La colectividad: cuestiones sobre el “nosotros”1 Los miembros de la raza humana (pasada, presente y futura) se me presentan en diferentes situaciones. Hay personas que conozco mucho y veo con frecuencia; sé que puedo y qué no puedo esperar de ellas; qué debo hacer para obtener lo que espero y deseo; sé cómo reaccionarán ante mis actos del modo que a mí me gustaría. Con ellas interactúo, ellas y yo nos comunicamos, conversamos, compartimos conocimientos y debatimos temas de interés común con la esperanza de llegar a un acuerdo. A otras sólo las veo de vez en cuando; nuestras reuniones tienen lugar, en general, en circunstancias especiales, cuando queremos obtener o intercambiar determinados servicios. Podría decir que mis relaciones con esas personas son funcionales pues ellas desempeñan una función en mi vida y nuestra interacción se reduce a ciertos aspectos de mis intereses y actividades (y seguro que también de los suyos). En la mayoría de los casos sólo me interesan los aspectos de la persona que tienen algo que ver con lo que espero que haga. Y hay, por último, otras personas a las que prácticamente no veo nunca. Sé que existen pero, como no tienen vinculación directa con mis asuntos, no considero la posibilidad de comunicarme con ellas. Desde un punto de vista individual, puedo señalar a todos los miembros de la raza humana como puntos a lo largo de una línea imaginaria, un continuo medido por la distancia social, que crece a medida que el intercambio social disminuye de volumen e intensidad. Si me asumo como referencia de esa línea, los puntos más próximos son las personas con las que establezco relaciones directas, cara a cara; esas personas ocupan una estrecha franja de un sector mayor, el de mis contemporáneos, que viven al mismo tiempo que yo y con la que, potencialmente, puedo establecer relaciones cara a cara. Mi experiencia práctica de mis contemporáneos es variada y abarca toda la gama que va desde un conocimiento personalizado hasta un conocimiento limitado por mi capacidad de dividir a las personas en tipos, en ejemplares de una categoría: los viejos, los ricos, los burócratas, etc. Mientras más distante está el punto elegido en el continuo, más tipificado es mi conocimiento de las personas que lo ocupan, como también mi reacción ante ellas, mi actitud mental o mi conducta práctica. Pero, además de mis contemporáneos, están mis predecesores y mis sucesores, que difieren de aquéllos en que mi comunicación con ellos es incompleta y unilateral: los predecesores pueden transmitirme mensajes, preservados en la memoria histórica, en la tradición, a los que no puedo responder. A mis sucesores les dejo mensajes, pero no espero que me respondan. Ninguna de las categorías enumeradas se establece de una vez y para siempre. Sus límites son porosos; los individuos cambian de lugar, se desplazan de una categoría a otra, viajan hacia el final del continuo o se salen de él, cambian de contemporáneos a predecesores, o de sucesores a contemporáneos. La proximidad mental y la física no coinciden: en las ciudades estamos siempre próximos a gran número de personas con las que tenemos escasos vínculos. Vivir en una ciudad requiere dominar el arte de neutralizar el impacto de la proximidad física que de otro modo nos provocaría una sobrecarga mental y nos impondría obligaciones morales muy grandes. La proximidad mental o moral consiste en nuestra capacidad y disposición para experimentar simpatía, o sea, para percibir a las otras personas como sujetos iguales a nosotros, con sus propios objetivos y derechos de perseguirlos, con emociones similares a las nuestras y con similar capacidad para sentir placer y sufrir dolor. Entre todas las distinciones y divisiones, hay una que se destaca y tiene más influencia que las otras: es aquella entre “nosotros” y “ellos”. No son sólo dos grupos separados de personas, sino la distinción entre dos actitudes muy diferentes: entre la vinculación y la antipatía, la confianza y la sospecha, la seguridad y el miedo, la colaboración y la competencia. “Nosotros” es el grupo al que pertenezco; entiendo lo que pasa en ese grupo; sé cómo actuar, allí me siento seguro y 1 Fragmentos del