proyectarnos hacia un “sentido” trascendente a la misma11.
Por el contrario, aquellos fenómenos naturales o comportamientos sociales tales
como la locura o la epilepsia que no pueden explicarse desde los esquemas mágicos
de interpretación de la realidad, serán atribuidos a un numen maligno, que es menester
exorcizar apelando a los “aliados” o protectores espiritual-mágicos que velan para que
el orden cósmico se mantenga12. La obligación normativa se manifiesta entonces como
un hábito ritualizado de “higiene mágica”13 contra las potencias oscuras del caos y el
inframundo, que amenazan con irrumpir en la realidad de los individuos
contaminándoles ésta es la interpretación mágica de la enfermedad, o atrayéndoles
al abismo de la “disonancia cognitiva”, dónde la realidad perceptiva se derrumba y deja
de tener el sabor familiar de lo conocido14. La función básica de la normatividad mágica
sería entonces la de posibilitar el despegue cultural de los homínidos al permitir, en
virtud de un conjunto de interdicciones o tabúes sobre como interaccionar con la
realidad caso ejemplar, según Lévi-Strauss, del incesto como posibilidad de las
primeras estructuraciones sociales en clanes familiares, un control de las pulsiones
instintivas de comportamiento preprogramadas genéticamente a favor de una
normatividad socialmente producida, que refuerza la organización social como
estrategia cultural de adaptación del homo sapiens a su entorno15. En definitiva, la
normatividad mágica supondría un hito en la evolución de las especies al presentarse
como un mecanismo de descarga emocional-instintivo que permite regular o
10
Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, op. cit., pp. 27-28.
Eliade, M., Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid, 1989, pp. 190 ss; Durand, G., La imaginación
simbólica, Amorrortu, Buenos Aires, 1971, pp. 12-13.
12
Lowie, R. H. Religiones primitivas, Alianza, Madrid, 1983, p. 38.
13
Tal y como lo especifica Mary Douglas, se trataría de “ahuyentar espíritus”, frente a la “eliminación de
gérmenes” moderna; ver Pureza y Peligro, Madrid, Siglo XXI, 1991.
14
Weber, M., Ensayos sobre sociología de la religión, Taurus, Madrid, 1983, vol. 1, p. 196. Ver también,
Otto, R., Lo Santo, Alianza, Madrid, 1991, pp. 23 ss.
15
Desde la biología del comportamiento animal se designa esta preprogramación genética como
“mecanismos innatos de liberación” (MIL) frente a señales-estímulo que desencadenan una reacción
instintiva ante circunstancias que nunca antes habían sido experimentadas, como por ejemplo el impulso
de huida ante el avistamiento de un depredador. Los rituales mágicos nos permitirían, precisamente,
revertir estas tendencias instintivas manejando las pulsiones emocionales que liberan diferentes estímulos
procedentes de la realidad natural, permitiendo una “reinterpretación simbólica” que da paso a la
conducta social. Ver, Campbell, J., Las máscaras de Dios, Alianza, Madrid, 1991, vol. 1, pp. 51 ss.
11
424
“reprogramar” socialmente la conducta de los homínidos, teniendo como principal
rendimiento cultural una significación simbólica de la realidad16.
No obstante, la propia estrategia de adaptación del homo sapiens a través de la
organización social, va a demandar un creciente despliegue de la “racionalidad
instrumental” en la división y especialización del trabajo, que a su vez va a requerir una
ruptura de niveles y de conocimientos sobre la realidad misma: el mundo profano y el
mundo sagrado17. El mana protector que ayudaba a los individuos a enfrentarse
“cognitivamente” a la realidad, se va a transferir a un mismo objeto-espíritu de culto
para todo el grupo social, en el que todavía se puede constatar una “alianza” elemental
entre la realidad natural, la realidad social y la realidad divina, que vendrá a
representarse como el centro del mundo18. El espacio que se le otorgará en la
organización social siempre se ubicará, en consecuencia, en el centro mismo de la aldea,
que de este modo va a adquirir un estatus sagrado, dónde, incluso, para poder
interaccionar con él, es necesario llevar a cabo una serie de “ritos de paso” que limpien
a los individuos de la mácula de su vida profana19. Los individuos que por el contrario
están encargados dentro de la creciente división del trabajo del mantenimiento de
dicho espacio social y de su vigilancia frente a posibles contaminaciones mundanas, por
su contacto más prolongado con el mismo, adquirirán también un estatus sagrado,
siendo considerados como sacerdotes hombre tocados por la gracia sagrada. Algunos
autores han tratado de ver, no sin ciertas dosis de especulación por otra parte
inevitable sin una máquina del tiempo, una cierta forma de transición entre los cultos
16
Sería problemático asociar este primer estadio normativo con la conciencia moral pre-convencional o
egoísta, aunque ciertos elementos comunes en su caracterización pudieran licitar su comparación.
17
En los términos de Habermas, si en la etapa anterior los mundos objetivo, social y subjetivo aparecían
estrechamente fundidos en una misma interpretación de la realidad, con la división entre un mundo
profano y un mundo sagrado se produce una cierta separación del mundo objetivo en cuanto percepción
de su realidad distintiva y su organización cognitiva como conocimiento técnico o instrumental
respecto del social-normativo y subjetivo, que si aparecen vinculados en una misma interpretación
religiosa sobre el mundo sagrado. Como vamos a ver, la unión entre la normatividad social y la subjetiva,
característica de la moral convencional, se patentiza como un camino de salvación que vehiculiza y
subordina la ética existencial al mantenimiento de la normatividad social.
18
La conceptualización que realiza Durkheim sobre los tótem como objetos-sujetos en cuanto tienen
una existencia espiritual propia de culto, sería equiparable al concepto de Axis Mundi que acuña M.
Eliade, que se presencializa como el centro y origen por el cual la realidad vino a la existencia. Ver, M.
Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, Barcelona, 1985, p. 38. Tillich también será de la opinión de que
el enfoque cognitivo religioso viene posibilitado por la consubstancialización ontológica y cosmológica,
correspondiente a lo que Eliade denomina “mitos cosmogónicos”; Tillich, P., Teología de la cultura y
otros ensayos, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, p. 14.
425
chamanistas-mágicos y los cultos propiamente religiosos en el creciente monopolio por
parte de chamanes profesionales de las tareas de sanadores y limpiadores de malos
espíritus de las emergentes comunidades político-familiares20. Los chamanes
profesionales acabarán de este modo por convertirse en “profetas” o mensajeros del
“espíritu guardián” o aliado heredado por su linaje chamánico, que terminará por
erguirse como el espíritu guardián de todo el grupo, posibilitando el giro de la
manifestación de fuerzas mágicas al de un culto religioso, con su correspondiente
sentido de afiliación a una “comunidad de fe” o Iglesia en los términos en que la
define Durkheim21.
De todas maneras, dónde se va a manifestar de forma ejemplar esta ruptura de
niveles de la realidad profana/sagrada que caracteriza a las civilizaciones axiales, va a
ser en las grandes religiones universalistas, dónde, en los términos de Weber, dichas
realidades se “racionalizan” como un mundo terrenal de imperfección y sufrimiento, y
un mundo espiritual de perfección y gracia divina, al que los individuos sólo pueden
aspirar a llegar a través de un camino ético de salvación22. La moral convencional va a
encontrar en estas formas religiosas su principal anclaje estructural dentro de las
“sociedades tradicionales”, manifestándose sobre los individuos con una “autoridad
moral” que vela por la adecuación de los comportamientos al objetivo realizativo
supremo de la “salvación”. La ética existencial queda íntimamente imbricada con el
orden normativo que regula la organización social, tendiendo puentes de plenitud de
sentido a la acción más allá del mero intercambio de pruebas de estima mutua que
refuerzan la personalidad. En los términos de Geertz, se produce una “interpretación
densa” de la realidad, capaz de inscribir y acoger a los individuos dentro de un universo
con sentido, que les proyecta hacia el reconfortante horizonte de una plenitud
19
Ver: Van Gennep, A., Los ritos de paso, Taurus, Madrid, 1986; Turner, V., El proceso ritual, Taurus,
Madrid, 1988.
20
Wallace, ferviente partidario de esta hipótesis, intenta correlacionar causalmente estas nuevas formas
religiosas a las crecientes necesidades de especialización del trabajo de los asentamientos proto-agrícolas
con una organización social más compleja; Wallace, A., op. cit., pp. 25 ss, 110 ss. M. Harris también se
hará partidario de esta interpretación desde su metodología del materialismo cultural: Harris, M., El
materialismo cultural, Alianza, Madrid, 1982; Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, Alianza
Madrid, 1989; Introducción a la antropología general, Alianza, Madrid, 1988.
21
Sobre la especialización del chamanismo hacia el “profetismo”, como inicio de los cultos religiosos,
ver: Cassirer, Esencia y efecto del concepto de símbolo, FCE, México, 1989, p. 175; Evans-Pritchard, E.,
La religión Nuer, Taurus, Madrid, 1982, pp. 51 ss.
22
Weber, M., Economía y Sociedad, FCE, México, 1978, pp. 412 ss.
426
existencial frente a los sufrimientos de un mundo cotidiano contingente23. La
contaminación ya no se produce por la influencia de potencias maléficas aunque
todavía quede un pequeño residuo religioso en el fenómeno de la posesión y el
exorcismo como terapia, sino por la debilidad de la naturaleza carnal-pecadora del
hombre, que lo aleja de la redención para congratularse en los placeres “egoístas”
mundanos. Como bien nos aleccionara Durkheim, la realización personal de los
individuos aparece en este tipo de moral convencional supeditada a las necesidades del
mantenimiento normativo de la Conciencia Colectiva, que, en virtud de su imposición
sobre las conciencias individuales con la autoridad de lo sagrado, asegura la existencia y
permanencia de la organización social misma, suscitando una solidaridad “interna”
entre los sujetos sin la cual las necesarias desigualdades de la estructura social como
forma adaptativa de la especie a su entorno bajo el “modo de producción” agrícola no
podrían sostenerse.
No obstante, el vínculo individuo-sociedad característico de esta moral
convencional, se va a encontrar tensionado desde dos extremos diferenciados de la
estructuración social del mundo profano: la división del trabajo social, con su
correspondiente desarrollo del conocimiento técnico-instrumental, y la organización del
poder político, con su correspondiente legalidad normativa pública-obligatoria bajo la
amenaza de sanciones punitivas.
La primera de estas tensiones en manifestarse en el decurso histórico habría sido la
larga contienda entablada entre el poder político y el poder religioso por el control de la
gestión pública del orden normativo. En realidad, en las condiciones de una
organización productiva agrícola, el conflicto era más una disputa conyugal que una
amenaza de divorcio, puesto que al venir ambas a reglamentar el mismo tipo de vínculo
normativo individuo-sociedad, se necesitaban mutuamente para aplicar la capacidad de
sanción del poder militar-fáctico y legitimar simbólicamente ante la población el
ejercicio de dicho poder. Como haría patente San Agustín con la doctrina de los dos
reinos, el equilibrio entre estos dos poderes se mantendrá en Europa a lo largo de toda la
época medieval, donde los señores feudales conservarán el control militar avalado en
23
Geertz, C., La interpretación de las culturas, op. cit., pp. 111 ss.
427
la superioridad de la caballería pesada nobiliaria y los castillos para su defensa24 y la
Iglesia un control “moral” y escolástico como monopolio sobre la adquisición y
gestión del conocimiento sostenido por individuos célibes (sin compromisos familiares)
dispensados de la carga del trabajo manual, e indispensables por añadidura para la
administración político-económica sobre el resto de la población.
