Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el

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14 Más allá de la isla de Moro, la utopía de una
justicia global en el debate contemporáneo
Beyond More’s Island, the Utopia of a Global Justice
in the Contemporary Debate
Guillermo Andrés Duque Silva
Resumen
¿Por qué Tomás Moro escogió una isla para describir su utopía? ¿Por qué no optó por una sociedad en su
conjunto? ¿Qué encierra la isla y qué se queda por fuera? ¿Qué idea de política sugiere esta escisión? Con base
en estas preguntas, el interés de este capítulo se centra en un objetivo concreto: explicar el debate sobre las
posibilidades de una utopía global, ‘más allá de la isla de Moro’, como paradigma político. En efecto, la isla de
Moro representa una comprensión de la utopía, entendida como aquella posible al interior de los Estados; esa
perspectiva se contrapone a las propuestas de utopía global, las cuales a pesar de su marginalidad en la filosofía
política, toman fuerza en el escenario académico contemporáneo, al tomar como principal objeto de discusión el
tema de la justicia. La estrategia argumentativa del capítulo consiste en describir el debate contemporáneo sobre
la justicia más allá de las fronteras estatales. Para ello, en primera instancia, se explica la propuesta cosmopolita
de justicia distributiva global defendida por Thomas Pogge y se valora analíticamente la superación del marco
intelectual tradicional de corte rawlseano en el que se instala. En un segundo momento, se describe la interpretación de Thomas Nagel y David Miller, quienes optan por una interpretación Estado-céntrica de la justicia,
y profundizan en el papel que cumple la soberanía como condición sine qua non de la justicia. Finalmente, se
presenta la interpretación realista crítica, como una alternativa a la lectura cosmopolita y nacionalista liberal
del problema de la justicia global. Esta última vertiente de análisis sería un argumento alterno a la comprensión
de ‘la utopía dentro de los límites de la Isla’, según el cual, en el escenario contemporáneo la falta de acuerdos
entre las naciones frente a qué constituye lo justo y lo injusto, resulta conveniente en el propósito de socavar
las causas principales de las injusticias en el siglo xxi, de manera que se pueda apuntar a una utopía global, sin
desconocer la unidad básica del Estado.
Palabras clave: democracia, derechos humanos, justicia global, soberanía estatal.
Abstract
Why did Thomas More choose an island to depict his utopia? Why did he not opt for a society as a whole? What
does the island enclose and what is left out? What political idea does this division suggest? Based on these questions, the interest of this chapter focuses on a specific objective: to explain the debate about how likely a global
utopia is, ‘beyond More’s island,’ as a political paradigm. Indeed, More’s island represents a comprehension of
utopia, understood as the possible one within states; this perspective opposes to those proposals of global utopia,
which in spite of their marginal character in political philosophy, become stronger in a contemporary academic
scenario, by making justice the main subject of discussion. The argumentative strategy in the chapter consists in
describing the contemporary debate on justice beyond state borders. To that end, first of all, the cosmopolitan
proposal of global distributive justice by Thomas Pogge is explained and, afterwards, it is analyzed how the traditional Rawlsean intellectual framework where it lies is surpassed. Secondly, a description of Thomas Nagel and
David Miller’s interpretation is given. They opt for a state-centric interpretation of justice, and look deeply into
the role that sovereignty plays as a sine qua non condition for justice. Finally, the critical realistic interpretation
is presented as an alternative to the cosmopolitan and nationalist understanding of the global justice problem.
This last analysis approach would be an alternative argument to the comprehension of the ‘utopia within the
Island’s limits.’ According to this argument, in the contemporary scenario, the lack of agreements among nations
regarding what is just or unjust, results convenient to undermine the main causes of injustice in the 21st century,
so that a global utopia can be aimed at without refusing to recognize the basic unity of the State.
Keywords: democracy, human rights, global justice, state sovereignty.
BY
NC
ND
Utopía: 500 años
Perfil del autor / Authors’ profile
346
Guillermo Andrés Duque Silva
Investigador y Jefe de Investigaciones de la Universidad Cooperativa
de Colombia, sede Cali. Magíster en Filosofía de la Universidad del
Valle. Estudiante de Doctorado en Ciudadanía y Derechos Humanos
de la Universitat de Barcelona.
Correo electrónico: [email protected]
¿Cómo citar este capítulo? / How to cite this chapter?
APA
Duque Silva, G. A. (2016). Más allá de la isla de Moro, la utopía de una
justicia global en el debate contemporáneo. En P. Guerra (Ed.), Utopía:
500 años (pp. 345-366). Bogotá: Ediciones Universidad Cooperativa
de Colombia. doi: http://dx.doi.org/10.16925/9789587600544
Chicago
Duque Silva, Guillermo Andrés. “Más allá de la isla de Moro, la utopía
de una justicia global en el debate contemporáneo”. En Utopía: 500
años, Ed. Pablo Guerra. Bogotá: Ediciones Universidad Cooperativa
de Colombia, 2016. doi: http://dx.doi.org/10.16925/9789587600544
MLA
Duque Silva, Guillermo Andrés. “Más allá de la isla de Moro, la
utopía de una justicia global en el debate contemporáneo”. Utopía: 500 años. Guerra, Pablo (Ed.). Bogotá: Ediciones Universidad
Cooperativa de Colombia, 2016, pp. 345-366. doi: http://dx.doi.
org/10.16925/9789587600544
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
Introducción
El análisis filosófico de las relaciones internacionales se ha movido como un péndulo
entre dos ejes: la realidad innegable de la guerra entre Estados, y la aspiración
moral a la paz. Ante la inviabilidad de la realización práctica del proyecto de un
Estado global, del tipo propuesto por Kant en La paz perpetua (2014), en general
ha predominado una visión realista de las relaciones internacionales según la cual,
en la arena internacional, los Estados se comportan como individuos egoístas en
estado de naturaleza. El primero en plantear esta visión de las relaciones internacionales sería Hobbes, quien anuncia que las relaciones entre Estados modernos
se caracterizan por una hostilidad permanente.
Con el realismo hobbesiano como paradigma imperante y telón de fondo, el
filósofo del liberalismo político, John Rawls, asume en 1999 el que sería su último
gran reto intelectual: reformular la antigua concepción del derecho de gentes a
partir de una extensión de su concepción de justicia como equidad, al campo de
las relaciones internacionales. En el Derecho de gentes (2001) busca formular una
teoría para las relaciones internacionales de los Estados liberales. En esta obra
Rawls, por un lado, se mantiene cercano al paradigma realista hobbesiano, pues
reconoce que la aspiración a un criterio moral universal —y en consecuencia a
unos principios universales de justicia y a un gobierno mundial— son irrealizables.
