El gobio sabio - laprensadelazonaoeste.com

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E L
G O B I O
S A B I O
S A L T I K O V
S C H E D R I N
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EL
GOBIO
SABIO
Erase que se era un gobio. Su padre y su madre
habían sido listos; poquito a poquito, con cuidado y
despacito, vivieron infinidad de años en el río, sin
que fueran a parar al buche del lucio ni a! caldero de
la ujá. Encargaron al hijo que hiciera lo mismo.
"Míra, hijito -le dijo el viejo gobio al morir-, si
quieres disfrutar de la vida, ¡ándate siempre con
mucho ojo!”
El joven gobio tenía un talento que no le cabía
en la cabeza. Empezó a desplegarlo y observó que, a
cualquier parte que dirigiera la mirada, la muerte le
acechaba. En el agua, nadaban peces gordos por
doquier, y todos eran más grandes que él. Cualquiera
de ellos se lo podía tragar, mientras que él, con
ninguno podría hacer igual. Y además, ¿para qué?
No comprendía esa necesidad. El cangrejo podía
partirlo en dos con sus tenazas; la pulga acuática,
incrustársele en el lomo y martirizarle hasta matarlo.
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Incluso los gobios, sus hermanos, en cuanto veían
que había atrapado un mosquito, se lanzaban en
bandada sobre él para quitárselo. Se lo arrebataban y
empezaban a luchar unos con otros, sin más
resultado que despedazar al mosquito en vano.
¿Y el hombre? ¡Qué ser maligno era aquél! ¡Qué
perfidias no idearía para privar al gobio de la vida sin
honra ni provecho! Jábegas, redes, nasas, trampas y,
por último, ¡el anzuelo! Al parecer, no había nada
más simple que él: un hilo; en el hilo, un ganchito, y
en el ganchito, una mosca o un gusano hincados... Y
además, ¿de qué manera?... ¡De la forma más
antinatural! Sin embargo, precisamente con el
anzuelo era con lo que se pescaban más gobios.
Su viejo padre le había advertido en más de una
ocasión, que se guardase de él. "¡Al anzuelo es a lo
que hay que tener más miedo! -le decía-. Porque,
aunque es un aparejo simplicísimo para nosotros, los
gobios, cuanto más tonto sea lo que encontremos,
más seguro será que piquemos. Nos tiran una
mosca, como si quisieran agasajarnos; tú te agarras a
ella, ¡y allí está la muerte!”
También le contaba el viejo que, cierta vez, por
casualidad, al caldero de la ujá no fue a parar. En
aquel tiempo, se dedicaba a la pesca del gobio una
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comunidad entera de pescadores; a todo lo ancho
del río, se extendía el copo, y en el fondo, en un par
de verstás a la redonda, no había más que hilos y
alambres. ¡La de peces que cayeron! ¡Un espanto!