libro de Zigmunt Bauman, Pensando sociológicamente, Buenos Aires: Nueva Visión, 1994. cómodo. El grupo es mi hábitat natural, a donde regreso con una sentimiento de alivio. “Ellos”, al contrario, es el grupo al que no puedo ni quiero pertenecer; mi visión de lo que pasa allí es vaga y fragmentaria; apenas entiendo la conducta de sus miembros y por ello es impredecible y me amenaza. La oposición entre nosotros y ellos se presenta como la distinción entre estar dentro y estar fuera del grupo; ambas actitudes son inseparables; no puede haber un sentimiento de pertenencia sin el de exclusión y viceversa. Los dos miembros de la oposición se complementan y condicionan mutuamente, y ambos adquieren significado a partir de esa oposición. “Nosotros” y “ellos” sólo pueden entenderse como términos que van juntos, en su conflicto. Entiendo mi pertenencia como “nosotros” sólo porque pienso en “ellos”; los dos grupos opuestos se sedimentan en mi mapa del mundo en los dos polos de una relación antagónica, y es este antagonismo el que hace que los grupos sean reales para mí, es el que hace verosímil su unidad y su coherencia internas. La oposición es, en primer lugar, una herramienta que empleo para trazar la carta de mi mundo, el marco que asigna a los otros sus lugares en mi mapa del universo. Nosotros y ellos, los que pertenecemos al grupo y los foráneos, derivamos nuestras características y nuestros matices emotivo de nuestro mutuo antagonismo. Este antagonismo define ambos lados de la oposición; cada lado obtiene su identidad del hecho mismo de que lo vemos comprometido en un antagonismo con el lado opuesto. De allí que lo que está afuera es precisamente esa oposición imaginaria que el grupo necesita para tener identidad, cohesión, solidaridad interna y seguridad emocional. Si el grupo de afuera no existiera, habría que inventarlo en beneficio de la coherencia e integración del grupo que debe postular un enemigo para fijar y defender sus propios límites y para asegurar la cooperación interna. Si bien las diversas imágenes que tenemos de todos nuestros grupos de pertenencia, grandes y pequeños, contienen ciertos rasgos fundamentales, los grupos a los que los aplicamos difieren entre sí. Algunos pueden ser pequeños, tan pequeños que todas las personas incluidas pueden observarse de cerca, con interacciones frecuentes e intensas; se trata de los grupos cara a cara, de los que la familia es el mayor ejemplo. Pero otros son grupos grandes y dispersos, y su unidad está principalmente en la cabeza de quienes piensan en ellos como un “nosotros”. Son comunidades imaginarias, del tipo de la clase, el género y la nación. Como carecen de elementos aglutinantes del contacto cara a cara, las clases, géneros y naciones no llegan por sí mismos a ser grupos; en preciso hacer que lo sean. La imagen de una clase, un género o una nación, como comunidad, como un cuerpo unificado, coherente y armonioso de personas con ideas y sentimientos similares, debe ser impuesta a la realidad con la que choca, y esa imposición exige que las evidencias contrarias sean suprimidas o ignoradas como falsas o insignificantes. Exige, además, una permanente prédica de unidad por parte de ulos interesados en darle carácter de grupo, que formula lo que significa pertenecer a la comunidad, insiste en la unidad, señala las características reales o imaginarias que todos los miembros comparten (costumbres, lenguajes, tradición) como base para la cooperación. Sin embargo, como carece de la sustancia de una densa red de relaciones cara a cara, la unidad de la comunidad debe ser sostenida por medio de constantes apelaciones a las creencias y emociones. De allí la necesidad de establecer y mantener límites y de insistir en que el enemigo está afuera. La imagen del enemigo es la de un grupo hostil, aunque disfrazado de vecino amistoso. La enemistad, la desconfianza y la agresividad contra el grupo foráneo son consecuencia del prejuicio de negarse a admitir que los otros posean alguna virtud; el prejuicio impide la posibilidad de que ellos tengan intenciones honestas, de que sean sinceros. Somos “nosotros” sólo en la medida en que hay otros que son “ellos”, que forman un