Por otro lado, se aleja lo suficiente de Hobbes para afirmar que al menos entre las
naciones liberales y otros ‘pueblos decentes’ que respetan el terreno neutral de los
derechos humanos y tienen principios democráticos de justicia, es posible erigir
unas normas comunes para la supervivencia. Tales principios son para Rawls la
soberanía absoluta de los Estados, la autodeterminación política, la no-intromisión
en sus asuntos internos, el respeto a los derechos humanos básicos y el principio
de la solidaridad humanitaria (2001, p. 37).
Es sobre el último principio en el que recae toda aspiración de los Estados
liberales a intervenir en la vida de los demás Estados, siempre que demuestren
estar en situaciones extremas de miseria y se trate de pueblos liberales o cercanos
al liberalismo, de tal modo que las naciones desarrolladas tienen el deber positivo
de apoyar a los menos desarrollados en términos de una política de asistencia
social. No porque exista un deber moral de ayudar al que lo necesite, sino porque
se trata de una responsabilidad ideológica entre los Estados liberales (2001, p.
12). El filósofo está en desacuerdo con trasladar la carga de la prueba sobre el
origen de la pobreza por fuera de los límites estatales, ya que la pobreza, como
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la corrupción y el autoritarismo, únicamente es atribuible a factores históricos,
culturales, antropológicos o políticos específicos de algunos de los países, para
él incapaces de construir instituciones políticas democráticas y alcanzar un
nivel mínimo de justicia social (p. 108). Poco o nada tienen que ver los Estados
liberales desarrollados con el destino de los Estados más pobres. Solo en casos
extremos, la intervención por la fuerza de los Estados liberales se justifica si
busca corregir situaciones graves de violación masiva de los derechos humanos
básicos, en circunstancias como la de un genocidio, por ejemplo. Ciertamente,
Rawls no considera que pueda existir justicia por fuera de los marcos estatales
(Gallo, 2005, p. 34), en la medida en que los Estados no son naturalmente responsables unos con otros por la buena o mala fortuna en la carrera del progreso y la
acumulación de la riqueza.
Esta comprensión de los grados de responsabilidad y las posibilidades de
intervención en los Estados pobres ha sido criticada, en los últimos años, por
filósofos de la denominada corriente cosmopolita de la justicia. Entre los autores
más destacados en esta perspectiva se encuentra el filósofo alemán y discípulo de
Rawls, Thomas Pogge. Para Pogge el liberalismo limitado y minimalista de Rawls
parece ignorar que existe una relación de causalidad entre la acción y omisión
de los Estados ricos, y de las instituciones de gobernanza global, y la pobreza
en los países en vía de desarrollo (García, 2009, p. 566). El que un puñado de
países estén en capacidad de crear y manipular las ‘reglas de juego’ del sistema
mundial para mantener su dominio, los carga de la responsabilidad suficiente
para influir, cuando no determinar, el destino desafortunado de los países pobres.
Ante ello, la salida de Rawls “deja sin ninguna protección a las sociedades pobres
y refuerza las formas de dominación que el orden económico internacional
sostiene y que son impuestas a través del poder que unos pocos Estados ejercen
en las instituciones económicas globales” (Pogge, 2004b, p. 39). Si bien Rawls
busca un complemento a su teoría doméstica, el complemento termina siendo
una teoría internacional de la ética, pero no de la justicia. Aunque el Derecho
de gentes de Rawls proponga postulados éticos liberales con una pretensión
universal, los mismos solo son exigibles, como criterio para dirimir lo justo y
lo injusto, a aquellos Estados que adopten el liberalismo como fundamento del
orden social. A los demás no se les aplicaría el mismo criterio puesto que no
hay una responsabilidad previa asumida con el liberalismo como doctrina de
Estado (Pogge, 2005, p. 103).
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
La teoría cosmopolita de Thomas Pogge
Thomas Pogge es un filósofo comprometido con el cambio político global. Un
hecho de gran magnitud le preocupa especialmente: “unos 20 millones de muertes
al año —mayoritariamente mujeres y niños— son atribuidas a la pobreza” (Pogge,
2010, p. 572). Pogge denuncia, apoyándose en datos del Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (pnud):
Cerca de 880 millones de personas no tienen comida suficiente, unos 500 millones
están en situación de malnutrición crónica y el 24 % de la población mundial se
encuentra por debajo de la línea de pobreza, mientras que el 90 % de los ingresos de
los cinco países más ricos del mundo, corresponden al 90 % de los ingresos mundiales,
casi 400 más que el quinto más pobre. (Pogge, 2010, p. 572)
En World poverty and human rights (2002) Thomas Pogge desarrolla sus ideas
centrales sobre la búsqueda de principios globales de justicia. Afirma que si bien ha
existido un innegable progreso mundial en el rechazo a temas relacionados con la
esclavitud, la violencia doméstica, el autoritarismo y el genocidio, como conductas
universalmente reprobables, no parece haber un mismo consenso alrededor de
la pobreza. Pogge se pregunta por qué si los Estados liberales están de acuerdo
con erradicar la pobreza dentro de los límites del Estado, no parece interesarles la
lucha por superar la pobreza en el resto del globo. Cuestiona así, sin demagogia:
Cómo puede ser que la mitad de los Estados en el globo continúen en una situación
de severa pobreza a pesar del enorme progreso económico y tecnológico del último
siglo y a pesar —especialmente— de los valores morales que pregona la civilización
occidental. (Pogge, 2005, pp. 35-42)
Ante ello, el pensador propone volver a un principio propio de la misma tradición liberal: “Está mal dañar gravemente a personas inocentes con el propósito de
obtener pequeños beneficios” (p. 42), a fin de llevarlo al límite de la aplicación práctica. Desde ese principio, Pogge estructura un argumento consistente en demostrar
que existe un daño a los Estados pobres, en la medida en que las situaciones de
pobreza son evitables a través del diseño de un orden global alternativo. La culpa
por el daño radica esencialmente en que tanto este, como su solución, son previsibles para las potencias mundiales, las cuales, aunque no están en obligación, sí
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están en capacidad de resolver el actual desequilibrio de recursos, lo que las hace
moralmente responsables.