Lucios, percas, carpillas, lochas, morralla, ¡hasta las
gandulillas bremas fueron sacadas del cieno del
fondo! En cuanto a los gobios, se perdió la cuenta
de los que perecieron. Y los miedos que pasó el
viejo gobio mientras lo arrastraban por el río, ni en
un cuento se pueden referir ni la pluma es capaz de
describir. Notaba que se lo llevaban, pero no sabía a
dónde. De pronto, vio que a su derecha había un
lucio y a su izquierda una perca, y se dijo: "Ahora, el
uno o la otra me comerán", mas no le tocaban... "En
aquellos momentos, querido, ¡nadie estaba para
comidas! Todos pensaban solamente: "¡Ha llegado la
muerte!", sin que nadie comprendiera de dónde y
por qué venía. Por último, empezaron a cerrar el
copo; lo sacaron a la orilla y comenzaron a tirar el
pescado sobre la hierba. Y entonces se enteró de lo
que era la ujá. Sobre la arena temblante algo rojo,
unas nubes grises se elevaban de allí; hacía un calor
tan sofocante, que al momento quedó extenuado. Ya
se asfixiaba uno sin agua y, por si era poco, añadían
aquello... Oyó que decían: "la hoguera". Y sobre la
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hoguera había puesta una cosa negra, dentro de Ia
cual el agua se agitaba, ruidosa, alborotada, como en
un lago un día de borrasca. Aquello era el caldero,
según afirmaban. Por último, dijeron: "¡Echadlos al
caldero sin tardar, haremos una ujá!" Y empezaron a
echar allí dentro a los nuestros. Un pescador tiraba
un pescado grandote; al principio, éste se sumergía;
luego, saltaba como loco, se hundía de nuevo y
quedaba quieto, alelado: la ujá lo había tragado. Le
echaban más y más pescados; primeramente, ni los
elegían, siquiera, pero luego un vejete reparó en el
gobio y dijo: "¿Qué substancia puede darle a la ujá
un pequeñajo semejante? ¡Dejadlo que crezca en el
río!" Lo cogió por las agallas, lo metió en el agua y le
dejó escapar. El gobio, que no era tonto, le dio a las
aletas con toda su alma, ¡y a casa! Cuando llegó a
todo correr, la gobia, su mujer, le miraba desde la
madriguera, más muerta que viva...
¿Y qué? Por mucho que explicó el viejo sabio lo
que era la ujá y en qué consistía, pocos son en el río
hasta hoy día quienes tienen una idea clara de la
misma.
Mas él, el gobio hijo, recordaba perfectamente
las enseñanzas de su padre, y se decía para su coleto:
"Hay que andarse con ojo, pues de lo contrario, al
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menor descuido, ¡estaré perdido!" Y empezó a vivir,
a pasar la vida. Lo primero que hizo fue idear una
madriguera en la que sólo él pudiera entrar y nadie
más lograra penetrar. Estuvo un año entero el gobio
abriendo su guarida con el morro, y en aquel tiempo,
día a día ¡cuántos miedos no pasaría! Dormía
hundido en el limo del lecho, escondido bajo las
hojas de bardana acuática o entre las mismas algas.
Sin embargo, al fin terminó la madriguera. Era de
primera: limpia arreglada y a su medida, como era
menester, sólo cabía él. La segunda cuestión a
resolver era la del régimen de vida a seguir, y decidió
así: por la noche, cuando hombres, fieras, pájaros y
peces dormían, saldría a hacer ejercicio, y durante el
día, estaría metido en su madriguera y temblaría.
Pero puesto que era preciso comer y beber, y no
tenía un sueldo asegurado ni criados, saldría un
momentito de la madriguera, a eso del medio día,
cuando los peces hubieran ya saciado su apetito, y tal
vez el cielo le deparase algún insecto con que
alimentarse. Y si nada encontraba, a su madriguera
hambriento volvería y de nuevo temblaría. Pues
mejor era no comer ni beber que morir con la
barriga llena.
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Y así procedía. Por las noches, hacía un poco de
ejercicio, se bañaba a la luz de Ia luna; durante el día
permanecía metido en su madriguera temblando sin
cesar. Unicamente a medio día salía a buscar algo,
pero ¿qué iba a atrapar a las doce de la mañana? A
esa hora, los mosquitos se escondían bajo las hojas
de las plantas y los escarabajuelos se cubrían con sus
caparazones. Bebía un trago de agua, ¡y sanseacabó!
Pasábase el día entero, acostado en la
madriguera, por las noches no dormía lo que debía,
ni se comía del todo lo poco que encontraba y un
solo pensamiento le embargaba: "¿Estoy aún vivo?
Parece que sí, pero, mañana, ¿qué será de mí?”