grupo de personas que comparte una característica: no son “uno de nosotros”; sin esa línea divisoria entre los dos grupos no se puede explicar nuestra identidad. Por otra parte, los “extranjeros” se resisten a aceptar esa división, no aceptan límites que los alejen ni la claridad del mundo social que resulta de todo ello. Allí está su importancia, su significado y su papel en la vida social. Por su mera presencia, que no encaja en las categorías establecidas, los extranjeros niegan la validez de las oposiciones aceptadas. Desmienten el carácter “natural” de las oposiciones, exponen su fragilidad; muestran que las divisiones son líneas imaginarias que pueden ser cruzadas o modificadas. Los extranjeros no son simplemente los desconocidos sino al contrario, son en, gran medida, conocidos. Para decir que alguien es extranjero, debo saber cosas de él: entran de vez en cuando en mi campo de visión, entran sin invitación, me obligan a observarlos. Lo quiera o no, se instalan en el mundo que ocupo y donde actúo. Si no fuera por eso, no serían extranjeros, no serían nadie; los extranjeros son gente a quien veo y oigo, que noto su presencia, que no puedo ignorar ni hacer insignificante. No están ni cerca ni lejos; no son parte de “nosotros” pero tampoco de “ellos”; no son ni amigos ni enemigos. Por eso causan confusión y ansiedad. Parece ser que para los seres humanos es muy importante trazar límites precisos, que se adviertan fácilmente, que se entiendan sin ambigüedad. Todas las destrezas adquiridas por la vida en sociedad serían inútiles si no fuera porque esos límites nos dan una señal inequívoca respecto a lo que debemos esperar y de las pautas de conducta que debemos emplear para conseguir nuestros propósitos. Pero eso límites son siempre convencionales. Las personas que están del otro lado de la línea se diferencian una de otra, por lo que tenemos que esforzarnos por mantener ciertas divisiones en una realidad que no acepta divisiones inequívocas. Por ello, cada línea divisoria inevitablemente deja a ambos lados del límite una zona borrosa, donde las personas no se reconocen de inmediato como pertenecientes a uno u otro grupo separado por la línea. Esta ambigüedad se siente como una amenaza porque confunde la situación y hace difícil seleccionar con certeza una actitud adecuada. Una preocupación fundamental de los humanos es la tarea de imponer orden. La mayoría de las diferencias en la vida humana no existen naturalmente, por sí mismas, sino que son impuestas y defendidas. Para mantener las diferencias se requiere eliminar cualquier ambigüedad que perturbe el orden y confunda. La línea que divide nuestro grupo y los grupos foráneos es una de las divisiones más ardientemente defendidas y que requieren más atención. Se puede decir que el grupo foráneo es útil, hasta indispensable, para el grupo de pertenencia porque pone de relieve la identidad de éste y fortalece su coherencia y la solidaridad entre sus miembros. Pero no se puede decir lo mismo de esa zona que se extiende entre los dos grupos. No es útil sino que se ve como algo perjudicial. No hay lugar para posiciones intermedia. Si uno de nosotros está en el lugar de ellos, esto aparece como traición; se odia más a los 'infieles' que a los enemigos, se persigue a los desertores con más saña. Pero la frontera es en ambos sentidos; pueden entrar los de afuera, gente que no es como nosotros pero que insiste en ser tratada como si lo fuera. Ellos muestran que el límite no es tan seguro como pensábamos, y hace ellos algo vagamente peligroso. No nos sentimos tranquilos en su presencia porque nos dicen que los límites se pueden franquear; de allí que esperemos que realicen acciones peligrosas de parte de ellos. Esas personas suscitan ansiedad. Son recién llegados, nuevos en nuestra forma de vida. Lo que para nosotros es normal y natural, a ellos les parece extravagante. No dan por sentada la sensatez de nuestra conducta, formulan preguntas que no sabemos responder porque la forma como hemos vivido nos da seguridad y nos hace sentir cómodos, y ellos la ponen en tela de juicio. La pérdida de seguridad es algo que no se perdona. Incluso si no dicen nada, si no preguntan