Extracto de libro de Mons. Víctor Manuel Fernández

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ejercicios espirituales en la ciudad de Santiago del Estero y sus alrededores. Estas
mujeres se ocupaban de todos los detalles y, al principio, ellas mismas
predicaban, pero, poco tiempo después, consiguieron que algunos sacerdotes del
lugar hicieran las prédicas. A Mama Antula la movía el amor a Dios y a la gente,
sabiendo que la espiritualidad también ayudaba a cambiar la vida de las personas
y a mejorar la sociedad. El obispo Moscoso recordaba el momento en que Mama
Antula se presentó ante él para decirle que quería ocuparse de los ejercicios
espirituales, y él elogiaba "sus piadosos deseos de reformar las costumbres.
Así la Mama empezó a caminar y caminar. Cuenta el padre Juárez que,
cuando llegaba a una población, pedía autorización para organizar los ejercicios
espirituales, elegía un lugar donde pudieran dormir unas cien personas, buscaba
sacerdotes predicadores, e invitaba a la gente, pedía limosna para la comida y
demás gastos, y organizaba todo de tal forma que "nadie tenía que preocuparse
por nada, porque en todo pensaba la señora María Antonia".
Su preocupación por pedir limosna se entiende, sobre todo, porque ella
quería que los más pobres también se beneficiaran de los ejercicios espirituales.
Por eso, salía "por las calles con un carrito a pedir limosnas para sostener a los
pobres y necesitados que acudían a retirarse en su casa. Muchos admiraban
cómo en los ejercicios espirituales convivían fraternalmente ricos y pobres,
nobles y esclavos. Para que eso se continuara después de su muerte, en su
testamento incluyó un especial pedido: "Encargo, por la sangre de mi Redentor,
que sean admitidos como lo dictan las leyes de la caridad y preferidos, si es
posible, los pobrecitos del campo”.
Mama Antula inició su labor en las poblaciones de Silípica, Loreto,
Atamisqui, Soconcho y Salavina. Luego comenzó a ir más lejos, recorriendo
distancias y provincias del norte argentino, que, en aquella época, formaban “la
vastísima provincia de Tucumán”. Se la consideraba una “misionera apostólica”,
totalmente entregada en los dilatados viajes que han hecho por estos
desamparados caminos. Primero fue a Jujuy y a Salta, después a la actual
provincia de Tucumán, a Catamarca, a la Rioja y a Córdoba. Finalmente llegó a
Buenos Aires, a pie, a fines de 1779. La veían caminar pobre y descalza, siempre
con su cruz como bastón. Por ese aspecto y porque la escuchaban hablar con
tanta simplicidad, la miraban con desconfianza y por la calle le gritaban: ¡Loca!
¡Bruja! "Los muchachos la tomaron por loca hasta el punto de apedrearla frente a
la iglesia de la Piedad”. Ella fue a refugiarse en la iglesia y allí mismo recibió la
inspiración de que sus problemas y sus grandes esfuerzos "no serían
infructuosos" En esa iglesia donde tuvo refugio, y consuelo, quiso que fueran
enterrados sus restos.
Durante los primeros tiempos de su vida en Buenos Aires, las burlas y los
comentarios despectivos eran frecuentes. Pero poco a poco, empezaron a
quererla, a admirarla y a seguirla, porque veían reflejado en ella el misterio de
Jesús y la reconocían como una elegida de Dios. El obispo de Buenos Aires al
comienzo desconfiaba de ella y, durante nueve meses, le negó el permiso para
organizar los ejercicios espirituales. Pasado un tiempo, el obispo, que tanto la
hizo esperar, admiraba su paciente humildad y le permitió trabajar con total
libertad argumentando “…porque Aquel que elige lo que es débil y enfermo para
confundir lo robusto y fuerte nos movió el ánimo, le concedimos lo que
deseaba”.