Cierta vez cometió el pecado de quedarse
adormecido, y soñó que le habían tocado doscientos
mil rublos a la lotería. Loco de júbilo, de un brinco,
volvióse del otro lado y reparó en que había
asomado media cabeza fuera de la madriguera... ¿Y
si en aquel momento hubiera habido algún pícaro
lucio por allí? ¡Habría tirado de él y lo habría sacado
de su refugio en un santiamén! -Otra vez, se
despertó y observó que enfrente de su madriguera
estaba un cangrejo a la espera. Estaba allí parado,
como hechizado, mirándole con ojos saltones e
inmóviles. Sólo sus bigotes, debido a la corriente, se
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estremecían levemente. ¡Qué susto se llevó! El
cangrejo estuvo medio día entero esperándole, hasta
que anocheció por completo, y en todo aquel
tiempo el gobio no paró de temblar ni un momento.
En otra ocasión, acababa de volver a su
madriguera, antes de que amaneciera, y ya saboreaba
el sueño que le aguardaba, cuando de pronto, sin
saber por dónde había llegado, vio un lucio parado
ante la misma puerta de su casa, rechinando los
dientes. Y también le acechó durante toda la jornada
como si sólo con verle se alimentara. Pero él engañó
también al lucio: de la madriguera no salió, ¡y
sanseacabó!
Y tales peligros no los corría de vez .en cuando,
sino casi todos los días. Y cada día, temblando, salía
vencedor; al peligro dominaba y exclamaba al final
de la jornada: "¡Estoy vivo! ¡gracias, Dios mío!”
Mas aquello era poco: no se había casado, y no
tenía hijos, mientras que su padre había tenido
numerosa prole. Pero él razonaba así: "¡Mi padre
podía vivir alegrementel En aquellos tiempos, los
lucios eran más buenos y las percas no se
preocupaban de nosotros, los peces menudos. Y
aunque una vez al caldero de la ujá estuvo a punto
de ir a parar, ¡no faltó un vejete que le ayudara a
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escapar! En cambio ahora, conforme van
desapareciendo de los ríos los peces gordos, vamos
siendo más estimados los gobios. Por lo tanto, no
son momentos de pensar en crear una familia, sino
de vivir uno solo, ¡y gracias!". Y el gobio sabio vivió
de este modo más de cien años. Siempre temblando,
temblando siempre. No tenía amigos ni parientes;
no iba a ver a nadie, ni nadie venía a visitarle. No
jugaba a las cartas, no bebía ni fumaba, a las mozas
bonitas no cortejaba, no hacía más que temblar y
pensar: "Al parecer, ¡estoy vivo! ¡Gracias, Dios mío!”
Hasta los lucios acabaron por elogiarle: "Si todos
vivieran así -decían- ¡qué tranquilo estaría el río!"
Claro que lo hacían con toda intención, pensando
que el gobio, envanecido por el elogio se presentaría:
"¡Aquí estoy yo!", ¡y se lo zamparían! Pero él no cayó
en la tentación, y una vez más, merced a su
sabiduría, salió victorioso de la celada que el
enemigo le tendía.
¿Cuántos años pasaron después de aquel siglo?
Nadie lo sabe. Unicamente se tiene noticia de que el
gobio sabio se disponía a morir. En su madriguera
yacía y se decía: "Gracias a Dios, muero de muerte
natural, como murieron mi padre y mi madre". Y
recordó las palabras de los lucios: "Si todos vivieran
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como el gobio sabio..." Bueno, ¿y si fuera así, qué
pasaría?
Empezó a desplegar aquel talento que no le
cabía en la cabeza, cuando, de pronto, le pareció que
alguien le decía: "Si todos hubieran hecho lo mismo
que tú, ¡hace tiempo que la especie de los gobios
habría desaparecido!”