o cuestionan, su manera de actuar formula las preguntas. Ante todo eso, la respuesta es el rechazo, que adopta muchas formas, incluso la eliminación, pero más frecuente es la separación, territorial o espiritual o ambas. Todas esas prácticas dan por sentado una situación en la que aquí estamos nosotros, que nos defendemos de ellos, que han venido a vivir entre nosotros a pesar de no ser bienvenidos. No nos damos cuenta de que eso no existe en nuestra sociedad: vivimos en concentraciones y muchos desplazamientos, por lo que siempre ingresamos en zonas diversas, habitadas por gente diversa; nos desplazamos de una ciudad a otra o de un barrio a otro. En un solo día nos encontramos con demasiadas personas como para conocerlas a todas; parece que el mundo está poblado por puros extranjeros, donde también nosotros lo somos. La manera como sobrevivimos es por medio de la técnica que consiste en asumir una postura que indique uno no ve ni oye y, sobre todo, que no le importa lo que hagan los demás. Esta cuidadosa y deliberada distracción con la que nos tratamos mutuamente tiene gran valor para la supervivencia de la vida urbana, pero tiene costos, y uno es el de la soledad, la fría indiferencia; la interacción social se reduce al intercambio, que deja a los participantes ajenos. Se pierde el carácter ético de las relaciones humanas; ocurre una gama de interacciones desprovistas de significación moral: la conducta que no es evaluada ni juzgada según las pautas morales se convierte en la norma. Cuando hablamos de comunidad, lo que tenemos en mente es un conjunto de personas, no definido claramente, que concuerdan respecto de algo que otras personas presumiblemente rechazan, y la autoridad concedida al acuerdo a pesar y en contra de cualquier cosa. De cualquier modo que se justifique o se explique ese “estar juntos” de la comunidad, lo que está en el fondo es su persistencia, sea genuina o no, es su unidad 'espiritual', sujeta a una autoridad compartida. Una idea compartida que sustenta y condiciona todas las otras ideas que pueden compartirse es que el conjunto en cuestión es realmente una comunidad; es decir, que dentro de sus límites las opiniones y actitudes son, o deberían ser, compartidas, y que si alguna de esas opiniones difiere, se puede y debe llegar a un acuerdo. Esa disposición de llegar a acuerdos es una realidad primaria y natural de todos los miembros de la comunidad. La pertenencia a una comunidad es más fuerte y segura cuando creemos que no la hemos elegido deliberadamente, que no hemos hecho nada para crearla y nada podemos hacer para destruirla. Se trata siempre de una comunidad de significados. Hay otros grupos diferentes de las comunidades “naturales”. Se trata de grupos que reúnen a sus miembros solamente en beneficio de una tarea, claramente definida. Como los propósitos de esos grupos son limitados, también lo son las pretensiones de influir sobre el tiempo, la atención y la disciplina de los miembros. En general, estos grupos admiten haber sido creados deliberadamente; en este caso, el propósito desempeña un papel similar al de la tradición, el destino común o la verdad. Se pide disciplina y compromiso en función de los propósitos de la tarea a realizar; son grupos de objetivos u organizaciones. En ellas, los individuos no ingresan como “personas totales” sino que sólo desempeñan roles. Así como las organizaciones son especializadas desde el punto de vista de las tareas que realizan, así también están especializados sus miembros desde el punto de vista de la contribución que se espera para esa tarea. El rol de cada miembro está separado de los roles que desempeñan otros miembros de la organización, como también de los otros roles que pueda desempeñar la misma persona en otras organizaciones. A diferencia de la comunidad, que es un grupo al que pertenecen sus miembros, la organización absorbe sólo una parte de las personas involucradas; consiste en roles no en personas. Se espera de las personas que asumen sus roles, que se dediquen íntegramente a desempeñarlo mientras trabajan en y para la organización, que se identifiquen con el rol que desempeñan, pero que se diferencien de él, que no