Para Pogge existe una relación causal entre los países ricos, las corporaciones
financieras mundiales y la pobreza en la mayoría de países del mundo, pues:
a) Los han obligado a pertenecer a un orden mundial en el que se produce regularmente la pobreza; b) han contribuido a excluirlos del usufructo de materias primas;
c) han defendido una desigualdad radical que es resultado de un proceso histórico
atravesado por violencia; d) han generado un sistema que aumenta la desigualdad
a través de la transformación radical de los volúmenes globales de ocupación y de
la composición del trabajo, en la producción de bienes y servicios ; y e) han hecho
cada vez más difíciles las posibilidades de participación de las empresas de los países
en desarrollo en los mercados, a través de medidas proteccionistas y de políticas de
subsidios para los productores de los países ricos. (Cortés, 2012, p. 95)
Pogge tiene una comprensión individual del daño basada en el supuesto de
un punto de referencia normativo, frente a lo que es ‘justo’. En ese sentido una
persona sufre un daño si está peor de lo que habría estado bajo circunstancias
alternativas y, desde luego, la alternativa en cuestión es justa (Dimitriu, 2013, p.
341). Esta definición depende de una comprensión previa de lo que significaría
una alternativa justa respecto a la cual un agente causa daño al otro, en la medida
en que lo aleja de ella. El siguiente ejemplo de Dimitriu explica mejor esta relación
de daño:
i)
Si A camina por la calle y ve que B necesita de vivienda y comida (es decir su
derecho humano básico a la subsistencia está insatisfecho), y suponiendo que A y B
no están relacionados, A puede tener el deber positivo de ayudar a B. Pero ciertamente
no hay daño de por medio, precisamente porque A no contribuye a la situación de
precariedad de B.
ii) Pero si A se pone a B en una situación injusta (por ejemplo si A esclaviza a B), a
pesar de que A podría mejorar en algún grado la situación de B, pues lo está forzando
a permanecer en una situación de esclavitud injusta. El punto de referencia normativo
implícito en este ejemplo es que nadie puede esclavizar a otra persona. (2013, p. 341)
Desde esa perspectiva Dimitriu (2013) expone que, para Pogge, los países
ricos dañan a los países en desarrollo de manera análoga al modo en que el amo
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
daña al esclavo (p. 341). Es decir, en el orden internacional contemporáneo, la
omisión de aquellos actores que tienen la posibilidad de resolver el problema de la
pobreza global es una causal de daño moral a los Estados pobres. Incluso cuando
no ejercen acciones concretas para liquidar a los países más débiles económicamente, la privación de alternativas de desarrollo constituye una responsabilidad
susceptible de ser analizada moralmente. Por ejemplo, el Fondo Monetario
Internacional (fmi), la Organización Mundial del Comercio (omc) y el Banco
Mundial ( bm), trazan líneas de acción frente a las cuales los países en desarrollo
tienen pocas posibilidades de superación y, dicho daño, pasa desapercibido para
el ojo intelectual tradicional.1
Sin embargo, si bien se puede ‘culpar’ a los gobiernos de las naciones ricas
de alejar a los Estados pobres de la alternativa justa, que supone Pogge, ¿por qué
un ciudadano en un país rico puede tener responsabilidad frente a las acciones
de su gobierno? Al respecto, el autor alemán afirma que el daño inicia precisamente en el momento en que los ciudadanos de países desarrollados ‘cooperan’
(la mayoría bajo un sistema democrático estable y con instituciones de justicia
de talante liberal), “en la imposición de un orden institucional donde hay países
cuyos ciudadanos no tienen satisfechos sus derechos humanos básicos” (Pogge,
2005, p. 45). El orden institucional interno a los Estados, así como el global,
generan previsiblemente déficits importantes en materia de derechos humanos
que son ignorados por los gobiernos de los países en desarrollo, y en la medida
en que esos déficits se podrían haber evitado razonablemente a través de un
arreglo institucional alternativo también previsible, la forma en que se daña a los
1
Un buen ejemplo de esto es aportado por Pogge en ¿Qué es la justicia global? : “Un contrato
a largo plazo para la explotación de petróleo de Nigeria al Reino Unido que se establece sin
coerción entre el dictador militar Sani Abacha y el gobernante británico (o una compañía
petrolera británica) [en 1995]. En el marco intelectual tradicional [rawlseano], es obvio que
se debe honrar ese acuerdo: ‘Los pueblos deben cumplir los tratados y compromisos’, dice
el segundo principio de conducta del Estado que Rawls propone, y el tercero añade: ‘Los
pueblos son iguales son partes de los acuerdos que los vinculan’ (1999, 37). Pero vayamos
a la realidad: el gobierno nigeriano es corrupto y opresivo, y su permanencia en el poder
depende en gran medida de los militares. Las ventas de petróleo imponen daños y riesgos
de diverso tipo al pueblo nigeriano sin aportarle ningún beneficio tangible debido a que
una parte de los ingresos va a manos de la pequeña élite política y otra parte se gasta en
el armamento necesario para la represión militar; armas que son suministradas por Estados
Unidos de acuerdo con los contratos realizados, sin coerción, entre los gobiernos de ambos
países” (2008, p. 103).
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pobres es equivalente a la del amo y el esclavo (en el ejemplo anterior), pues con
el mantenimiento del orden institucional actual se está forzando a los países en
desarrollo a una situación de desventaja.2
La propuesta de Pogge es realizar una reforma al orden global, la cual derogue
las prerrogativas internacionales de reservas y préstamos y modifique la fisonomía
de instituciones como el Banco Mundial, el fmi y la omc, pues desde su perspectiva, estas instituciones son responsables por acción y omisión de la desigualdad
mundial. Pogge considera que una propuesta de justicia redistributiva global es
viable, en la medida en que el capitalismo ha generado unos niveles históricos
de acumulación de los países ricos tan alta, que no resultaría exageradamente
costoso resolver el problema de la pobreza global. Con un pequeño aporte de
los países ricos, el problema que ha causado más muertes en la historia reciente
de la humanidad quedaría resuelto. El planteamiento central de Pogge consiste
en la generación de un tributo global llamado Dividendo Global de los Recursos
(drg), con lo cual se pueden hacer las reparaciones por los daños producidos por
el sistema económico mundial.