Pues para la prolongación de la especie de los
gobios se requería, el primer lugar, la familia, y él no
la tenía. Pero aquello no era bastante: para que la
familia se fortaleciese y floreciese, para que sus
miembros fueran sanos, fuertes y animosos, se
precisaba que en su elemento natal se criaran y no
en la madriguera donde se quedaban ciegos de la
eterna obscuridad. Era necesario que los gobios
recibiesen suficiente alimento, que no se apartaran
de la sociedad, que se relacionasen unos con otros,
que a hacer bien aprendieran y otras excelentes
cualidades adquirieran. Pues tan sólo una vida
semejante podía mejorar la especie de los gobios e
impedir que degenerasen y se convirtiesen en
raquíticos eperlanillos.
Se equivocan quienes suponen que únicamente
pueden considerarse dignos ciudadanos los gobios
que, enloquecidos de espanto, permanecen metidos
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en sus madrigueras, siempre temblando. No, ésos no
son ciudadanos, sino, como mínimo, gobios inútiles.
No le dan a nadie ni frío ni calor, ni lustre ni
deshonor, ni gloria ni oprobio..., viven, comen y
ocupan un sitio en el mundo inútilmente.
Todo aquello aparecía ante él con tan clara
nitidez, que de pronto le acometió un vehemente
deseo: ¡Salir de la madriguera y pasearse altanero por
todo el río! Pero al momento, volvió a sentir miedo.
Y comenzó a morir entre temblores. Temblando
había vivido y temblando moría.
En un instante, toda su vida desfiló ante sus
ojos. ¿Qué alegrías había tenido? ¿A quién había
dado consuelo? ¿A quién, un buen consejo? ¿A
quién, una palabra cariñosa? ¿A quién, cobijo,
amparo, aliento? ¿Quién había oído hablar de él?
¿Quién recordaba que él existía?
Y a todas aquellas preguntas, hubo de contestar:
a nadie, nadie...
Había vivido y temblado, y nada más. Incluso
ahora, cuando estaba a las puertas de la muerte,
continuaba temblando, sin saber él mismo por qué.
Su madriguera era obscura, angosta, no había sitio ni
para removerse, no entraba en ella ni un rayito de
sol, no se sentía allí calor.
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Oía el rumoreo de otros peces que iban y venían
ante su agujero; tal vez fuesen gobios como él, pero
ninguno se interesaba por el viejo. Ni a uno solo se
le ocurría pensar: "Voy a preguntarle al gobio sabio
cómo se las ha arreglado para vivir más de cien años,
sin que el lucio se lo tragara, ni el cangrejo lo
partiera con sus tenazas, ni los pescadores lo
atraparan con sus anzuelos." Todos pasaban de
largo, ¡y quizás no supieran que en aquella
madriguera acababa sus días el gobio sabio!
Y lo más doloroso de todo: no oír siquiera que
alguien le llamase sabio. Decían simplemente:
"¿Habéis oído hablar de ese mentecato, que ni come
ni bebe, ni visita a nadie ni se relaciona con ninguno
de nosotros y no hace otra cosa que guardar su vida
asquerosa?" Y muchos le llamaban sencillamente
tonto y vergüenza del río, y se asombraban de que
tales seres pudieran vivir en el agua.
En tanto desplegaba de esta suerte su talento, se
iba quedando adormecido. Mejor dicho, no se
adormecía, sino que perdía el conocimiento. En sus
oídos resonaban los primeros estertores de la
muerte, por todo su cuerpo se extendía una grata
laxitud. Y volvió a tener el bello sueño de antes: le
habían tocado doscientos mil rublos a la lotería,
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había crecido cerca de medio metro, y ahora, él
mismo se comía a los lucios.
Mientras soñaba aquello, sacó la cabeza fuera de
la madriguera, despacito, poquito a poquito...
Y de pronto, desapareció. ¿Qué le había
ocurrido? ¿Se lo había tragado algún lucio? ¿Lo
había partido con sus tenazas algún cangrejo? ¿O
había muerto de muerte natural y salido a la
superficie del agua? Nadie lo vio. Pero lo más
probable es que se muriera él solo, porque, ¿qué
placer podía proporcionarle a un lucio el comerse un
gobio enfermo, moribundo, y sabio por añadidura?
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