confundan sus derechos y deberes propios de ese rol con los de otra actividad o de otro lugar. Las personas son intercambiables y descartables en la organización; no cuentan como personas sino sólo su destreza y disposición para un trabajo. Max Weber vio en la proliferación de organizaciones en la sociedad contemporánea una señal de la continua racionalización de la vida social. La acción racional (diferente tanto de la tradicional, práctica automática de los hábitos y costumbres, y de la afectiva) es aquella en la que el fin que se quiere alcanzar está claramente formulado y los actores concentran sus pensamientos y sus esfuerzos en seleccionar los medios que parecen ser más eficaces y económicos. La organización (la burocracia. según Weber) es la suprema adaptación a las exigencias de la acción racional; es, de hecho, el método más apropiado para perseguir fines de una manera racional. Ambos modelos de agrupación humana son deficientes. Ni la imagen de la comunidad -la unión total de las personas- ni el modelo de la organización -la coordinación de roles al servicio del cumplimiento racional de una tarea- describen correctamente la práctica de la interacción humana. Ambos modelos proponen modos de acción opuestos, que dividen y hasta contraponen motivos y expectativas. Las acciones humanas, en circunstancias reales, se resisten a una división tan radical. La práctica es compleja y ramificada, aunque hay siempre la tendencia a purificar la acción. Como tipos puros, los modelos de comunidad y organización son los extremos de un continuo en el que pueden representarse todas las interacciones humanas. Las interacciones reales están desgarradas entre dos fuerza que tiran en sentidos opuestos. Las interacciones, a diferencia de los modelos extremos, son heterogéneas; es decir, están sujetas simultáneamente a principios lógicamente contradictorios. La separación entre comunidad y organización sirve para pensar el concepto de cultura. Una primera operación es separar ésta de la naturaleza. Cuando decimos “cultura” pensamos en cultivos, en las labores de un agricultor o de un jardinero, que delimitan las parcelas ganadas al campo y las cultivan: seleccionan las semillas y los retoños, los nutren, podan las plantas para darles buena forma, la que ellos consideran buena para la planta. Pero también eliminan las plantas invasoras que arruinan el diseño y disminuyen la productividad. Lo más probable es que sólo se conciban aquellas visiones de orden que ya son factibles; por ello, las herramientas dan los criterios para distinguir entre el orden y el desorden, entre la norma y la desviación de la norma. Éste es un buen ejemplo de cultura porque es una actividad con un propósito: imponer a cierta sección de la realidad una forma que de otro modo no tendría. La cultura consiste en hacer que las cosas sean diferentes de lo que serían, y en mantenerlas de esa forma. Consiste en introducir y mantener un orden y en combatir lo que se aparta de él, que aparece como caos. La cultura complementa el orden de la naturaleza (es decir, el estado de cosas tal como sin sin intervención humana) o suplantarlo por otro, artificial e inventado. La cultura no sólo promueve tal orden artificial sino que también lo evalúa. La cultura exalta un orden como el mejor, quizá hasta como el único bueno, y denigra las demás alternativas como desordenadas. Como muestra el ejemplo, la cultura es una actividad humana, pero una actividad que algunas personas realizan sobre otras. Igual que en el jardín, en todo proceso cultural los roles (jardinero y plantas) se distinguen claramente. Eso no es tan evidente en los humanos porque no sabemos quién es el jardinero. La autoridad que está detrás de la norma que los individuos deben observar es vaga y anónima. Esa autoridad que modela los cuerpos y los pensamientos de los hombres se presenta bajo la forma de “opinión pública”, “moda”, “consenso”, incluso “sentido común”. Las acciones que tienen que ver con la introducción y la permanencia de un orden artificial son de dos tipos. El primer tipo está dirigido al medio ambiente; el segundo, al individuo. El primero regula el contexto en el que se producen los