El drg es la propuesta más difundida por Pogge (1995, 2005 y 2010). Consiste
en el recaudo de una renta global según la cual los Estados, “aunque tengan un
control total en sus territorios, deberían pagar un dividendo proporcional al valor
de los recursos que decidan utilizar o vender” (2010, p. 577). Esta idea es una
adaptación de la propuesta del Nobel en economía James Tobin, quien propuso la
creación de un impuesto global del 0,5 % de las transacciones de divisas con el fin
de disuadir la especulación monetaria. El drg de Pogge, si se aplicara únicamente
al petróleo, dejaría un recaudo de 50 mil millones de dólares al año.
Pogge dirige su propuesta a las sociedades desarrolladas y espera la adhesión
de los seguidores más escépticos del liberalismo, al tratar de erradicar la pobreza,
incluso manteniendo intacto el orden institucional mundial. Espera la simpatía
de sectores del liberalismo que de cierto modo justifican el statu quo de los países
desarrollados, y le interesa, por ejemplo, conciliar su propuesta de justicia global
con la visión pragmática liberal, afirmando que su solución al problema de la
2
Este análisis individual entre el deber de actuar de una manera diferente, si se es capaz de
prever que un comportamiento propio se puede evitar a fin de no generar daños en los derechos humanos de los demás, se denomina “Análisis moral interactivo”, una idea heredada de
Rawls que Pogge (2005, 2008) destaca para explicar cómo se analiza moralmente un daño,
indistintamente de qué ocurra al interior o al exterior del Estado.
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
pobreza en el globo es tan eficiente (y, de cierto modo, tan pragmática), que no
implicaría una contradicción a la concepción moral privada que sustentan filósofos
como, por ejemplo, Richard Rorty. Sobre Rorty, Pogge (2010) afirma que representa la preocupación general de las élites norteamericanas y europeas sobre las
propuestas redistributivas:
Un proyecto político factible sobre la redistribución igualitaria de la riqueza requiere
que haya suficiente dinero para asegurar que, después de la redistribución, los ricos
sean capaces de reconocerse a ellos mismos, que todavía crean que sus vidas merecen
la pena. (Rorty, citado en Pogge, 1996, p. 574)
Sin embargo, a esa preocupación Thomas Pogge responde que, si bien las cifras
parecen altas, lo que realmente se requiere para atender a 1.300 millones de pobres,
son 75 mil millones de dólares; tan solo el 0,4 % del pib de Estados Unidos y los
países de la oecd. Es decir, se podría resolver el problema de la pobreza extrema,
concediéndole a los Estados ricos, “la capacidad de seguir reconociéndose a sí
mismos”.
Pogge amplía su idea con un argumento aparentemente irrefutable:
Hace cincuenta años, la erradicación de la pobreza extrema mundial hubiera requerido una ingente redistribución de la renta global, imponiendo sustanciales costes
de oportunidad sobre las sociedades industrializadas avanzadas. Hoy, el cambio
requerido sería pequeño y el coste de oportunidad para los países desarrollados,
apenas perceptible. (Pogge, 2005, p. 124)
La propuesta de una justicia global de corte redistributivo, ha sido objeto de
múltiples críticas, la mayor parte de ellas desde el realismo hobbesiano, defendido
por autores contemporáneos como Moellendorf (2009) y por filósofos rawlseanos
autodenominados nacionalistas liberales, quienes consideran que un compromiso
que vaya más allá de la asistencia humanitaria debería justificarse de un mejor
modo, y no con la denuncia de las omisiones de los países ricos que viene realizando Pogge. No obstante estas críticas, el cosmopolitismo de Pogge ha sido bien
recibido principalmente en un sector del liberalismo que se opone a que existan
deberes positivos para imponer a las naciones en el campo internacional, y los
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cuales al fundarse en el individualismo, la universalidad y la generalidad,3 ven en la
propuesta de Pogge una alternativa que permita seguir los intereses personales en
un sistema capitalista voraz, sin que ello implique condenar a la pobreza extrema
a la mayor parte de la humanidad.
Se ha visto como el planteamiento central de Thomas Pogge es que el orden
institucional global produce un incremento de las desigualdades entre países, y
al interior de los Estados pobres principalmente. Esto lo relaciona con una interpretación de los derechos humanos, especialmente los económicos y sociales,
en términos de derechos negativos, es decir, ligados a no provocar el hambre, la
enfermedad, etc. En efecto, la propuesta de Pogge no se sale del paradigma liberal
de la política y es bastante cordial con las exigencias de un orden capitalista. La
pregunta que se le realizaría a Pogge, en virtud de la tesis central de este capítulo,
sería: ¿es posible una solución certera a los problemas de pobreza, sin afectar el
sistema de relaciones de poder actual? Este aspecto se tratará a profundidad en
las críticas a la propuesta cosmopolita del tercer apartado.
Pese a su popularidad, a Thomas Pogge no le faltan críticas que, al someterlas a
un análisis, pueden afinar la comprensión de la actual demanda de justicia global.
A continuación se examinan algunas de las críticas, realizadas en el mismo seno
del liberalismo.
El nacionalismo liberal y la crítica al cosmopolitismo
Uno de los principales críticos de Pogge es el también discípulo de Rawls, Thomas
Nagel. Para este autor el problema central de la propuesta de Pogge se encuentra en
la descripción de lo que se denomina una ‘situación de injusticia’. Nagel recuerda
que el hecho de que existan profundas desigualdades al interior de los países más
pobres, no es en sí una injusticia de carácter global, pues si la soberanía sigue
siendo la condición previa a la idea de orden político y, si la in-justicia solo puede
discernirse en virtud de los valores, principios, normas e instituciones de dicho
orden político soberano, entonces, a fin de hablar de injusticias a nivel global,
sería necesario hablar de un orden soberano global (Nagel, 2010, pp. 120-147).
3
En el sentido en que todas las personas deben igual atención moral a todas las restantes
personas.