La segunda de estas tensiones procede de lo más oscuro del mundo profano al
menos en el sentido de carecer de una proyección normativa pública, como resulta de
una lenta pero progresiva división y especialización del trabajo. Desde el punto de vista
histórico, frente al mundo rural campesino de la mayor parte de la población en las
sociedades agrícolas, la especialización del trabajo en profesiones independientes tuvo
lugar en los centros urbanos, verdaderos nodos neurálgicos de la coordinación social y
transacción económica25. La población que podía verse exonerada del trabajo agrícola
era directamente dependiente de la productividad y capacidad de explotación de los
terrenos dedicados a tal fin, y a la extensión territorial que pudiese abarcar un régimen
político, con su correspondiente implantación fiscal. Así, el desarrollo urbanístico que
llegó a alcanzar la ciudad de Roma durante el Imperio Romano, sólo pudo superarse en
los disminuidos reinos feudales europeos con la acumulación de pequeñas innovaciones
agronómicas que incrementaban la productividad de las explotaciones, y no sin el riesgo
de que, ante periodos de pronunciadas malas cosechas, se produjeran grandes desastres
de mortandad agravados por enfermedades epidémicas. Con la emergencia de las
grandes urbes de los imperios por la acumulación de la riqueza procedente del mundo
agrícola, se empezó a gestar también una nueva clase social de “burgueses”, a partir de
la cual se acentuarán los ritmos de la división y especialización del trabajo y del
conocimiento técnico para desarrollarlo26. Con las ciudades también se va a posibilitar
la existencia, al amparo de los círculos cortesanos, de nuevas clases de inteligentzia
24
Sobre la influencia de la tecnología en sus aplicaciones bélicas y la estructuración social feudal,
procedente del monopolio de un armamento superior por parte de una casta guerrera, ver: McNeill, W.H.,
La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 a.c., Siglo xxi, Madrid,
1990.
25
En lo que sigue, se ha tomado la referencia básica de H. Pirenne, en sus libros: Las ciudades en la Edad
Media, Alianza, Madrid, 1972; Historia de Europa desde las invasiones hasta el siglo xvi, FCE, México,
1942, Historia económica y social de la Edad Media, FCE, México, 1939; también, Parker, G., Una
Introducción a las fuentes de la historia económica europea 1500-1800, Siglo XXI, Madrid,1985.
26
Como se sabe, el término burgués para describir a los residentes en las ciudades procede de la
estructuración de las ciudades medievales europeas en “burgos” o corporaciones profesionales, que por
428
artística, filosófica y científica, aunque todavía no con una diáfana diferenciación entre
ellos por su función básicamente de entretenimiento palaciego, y por quedar siempre
bajo la desconfiada vigilancia eclesiástica, en permanente guardia ante la emergencia de
nuevas cepas de corrupción simbólica a las que pudiera exponerse la salud de la moral
pública encarrilada hacia la salvación.
En estimación de N. Elias, se puede apreciar como a partir del siglo XII se produce
en la Europa Medieval una concentración de artesanos y comerciantes al resguardo de
las fortalezas y centros administrativos de los grandes señores territoriales, que al darse
cuenta de la nueva fuente de ingresos fiscales que suponían con independencia de la
riqueza agrícola, les ofrecerán condiciones favorables para su implantación, acelerando
así el proceso de concentración, y de paso su hegemonía económico-militar respecto de
la competencia de otros señores feudales27. Se va a producir rápidamente un
movimiento dinámico de urbanización de la vida social, que va desplazando de la esfera
de influencia política a la pequeña aristocracia nobiliaria, que no tienen más remedio
que convertirsen en “clientes” de las grandes cortes caballerescas feudales, que pasan a
convertirse así en verdaderos “dominios de representación” del poder político y
económico de cada región, al tiempo de potenciales centros de mecenazgo artístico y
literario28. En torno a este siglo, se va a producir también una progresiva concentración
de monopolios sobre diferentes mercados por parte de los principales “monarcas”, que
van a posibilitar la aparición de emergentes Estados como órganos centrales de la
administración pública29, derivando en un desequilibrio de fuerzas que se tornará
irrevocable con el vertiginoso avance de la monetarización y comercialización del siglo
XVI, y en el que la incipiente inteligentzia y la nueva burguesía participarán
activamente como aliados frente a las antiguas fuerzas centrífugas feudales30.
un lado atesoraban y administraban los conocimientos técnicos para el desempeño de su trabajo, y por
otro, en la formación de “barrios”, irán ganando en autonomía política para su autoorganización.
27
Elías, N., El proceso de la civilización, FCE, México, 1993, pp. 311 ss.
28
Como constata Elías, estos centros cortesanos van incluso a disputarse a los más afamados e insignes
representantes de la poesía trovadoresca, así como a los escultores, músicos y pintores de probada valía;
ibíd., pp. 320 ss.
29
Ibíd., pp. 344-355.
30
Ibíd., pp. 392-466. Elías no tiene en cuenta en los procesos de monopolio estatal el impacto de la
invención de la pólvora en la propia organización militar. Con las armas de fuego, la superioridad de la
caballería pesada y la armadura nobiliaria será muy rápidamente superada, y con los cañones, los viejos
castillos de estrechos muros obsoletos. La concentración de burgueses en grandes plataformas urbanas
puede venir influenciada también por el cambio que supuso la invención de los cañones sobre la noción
de murallas seguras. Frente a las fortalezas medievales construidas en vertical, las nuevas murallas debían
ser más bajas y gruesas para soportar el impacto balístico. Este tipo de amurallamiento requería de fuertes
429
Sin embargo, no pasará mucho tiempo hasta que esta nueva administración civil
choque de nuevo, pero desde una diferente posición de poder, con la administración
eclesiástica31. La burguesía tratará de crear sus propios centros de formación y
conservación del conocimiento, que, aun en muchos casos bajo las sombras de
sociedades secretas, le disputarán a las organizaciones religiosas su monopolio sobre la
posesión exclusiva de la producción y gestión del conocimiento32. Pero es que, además,
como fieles representantes de un vínculo “cofraterno” individuo-individuo basado en la
igualdad, el proyecto de secularización del poder administrativo público va a llevar
aparejado también un proyecto propio de “ilustración” de toda la sociedad como
emancipación de la tutela doctrinal eclesiástica sobre el pensamiento. La persecución
inquisitorial de la religión sobre la ciencia en defensa del dogma, se va a cebar en
aquellos integrantes de la misma de convicciones ateas, que, en su arrogancia
racionalista, auguraban, como Nietzsche, la muerte de un pensamiento revelado.
Las sociedades post-axiales van a encontrar su lugar histórico, precisamente, en
este proceso de modernización estructural y secularización del orden normativo público,
cuya principal fuente simbólica de legitimación procede del vínculo asociativo
inversiones económicas que sólo los grandes centros urbanos podían permitirse financiar. Por otra parte,
la rápida implantación de la pólvora en la organización militar, con sus consecuentes transformaciones
sociales, resultaba una necesidad en una Europa continuamente en guerra entre diferentes
“colectividades” conscientes de una cierta identidad socio-cultural no hace falta recordar su original
procedencia en los pueblos nómadas de las invasiones bárbaras, que sentían una especial predilección por
la guerra y el pillaje como estrategia social adaptativa. La explicación de por qué será precisamente en
este medio de reinos en continua competencia bélica dónde primero se desarrollará la utilización de la
pólvora para uso militar, en detrimento de otros imperios que como el Chino tenían un conocimiento
ancestral sobre su existencia, se encuentra en la propia exigencia de supervivencia entre pueblos en
permanente estado de guerra como una forma de comunicación-confrontación ineludible. El imperio
Chino, con artificios como el de la Gran Muralla, precisamente había intentado por todos los medios
cerrarse sobre sí mismo, produciendo con ello pese a las continuas guerras civiles un aislamiento
frente a otras formas de organización social y militar, que no le presionarán para la adopción de la pólvora
hasta que ésta venga a visitarles durante la colonización europea. Sobre la “polemología” como fenómeno
sociológico de primera magnitud y relevancia para el cambio social, ver: Bouthoul, G., La guerra, Oikostau, Barcelona, 1971. Sobre el cambio de la pólvora en las estructuras militares y sociales en la Europa
Medieval, ver: Parker, G., The Military revolution, Cambridge University Press, Cambridge, 1996; y en,
Europa en crisis, 1598-1648, Siglo XXI, Madrid, 1986.
31
Elías, N., El proceso de la civilización, op. cit., pp. 408 ss.
32
En esta lucha oculta por el control de la gestión del conocimiento social tuvo una gran repercusión la
invención de la imprenta, a partir de la cual la producción de los libros, como vehículos de transmisión
del conocimiento, dejaron de estar en manos de los copistas y escribas monásticos, facilitando el acceso a
los mismos para una mayor “público”, aunque también limitado a las pocos segmentos sociales con la
instrucción suficiente para leer y escribir, que se convertirán en una nueva élite ilustrada. Ver, McLuhan,
H., La Galaxia Gutenberg, Aguilar, Madrid, 1969, pp. 187-195; Luhmann, N., “La diferenciación
evolutiva entre sociedad e interacción”, en Alexander, J. y otros (ed.), El vínculo micro-macro,
Universidad de Guadalajara (México), Guadalajara, 1994, p. 149-151; Luhmann, N, Sistemas Sociales,
Anthropos, Barcelona, 1998, pp. 276, 299-300, 382-384.
430
individuo-individuo en el que se fundaba el autogobierno de los burgos urbanos.
Cuando la relación de fuerzas entre los monarcas “absolutistas” y sus aliados burgueses
empiezan a desequilibrarse hacia estos últimos frente a la anterior hegemonía de las
fuerzas centrífugas de la aristocracia rural, ante las cuales el monarca se presentaba
como
un
puente
de
equilibrio,
se
producirán
diferentes
movimientos
“revolucionarios” que transformarán radicalmente las estructuras sociales socavando los
viejos privilegios nobiliarios y monárquicos. La forma histórica que tomó esta
reducción del poder absolutista de los monarcas es de todos conocida: los sistemas de
Carta. Con esta nueva fórmula de lealtad al poder, sobre la que se inspirarán las teorías
del Contrato Social, los burgueses conseguirán imponer su nueva forma de “legalidad
contractualista” como expresión del vínculo individuo-individuo frente al de la
designación divina del Absolutismo un vínculo de sumisión individuo-sociedad, al
tiempo que consiguieron dejar de lado la legitimación religiosa del poder político. Junto
con la progresiva industrialización de los burgos, y su creciente importancia en la
organización del poder político-militar, se van a producir dos fenómenos sociales que
pondrán en sus manos definitivamente el poder político e ideológico. Estos dos
fenómenos son los nacionalismos y la secularización.