procesos vitales individuales; el segundo modela los motivos y los propósitos del proceso vital mismo. El primero hace el mundo de la vida menos azaroso, más regular, de modo que ciertas clases de comportamiento se tornan más sensatas, más razonables y más probables que cualquier otro tipo de comportamiento. El segundo hace que nos sintamos más inclinados a seleccionar ciertos motivos y propósitos de entre muchos otros. El orden se distingue del caos por el hecho de que en una situación ordenada no puede suceder cualquier cosa; no todo es posible. De entre la serie casi infinita de eventos concebibles, sólo un número finito de acontecimientos puede tener lugar. Los acontecimientos tienen diferentes grados de probabilidad, unos son más probables que otros. El orden artificial se establece cuando lo que era improbable se transforma en necesario e inevitable. Por tanto, diseñar un orden significa manipular la probabilidad de los hechos; es seleccionar, elegir, establecer preferencias y prioridades, evaluar. Los valores respaldan el orden artificial y finalmente se incorporan a él. Cada orden es sólo una manera en que pueden definirse las probabilidades. Pero una vez afirmado ese orden, lo percibimos como el único concebible; nos parece que sólo puede haber un orden. Todos tenemos interés en la generación y en el mantenimiento de un entorno ordenado. Esto es así debido al hecho de que la mayor parte de nuestro comportamiento es aprendido. Gracias a la memoria y a la capacidad de aprendizaje, somos permanentemente capaces de adquirir destrezas para la vida; pero sólo producen resultado en la medida en que el contexto de acción permanece inalterable: si el mundo es constante, las acciones exitosas de ayer seguirán siéndolo hoy. El mundo ordenado, ese entorno regular y previsible en el que transcurre nuestra existencia, es un producto de la planificación y la selección de la cultura. El orden del mundo que nos rodea tiene su contrapartida en el orden de nuestro comportamiento. No nos comportamos igual en una reunión social que en un seminario universitario. Cuando elegimos la conducta adecuada para la ocasión, vemos que los demás hacen lo mismo que nosotros; todos seguimos la norma y las desviaciones a ella son poco frecuentes. Este orden artificial que es la cultura se manifiesta principalmente por medio de distinciones, divisiones, segregaciones, discriminaciones entre cosas o acciones, que de otro modo difícilmente estarían separadas. Con ello el mundo adquiere una estructura: las personas se dividen clases o tipos sin referencia a las clasificaciones 'naturales' físicas o mentales. Estas distinciones se realizan en dos planos. Uno es la 'forma del mundo' en el que tiene lugar la acción. El otro es la acción misma. Se logra que las partes del mundo sean diferentes entre sí y también que cambien según los períodos distinguidos en el fluir del tiempo. Del mismo modo se establecen diferenciaciones entre las conductas. La conducta a la mesa, por ejemplo, difiere según lo que haya sobre ella y las personas que estén sentadas. Las distinciones que son la sustancia del orden producido culturalmente afectan simultáneamente y de modo paralelo, coordinado y sincronizado, el contexto de la acción y la acción misma. Otra manera de expresar esta coordinación es decir que tanto el mundo social culturalmente organizado como el comportamiento de los individuos entrenados en la cultura se estructuran, es decir, se articulan, con la ayuda de las oposiciones, en contextos culturales separados que requieren conductas distintivas y pautas de comportamiento adecuadas para los contextos sociales distintivos, y que las dos articulaciones se corresponden mutuamente. El recurso que asegura esta superposición, la correspondencia entre las estructuras de la realidad social y el comportamiento socialmente reglamentados, se llama código cultural. El código es en primer lugar un sistema de oposiciones, y lo que se opone es un conjunto de signos: objetos o hechos visibles, audibles, táctiles, como luces de colores, prendas de ropa, inscripciones, declaraciones orales, tonos de voz, gestos, expresiones faciales, olores, etc., que establecen una