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
Cercano al realismo político y fiel al liberalismo rawlseano, Nagel propone
valorar una ‘concepción política de la justicia’, en la que se vincule a la soberanía
como condición sine qua non de la justicia (Nagel, 2010, p. 114). Más que descartar
la propuesta de Pogge, Nagel la considera utópica. Pues para que una justicia de
carácter distributivo y global, como la que plantea Pogge, sea realizable, es necesario “que existiera un poder soberano mundial, un estado cosmopolita” (Nagel,
2010, p. 133); y en ese Estado cosmopolita, una serie de instituciones y normas
que distribuyan las cargas y beneficios en el sentido liberal rawlsiano, en las que
confluyan “los vínculos, constricciones y modos de participación existentes entre
los ciudadanos de un Estado” (Peña, 2010, p. 365). Una justicia distributiva global
exigiría además la existencia de un cierto predominio de valores de corte liberal
o de otro tipo, pues “sólo estamos obligados a atribuir un status igual a aquellas
personas con las que estamos unidos en una comunidad política impuesta coercitivamente” (Nagel, 2010, p. 133). De tal modo que no sería legítimo un orden
político global soberano que se impusiera sin el respeto a principios políticos,
igualmente globales. Es decir, sería necesario que las relaciones entre Estados
se establecieran a partir de principios de justicia compartidos y uniformes, de
manera que una situación de injusticia se valore igual para todos los ciudadanos
del mundo. No obstante, en la actualidad, y como herencia de Rawls al derecho
internacional, el único principio global compartido ha sido precisamente el que
las relaciones entre Estados se construyan bajo un respeto a la autonomía política
y a la idea de igualdad jurídica, sin importar el régimen y sus valores.
Se podría replicar a Nagel con la descripción que realiza Pogge sobre el accionar
de los organismos financieros globales como el fmi y el bm, y afirmar que esos organismos en efecto determinan e imponen un destino desastroso a los Estados en
desarrollo, es decir, que son causantes de injusticia. Ante eso, Nagel afirmaría que
para hablar de justicia sería requisito indispensable un nivel de responsabilidad
en el plano político, el cual exigiera más que una mera relación indirecta entre
el soberano y sus subordinados. Sin embargo, ya que la legitimidad política y el
derecho a imponer decisiones por parte de organismos como el fmi y el bm es limitada, no es posible atribuirles responsabilidades frente a la justicia y la injusticia.
El fmi y el bm no ejercen poderes soberanos, pues son “asociaciones voluntarias o
contratos entre partes independientes para el logro de intereses comunes” (Nagel,
2010, p. 140). Así, entonces, la relación entre estas “organizaciones mundiales y los
ciudadanos individuales es a lo sumo indirecta” (Peña, 2010, p. 365); está lejos de
ser una relación política y, por lo tanto, no puede ser una relación justa o injusta.
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En síntesis, para Nagel “sin justicia no puede haber un orden político soberano,
y sin soberanía, no puede ser creada la condición necesaria para la justicia política”
(Nagel, 2010, p. 398). Nagel ha servido, en consecuencia, como símbolo de lo
que se denomina ‘nacionalismo liberal’,4 pues concreta la idea de poder soberano
como condición sine qua non de cualquier criterio moral de justicia en un orden
político. En esa línea, Buchanan (2010) explica, por ejemplo, que los gobiernos son
responsables por “los intereses y preferencias de su ‘pueblo soberano’, no de toda la
humanidad ni de todas las personas cuyos intereses legítimos pueden ser afectados
seriamente por las acciones del gobierno” (2010, pp. 1700-1703). El nacionalismo
liberal indica, en concordancia con su visión Estado-céntrica de la justicia, que
toda respuesta ética a la pobreza de otros Estados es una acción humanitaria de
asistencia o caridad, y no un acto de justicia (Buchanan, 2010, pp. 50-70).
Entre los múltiples adeptos a esta corriente se encuentra un teórico que se
destaca por la agudeza de sus argumentos contra la versión cosmopolita de la
justicia: el filósofo de Oxford, David Miller. Para Miller el principal problema de
la tesis de Pogge, y en general de los cosmopolitas, es su desenfocada definición
de ciudadanía. La ciudadanía para Miller se define en el establecimiento de relaciones reales entre personas en una ciudad; la versión cosmopolita asume que esa
relación puede extenderse a la totalidad de la humanidad, bajo el eufemismo de
la conectividad y la interdependencia comercial, sin que quede claro cuál es el
vínculo de pertenencia entre las personas relacionadas. Según Miller, así el individuo hoy viva en una sociedad interconectada, esto no hace que esos vínculos
sean el equivalente a una relación entre conciudadanos, pues lo único que puede
generar ese estatus es la pertenencia común a un Estado (Miller, 2010, p. 378).
David Miller se ubica muy próximo a Nagel en su visión Estado-céntrica de la
justicia, pero profundiza en la concepción individualista subyacente a las teorías
liberales de la justicia, y con ello amplía el campo de acción en los términos de
una pretensión sobre el valor moral de juzgar las cosas malas y buenas que le
pueden suceder a las personas, tal como lo expone Cortés, “sin importar quiénes
son y dónde viven en el mundo (2013, p. 114)”, pues estas son valoradas en todos
los casos de la misma forma. Sobre ese punto aporta un ejemplo, con el fin de
contradecir la visión cosmopolita de trato diferenciado para los Estados pobres:
4
Aunque él mismo no se denomine de esta forma, otros pensadores que coinciden en su
pensamiento, como David Miller, lo clasifican en lo que llaman ‘nacionalismo liberal’.
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
Un mundo en el cual hay un campesino muriéndose en Etiopía es tan malo como un
mundo en el cual hay un campesino polaco muriéndose. El hecho de que en ambos
casos el hambre sea igualmente malo no me dice a mí si tengo más o menos razones
para ir en ayuda del etíope, que para ir en ayuda del polaco. (Miller, 1997, p. 380)
Miller va más lejos en su crítica al cosmopolitismo y dice que la justicia que
visualiza Pogge es “excesivamente demandante y, en consecuencia, solo héroes
podrían cumplirla, pero no por personas regulares” (Miller, 1997, pp. 49-80).
En On Nationality (1997) Miller esgrime una serie de argumentos que buscan
desvirtuar la tesis cosmopolita por asumir una motivación moral universal en los
individuos, que es ciertamente difícil de comprobar.
El nacionalista afirma que el principal error del cosmopolitismo es la presunción de principios de justicia igualitarios y universales asociados a la idea de
humanidad, como grupo de adhesión de todos los individuos en el globo. El
cosmopolitismo no parece tomar en serio las relaciones asociativas que generan
los individuos a fin de garantizar su bienestar, como por ejemplo la nacionalidad.