La identificación de los Estados absolutistas con una nación, habiendo surgido de la
descomposición de los imperios, tiene dos fuentes de manifestación. La primera de ellas
proviene del creciente monopolio por parte de los monarcas de un ejército profesional
equipado con armas de fuego, y al que los señores feudales no podían presentar
oposición. Los viejos castillos medievales dejan de tener utilidad para la defensa del
territorio ante su manifiesta vulnerabilidad balística y su concepción de una guerra
defensiva, frente a la concepción de guerra ofensiva de ejércitos cada vez más
numerosos y mejor pertrechados. Las fortalezas feudales tienden a desaparecer para
dejar su lugar a grandes recintos amurallados urbanos y palacios cortesanos. Pero, al
mismo tiempo, la nueva forma de hacer la guerra, con una gran movilidad de infantería
en detrimento de la caballería, va a demandar una mayor participación de los
ciudadanos libres urbanos en la composición de los mismos, dónde las guerras se van a
manifestar, cada vez en mayor medida, como guerras de toda una nación movilizada
para el esfuerzo bélico. Esta nueva concepción de “guerra total” va a imponerse tras la
Revolución francesa y las posteriores guerras napoleónicas, adquiriendo su más
431
fidedigna expresión durante las dos guerras mundiales33. La segunda fuente procede de
los propios movimientos burgueses, donde su identificación nacional era una necesidad,
frente a la fragmentación en centros de poder feudales, para obtener una mayor
influencia como poder político propio, y hacer de paso frente a las pretensiones
absolutistas de los monarcas como se demuestra en la nueva acuñación ideológica de
sus gobiernos como “despotismo ilustrado”. La identificación nacional contendrá así
una reivindicación de “soberanía popular”, que será llevada a su máxima expresión
durante la Revolución francesa y la instauración de una República como forma de
gobierno. De esta manera, frente a la lectura del Estado público por los regímenes
monárquicos como una mera agencia administrativa de su poder absoluto frente al resto
de la sociedad, los movimientos revolucionarios burgueses verán en el mismo un
representante de la “soberanía nacional” compartida por toda la sociedad libre-burguesa.
La legitimación del poder político también se transformará de un apoyo basado en la
moral convencional de carácter religioso supeditación de los individuos al
representante de la sociedad por designio divino, a un “Contrato Social” firmado
primero entre individuos y el representante de la corona sistema de Carta, y,
segundo, como una soberanía compartida bajo una forma democrática de gobierno
vínculo “contractualista” individuo-individuo34.
La construcción de los Estado-nación va a llevar a aparejada, en su faceta de las
soberanía nacional, un proceso de secularización de la esfera pública-política y de
privatización de las confesiones religiosas35. Como hemos visto, esta necesidad era
doble, pues, por un lado, la legitimación religiosa del poder político es desbancada por
la legitimación “racional-democrática”, y, por otro lado, el propio desarrollo industrial y
económico en el que la burguesía cimentaba su fuerza política requería de un
despliegue del conocimiento técnico y científico, que las formas de disciplina moral
religiosa entorpecía con el encono del instinto de supervivencia. La teoría de la
33
Sobre el concepto de “guerra total”, ver: Vestringe, J., Una sociedad para la guerra, CIS, Madrid,
1990; Hamon, L, Estrategia para la guerra, Guadarrama, Madrid, 1969.
34
No voy a entrar en la influencia de los movimientos obreros en la radicalización democrática del
concepto de soberanía popular, tan sólo me voy a limitar a registrar su innegable influencia para no
distraernos con excesivas complejidades.
35
Rawls es de la opinión de que, precisamente, en este proceso se encuentra el origen del pluralismo
moderno; ver: “Introduction” en Political Liberalism, Columbia Univ. Press, Nueva York, 1993, pp. xxiv
ss. Ver también: Lübbe, H., “Estado y religión civil” en Filosofía práctica y teoría de la historia, Alfa,
Barcelona, 1993, pp. 92 ss.
432
secularización36 de Weber nos dejaría constancia de cuatro procesos imbricados
simultáneamente en la disolución de los sistemas de clasificación religiosos medievales,
hacia una mundo estructural y simbólicamente organizado en términos profanos37. El
primero de ellos lo supuso la reforma protestante, que destruyó la pretensión de unidad
de un Iglesia universal ante el poder político, y que sirvió de paso para reforzar el
ascenso y papel llamado a desempeñar por la burguesía al transformar la ética de la
salvación de la llamada o vocación religiosa, por una ética secular del trabajo como
vocación profesional con la ética “intramundana” se desdibujan los límites
axiológicos de los mundos sagrado y profano, pues la posibilidad de salvación
únicamente puede ser alcanzada por mediación del trabajo en el mundo profano. El
segundo de estos movimientos fue la consolidación de Estados públicos secularizados,
que, como ya se ha comentado, tuvieron su origen en una nueva clase de funcionarios
dependientes de los monarcas absolutistas en la administración de diferentes
monopolios frente a las administraciones feudales y eclesiásticas, como pudieron
ser, especialmente, el de los medios de sanción violenta, el de la recaudación fiscal y el
de la monetarización dentro de un mismo territorio. En las posteriores revoluciones
liberales, la nueva clase urbana burguesa querrá asumir un mayor protagonismo
político, teniendo que entrar en una confrontación directa con las iglesias en buena
parte “nacionalizadas” tras la emergencia de los Estados absolutistas en el aspecto de
la legitimación del poder político. La tercera de las fuerzas que irrumpirán en este
escenario histórico será el capitalismo como nueva forma de reestructuración
económico-industrial —la revolución capitalista—, que promocionará, frente a la moral
austera y diligente de los primeros burgueses procedente de la ética protestante, el
espíritu de lucro y el valor del bienestar como sus principales valores existenciales para
la “vida buena”38. Con su desarrollo en las sociedades de masas de producción
estandarizada, el espíritu “materialista” del consumo y del despilfarro como signo de
36
El proceso de secularización tendría su origen, precisamente, en la misma diferenciación axiológica
entre un mundo sagrado y un mundo profano desgajado del anterior, donde el ámbito secular estaría
referido a las distintas labores que llevaban a cabo los emisarios eclesiásticos en las actividades propias
del mundo profano.
37
Para una interesante y sugerente visión del proceso de secularización en clave weberiana, se puede
consultar: Casanova, J., Public religions in the modern world, University of Chicago, Chicago, 1994 (hay
traducción española: Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid, 2000).
38
Para esta transformación entre los dos tipos de burguesía por efecto del capitalismo, ver: Sombart, W.,
El burgués, Alianza, Madrid, 1972.
433
distinción social atravesará toda la sociedad, dónde el dinero, como nuevo ídolo, se
va a manifestar en los términos de Burke y en virtud de su omnipresencia como el
“sustituto técnico de Dios”39. La última fuerza impulsora de la secularización
comparecerá bajo la forma de una revolución científica, que primero al amparo de
sociedades secretas bajo la vigilancia eclesiástica, y segundo como un “proyecto de
Ilustración” de inevitable beligerancia contra la verdad revelada, será asumido por los
propios Estados absolutistas y liberales en su disputa con las instituciones eclesiásticas
por el control de la “Opinión Pública” y la legitimación política, para finalmente
conseguir arrebatar a la Iglesia su papel funcional como gestora del conocimiento
social40.
A la par del desarrollo científico, de la especialización administrativa del poder
político y del capitalismo, va a eclosionar un proceso de estructuración social nunca
visto hasta la fecha, como no es otro que la radicalización del proceso de la
diferenciación funcional, y la emergencia de “medios generalizados de comunicación”
para su regulación sistémica. La importancia de este fenómeno radica en una nueva
forma de vinculación individuo-sociedad ajena a su definición normativa, y que se ubica
exclusivamente en el mundo profano. Como bien intuyera Durkheim con su concepto de
la solidaridad orgánica, y posteriormente Luhmann con su teoría de una evolución de la
integración social desde los sistemas de interacción hacia los sistemas sociales, los
vínculos que enhebran a los individuos a las sociedades complejas ya no vienen a
articularse normativamente, sino funcionalmente. La normatividad social pasa a
ubicarse en un sistema social propio, como es el sistema jurídico pero dependiente
del sistema político organizado en torno al medio especializado de comunicación
“poder”, que de este modo se distancia de los sistemas de interacción
simbólicamente estructurados del mundo de la vida; es decir, que las necesidades
de reproducción social-normativa que mantienen la cohesión social, ya no se van a
cargar sobre el sistema de la personalidad prescribiéndole unos moldes obligatorios bajo
39
Ver: Burke, K., A Gramar of Motives, Berkeley, 1969, pp. 108-113; Simmel, G., La Filosofía del
dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977.
40
Frente al proceso más calmado de reconocimiento público de las instituciones científicas en los países
protestantes, en los países de herencia católica el proceso de “ilustración” va a adquirir un manifiesto y
beligerante carácter antirreligioso, que se va a patentizar en la lucha por el control secular de la enseñanza
pública. Sin ir más lejos, R. K. Merton, en su conocido trabajo: Ciencia y Técnica en la Inglaterra del
siglo XVII, esbozará la afinidad electiva existente entre el puritanismo y el desarrollo científico.
434
la forma de una ética de salvación41. No obstante, los vínculos individuo-individuo
entablados por los actores sociales en sus acciones, van a trascender su interacción
presencial para alcanzar repercusiones sistémicas, cuya agregación de efectos no
pretendidos de acción cristalizarán en una nueva “realidad” orgánico-funcional42. En los
términos de Habermas, si en la moral convencional se habría producido una separación,
en cuanto construcción de un conocimiento especializado, del mundo objetivo
conocimiento técnico-instrumental profano respecto de los mundos socialnormativo y subjetivo conocimiento moral-religioso sagrado, en la moral postconvencional se van a producir las condiciones sociales necesarias para que el mundo
social-normativo y el mundo subjetivo se separen a su vez como esferas de
conocimiento diferenciadas43. De este modo, el vínculo normativo que une a los
individuos respecto de la sociedad, se va a distanciar de cualquier pretensión “éticoexistencial”, aunque desde el punto de vista del poder va a necesitar todavía de un
fundamento simbólico de legitimación “abstracto”, que ya sólo puede ser construido en
términos racionales. La “moralidad pública”, como un principio racional de la
legitimación juridico-política, y la “eticidad existencial”, como proyecto axiológico de
la vida buena sobre el que se articula la identidad y se estabiliza el sistema personalidad,
se divorciarán para siempre en esferas independientes, dónde si la moralidad pública de
la integración individuo-sociedad va a aparecer simbióticamente aferrada a las
estructuras de reproducción del sistema político medio poder, la eticidad
existencial todavía seguirá residiendo en la privaticidad de los sistemas de interacción
individuo-individuo del mundo de la vida.
41
Esta distancia la que separa las necesidades de reproducción de los sistemas sociales de las
necesidades de reproducción del sistema personalidad es la que permitiría a los individuos descubrir su
propia subjetividad mediante un ejercicio de autoobservacion reflexiva, pues al separarse el mundo
social-normativo del mundo subjetivo, este último puede desarrollarse “autónoma” e independientemente.
42
Esta pretensión “orgánica” de la sociedad es una ambición que Luhmann no esconde para su teoría,
dónde la estructuración autopoiética de las sociedades en sistemas de conocimiento y acción, sin ningún
tipo de anclaje normativo o simbólico que trascienda los propios mecanismos de regulación de los
sistemas, se percibe como una realidad estructural-organizativa propia: la realidad orgánica social.
43
Como ya se ha comentado, esta diferenciación habermasiana tiene su origen en la diferenciación de
esferas de conocimiento y valor de Weber, que entiende que, en virtud de un proceso de racionalización
sociocultural, en la modernidad se produce una separación de las anteriores definiciones cosmológicoreligiosas de la realidad en tres esferas de conocimiento: la científica, la legal-normativa, y la artística
como expresión de la exploración de la propia subjetividad.
435
2. Las contribuciones de Durkheim, Habermas y Rawls al problema de la
moralidad pública moderna.