En 1780, el Virrey, quien primero la despreciaba, le dio la autorización. Así, "se
rindió el gran poder humano a la fuerza divina de las palabras de aquella pobre
mujer”. A fines de 1781, estos ejercicios espirituales de diez días ya se habían
hecho treinta y cuatro veces en la ciudad. Miles de personas se convertían y
cambiaban de vida: "Se han convertido a Dios infinidad de almas”. Al culminar el
año 1786, se hablaba de unas setenta mil personas.
Parecía que no poseía casa y que las calles eran su mundo, donde había
tanto bien qué hacer. Además de los ejercicios, le interesaba organizar misiones,
como había hecho también en el interior del país, para llegar a los más alejados
de Dios. Recién en 1790, el Virrey le dio la autorización para viajar a Colonia y a
Montevideo con mucho éxito, organizando ejercicios espirituales o "callejeando",
y recibía muchos signos de afecto de parte de la gente. En 1792, debió regresar a
Buenos Aires porque le habían propuesto construir una Casa de Ejercicios
Espirituales, para que ya no tuviera que alquilar. Le apenaba dejar a los
uruguayos, no obstante, regresó a Buenos Aires por obediencia al obispo: "Me
arrancaron de Montevideo con gran sentimiento mío".
La construcción de la Casa de Ejercicios no fue fácil, pero, con la
seguridad de que Dios se lo pedía, se entregó a la tarea en cuerpo y alma. En
1794, el Virrey le dio el permiso para iniciar la construcción. En 1795, se inauguró
y se comenzó a utilizar una primera parte. María Antonia sintió que se cumplía un
gran sueño, aunque no pudo ver toda la Casa terminada, que aún está en
Independencia 1190, en una hermosa esquina de Buenos Aires.
En 1780, Buenos Aires ya le quedaba chico, y empezaba a pensar en
otros lugares de América con un entusiasmo incontenible. Decía que su deseo era
salir a evangelizar "en todas las provincias del Virreinato y de todo el orbe",
repetía que el mundo entero le parecía "un corto recinto" y concreta mente
comenzaba a pensar en Europa: "Concluida mi carrera en América, pienso
trasladarme a esos reinos de Europa". Con respecto a los ejercicios espirituales,
pidió que le consiguieran una licencia general para darlos "en todo el mundo", de
manera que "nadie me ciña, sujete ni detenga a lugar determinado. El fuego
misionero la devoraba. Pero reconocía la necesidad de un buen discernimiento,
porque su mayor deseo era cumplir la voluntad amorosa de Dios: "Yo estoy
dispuesta a seguir hasta cuando su divina Majestad lo disponga".
En 1785, tenía cincuenta y cinco años, y la vida que había llevado a veces
le hacía sentir el cansancio: "Me hallo muy cargada en años y me parece que cada
noche ya me muero. Pero cada mañana se entregaba a Dios, redoblaba sus
fuerzas y se sentía nueva: "Luego que amanece ya me hallo con mis ánimos y con
otro ser". Tanta era su fuerza de ánimo, que no dejaba de expresar su deseo de
seguir peregrinando por otras tierras: "Quisiera andar hasta donde Dios no fuese
conocido, para hacerlo conocer”. Quería llegar "más allá del rio, más de los
mares” aunque sufría la fragilidad de su cuerpo: "No obstante de que todas las
noches pienso amanecer muerta, me hallo con ánimo para correr todo el mundo.
La llama de la salida misionera no se apagaba, las ganas de partir nuevamente
hacia otros lugares necesitados eran muchas, pero ella se dejaba iluminar por sus
consejeros y por las necesidades del pueblo, y perseveraba allí donde Dios la
mandaba a sembrar y a cosechar en abundancia para él: "Yo me mantengo en
esta ciudad... Me veo obligada a no desamparar a esta gente. La voluntad de Dios
era que ella encauzara su energía misionera evangelizando por las calles de
Buenos Aires.