Por anacrónico que parezca, esta forma de asociación es sin duda, para Miller,
la forma más efectiva de vínculo capaz de generar deberes y obligaciones en los
ciudadanos, lo que no puede ser simplemente ignorado en una teoría de la justicia
global. El énfasis de Miller está puesto en resaltar cómo mientras el vínculo entre
compatriotas genera un nivel de obligación con el Estado, el vínculo internacional
es ‘normativamente irrelevante’ dado que no hay ninguna obligación, deber o norma
que surja como una obligación psicológico-moral, fundada en un principio externo.
Según Miller (1997, p. 165), Pogge y los cosmopolitas defienden una concepción equivocada de psicología moral, pues asumen que el contenido de los
deberes morales es conocido por medio de la reflexión sobre la naturaleza de
la condición humana a partir de un razonamiento completamente libre de toda
interferencia de las conexiones que los individuos tejen con su contexto local; la
moralidad cosmopolita, en ese sentido, es completamente racional e imparcial.
Así, la motivación que un individuo tiene de cumplir con lo que “la racionalidad
le demanda, no puede ser influenciada por sus sentimientos hacia los objetos de
su deber, como tampoco se le tiene permitido guiar su comportamiento por las
reacciones de aquellos que están en su comunidad” (Miller, 1997, p. 57). De igual
forma, alega que el hecho de que la razón imparcial de los cosmopolitas indique
qué es lo que se debe realizar, no implica que esa sea una razón total o suficiente
para que un individuo realice dichas acciones con carácter obligatorio. Es decir, la
357
Utopía: 500 años
358
moralidad cosmopolita es normativamente insuficiente. Con certeza, aun cuando
el individuo sabe que debes ayudar a un ser humano, porque racionalmente es
justo hacerlo, el carácter de lo justo es definido, finalmente, por otro tipo de datos
morales, no racionales, tales como lo son los sentimientos y las lealtades a nuestra
comunidad de pertenencia.
Para Miller (1997), en síntesis, “el poder motivacional de la moralidad es
efectivo sólo [sic] cuando está integrado con un fuerte sentimiento de identidad y
pertenencia” (p. 49). En ese sentido, las “naciones son comunidades éticas y dado
que si un individuo reconoce que tiene obligaciones especiales con su identidad
nacional y no las tiene con los miembros de otras comunidades, las naciones se
configuran, además, en comunidades de obligación” (p. 80).
La jaula global: entre la capacidad de cambios
y la obligación de cambiar
Esperar, a la manera de Pogge, que las principales instituciones financieras globales
asuman un cambio de dirección para palear la pobreza, sin cambiar el modo de
producción global, no parece lo más razonable. Pogge se equivoca al concebir
una salida a la desigualdad sin pretender un cambio significativo en el sistema
capitalista y sus relaciones de poder interestatal. Asume una visión del mundo
estética y de cierto modo unipolar. Desde su perspectiva, no hay propiamente una
alternativa al sistema hegemónico liberal. En su argumento se presume que todas
las alternativas justas de las que se priva a los Estados más pobres, son alternativas
dentro del marco capitalista general. Por eso, aboga por una serie de limitaciones
y reformas tributarias globales, sin que el esquema institucional mundial cambie
significativamente.
Pogge asume esta posición porque finalmente se encuentra en busca de la
simpatía de liberales, republicanos y socialdemócratas en un mismo lenguaje, y opta
por un individualismo metodológico, el cual le resulta problemático al momento
de definir las responsabilidades y las acciones de reparación que se requieren en
su idea de justicia global. Al respecto, Guerra afirma que el abstenerse de dañar al
otro, en un mundo económicamente interconectado es una formulación imposible
(2010, p. 607). Por eso, la idea de entender el daño a los derechos humanos en
términos de vulneración a derechos negativos, es una posición minimalista y, entre
otras cosas, miope. Por un lado, es minimalista porque reduce la responsabilidad
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
de los involucrados en las situaciones de injusticia al daño por omisión. Pogge
propone que, “no debemos colaborar en la imposición coercitiva de cualquier
orden institucional que fracase en la realización de los derechos humanos” (2010,
p. 105). Lo cual, siguiendo a Guerra, es demasiado débil si se considera que ese
orden tiene el carácter genocida que el mismo Pogge denuncia (2010, p. 108). Por
otro lado, es miope dado que el escenario cosmopolita no se puede configurar
sin la presencia de actores colectivos como los Estados y las mismas instituciones
financieras globales; pensar en una transformación desde el aflorar individual,
sin que se afecte la arquitectura global de relaciones de poder entre Estados es
poco realista.5
Entre tanto, habría que decir que Miller y Nagel se equivocan al restringir el
dato moral y racional a los sentimientos de lealtad y a la conveniencia de pertenecer a una asociación nacional-estatal. Los dos principales argumentos de los
nacionalistas liberales son los de la adhesión privilegiada al Estado y la nación, y la
necesidad de contemplar la soberanía como condición posibilitadora de la justicia.
En ambas direcciones hay matices que impiden una aceptación total de sus argumentos. En primer lugar, si Miller tiene razón en que los sentimientos de adhesión
y lealtad a una comunidad jurídica generan la obligación moral en los ciudadanos, y
que dicha adhesión se relativiza hasta esfumarse en el plano internacional, también
habría que reconocer que al interior de los Estados sucede lo mismo cuando al
dato moral nacionalista se le suma lo que el ciudadano piensa de su familia, sus
vecinos y compañeros inmediatos (en el trabajo, la universidad, etc.), frente a las
obligaciones que tiene con otros con-nacionales con los que no guarda una relación
directa. Así que el argumento de Miller respecto al defecto de la psicología moral
cosmopolita es tan efectivo que también relativiza la obligación moral al interior
de los mismos Estados, y con eso afecta el propio argumento nacionalista liberal.
En segundo lugar, no es del todo cierto que las formas de asociación soberana en
la actualidad se restrinjan a las fronteras de los Estado-nación. El actuar del fmi,
el bm y la omc es además de económico, eminentemente político.
La filósofa española Cristina Lafont interpreta de manera prodigiosa la discusión entre cosmopolitas y nacionalistas liberales, al intentar dibujarla como un
dilema entre actores (los Estados ricos y pobres), con la obligación de proteger los
5
Maria José Guerra es clara al afirmar que ante la crisis financiera del 2009, “Dominique
Strauss-Kahn, director del fmi, parecería que tiene una responsabilidad crucial y no los
ciudadanos y ciudadanas de a pie” (Guerra, 2010, p. 610).