La cuestión que nos podemos plantear tras este pequeño croquis de la trayectoria de
la moral dentro del proceso de estructuración social, no es otra que preguntarnos si las
nuevas formas de administración del poder político referidas a la soberanía popular,
demandan o no demandan una moralidad propia; y, si es así, cuales pueden ser sus
contornos. Con el fin de hacer más diáfana esta cuestión, se puede consultar el siguiente
esquema, construido a partir de la sociedad en dos niveles y la teoría de la legitimación
de Habermas:
Sistemas Funcionales
(vínculo individuo-sociedad)
Racionalidad instrumental
Sistema Político
(orden legal-normativo público)
Durkheim
(Sociología)
Democracia
Habermas
Legitimación (moralidad pública)
(Racionalidad Comunicativa
/Democracia Deliberativa)
Rawls
Mundo de la Vida
(vínculo individuo-individuo)
(Liberalismo Político)
La primera cuestión que me gustaría abordar es la relación existente entre poder
político y la moralidad pública en la conformación de un orden normativo vigente para
toda una sociedad. La realidad social, a diferencia de la realidad natural, se instituye en
436
la misma praxis social por la cual la sociedad reproduce sus estructuras constitutivas y
los individuos se socializan en un mundo dotado de significado. Como tuvimos ocasión
de señalar en la crítica del vínculo ilocucionario de Habermas, la praxis social no puede
estabilizarse únicamente desde el plano cognitivo de los rendimientos pretéritos de
comunicación e interpretación, pues necesita también de una “legalidad” propia que
venga a delimitar unos límites infranqueables para la acción, respaldados por sanciones
empíricas administradas desde el poder político. Durante la etapa axial de una moral
convencional, los rendimientos comunicativos de interpretación de la realidad social
y en cierto modo también de la realidad natural fueron gestionados desde una
corporación eclesiástica, que se imponía sobre la racionalidad socio-cultural con una
“autoridad moral” vinculada a la revelación sagrada y la posibilidad de salvación
como máxima meta de la autorrealización personal. Por el contrario, en la etapa postaxial, se produce una escisión entre la moral pública y la eticidad existencial, que sería
precisamente la desencadenante según Habermas de la emergencia de una moral
post-convencional. El problema de esta fragmentación en el orden normativo, como ya
vimos en la defensa que realiza Habermas de una “moral cognitiva”, no es otra que
dejar de lado la cuestión de las motivaciones empíricas para la acción, imbricadas
internamente con una eticidad existencial, degradando con ello la moral a una mera
función de legitimación de la normatividad pública.
La legalidad, como articulación del orden normativo público con el respaldo fáctico
del poder político, lejos de venir ahora en las sociedades post-axiales a acaparar la
función de la integración social, se puede decir que siempre la ha retenido. Lo que han
cambiado son las “fuentes normativas de la moralidad pública” sobre las que se sostiene
su legitimación desde la praxis social, y más en las nuevas condiciones de un pluralismo
axiológico de formas de vidas coexistentes. La determinación de las particulares éticas
existenciales en las sociedades modernas se abandonará a la supuesta autonomía y
responsabilidad racional de cada individuo, que tendrá una total libertad de conciencia y
pensamiento para conformarla, bien bajo nuevos ropajes post-modernos ligados a
valores post-materialistas, bien a partir de una carrera de estatus anclada en valores
materialistas, o bien asumiendo las viejas éticas de salvación religiosas “privatizadas”44.
44
Sobre este nuevo rasgo de la modernidad que carga al individuo con la necesidad de elegir, ver: Berger,
P., Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad, Herder, Barcelona, 1994, pp. 90 ss; y
437
El rasgo característico de la nueva moral pública moderna sería, como creo que ha visto
correctamente J. Rawls aunque no comparta el modelo contractualista que ha
utilizado para darle forma, su definición política y su función prioritariamente
destinada a la legitimación del poder político. Aunque Habermas tratará de dotar a la
moralidad pública de una sentido “cognitivo”, fundamentado en la misma racionalidad
comunicativa que permite una autopercepción reflexiva idealizada como un yo
abstracto sin implicaciones intencionales para la acción como intereses vitales o
preferencias axiológicas, lo cierto es que al final tendrá que referirla, en sus
ambiciones “públicas”, al ámbito político como su principal escenario de realización, y,
concretamente, a la legitimación del orden normativo vigente.
Hecha esta pequeña aclaración, podemos pasar a analizar el esquema precedente.
Tomando por base inicial de nuestras reflexiones el análisis de Habermas de la sociedad
en dos niveles y su estudio sobre la crisis de legitimación, podríamos llegar al diseño
que se explicita como una doble fuente normativa del orden legal-público. Por el lado
de los requerimientos funcionales de la sociedad, tendríamos una demanda de
“racionalidad instrumental”, y por el lado del mundo de la vida, como escenario de la
“interacción” social, una demanda de legitimación sostenida sobre la base de una
“moralidad pública” compartida por todos los miembros de la sociedad45.
Las versiones que nos van a presentar Durkheim, Habermas y Rawls sobre la
“moralidad pública” para las sociedades modernas son diferentes por dos razones
fundamentales: a) por construir sus modelos teóricos desde presupuestos de la praxis
social diferentes; y b) por referir el proceso de legitimación hacia diferentes modelos
políticos de democracia: el nacional-republicano (Durkheim), el liberal (Rawls), y el
Un mundo sin hogar, Sal Terrae, Santander, pp. 63-68, 78 ss. Sobre el fenómeno de la privatización de la
religión, ver también los textos de T. Luckmann., La religión invisible, Sígueme, Salamanca, 1973, pp. 62
ss; y Razón, ética y política, Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 90-107.
45
No estaría de más recordar los dos tipos de acción social estipulados por Habermas en Teoría y praxis
como trabajo e interacción. La acción comunicativa, pese a acomodarse en el mundo de la vida para la
determinación de consensos de “interpretación”, no se identifica con la interacción, que como acción
social, tiene una base hermenéutica y/ó estratégica. También resulta pertinente recordar que el diferir los
consensos sobre el mundo objetivo a la misma acción comunicativa, el espacio del trabajo como “acción
funcional” queda referido al mismo espacio del mundo de la vida como fuente de conocimiento
consensual. Esta sería una consecuencia de negar la posibilidad, vista por ejemplo por Luhmann, de que
los sistemas sociales puedan establecerse como “sujetos de conocimiento” propios, con independencia de
los individuos como actores, llegando a la paradójica consecuencia de dejar sin referente de
fundamentación a la construcción de una realidad sistémica a la par de la realidad de la interacción
simbólica.
438
deliberativo o —como lo denomina en su disputa teórica con Rawls— “republicanismo
kantiano” (Habermas).
El modelo más limitado respecto a las necesidades de legitimación del poder
político es el durkheimiano. Al no creer que existiera una relación conflictiva entre los
“juicios de realidad” y los “juicios de valor” como objeto de estudio de la sociología,
ésta viene a arrogarse con la presunción de una “ingeniería social” capaz de ordenar
eficientemente la sociedad. El proceso de legitimación entre la praxis social y el poder
político queda roto, pues es la sociología la encargada de observar la praxis para
determinar su “normalidad de hecho”, y, a partir de ella, estipular la “normalidad de
derecho” para una sociedad en su estado de evolución. La legitimación se basa, en
consecuencia, en la creencia o “fe” en la capacidad de la ciencia para ordenar
correctamente las prácticas sociales según su naturaleza, dónde los individuos, en la
inferioridad de sus capacidades racionales respecto de la sociedad en su conjunto, sólo
pueden asumir dichas estipulaciones normativas por la “autoridad racional” con la que
vienen investidas. Al igual que el modelo de legitimación legal-racional de Weber, la
“autoridad” del derecho proviene de la “creencia” en la racionalidad del mismo, con la
particularidad de que su determinación es delegada en manos de “expertos” de una
ciencia de lo social. La solución dada por Durkheim al problema de la moralidad
pública adolece de esta misma “arrogancia” sociológica para ordenar correctamente la
realidad social. Frente a las tesis contractualistas de su anterior “solidaridad orgánica”,
Durkheim entiende que la moral sólo puede sostenerse en un fuerte vínculo
“convencional”, puesto de manifiesto por la sociología como una necesidad de cohesión
social para poner las prácticas sociales al servicio de una socialización en las
representaciones colectivas o ideales sociales por las que la sociedad misma se
autoconstituye simbólicamente como un “nosotros”, como una identidad colectiva. La
sanción legal deberá estar acompañada de los beneficiosos mecanismos de la
“efervescencia asamblearia” sobre la personalidad que inculcan en los individuos un
“co-rrecto” sentido existencial para la acción. La solución que consecuentemente
propondrá la sociología a los peligros anómicos de la corriente individualista procedente
de la división del trabajo social, no será otra que “socializar” las prácticas funcionaleconómicas, pues, según su diagnóstico, no estaban generando una adecuada
“solidaridad orgánica” interna entre los individuos —pasamos de la “normalidad de
439
hecho” a la “normalidad de derecho”. Esta solución pasaría por la reestructuración de la
organización social en “corporaciones profesionales” que llevasen a cabo tan necesaria
labor de moralización de la vida funcional al superponer la organización económica y la
organización política recordemos que las corporaciones profesionales serán
propuestas como unidades electorales para la representación política en una misma
estructura social-moral.
Rawls, por el contrario, parece seguir, en un primer momento, el camino abierto por
Durkheim de una solidaridad orgánica contractualista para la determinación de una
“moralidad pública”. El “sentido de la justicia” que pretende “reconstruir” en su Teoría
de la Justicia, se podría interpretar como ese factor elemental de “solidaridad interna”
que permite a individuos con diferentes intereses participar en la empresa cooperativa
de una misma sociedad. El vínculo social entablado por los individuos en la posición
original es un vínculo contractualista individuo-individuo, que toma asiento en el primer
principio de la justicia como equidad de la igualdad de derechos subjetivos, así como en
la aspiración a la igualdad de oportunidades según los méritos personales del segundo
principio de la diferencia junto a un mínimo social de bienes irrenunciables para las
peores posiciones de la estructura básica o división del trabajo. El giro dado en
Liberalismo político, hacia una definición de la Justicia exclusivamente en términos
políticos ante el problema del pluralismo axiológico en la sociedad civil, transforma el
vínculo social en un vínculo político, dilapidando el principio de “solidaridad interna”
de un sentido de la justicia que intentaba convertir a ésta en un “fin racional” en
sentido kantiano de una racionalidad práctica universal que guíe la praxis. La justicia
política se concibe en el “construccionismo político” como un primer estadio pro tanto
para la reflexión político-normativa, a partir del cual se podrían determinar los
principios que guíen la construcción de un “consenso político constitucional”. El
problema de esta formulación, respecto de la cuestión de la legitimación y la moralidad
pública, estriba en que el “juicio reflexivo” de la posición original no se toma de la
misma praxis social Mundo de la Vida, sino desde una “cultura política” dictada de
antemano por el filósofo o jurista, y que se manifiesta, respecto de las prácticas, como
un “consenso político básico”, semejante al de una Conciencia Colectiva de carácter
convencional-ideológico. Quién no esté de acuerdo con los valores liberales en los que
se sostiene dicho consenso como una “razón pública”, queda automáticamente excluido
440
de la actividad política, como lo demuestra el hecho de que todo representante político
deba jurar su lealtad a los principios constitucionales antes de tomar posesión de su
cargo.