vinculación entre el comportamiento de los actores y la situación social sostenida por este comportamiento. Los signos apuntan en dos direcciones al mismo tiempo: hacia las intenciones de los actores y hacia el segmento de realidad social en el que actúan. El entrenamiento de los individuos consiste en impartir el conocimiento del código cultural: enseñar a leer los signos y enseñar las destrezas necesarias para seleccionarlos y desplegarlos. Las personas pueden determinar sin errores las exigencias y expectativas inherentes al contexto en el que ingresan; y responden a ello seleccionando, de los comportamientos posibles, la pauta de conducta más adecuada. Ya la inversa, pueden escoger sin error un modo de comportamiento que provoque el tipo de situación que pretenden generar. El código sólo funciona si todas las personas que participan en la situación han recibido el entrenamiento cultural necesario; deben saber leer los signos y usarlos de manera similar. De otro modo no serán percibidos y no remitirán al lector a los objetos o conductas que representan, o serán leídos de manera diferente y la pretendida coordinación no se producirá ya que los actos de los diversos lectores serán contradictorios. La sensación de seguridad que se asocia con el entorno conocido surge del conocimiento de los códigos culturales y de la confianza de que los demás los comparten. Conocer el código significa comprender el significado de los signos, que a su vez significa cómo actuar en la situación en la que aparece el signo y cómo usarlo para provocar una situación semejante. Comprender es ser capaz de actuar eficazmente para mantener la coordinación entre las estructuras de la situación y el comportamiento. Captar el significado significa saber cómo proceder. De allí se deduce que el significado de un signo reside en la diferencia que su presencia o su ausencia establece; es decir, en su relación (su oposición) con otros signos. El significado de un signo es la distinción entre la situación del momento y otras que podrían estar en su lugar. Por tanto, los significados descifrados y entendidos residen en el sistema de signos, en el código cultural como un todo, en las distinciones que establece, y no en el supuesto vínculo entre el signo y el referente. En realidad, ese vínculo no existe, es producto de la cultura, resultado de un aprendizaje. Podemos hablar de conexiones causales en el caso de signos naturales, pero en los signos culturales no. Los signos son arbitrarios o convencionales; cambian libremente su forma visible, pero el contraste entre ellos y los otros signos a los que se oponen se mantiene y se revitaliza con cada cambio, de modo que la tarea de discriminar se realiza adecuadamente. En su función comunicativa, como objetos o hechos significativos que estructuran la situación en la que aparecen, los signos son siempre arbitrarios. Pero para las personas de una cultura no aparecen como arbitrarios sino que parece haber un vínculo natural entre los sonidos de una palabra y al objeto al que se refiere, como si la comida fuera sólo alimentarse o la ropa para vestir. Éstas también establecen distinciones entre personas diferentes y los roles que desempeñan; la ropa y la comida también sirven para la creación y reproducción del orden social. Por otro lado, sabemos que hay otras culturas diferentes a la nuestra. El orden al que apunta una cultura (ese propósito último) no puede estar nunca realmente seguro; el orden parece muy frágil y vulnerable pues es sólo un orden entre muchos posibles: no sabemos que sea el correcto o el mejor y eso produce incertidumbre. Por eso la presión para que nos adaptemos a las normas de nuestra cultura va acompañada de esfuerzos por desacreditar o denigrar las normas de otras culturas: las otras se presentan como ausencia de cultura, como bárbaros. Por ello las distinciones entre “nosotros” y “ellos”, entre “aquí” y “allá”, entre “adentro” y “afuera” son las más decisivas que las culturas establecen y promueven; con ellas se trazan los límites del territorio que pretenden defender. Las culturas toleran a las otra sólo a distancia, eliminando todo intercambio o limitándolo a un campo controlado. Todas