359
Utopía: 500 años
360
derechos humanos de sus ciudadanos, pero sin la efectiva capacidad para hacerlo.
Sin embargo, los actores que tienen la efectiva capacidad —el fmi, el Banco Mundial,
la omc—, no tienen ninguna obligación de hacerlo (Lafont, 2008, p. 49). Esa es la
jaula en la que se encierran mutuamente cosmopolitas y nacionalistas. Una posible
salida a ese dilema sería el reconocimiento de capacidades efectivas de cambio para
los Estados, y la asignación de obligaciones para las entidades financieras globales.
Esta posibilidad únicamente se puede concretar si se interconectan los intereses de unos con las capacidades de los otros, es decir, analizando sin prejuicios
el interés político, no moral, que daría un carácter obligatorio a las acciones de
los entes que están en capacidad de generar algún cambio; estos son los bloques
económicos y sus instituciones financieras mundiales. La organización de bloques
de Estados como lo son la Unión Europea, pero también el que conforman Brasil,
India, China y Sudáfrica ( brics), o India, Brasil y Sudáfrica (ibsa), o bien la Unión
de Naciones Suramericanas (unasur), son muestras de cómo el actuar de las
organizaciones económicas interestatales es también un actuar político. Nagel
tiene razón: la soberanía es condición sine qua non de la justicia al interior de los
Estados, pero se equivoca si concibe la acción soberana como las decisiones que
se toman exclusivamente al interior de los mismos. Los bloques y los escenarios
de actuación multilaterales son, ciertamente, espacios de conflicto de soberanías.
Y lo que deciden en esos espacios los países desarrollados, se asume al interior de
los Estados pobres —recuérdese a Rawls (2003)— libre de toda coacción. Negar
esta situación sería poco realista y proco práctico. Un ejemplo de esta situación lo
aporta la filósofa española Cristina Lafont, fuerte crítica de Nagel y Pogge, quien
plantea que la división entre obligaciones primarias (al interior de los Estados),
y secundarias (internacionales), exime a los gobiernos de los países ricos y a los
organismos internacionales de una responsabilidad efectiva con el cumplimiento
de los derechos humanos. Este déficit de responsabilidad con los demás Estados
se evidencia con claridad en las disculpas públicas ofrecidas en el 2011 por el
ex presidente Bill Clinton, por haber presionado a un recorte en los precios de
importación de arroz de Haití a los Estados Unidos, aun sabiendo que eso traería
una catástrofe humanitaria en el país caribeño. Clinton justificó su acción diciendo
que, como presidente de los Estados Unidos, tenía que defender los intereses de
los ciudadanos que lo eligieron, incluyendo a los agricultores de Arkansas, quienes
se veían afectados por los bajos precios del arroz proveniente de Haití.
El problema de fondo que plantea Lafont y se introdujo en Latinoamérica por
el filósofo colombiano Francisco Cortés, es el déficit de responsabilidad legal que
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
tienen los Estados desarrollados para cumplir con los derechos humanos, con
respecto a las obligaciones incuestionables que guardan con sus ciudadanos al
interior de sus Estados. No se discutirá por ahora la propuesta del cosmopolitismo
débil de Lafont. Únicamente se señala que, en efecto, tiene razón al criticar la
visión Estado-céntrica de la soberanía de Nagel, pues esta se encuentra en aprietos,
siempre que se enfrente a los múltiples ejemplos de actuación internacional de las
soberanías, en términos de relaciones de poder.
Estos cuestionamientos a Miller y Nagel no deben arrojar ciegamente a los
brazos del cosmopolitismo, como lo sugiere Luciano Venezia (2009), pues una
fuerte crítica al nacionalismo no constituye en sí una apología a la propuesta de
Pogge. Existe una tercera mirada, y es la que este capítulo se propone demostrar
en el último acápite.
La cuestión de la pobreza en el realismo crítico
de las relaciones internacionales
El realismo no contempla principios universales morales ni jurídicos para la solución
de problemas entre los Estados; ni siquiera la validez de los derechos humanos
encuentra legitimidad en fundamentos extra estatales. Es posible que muchas de
las críticas a las que se sometan el cosmopolitismo y el nacionalismo liberal, se
superen con una adaptación del realismo a las circunstancias volátiles del siglo xxi.
En efecto, si se reconoce que la justicia internacional solo le concierne a actores
colectivos soberanos, pero si además se reconoce que esos actores, además de los
Estados, son los bloques económicos de Estados que actúan a través de organismos
financieros, el panorama se aclara con el fin de comprender que el dilema entre
capacidad y obligación se disuelve con el vaciamiento ético de la motivación para
intervenir. En el panorama que se está describiendo, los Estados con ‘capacidad’
para intervenir actúan porque tienen motivos políticos suficientes para sentirse
‘obligados’ a actuar.
En el escenario realista contemporáneo, la división entre obligaciones primarias
(internas) y secundarias (externas) de los gobernantes, no tendría que cambiar,
pues tampoco cambiará el que el Estado sea la principal forma moderna de organización civil. El nivel de obligación, sea principal o secundario, está mediado por
la exigencia jurídica de cumplimiento del deber moral a manera de normas o leyes.
Dado que la comunidad jurídica moderna por excelencia es, al menos por ahora,
361
Utopía: 500 años
362
el Estado, y las otras formas de asociación no generan un vínculo de obligación
en sentido positivo (porque no son comunidades jurídicas), no se puede hablar de
obligaciones de los países más ricos con los más pobres. Esto no significa que el
momento ético preliminar a la obligación de motivación moral, no pueda generar
formas de intervención de los Estados ricos en los más pobres, en busca de la mejora
de las condiciones de vida de los Estados en desarrollo, si bien la motivación puede
ser una motivación política. La importancia de acabar con la pobreza en algunos
Estados, en un sentido realista, puede estar mediada por la necesidad de evitar
que tales Estados atenten contra la riqueza de los países desarrollados, al aliarse
con Estados antagonistas. En otras palabras, es políticamente correcto intervenir
en los Estados pobres y eso no requiere de una justificación moral.
Esta forma de intervención solo puede darse si se reconoce que el mapa político
global es multipolar, y cómo lo que está en juego es el modelo económico capitalista
y su sustento ideológico liberal. No asumir esto conlleva solo a la discusión de
las responsabilidades por acción u omisión que han desarrollado cosmopolitas y
nacionalistas y, finalmente, impide vislumbrar cursos de acción efectivos contra
la pobreza global.