María Antonia murió el 7 de marzo de 1799. El día de su entierro se dijo
que Buenos Aires perdía a "aquella mujer fuerte, que, por cerca de veinte años, la
edificó con su vida ejemplar y la santificó por su extraordinario celo" Sus restos
están en la iglesia de La Piedad (calles Mitre y Paraná), donde ella se refugió
apenas llegó a Buenos Aires. Era tan grande el interés por su figura que, un año
después de su muerte, se publicó en Europa un libro que narra su preciosa vida
“El estandarte de la mujer”.
(Texto extractado del libro de Mons. Víctor Manuel Fernández “Nuestra Mama Antula, caminante del
Espíritu” Ed. San Pablo)
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ORACIÓN LITURGICA DE LA NUEVA BEATA
Dios omnipotente y misericordioso,
que en la Beata María Antonia de San José,
incansable peregrina de los ejercicios espirituales,
diste a tu Iglesia un modelo de entrega para anunciar el Evangelio,
concédenos, por su intercesión
meditar constantemente el misterio de tu Hijo.
Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén
Sábado 17 de septiembre
Celebración Arquidiocesana de la nueva Beata
junto a nuestro Arzobispo Cardenal Mario Aurelio Poli
Andar hasta donde Dios no fuese conocido,
para hacerlo conocer.
María Antonia de Paz y Figueroa nació en 1730 en la actual provincia de
Santiago del Estero, que pertenecía al antiguo Tucumán, formado por las actuales
provincias de Tucumán, Salta, Jujuy, La Rioja, Córdoba, Santiago y una parte del
Chaco. No era religiosa. Desde joven le gustaba la oración, dar una mano a los
pobres y ayudar a los demás a encontrarse profundamente con Dios. A las
jóvenes que manifestaban esas inclinaciones, los sacerdotes jesuitas las
alentaban a vivir juntas y a colaborar en los ejercicios espirituales que ellos
ofrecían a la gente. Como signo de pobreza y despreocupación por la ropa, estas
mujeres laicas utilizaban siempre una túnica negra. A los quince años, María
Antonia se unió a una de esas comunidades. Cambió su apellido (de Paz y
Figueroa) por "de San José", expresando así su amor al sencillo y humilde
trabajador de Nazaret. Se comentaba que, aunque había pertenecido a una
familia acomodada, “jamás declaró su origen" y "quiso pasar siempre como
pobre y desconocida”.
Su capacidad de acompañar, consolar y ayudar a los demás hizo que la
gente la viera como una madre. Los santiagueños la llamaban "la mama". Lo
mismo ocurría en los distintos lugares donde iba: "Todo el pueblo la consulta y la
llama madre” Pero, además, era tan sencilla, cercana y accesible que le decían
cariñosamente "Antula”, por eso, pasó a la historia como "Mama Antula".
En 1767, cuando ella tenía 37 años, los padres jesuitas fueron
expulsados, y su ausencia se hizo sentir también en el norte argentino. Los
lugares donde ellos trabajaban quedaron vacíos, dejaron de hacerse los ejercicios
espirituales que cambiaban la vida a tanta gente. María Antonia contaba que en
ese momento se sintió atormentada y desconsolada. Pero no le dio importancia a
sus angustias, sino que supo enfrentar la adversidad. Simplemente se preguntó:
¿Qué me pide Dios que haga en estas circunstancias? Entonces se apoderó de
ella “un deseo ardiente de reparar esa pérdida.
Se dejó inspirar por Dios con toda honestidad, convencida de que lo
mejor que uno puede hacer en los momentos difíciles es dejarse alentar por los
impulsos divinos. Así descubrió que, aunque era una débil mujer, en una época
donde las mujeres no contaban mucho, y no se sentía muy capacitada, ella podía
intentar que los ejercicios espirituales se volvieran a ofrecer a la gente. Esa
seguridad que Dios le infundía le dio tanta fuerza que inmediatamente se puso a
trabajar. Así, junto con sus compañeras inseparables, comenzó a organizar
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