De este modo, nos encontraríamos con una doble estructuración moral en las
sociedades modernas: una moral pública en torno a una “cultura política” liberal, y una
moral privada, asociada a las “doctrinas comprehensivas”, que conviven, no sin un
supuesto grado de conflictividad, en la sociedad civil. La presunción de neutralidad de
la cultura política respecto de las moralidades privadas principalmente retratadas
como confesiones religiosas sin embargo no es tal, pues éstas deben asumir la
prioridad de los valores políticos liberales sobre sus propias determinaciones normativas
acerca de la vida buena, como requisito previo para ser reconocidas políticamente como
“razonables” o correctas, y legalmente como instituciones sociales legítimas. En el
modelo democrático liberal encontramos, en consecuencia, una reversión de los
términos de la legitimación, que en vez de fluir desde la opinión pública hacia el poder
político, se imponen desde éste a la opinión pública, restando credibilidad, y toda
posibilidad de movilización política, a la emergencia de otras “culturas políticas”
adversarias con mayor sensibilidad hacia otros problemas de ordenación normativa —
como pueda ser el de la “justicia social”, que atenta contra el principio distributivo de la
meritocracia como forma prioritaria del reparto de los rendimientos netos de la
estructura básica. El orden normativo liberal adquiere, al igual que en Hobbes, una
bondad intrínseca en cuanto orden, ponderando en mucha mayor medida el “problema
de la estabilidad” del poder político, que el problema de la legitimación propiamente
dicho. Toda reivindicación política o legal, aunque se movilice desde el mundo de la
vida como desobediencia civil, deberá enmarcarse dentro los valores liberales
previamente asentados en la “cultura política” siquiera para ser aceptada como parte
del discurso político legítimo, que de este modo pasa a institutucionalizarse como una
verdadera “religión civil”.
Al contrario de Durkheim y Rawls, la teoría que Habermas despliega sobre su
particular y compleja conceptualización de la moralidad pública no admite una rápida
simplificación, pues entronca con el análisis mismo de los procesos sociales de
reestructuración de la modernidad en los niveles objetivo-funcional, normativo-social, y
subjetivo-reflexivo. Partiendo del esquema señalado, las fuentes normativas del derecho
441
moderno tendrían así, en la obra de Habermas, una doble entrada: la racionalidad
instrumental, procedente de los sistemas sociales vínculo individuo-sociedad, y la
racionalidad comunicativa, procedente del mundo de la vida, y que es la que nos ofrece
una medida de la legitimación de las “pretensiones de validez” normativas desde el
vínculo ilocucionario individuo-individuo46. A mi modo de entender, los principales
escollos de esta formulación serían los siguientes: 1) si la ética del discurso se puede
considerar una “moralidad pública”; y 2) si el derecho puede cumplir adecuadamente su
doble compromiso con la “facticidad” del poder político y la racionalidad instrumental
regulación-inclusión sistémica individuo-sociedad, y con la “validez” procedente
de la racionalidad comunicativa insita en el mundo de la vida integración
ilocucionario-cognitiva individuo-individuo.
1) Si se concibe la moralidad pública como un referente normativo asumido por “todos”
y cada uno de los actores pertenecientes a una sociedad, es decir, como un criterio
compartido de expectativas para la acción a partir del cual ésta puede coordinarse
normativamente, cabe preguntarse dos cuestiones: a) si la naturaleza del consenso
normativo básico puede ser indistintamente teleológica referente a valores o
deontológica referente a procedimientos sin que con ello cambie su función social
y forma de operar en la acción; y b) si una moralidad pública puede sostenerse
únicamente sobre un criterio cognitivo vínculo ilocucionario individuo-individuo
para determinar una “obligación normativa”, que tradicionalmente se ha estructurado en
torno a un vínculo “individuo-sociedad”.
1.a. El giro desde una fundamentación normativa de corte teleológico-convencional
hacia otra de corte deontológico-postconvencional, será vista por Habermas como una
consecuencia del proceso de subjetivización de la racionalidad moderna. En el proceso
46
La racionalidad instrumental sería portadora de los códigos de interacción con el mundo objetivo,
mientras la racionalidad comunicativa, como heredera de la racionalidad práctica kantiana, sería
depositaria de los códigos de interacción con el mundo social-normativo. Aunque el mundo de la vida
también acogería las manifestaciones “expresivas” de la subjetividad, vitales para la construcción de la
personalidad e identidad, la racionalidad comunicativa en su determinación reflexiva por la ética del
discurso descargada de intereses prácticos y preferencias axiológicas no se haría mensajera del mundo
subjetivo respecto de sus reivindicaciones normativas. Como ya hemos señalado hasta la saciedad, ésta es
una consecuencia de la separación entre la moralidad pública y la eticidad existencial en las condiciones
reflexivas de la modernidad.
442
de modernización, la moralidad socio-cultural deja de tener su fuente en la moral
convencional de una cosmovisión unitaria de sentido para fragmentarse en esferas
diferenciadas de conocimiento ciencia, derecho, arte que ya no revisten
implicaciones existenciales. El yo queda abandonado a sus propias fuerzas “reflexivas”
para construir su identidad, de dónde se produce una “subjetivización” de la
racionalidad práctica que debe guiar la conducta social. El yo reflexivo, sobre el que,
por ejemplo, se levantan los derechos subjetivos de la jurisprudencia moderna, se
convierte en un yo abstracto, sin ninguna vinculación o afiliación a alguna definición
particular de la “vida buena”. Pero, por ello mismo, frente a las tendencias a la
disgregación de universos de vivencia en el mundo de la vida, resulta de imperiosa
necesidad, si se quiere trascender la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental
profetizada por Weber y tematizada por la Teoría Crítica, reconstruir la racionalidad
social desde la “interacción”47, para que el hombre no se resigne así al papel de un
“creador creado”, y pueda tomar las riendas de una expansiva organización socialfuncional con riesgo de desbocarse48. Esta reconstrucción de la racionalidad social ya
sólo será posible en la modernidad, en opinión de Habermas, desde las condiciones
pragmático-universales que posibilitan la sociedad como comunicación.
El concepto que maneja Habermas de “interacción humana” para llegar a una razón
comunicativa, como tuvimos ocasión de ver en el análisis de la fundamentación
filosófica de su Teoría de la Acción Comunicativa, es altamente complejo. Por un lado,
se basa en el interaccionismo de Mead, que define la sociedad como una posibilidad
surgida de la misma interacción, cuyo rendimiento comunicativo no solamente se cuenta
como estructuras “intersubjetivas” de significatividad para su interpretación
componente hermenéutico, sino también en un proceso de “socialización” que
conforma a los actores desde la misma praxis en la que se relacionan y actúan entre sí
47
La necesidad de conceptualizar una racionalidad comunicativa frente a la instrumental nace
tempranamente en Habermas por la insuficiencia marxista de definir la naturaleza humana
exclusivamente desde el punto de vista del trabajo. Así, en Teoría y praxis, complementa la vocación del
hombre a autorrealizarse en su trabajo con la de autorrealizarse también en la interacción, que
precisamente es la fuente de las “distorsiones comunicativas” que llevan a una falsa conciencia
ideológica. La emancipación del hombre sólo puede conseguirse desde una comunicación libre de
distorsiones o coacciones, que de esta manera “libere” todo el potencial “reflexivo” de la esencia del
hombre como ser racional en la interacción misma.
48
Sobre la desesperanza por ponerle las riendas al Juggernaut de la diferenciación funcional en las
sociedades modernas, ver: Giddens, A., La Consecuencias de la Modernidad, Alianza, Madrid, 1990, pp.
142 ss.
443
movidos por sus propias motivaciones realizativas, dónde el yo se mira en el
espejo de la suma de reacciones del resto de participantes en la comunicación. Esto hace
que no se le pueda atribuir al hombre ninguna “esencia” finalista en su naturaleza antes
de que dicha interación-socialización se produzca, a cuyo través la personalidad se
realiza en la asunción crítica de las actitudes/roles de los otros participantes49. De hecho,
al retener el actor el momento “generativo” de la acción, pudiendo reaccionar de manera
diferente a los estímulos procedente de otros actores su posibilidad de aprendizaje,
los individuos tampoco se pueden reducir a meros epifenómenos de una realidad social
reificada, es decir, de una “racionalidad social” que se les impone por encima de sus
cabezas. La racionalidad que permite la estructuración de significados para la acción es,
de este modo, “intersubjetiva”, en la cual se vendrían a coimplicar las estructuras
sociales que median entre los actores sus roles sociales y funcionales y la
capacidad de aprendizaje como distancia reflexiva para modificar sus reacciones y
apropiarse cognitivamente de su propio rol.
En conclusión, la posibilidad de formular una racionalidad dada sobre la naturaleza
del hombre, pasa por la “reconstrucción” de la pragmática insita en la propia
comunicación intersubjetiva, que, a partir de las estructuras generativas universales del
lenguaje Chomsky, puede negociar intersubjetivamente las reglas de su
semantización desde diferentes marcos estructurales o “juegos del lenguaje”
Wittgenstein. La “esencia” del hombre se perfila entonces como una consecuencia de
las condiciones que posibilitan la comunicación social misma, es decir, no de manera
positiva según los valores “teleológicos” que, por ejemplo, prescribe dogmáticamente
una moral convencional para la vida buena, sino de manera negativa o reflexiva,
como parte de las bases deónticas o procedimentales que permiten que la comunicación
social se produzca.
La ética del discurso será, precisamente, la encargada de señalar las actitudes
“morales” contenidas en la racionalidad comunicativa para que ésta pueda realizarse
idealmente. Su necesidad, como “ética” moderna sin implicaciones existenciales, se
despliega ante el desmantelamiento de la posibilidad de una “moral convencional” de
carácter público, dónde la normatividad pública ya sólo puede armarse de una
49
Esta imposibilidad viene a truncar la pretensión de Kant de “construir” una racionalidad práctica innata,
incorporada en todo hombre en virtud de una naturaleza racional dada a priori, que además, en virtud de
444
correspondencia cognitiva desde una subjetivización reflexiva del yo la actitud
hipotética del discurso que permite a los actores distanciarse de su propios intereses y
preferencias
axiológicas,
que
atienda
exclusivamente
a
un
criterio
de
“universalización” de pretensiones de validez, que incluyen para su determinación a
todas las posiciones discursivas relevantes sostenidas por los participantes en dicha
comunicación la asunción de rol de un “otro generalizado”.
De todos modos, como el mismo Habermas puntualiza con los otros tres tipos de
acción social, la acción comunicativa sólo tiene lugar allí donde las definiciones de la
situación los consensos como “rendimientos pretéritos de comunicación” se tornan
problemáticas, y los actores tienen que volver a concordar los términos del contexto
social en el que después tienen que enmarcar el desarrollo de sus acciones el
problema
de
la
ontología
del
mundo
de
la
vida
dada
por
supuesta
“fenomenológicamente”, que en la modernidad ya sólo puede ser reconstituida
reflexivamente.
Hay otra pretensión sine qua non a la ética del discurso que todavía es más
polémica: la de atribuir al hombre, en cuanto ser racional, una predisposición “natural”
al entendimiento con sus semejantes, buscando un bien o “interés general” antes que la
realización de intereses de acción propios. Como ya vimos en el análisis de la obra de
Habermas, el concepto de una evolución de la racionalidad sociocultural, frente al de
un adoctrinamiento ideológico de acuñación marxista, elimina asépticamente la
posibilidad de una interferencia perlocucionaria alojada en el interior de la acción
comunicativa, que, por el contrario, si entrañaría una definición estratégica de la
situación en la promoción de ciertos intereses de acción. La dominación ideológica,
como habrían puesto de manifiesto por ejemplo Foucault con la microfísica del
poder y Bourdieu con las luchas simbólicas, es una motivación básica de los actores
cuando entablan una acción comunicativa que se dirige a ordenar normativa y
estructuralmente la sociedad; fenómeno social que no sólo vendría a dar una mejor
expresión de la naturaleza egoísta humana, sino también a explicar —mucho más
convincentemente— los conflictos ideológicos que atraviesan toda la historia de la
humanidad.
la transcendencia de un reino de fines racionales compartido por todo ser racional, sería universal.