Es posible que la motivación moral de acabar con la pobreza severa no se
comprenda en términos asistencialistas, sino en términos de ayuda estratégica. En
ese sentido, lo más conveniente sería salir del paradigma liberal de la justicia, y
valorar cómo el conflicto entre unidades alternas al fmi, el bm y la omc, los obliga a
invertir en la adhesión de los más pobres. Comprar la simpatía de los países pobres,
en un escenario de conflicto político multipolar, ha demostrado ser más efectivo
que el asistencialismo liberal que tanto Nagel, como Miller y de una forma vedada,
Pogge, se empeñan en defender. Desde luego, asumiendo una visión unipolar del
mundo. Estos autores parecen padecer del ‘síndrome del misionero’ e ignorar la
desconfianza que, con buenas razones, tienen los Estados del sur con todo tipo
de mesianismo o de asistencialismo (Guerra, 2010, p. 610).
La emergencia de contrapartes al sistema financiero mundial, como los brics, el
ibsa y el recién creado Banco Asiático de inversiones en Infraestructura, demuestran
que el conflicto político entre los organismos financieros internacionales genera
un impacto redistributivo mayor que lo pensado en clave liberal por Pogge, Nagel,
Miller y Lafont. La tesis se sostiene en el hecho de que en esa disputa son los países
pobres escenario del conflicto, y las armas, en este caso, son el refinanciamiento de
las deudas externas, la diversificación de mercados de exportación y la inversión
en infraestructura y tecnología.
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
Un ejemplo histórico constata esta afirmación. Recordemos que en tiempos
de la bipolaridad entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss) y los
Estados Unidos (ee.uu.), los países en desarrollo se vieron, de cierto modo, beneficiados con políticas de intervención como la Alianza para el Progreso y los planes
de recuperación económica. No se debe olvidar el afán de ambos bandos por ganar
adeptos y que cada uno financió, en gran medida, las versiones tercermundistas
del Estado de bienestar.
En la actualidad la rivalidad entre los brics y las instituciones herederas del
Bretton Woods ha ampliado la inversión en Latinoamérica y África,6 por parte
de ambos lados del conflicto, y ha generado la creación de fondos para mayores
inversiones en el futuro cercano por parte de las nuevas potencias de Oriente
(incluyendo a Brasil). La sola inversión en sus fondos por parte de los Estados
brics asciende 200 mil millones de dólares, y la del Banco Asiático de Inversiones
a unos 400 mil millones de dólares. Diez veces más que la propuesta de dividendos sobre los recursos globales de Pogge, lo invertido por China, Rusia,
Brasil e India en los fondos en mención daría como resultado una década de
financiación para su propuesta. Desde luego, no todo el recurso en estos fondos
contribuirá a reducir la pobreza en Latinoamérica, de una manera asistencialista
como probablemente lo piensa Pogge al recomendar de intermediarios a Oxfam
y Unicef (Pogge, 2010, p. 575). Sin embargo, sí es seguro que se busca debilitar
la relación de dependencia de los países en desarrollo con Estados Unidos y la
Unión Europea, lo que a la larga se traduce en una mejora de las economías
nacionales de los países pobres.7
En síntesis, los países rectores del mundo están perdiendo sus posiciones y
las instituciones financieras que los representan están perdiendo terreno. Esto no
sucede por la emergencia de un nuevo principio de justicia global; al contrario,
sucede porque ante la ausencia de principios de justicia global, la lucha entre
soberanías reconfigura el mundo y el poder capitalista en general. Una teoría que
piense en los problemas de miseria y pobreza en el mundo debe considerar estos
6
El comercio entre los brics y el continente ha pasado de ser en el 2000 de 16 billones de
dólares, a 157 billones de dólares en el 2008.
7
Por el contrario, Pogge (2010) ubica a los Estados Unidos y la oecd como los principales
aportantes en sus simulaciones del drg. No parece percatarse de que Brasil, Rusia, India y
China suman el 27 % del pib mundial, ocupan el 22 % de la superficie continental y reúnen
el 41, 6 % de la población mundial.
363
Utopía: 500 años
antagonismos y salir del hermetismo liberal, a fin de que las ‘alternativas previsibles’ sean realmente alternativas.
364
Conclusiones
En este capítulo se ha intentado mostrar que la contienda entre cosmopolitas
y nacionalistas se desarrolla en arenas exclusivamente liberales, y eso limita las
posibilidades de interpretación de la justicia global y la solución al problema de la
pobreza en la mayor parte de los Estados del mundo. Esas limitaciones se derivan
de: 1. Privilegiar un individualismo metodológico aun cuando se reconoce que
hay actores colectivos generadores de in-justicia; 2. De concepciones de daño por
omisión que minimizan las responsabilidades de quienes causan el mayor número
de muertes por año en el mundo; y 3. De la negativa a transformar las instituciones
globales en su fisionomía y procedimientos, y con el fin de mantener un equilibrio
de poderes internacionales.
Estas limitaciones se concretan en la imposibilidad de realizar acciones por
fuera del universo moral liberal. Acciones estas efectivas en el propósito de realizar
los derechos económicos y sociales de las personas en los países pobres, por fuera
del sustento moral de un orden filantrópico y más acorde con el accionar y los
intereses de los Estados ricos y la banca internacional.
Se propone en este sentido superar el dilema liberal de capacidades-obligaciones sumando actores al escenario político. Tal vez aquellos pueblos no civilizados
o ‘indecentes’ que Rawls excluiría de los principios mínimos de convivencia global,
generan hoy una presión tal en el vecindario liberal, que las mismas reglas de
juego y la inversión en los pobres del mundo se contempla como una obligación
política del liberalismo, más allá de cualquier principio o ideal de justicia que se
pretenda esgrimir.
Lo cierto es que el mundo unipolar que se vislumbraba en los primeros años de
la posguerra fría está a punto de caducar, y los Estados liberales y desarrollados de
hoy pueden ver una mayor justificación para aliviar la pobreza en la necesidad de
salvaguardar su estilo de vida y sus instituciones de la intromisión en el capitalismo
de los pueblos ‘indecentes’ del sur y del oriente. Esa es la base de una compresión
de la justicia entre Estados, desde una perspectiva realista crítica.
Más allá de la isla de Moro, la utopía de una justicia global en el debate contemporáneo
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