las unidades supuestamente independientes o autónomas, todas las subdivisiones viables y ostensiblemente independientes del mundo humano son de naturaleza precaria, todas surgen de la intención de recortar pequeños mundos manejables y claramente identificados, extrayéndolos de una realidad ilimitada y sin límites, continua y no discreta. Todos los intentos por trazar, señalar y vigilar límites artificiales se convierten en un objeto de preocupación cada vez mayor a medida que las divisiones 'naturales' (es decir, bien fundadas, resistentes e inmunes al cambio) se disuelven y las vidas humanas se ligan cada vez más. Mientras menos natural es un límite, más flagrante es su violación en la compleja realidad, más atención y esfuerzo exige su defensa, más coerción y violencia atrae. Esta situación es representativa de lo que se llama la sociedad moderna, una sociedad que se estableció hace unos tres siglos en la que todavía vivimos. En las sociedades premodernas, el mantenimiento de las distinciones y las divisiones entre categorías llamaban menos la atención y provocaban menos actividad debido a que las diferencias parecían darse naturalmente, sin esfuerzo consciente. Las divisiones daban la impresión de ser autoevidentes, intemporales e inmutables, inmunes a la intervención humana. En realidad, la condición humana parecía estar tan sólidamente construida y tan afianzada como lo estaba el resto del mundo: no había razón alguna para distinguir entre naturaleza y cultura, entre leyes naturales y leyes hechas por el hombre. Hacia fines del siglo XVI esa imagen armoniosa y monolítica del mundo empezó a desmoronarse. A medida que aumentaba el número y la visibilidad de las personas que no encajaban en las particiones establecidas, la actividad legislativa se aceleraba. Lentamente se hizo evidente que el orden social, a diferencia del orden de la selva, era un producto humano, y que no duraría a menos que se sustentara constantemente con medidas que sólo agentes humanos podías y debían elaborar y aplicar. Las divisiones humanas ya no podían ser naturales; eran arbitrarias y artificiales. La idea de orden como una secuencia regular de eventos, como conjunto armoniosos de partes bien articulados no es moderna; pero sí lo es la preocupación por el orden, la urgencia por interactuar con él, el temor que se degrade y se convierta en caos. Pero los límites de cualquier sector de la red de dependencias o de cualquier acción compleja recortada del universo de las actividades de la vida, son arbitrarios y por tanto porosos, fácilmente permeables. De allí que el orden sea incompleto. Se puede hablar de islas de orden. frágil y temporal, esparcidas sobre un mar de desorden. Lo que se puede hacer es sólo crear totalidades relativamente autónomas, con elevada intensidad de conexiones internas y por vínculos externos menos importantes. Los intentos por construir orden están destinados a no lograr totalmente su objetivo. Hacen aparecer islas de relativa autonomía, pero al mismo tiempo transforman en una zona gris de ambivalencia el territorio adyacente a la isla. Por esta razón están destinadas están destinadas a prolongarse en el tiempo. La lucha por remplazar caos por orden, por hacer a la parte del mundo que nos rodea obediente, previsible y controlable, está condenada a quedar inconclusa, porque esa lucha misma es el obstáculo más importante. La mayoría de los fenómenos desordenados, imprevisibles e incontrolables son consecuencia precisamente de las acciones estrechamente enfocadas, con blancos mínimos, orientados a la ejecución de tareas y la resolución de problemas aislados. Cada nuevo intento de introducir orden en una área específica, genera nuevos problemas, aun cuando elimine otros. Cada intento genera nuevas ambivalencias y hace necesario hacer nuevos intentos. La división de la inmanejable totalidad de la condición humana en multitud de tareas pequeñas e inmediatas, que pueden controlarse y manejarse, ha hecho más eficiente la acción humana. Es lo que se describe como racional, dictada por la razón instrumental, que mide los resultados comparándolos con el fin pretendido y calcula el gasto de recursos y trabajo.