445
En conclusión, podemos llegar a afirmar que, según Habermas, con el paso de una
fundamentación teleológica a una fundamentación deontológica la moral también muda
de naturaleza, desde una determinación convencional anclada en identidades colectivas
y convicciones éticas sobre la “autenticidad” y bondad única de una forma de vida
impuesta desde una autoridad moral-sagrada incuestionada, a una determinación
postconvencional en torno a principios universalistas y abstractos de conducta reflexiva,
y una definición post-identitaria del yo como “sujeto racional” carente de perfiles
axiológicos e intereses propios para la acción sus intereses, en la actitud reflexiva del
discurso, comulgarían con el “interés general”.
1.b. La segunda cuestión que se plantea a la pretensión de la ética del discurso como una
moralidad pública, es si su criterio cognitivo de vinculación ilocucionaria individuoindividuo puede generar adecuadamente un sentido interno de “obligación normativa”,
que tradicionalmente se articulaba como un vínculo individuo-sociedad. El argumento
en el que se sostiene la obligación normativa de la ética del discurso se vertebra sobre
dos tesis diferentes:
a) Que en las condiciones modernas de un yo reflexivo, los individuos sólo
pueden admitir pretensiones de validez normativas desde un proceso
discursivo donde compiten los mejores argumentos en virtud de su fuerza de
convicción racional.
b) Que las “reglas procedimentales” especialmente la de universalización,
como reconstrucción de la condiciones “ideales” y realizativas finalidad
racional propia del discurso, garantizan la “racionalidad” universal de
los contenidos normativos consensuados. En definitiva, que la racionalidad
del procedimiento garantiza la racionalidad del producto —a pesar de las
siempre manifiestas “imperfecciones” humanas.
1.b.a. El problema del primer presupuesto es hacer coincidir el principio de autonomía
tomado de Kant con el de una “racionalidad comunicativa-intersubjetiva”. En el
interaccionismo simbólico, la socialización de los individuos se realiza desde la misma
praxis en la que interactúan, teniendo por resultado una personalidad social como
446
producto de la comunicación misma50. La organización interna de la percepción de la
situación social conjunta deriva en orientaciones de acción normativas que van a mediar
las relaciones entre los actores como expectativas de acción-reacción futuras. El vínculo
ilocucionario de los actos de habla respondería a este mismo mecanismo de
socialización en la praxis, pero sólo bajo la condición de que la motivación fundamental
por la que los actores interactúan entre sí sea la de llegar a establecer criterios
compartidos de acción, motivados desde la necesidad psicológica por reducir la
ansiedad que produce vivir inmersos en la “doble contingencia” de no saber como van a
reaccionar los demás a nuestras acciones (disonancia cognitiva). La motivación básica
de una acción genuinamente comunicativa sería entonces la búsqueda del
entendimiento, frente, por ejemplo, a una acción estratégica que busca una realización
ventajosa de intereses propios aun a costa de los del prójimo. En consecuencia, la
acción comunicativa contendría en su seno una “motivación moral”, sobre cuyo
vínculo ilocucionario cabría esperar un “respeto” o sentido de obligación normativo
por parte de los individuos que lo han internalizado como un referente perceptivonormativo para la acción. Y si el vínculo ilocucionario contiene una motivación moral,
es porque, a fin de cuentas, es un vehículo de expresión de la solidaridad humana como
facultad interna de su sociabilidad.
Sin embargo, desde la conceptualización kantiana de la autonomía, la definición del
hombre sufre una polarización: una naturaleza racional y una naturaleza sensible
asociada a intereses mundanos. Si la segunda de estas naturalezas es egoísta, la única
naturaleza que podría contener una actitud moral en sí misma es la racional, que
precisamente, en cuanto instituye un reino de fines propios, se caracteriza por llegar a
determinar orientaciones prácticas para la acción según un criterio de “imparcialidad”.
Habermas va a tomar este rasgo de la imparcialidad como el más característico de un
punto de vista moral, que además, por sólo ser posible en “abstracción” de intereses
personales y como universalizable también en ausencia de definiciones axiológicas
concretas, sería justamente el que cabría adoptar en las actuales condiciones de
“reflexividad” moderna.
50
Mead en realidad establece dos principios dinámicos de la psicología personal: un yo, como momento
de conciencia dónde se dan lugar las motivaciones internas y reacciones a estímulos, y un me, como
elemento interno de la estructuración de las reacción de los otros en una personalidad social que puede
anticipar las reacciones de los demás a nuestro comportamiento.
447
El problema de relacionar este punto de vista moral kantiano con el vínculo
ilocucionario de la acción comunicativa reside en sus respectivas definiciones del yo.
Desde la racionalidad intersubjetiva, el yo es un producto de la comunicación misma,
dónde el vínculo ilocucionario no sólo contendría un referente cognitivo para la acción,
sino que también llevaría aparejado un “compromiso existencial” del yo que se ha
gestado en virtud del mismo, y del cual se derivaría una pretensión de obligación
normativa que se justifica como una condición de la reproducción estructural del
sistema de la personalidad51. Por el contrario, desde la presunción de “autonomía
racional” de la actitud hipotético-reflexiva del discurso, el yo queda “emancipado” de
cualquier anclaje con la praxis, deviniendo cognición pura frente a las distorsiones
comunicativas de los intereses vitales y las preferencias axiológicas. Es, en definitiva,
un yo sin contornos, un yo desimplicado de la acción, un yo al que se le ha sustraído la
“voluntad de ser” en sentido nietzscheano en el mundo. Lo que se pretende es que
su inmersión en la praxis, y su vinculación con la misma a través de “intereses
realizativos”, esté precedida de un compromiso existencial cargar a la acción social
con un fin realizativo de la razón (comunicativa) en sí misma. El vínculo moralracional queda de este modo, al igual que en Kant, desprovisto de anclajes con la praxis
real, dónde las motivaciones personales de los actores para la acción son precedidas de
una motivación moral que, manifiesta en el vínculo ilocucionario constitutivo de la
sociedad misma, genera un espontáneo sentimiento de “solidaridad interna” que orienta
51
En ciertos “medios sociales”, como puede ser el de algunos segmentos de trabajadores manuales
masculinos que requieren el despliegue de una gran capacidad de fuerza física, se puede constatar, por
ejemplo, como la violencia puede socializarse como una “virtud” de “distinción social”. El
reconocimiento social de los especímenes masculinos entre sí se negocia desde la capacidad de desplegar
eficientemente el recurso a la violencia física, que se convierte en una definición simbólica por la que se
valoran a sí mismos, y al resto de individuos de dicha sociedad, en términos de respeto y prestigio. La
percepción de la definición de la situación en el conjunto de experiencias de interacción obtenidas en este
medio, crea una “expectativa normativa” para el despliegue de la violencia ante determinados estímulos
que vienen a socavar la autoestima masculina la hombría, a riesgo de ser evaluado como un
individuo que no merece reconocimiento ni respeto alguno. Este atributo simbólico puede ser elevado al
rango de “moralidad pública” en determinados tipos de sociedades “guerreras” esencialmente nómadas,
como por ejemplo fue el caso, en gran medida, de los pueblos celtas, de los “bárbaros” germanos o
mongoles, o, más representativamente, de los Vikingos. Para éstos últimos, incluso el concepto de
“salvación”, como derecho a ingresar en el paraíso del Vahala, venía asociado a una muerte gloriosa en el
campo de batalla.
Con esta pequeña puntualización, tan sólo quiero resaltar la influencia de las condiciones estructurales
de la praxis para la definición del yo y su compromiso normativo. El yo social, articulado en torno de su
“reconocimiento social”, sólo puede construirse desde la misma praxis de los universos simbólicos de
vivencia, con lo que, un “yo racional” sólo sería posible —y en esto sigo a Bubner— en el contexto de
una “forma de vida racional”, se defina ésta última como se quiera.
448
a los sujetos hacia la búsqueda cooperativa del entendimiento como un “interés
general”. Al final, el yo reflexivo, desde el a priori de una comunidad ideal de
comunicación la racionalidad o imparcialidad del punto de vista moral se
convierte, pese a su referencia a una “racionalidad procedimental”, en un yo
trascendente construido a priori de la experiencia o praxis social.
1.b.b. El segundo presupuesto nos viene a decir que la “racionalidad del
procedimiento”, respecto de las reglas pragmático-ideales que posibilitan la
comunicación y el entendimiento, garantiza la “racionalidad del producto”, es decir, la
“moralidad pública” imparcialidad y universalidad de los consensos alcanzados
desde la ética del discurso. La primera pregunta que deberíamos hacernos es si las
condiciones procedimentales de la imparcialidad y la universalidad, son las que mejor
definen una moralidad pública. Y en segundo lugar, si una racionalidad-moralidad
procedimental, como “reglas técnicas” del discurso que posibilitan la distancia
reflexiva, pueden conferir a la razón de “fuerza moral” suficiente para imponerse
como reglas normativas sobre los intereses vitales egoístas y las preferencias
axiológicas de la motivación para la acción de los actores en la praxis social.
El problema que entraña la primera de estas preguntas es la definición propia de la
moral, y si ésta, como moral pública, puede distanciarse de implicaciones existenciales
éticas, como motivaciones internas que “enganchan” a los sujetos con la vida social y
las necesidades de reproducción estructural de la sociedad. En estimación de Habermas,
y sobretodo de Luhmann, la separación entre ambas viene posibilitada por el
desplazamiento del vínculo individuo-sociedad desde la moral convencional
determinaciones normativas para la acción hacia los sistemas sociales. El vínculo
individuo-sociedad dejaría así de conformarse a través de un proceso de “integración”
normativa tal y como podía ser la búsqueda de Durkheim por encontrar nuevas
representaciones colectivas y grupos sociales capaces de atraer y disciplinar a los
individuos hacia una misma Conciencia Colectiva, para articularse a través de un
proceso de “inclusión” sistémica, instrumentalizado por la interacción codificada de
“medios especializados de comunicación” dinero, verdad y poder que incrementan
exponencialmente la capacidad de coordinación-regulación social-funcional. La
diferencia fundamental entre las visiones de Luhmann y Habermas sobre este proceso,
449
es que si para el primero el vínculo sistémico obedece a un procedimiento regulativo del
propio sistema, para Habermas la sociedad como organización debe orientarse a la
finalidad de la “autorrealización” del ser humano, cuya naturaleza última es de carácter
reflexivo. Y he aquí que, precisamente, esta naturaleza reflexiva sólo puede emerger
como una nueva forma de aprendizaje, cuando las orientaciones normativas para la
acción dejan de estar referidas a una “cosificación” hermenéutica de sentido, es decir, a
una moral convencional. La moral, como espacio de realización de la naturaleza
racional-reflexiva, aparece entonces definida, en virtud de la pragmática universal del
lenguaje que permite evaluar las pretensiones de validez normativas desde la distancia
reflexiva de una actitud hipotético-discursiva, con el rasgo de la “imparcialidad”; es
decir, desde una definición abstracta del ser humano, que además contiene una
pretensión de “universalidad”, manifiesta en la prevalencia de un “interés general” yo
me atrevería a llamarlo genérico por su afinidad con la ética cosmopolita kantiana en
la determinación de los rendimientos comunicativos ilocucionarios.
La dificultad de esta formulación estriba en que la moral pública deja de construirse
desde un vínculo individuo-individuo, que es el único posible desde la elección de la
teoría de la acción como comunicación que asume Habermas en su propuesta teórica,
para referirse a una “vinculación genérica” insita en la propia racionalidad reflexiva.
Este sería el resultado de sumar a la característica de la “imparcialidad”, que en sí
misma es la que permite la actitud hipotético-reflexiva del discurso, una pretensión de
“universalidad” racional, que volvería a resituar la “ética del discurso” en su original
formulación apeliana trascendental de una “teleología” realizativa del discurso insita en
el a priori de una “comunidad indefinida de comunicación”. Quizás, en este punto, la
propuesta de Rawls de una justicia política se muestra más solvente, pues aunque asume
el criterio de la imparcialidad como prioritario de una ordenación “contractualista” del
orden normativo público, en su definición exclusivamente política va a criticar la
pretensión de una universalidad racional-cognitiva que siempre contiene un sesgo
trascendental respecto de la praxis social-política.
La segunda pregunta referente al segundo presupuesto si la racionalidad del
procedimiento garantiza la racionalidad del producto era aquella que se cuestionaba si
del seguimiento de las “reglas técnicas del discurso” se desprendía una validez de las
“reglas normativas-morales”, al tiempo que transferir de una “obligación técnica
450
como conjunto de condiciones que posibilitan la comunicación y que todo
participante debe adoptar si quiere comunicarse una “obligación moral” para cumplir
los acuerdos consensuados cognitivamente. La validez normativa se remite, como
acabamos de ver, a la “imparcialidad” creada con la distancia reflexiva de la actitud
hipotética del discurso, que así mismo procede de una “predisposición” al
entendimiento como finalidad propia de la acción comunicativa. El discurso creará
validez normativa si y sólo si sus participantes asumen esta orientación a
entenderse como una motivación prevalente de toda comunicación social frente a sus
propios intereses y preferencias axiológicas. Descubrimos entonces que la “obligación
técnica” en realidad también contiene una “obligación actitudinal” propia del
discurso, que es además la que confiere una “obligación normativa” al vínculo
ilocucionario.
Sin embargo, cuando observamos la praxis real, descubrimos que los actores
pueden comportarse como free riders que los demás jueguen limpio ateniéndose al
vínculo normativo ilocucionario mientras nosotros jugamos sucio violando las reglas en
nuestro beneficio si las normas públicas no vienen respaldadas por sanciones de
distinto tipo hacia sus infractores. Descubrimos que la buena voluntad que habíamos
supuesto en los actores cuando se comunican entre sí, no tiene un fundamento extensivo
a las motivaciones reales de los mismos para participar en la praxis social, dejando en
entredicho la limpieza perlocucionaria de los vínculos ilocucionarios contraídos. En
definitiva, que el orden normativo público se encuentra bajo una sospecha ideológica
sobre la posibilidad de que algunos actores hayan podido introducir, en la definición
conjunta de la situación del vínculo ilocucionario, intencionalidades perlocucionarias
que los beneficien de manera señalada frente a otros actores sociales en la planificación
del orden estructural de la sociedad. La sospecha ideológica tiene como efecto una
“definición estratégica” de la comunicación, cuya principal repercusión sería la de
quebrar la expectativa de una “obligación moral” como juego limpio hacia los
consensos normativos alcanzados discursivamente.
2. La necesidad del derecho como gozne de articulación entre la facticidad del poder
político y la racionalidad instrumental del resto de sistemas sociales como
requerimientos de “regulación”, y la validez normativa de la ética del discurso, como
451
moralidad procedimental pública, proviene, precisamente, de la insuficiencia del
vínculo ilocucionario para asentar una “obligación normativa”, que de este modo debe
reforzarse desde el poder político con sanciones “empíricas” de distinto tipo. La
legalidad obligación normativa pública y la legitimidad validez normativodiscursiva de carácter cognitivo-universal encuentran en el derecho, como sistema
social diferenciado, el altar que consagra su feliz matrimonio. Sin embargo, si se quiere
mantener una ponderación acentuada en la legitimación como es el caso de
Habermas, en su “inquietud” por plegar las estructuras sociales al fin último de la
autorrealización del ser humano como ser racional, tendremos que analizar cuales
pueden ser los mecanismos institucionales desde los cuales pueden encontrar acomodo
en la praxis social, que, evidentemente, en su necesidad de implicar al poder político,
deben incluir un modelo político de “autogobierno”, es decir, un modelo de
Democracia. El diseño que Habermas nos presenta de la Democracia como sistema
político es, en cierta manera, bastante novedoso, pues, en su orientación de
sobrecargarlo en el momento discursivo de la validez, se asienta en una
“reconstrucción” de la esfera pública como depositaria a ultranza de la soberanía
popular democrática, frente al modelo de la “representación” política liberal o el de una
Constitución cosificada como ideología52.
La preocupación de Habermas por la esfera pública se puede considerar como una
de sus más tempranas inquietudes de investigación, pues se remonta a los inicios de su
paso por la Teoría Crítica y a su trabajo de habilitación: Strukturwandel der Offentlichkeit.
Tras consolidar una teoría sociológica propia en torno a la acción comunicativa,
Habermas va a retomar este viejo proyecto para diseñar un nuevo prototipo del sistema
político, denominado “Democracia Deliberativa”. Aun asumiendo el principio de
52
En la versión más acabada de este modelo, creo que Habermas viene a desmarcarse por el riesgo de
caer en un republicanismo idealista de su anterior apuesta por un “patriotismo constitucional” como
ideal concluso y fosilizado de Democracia. Habermas entiende más bien a la sociedad civil, en su
dinamismo comunicativo que va mutando continuamente la Opinión Publica con nuevas aportaciones en
el discurso político-moral, como depositaria de un proceso de “Constitución permanente”, que en virtud
de la actitud reflexiva del discurso, reapropia y actualiza continuamente las pretensiones de validez del
consenso normativo público. Evidentemente, en estas condiciones extremadamente flexibles de la
normatividad social, el único elemento al que se puede apelar como un referente de su articulación es a la
ética del discurso, fuente de los principios “deontológicos” por los que se puede llegar a consensuar
normas conjuntas para la acción. No obstante, como el mismo Rawls puntualiza, estos principios no
pueden ser exclusivamente procedimentales, pues si quieren incorporar el horizonte realizativo
teleológico de la racionalidad discursiva en la articulación normativa de las sociedades orden
452
“representación” política como una imposición técnica para la eficacia de la actuación
política y administrativa en las sociedades de masas, Habermas nos va a recordar que la
soberanía popular, lejos de quedar tutelada por el poder administrativo-político, todavía
se remite al caldero de interacciones comunicativas que constituyen la Opinión Pública.
Así, frente al cheque en blanco de la subasta electoral para el gobierno del poder
político, Habermas plantea la posibilidad de una vigilancia permanente por parte de la
sociedad civil organizaciones sociales que prestan su voz a la Opinión Pública frente
al poder administrativo como garantía de un adecuado ejercicio de la democracia
como autogobierno, que además vienen a tematizar políticamente cuestiones
desplazadas al ámbito privado que, no obstante, requieren de la atención y de la
regulación político-normativa pública53. El problema de esta propuesta es que, en
realidad, se queda en eso, en una mera propuesta, sin un desarrollo paralelo de las
instituciones “públicas” que permitirían esta labor de vigilancia popular de la actuación
político-normativa, labor que en la actualidad vendría a ser desempeñada desde el
sistema jurídico por el tribunal constitucional.
Lo cierto es que el momento de la reflexividad del discurso se perfila
normativamente más en sintonía con la interpretación liberal de las “libertades
negativas”, que en la línea republicana de las virtudes cívicas como pleno ejercicio de
las “libertades positivas”. La racionalidad reflexiva no crea una identidad propia a no
ser que quiera caer en la paradoja de una identidad post-identitaria, sino que, en su
autodeterminación política, crea el espacio normativo y social al yo para que, con las
garantías de una libertad de pensamiento y conciencia, pueda “elegir” una adscripción
existencial entre la oferta de las tradiciones ya existentes, o construir una propia
individual o asociativamente como estilo de vida. Habermas, por el contrario,
social, deben tener también un carácter “substantivo” como valores politico-morales que permiten
nuclear moralmente dichos consensos.
53
Sin embargo, la presunción de una “racionalidad reflexiva” a estas organizaciones surgidas de la
sociedad civil es una atribución sin mucho fundamento, pues siempre aparecen vinculadas a
reivindicaciones vertebradas en torno a intereses sociales concretos o interpretaciones axiológicas sobre la
vida buena como pueda ser la solicitud de un reconocimiento “ público” de alguna seña de identidad
socio-cultural, bien sea una lengua propia, o incluso el derecho a la “autodeterminación” política de una
identidad nacional. Ni tan siquiera se podría decir que este tipo de organizaciones sean en su conjunto
avatares de una nueva conciencia post-materialista ante la crisis de identidad la vuelta de las
reivindicaciones de la “eticidad existencial” al terreno de la normatividad pública, pues existe entre
ellas tal diversidad de demandas, con motivaciones prácticas intrínsecas a su movilización y organización
pública, que nunca podría hablarse de un síntoma reversivo de la privatización normativa de la
subjetividad.
453
mantiene su aspiración por “cargar” a la libertad positiva del “republicanismo
kantiano”, con una perspectiva de realización del proyecto ilustrado de la emancipación
como destino evolutivo ontogenético-cognitivo de la humanidad en su conjunto, que, a
fin de cuentas, se retrotrae a la “autodeterminación” trascendental kantiana de la
“racionalidad” como principal esencia o verdadera naturaleza del hombre.
Habermas, de esta manera, será un ferviente partidario del “derecho cosmopolita” como
proyecto genérico de la humanidad, desacreditando el cierre “nacional-identitario” de
las comunidades políticas a favor de una progresiva federación de Estados
plurinacionales, de la cual el presente proceso de la Unificación Europea sería un gran
laboratorio exportable al resto del mundo. Pero con esta última intencionalidad
teleológico-evolutiva, Habermas viene a transferir el proyecto de la Ilustración racional
desde el ámbito natural kantiano de la “moralidad pública” al ámbito de la organización
política, manifiesto en el diseño de una Democracia Deliberativa, que contiene la
ambición oculta de una “moralización” ético-discursiva de la práctica política como
requisito imprescindible para su legitimación.
Como recapitulación de las aportaciones de Durkheim, Habermas y Rawls al
problema de la moralidad pública en la modernidad reflexiva, se puede visualizar
finalmente el siguiente esquema:
Principio racional normativo
Institución Social
Durkheim
Racionalismo Científico
Sociología
Rawls
Razón Pública Contractualista
Consenso Constitucional
Habermas
Racionalidad Comunicativa
Opinión Pública
454
Los tres autores coinciden en atribuir a algún “principio racional” la fuente
prioritaria de fundamentación de la moralidad pública que legitima el orden normativo
político en la modernidad.
Para Durkheim, el único principio racional al que se puede apelar es aquel
procedente de la ciencia, pues a partir de la misma es como se produce en las sociedades
orgánicas la nueva estructuración de la división del trabajo. El individualismo encuentra
en la ciencia, como nueva forma “racional” de organización social, su principal
condición de posibilidad recordemos que el individualismo es un efecto del proceso
de “desanclaje” simbólico de los individuos respecto de la Conciencia Colectiva,
producto del “descentramiento” cosmovisivo en diferentes esferas de conocimiento
“científicas”. La institución social básica que aplicaría este principio racional científico
al orden normativo de las sociedades no sería otra que la Sociología, que en virtud del
método “científico” que le caracteriza, podría llegar a discernir “racionalmente” a que
tipo de necesidades sociales responde la moral, y desde que tipo de instituciones
sociales en las sociedades modernas puede encontrar una satisfacción más plena el
nuevo ideal “moral” del individualismo.
Rawls, por el contrario, habría seguido en sus inicios la línea de trabajo de una
solidaridad orgánica del derecho “contractualista”, criticada por Durkheim como
orientación estratégica de la determinación de un principio de racionalidad del orden
normativo público. No está de más recordar que los orígenes de su Teoría de la Justicia
se encuentran, precisamente, en la búsqueda de un método racional para llegar a
consolidar un criterio compartido que guíe la construcción de un orden normativo,
frente a las teorías morales del intuicionismo y utilitarismo. El método elegido
primeramente para determinar este principio de racionalidad, se basaba en la teoría del
cálculo racional egoísta, capaz de canalizar las negociaciones en una posición original
de igualdad bajo el principio maximin hacia un mismo sentido “procesual” de la
justicia como equidad. En el posterior giro teórico del Liberalismo Político, este
principio de racionalidad será corregido hacia el sentido de una negociación
contractualista exclusivamente política, que, a partir del hecho de un pluralismo de
formas de vida que imposibilita llegar a consensos axiológicos incluido el proyecto
ilustrado de la racionalidad como finalidad social propia, va a restringir las
“intuiciones” del sentido de la justicia hacia el restrictivo horizonte de un Consenso
455
Constitucional Político. Este Consenso Constitucional básico se va a convertir, como
definición “sustantiva” de una “cultura política” que guía las prácticas políticas”, en una
“razón pública”, en virtud de la cual se podría juzgar reflexivamente si la legislación y
las reivindicaciones normativas con pretensiones “públicas”, pueden ser consideradas
“razonables” dentro de los principios y valores que defiende dicha “cultura política
liberal” depositaria del “espíritu” constitucional de la posición original.
Para Habermas, el principio de racionalidad básico de una moral pública postconvencional procede de la misma reconstrucción pragmático-procedimental de la
racionalidad comunicativa, que, no olvidemos, constituye la dinámica intersubjetiva de
la praxis social fundante de las mismas sociedades y de los individuos como sujetos
socializados, y que, desde el punto de vista de su aplicación en la determinación de
principios normativos para la acción, cristaliza como una ética del discurso. La
institución social que se haría depositaria de este principio discursivo de validez
normativa dentro del sistema político que refrenda su vigencia fáctica, sería la Opinión
Pública, que, organizada y movilizada a través de diferentes auto-organizaciones de la
Sociedad Civil, vigilaría y garantizaría el correcto ejercicio del poder administrativo que
ordena normativamente la sociedad.
456
3. Conclusiones finales en torno a la Moralidad Pública.
En este último apartado, vamos a proceder finalmente a enumerar las conclusiones
a las que se puede llegar, después del itinerario realizado en esta tesis doctoral, en torno
al concepto de una moralidad pública, que, a mi modo de entender, serían las siguientes:
1. El papel de la moralidad pública en la historia de la evolución social depende de
las necesidades funcionales de la normatividad social.
En las sociedades nómadas de cazadores/recolectores pre-axiales, la función
básica de la normatividad social era la de crear un espacio de posibilidad para el
conocimiento y la conducta social, fungiendo como una realidad única de sentido el
mundo natural, el mundo social y el mundo subjetivo.
En las sociedades agrícolas axiales, por los requerimientos intrínsecos de una
mayor división del trabajo social, se va a producir una cierta separación del
conocimiento técnico-instrumental profano destinado al control del mundo natural,
respecto del conocimiento moral-sagrado de los mundos social y subjetivo,
íntimamente imbricados a través de una ética de salvación, que se perfila como un
mecanismo de compensación simbólica frente a las condiciones contingentes de
existencia y las desigualdades sociales. El poder político y el poder religioso, como
gerentes de los “medios generalizados de comunicación” del poder y de la verdad
respectivamente, van a presentar una forzosa relación simbiótica, en la que el
primero otorga una “estabilidad externa” fáctica, como conjunto de límites
infranqueables del orden normativo, y el segundo una validez o legitimación del
orden social desde una “estabilidad interna”, que “carga” las necesidades de
reproducción estructural de la sociedad para la acción social sobre las estructuras de
reproducción del sistema de la personalidad.
Finalmente, en las sociedades modernas post-axiales, el despliegue de la división
del trabajo en los centros urbanos, y especialmente tras la revolución industrial y
emergencia del capitalismo, va a requerir de nuevas demandas de “regulación”
sistémica para la coordinación social-funcional en detrimento del orden normativo,
que ya no puede referirse a un sentido sagrado-trascendente. La burguesía —y con
457
posterioridad, toda una plétora de clases y grupos sociales que surgen como agentes
sociales de esta nueva forma de organización social— tendrá que embarcarse en una
triple empresa de control de los tres medios generalizados por los que se reproduce
sistémicamente la sociedad: a) el dinero, como capital de inversión con la facultad
de “organizar” el factor productivo del trabajo social frente a la posesión de tierra
del feudalismo; b) el poder político, como su mayor participación en la formación
de ejércitos profesionales con cualificación técnica sobre los que los monarcas
absolutistas consiguieron imponerse sobre la aristocracia feudal primero, y las
posteriores “revoluciones nacionalistas” sobre el propio poder absolutista bajo una
pretensión de “soberanía popular”, en segundo término; y c) el conocimiento, como
un proyecto de ilustración “racional” de la sociedad frente al adoctrinamiento
religioso, que lleva aparejado un proceso de secularización del orden normativo
como nueva moralidad pública-política.
2. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública y la
eticidad existencial se divorcian en dos esferas o sistemas independientes de acción.
La reproducción de las estructuras funcionales de la sociedad, especialmente
referidas a la organización del trabajo, ya no requieren “cargarse” sobre el sistema de la
personalidad, pues se articulan como un entrelazamiento funcional de “consecuencias
no pretendidas de acción”, que hacen posible un mayor rendimiento de la coordinación
social en las “sociedades de masas”, superando las restrictivas limitaciones de una
coordinación normativa de expectativas de acción característica de los “sistemas de
interacción” presenciales mediados por el lenguaje. El coste de este proceso de
desanclaje normativo, que desplaza el problema desde la integración a la regulación
sistémica, es un mayor peso de la “estabilización externa” del orden normativo
aquella que viene producida por motivaciones empíricas como incentivos positivos
económicos, o incentivos negativos de sanciones “fácticas” ante la violación de la
legalidad vigente sobre el de la
“estabilización interna” aquella que “carga”
normativamente expectativas de acción de la praxis social sobre el sistema de
personalidad, como una finalidad propia del reconocimiento y construcción del yo. La
consecuencia de este proceso será la producción de “identidades frágiles” —puesto que
458
ya no vienen respaldadas desde la estructuración social—, que en muchas ocasiones se
mostrarán como una reivindicación existencial “postmaterialista” preferente sobre las
propias motivaciones empíricas “materialistas”, que de este modo manifestarán un
déficit motivacional respecto de su función para “enganchar” a los individuos en las
dinámicas que reproducen estructuralmente la sociedad, convergiendo como una crisis
de identidad de gran envergadura en un cada vez más difícil tránsito desde una dilatada
adolescencia —por los inflacionados requerimientos funcionales de cualificación— a la
vida adulta.
3. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública
solamente puede fundamentarse en principios de validez racional.
La segunda consecuencia de la separación entre la moralidad pública y la eticidad
existencial es, al perder esta última su carácter público, la de una gran proliferación de
formas o estilos de la “vida buena” coexistentes en la sociedad civil. En estas
condiciones, resulta de todo punto imposible llegar a determinar “valores” de vida o
estructuras axiológicas que pueden obtener un reconocimiento generalizado por parte de
todos los miembros de una sociedad —problema éste que ya había sido planteado por
Nietszche, Bandelaire y Weber entre otros—, teniendo que recurrir a principios
abstractos de racionalidad —Parsons— para fundamentar la “moralidad pública” que
sostiene la validez cognitiva del orden normativo. Estos “principios de racionalidad”
pueden tomar, esencialmente, los tres registros que Durkheim, Habermas y Rawls
respectivamente dictan para la misma:
a) una racionalidad científica, como un orden social planificado por expertos que
aparecen investidos de una “autoridad racional” en sus respectivas materias
disciplinares de conocimiento;
b) una racionalidad comunicativa, que desde una reconstrucción procedimental o
deóntica de la racionalidad práctica kantiana, pretende definir primero la esencia
humana en su capacidad reflexivo-comunicativa, para después “cargarla” —bajo
459
la forma de un fin realizativo— sobre el orden normativo público54, como
proyecto genérico de ilustración de la humanidad en su conjunto.
c) una racionalidad público-política, dónde, frente a la definición existencial
“privada” de los individuos en la sociedad civil, se produciría una definición de
persona “pública” paralela en cuanto ciudadanos “racional-abstractos”, cuya
principal fuente racional para sus “juicios reflexivos” se tomaría de una teoría de
la “justicia política” anclada en la tradición liberal-contractualista.
4. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública se
encuentra íntimamente imbricada con el poder político, y su función prioritaria es
la legitimación del mismo bajo la fundamentación de una forma de gobierno
democrática.
Dadas las condiciones de “estabilidad externa” del orden normativo moderno, la
moralidad pública debe restringir sus funciones de integración en los sistemas de
interacción para ponerse al servicio de la legitimación del poder político. Esta es, en
primer lugar, una necesidad histórica, pues la moralidad pública moderna surge en la
lucha política e ideológica mantenida por la burguesía contra la legitimación religiosa
del poder eclesiástico, teniendo por principal resultado la neutralidad confesional de un
Estado político secularizado. Y al mismo tiempo, también es una necesidad funcional,
pues los sistemas sociales especializados necesitan desvincularse para su regulación de
la normatividad existencial, que pasaría a adquirir un rango privado. La moralidad
pública se dirige, de este modo, hacia la legitimación del poder político, que toma
asiento en algún principio de racionalidad como rasgo esencial de la personalidad
ciudadana y/o humana.
La forma de gobierno en la que los tres teóricos consultados se ponen de acuerdo
como la más representativa de una moralidad pública asentada sobre principios
racionales, es la democracia, aunque cada uno de ellos manifieste una preferencia
personal y teórica por algún modelo en particular de la misma.
54
Bajo la forma de un principio de racionalidad, aquí es la subjetividad como “reflexividad” la que se
“carga”, como un fin realizativo, sobre el orden normativo, revirtiendo la anterior lógica convencional de
“cargar” el orden normativo sobre las estructuras de personalidad como un fin personal de salvación.
460
a) Para Durkheim, el ideario de la Tercera República Francesa contendría los dos
rasgos principales de la racionalidad: ser partidaria a ultranza de la racionalidad
científica como forma de la organización social; y ser defensora del
individualismo humanista, definido a partir de una determinación “racional” de
la naturaleza humana, que, a su vez, sería una consecuencia “ideo-lógica” de la
organización científica de la sociedad.
b) Para Rawls, el ideario que recoge más fidedignamente la naturaleza “racional”
de la ciudadanía, es el Liberalismo Político, entendiendo esta naturaleza racional
como un “juicio reflexivo” que se conforma en la condiciones pro tanto de la
posición original, y que dan lugar a un Consenso Constitucional político como
“cultura política” en la que se asienta la “razón pública”.
c) Para Habermas, la forma de gobierno del poder político más fiel a una
racionalidad comunicativa, no sería otra que la Democracia Deliberativa, que
frente al poder administrativo del sistema político necesita del refrendo de la
legitimación o validez de sus determinaciones por el poder comunicativo
residente en la Opinión Publica, que de este modo mantendría un control
“realizativo” de la esencia racional humana sobre el orden normativo,
reduciendo el riesgo de una estructuración sistémica a espaldas de la esencia
“social-comunicativa” del ser humano.
461
Descargar