20 forte - carta sobre la iglesia

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CARTA SOBRE LA IGLES IA
BRUNO FORTE
Arzobispo metropolitano
de Chieti-Vasto (Italia)
Me dices: ¡Háblame de la Iglesia que amas! Sí, amo a la Iglesia: la amo como un hijo ama la
madre que le ha dado la vida. La encuentro bella y digna de amor, también cuando alguna
arruga cubre su rostro o cuando no logro entender en profundidad sus opciones y sus tiempos.
Por eso te hablaré de ella según me dicta el amor. Si pienso en el don que la Iglesia me ha hecho engendrándome a la vida divina con el bautismo, o en la ayuda que me ha dado haciéndome crecer en la fe en la escuela de la Palabra de Dios; si pienso cómo me ha nutrido y me nutre
con el pan de la vida que es el cuerpo mismo de Jesús o recuerdo todas las veces que ha perdonado mis pecados con el sacramento de la reconciliación; si medito sobre la gracia de mi vocación y misión entre los hombres, reconocida y sostenida por la Iglesia, como acontece con la
vocación de todos los consagrados y de los esposos cristianos, siento que la gratitud me llena el
corazón; y el impulso de amarla y de hacerla cada vez más creíble y bella me aparece superior
a toda razón contraria.
Es mi convicción profunda, madurada en la experiencia de los años y alimentada por la llama
viva de la fe y del amor, que la Iglesia no nace de una convergencia de intereses humanos o
desde el arranque de algún corazón generoso; sino que es un don de lo alto, fruto de la iniciativa divina: ¡decir que la Iglesia es el pueblo de Dios no es para mí una expresión cualquiera,
una definición abstracta, sino la confesión humilde de que es ella la que me ha hecho encontrarme con el Dios vivo, Señor, origen y meta de Su pueblo! Pensada desde siempre en el designio del Padre, la Iglesia ha sido preparada por una alianza con el pueblo elegido de Israel,
para que, cumplidos los tiempos, ella fuese entregada a todos los hombres como la casa y la
escuela de la comunión con Dios gracias a la misión del Hijo venido en la carne y a la efusión
del Espíritu Santo.
Sí: creo en la Iglesia, “credo Ecclesiam”, como decían desde el principio los cristianos, creo que
ella es obra de Dios y no del hombre, inaccesible en su corazón vital a una mirada puramente
humana. Creo que la Iglesia es “misterio”, tienda de Dios entre los hombres, fragmento de
carne y de tiempo en el que el Espíritu del Eterno ha puesto su morada. Y por eso sé que la
Iglesia no se inventa ni se produce, sino que se recibe: es don que tiene que ser incesantemente
recibido con la invocación y con la acción de gracias, en un estilo de vida contemplativo y eucarístico. A la mirada de mi fe, engendrada en el corazón de la Iglesia Madre por la acción de la
Trinidad divina, la Iglesia me aparece como “icono de la Trinidad”, imagen viviente de la comunión del Dios que es amor, pueblo engendrado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Es justamente por esto que sé que la variedad de los dones y de los servicios suscitados en cada uno de nosotros, los bautizados por la acción del Espíritu Santo, y tanto más acogidos y vividos cuanto más los vivimos en la fe, el amor y la oración, no solo no compromete, sino que
expresa la profunda unidad que viene de Dios para todos los bautizados. Y reconozco como
signos y servidores de esta unidad a los pastores, al Papa, a los Obispos en comunión con Él, a
los sacerdotes que en cada comunidad son enviados por el Obispo. En el amor al Papa y al
Obispo, signo de Cristo Pastor, en la docilidad a su guía, todos los que han recibido los diversos
dones entran en diálogo entre ellos y crecen en la comunión. Es la comunión de un pueblo de
creyentes adultos y responsables en la fe y en el amor, capaces de pronunciar con la vida tres
grandes “no” y tres grandes “sí”.
El primer “no” es a batirse en retirada, a replegarse y desentenderse1. Nadie tiene derecho a
ello, porque los dones recibidos por cada uno tienen que ser vividos en el servicio a los demás.
A este “no” debe corresponder el “sí” a la corresponsabilidad, para que cada uno se haga cargo
1
NT. la expresión italiana es “disimpegno”. Lo he traducido como: retirada, repliegue y desentenderse.
de la propia parte del bien común por realizar, según el plan de Dios. El segundo “no” es a la
división, a la cual ninguno puede sentirse autorizado, porque los carismas vienen del único
Señor y están orientados a la construcción del único Cuerpo, que es la Iglesia; el “sí” que se
sigue de aquí es el sí al diálogo fraterno, respetuoso de la diversidad y vuelto a la búsqueda
constante de la voluntad del Señor para cada uno y para todos. El tercer “no” es el “no” a la
disminución de la marcha y a la nostalgia del pasado, que ninguno debe consentir, porque el
Espíritu está siempre vivo y operante en la vida y en la historia; a este “no” debe corresponder
el “sí” a la continua reforma, para que cada uno pueda realizar siempre más fielmente la llamada de Dios, y la Iglesia toda pueda celebrar su gloria. A través de este triple “no” y este triple “sí”, la Iglesia se presenta como icono vivo de la Trinidad, comunión de hombres y mujeres,
adultos y responsables en su diversidad, unidos entre sí por el amor.
¡Qué necesidad tenemos de esta comunión! De cara al archipiélago que es a menudo nuestra
sociedad, en la que cada uno parece extraño a los demás y no logra salir de si mismo en el don
del amor, la comunión de la Iglesia representa verdaderamente la buena noticia contra la soledad: así quisiera que se mostrase a todos la Iglesia, y a este fin quisiera ofrecer con generosidad mi propia contribución como discípulo y pastor a fin de suscitar y cultivar con todos relaciones de respeto y de amor recíproco, que sean una imagen elocuente de la comunión trinitaria, a la vez que enciendan en quien está alejado el deseo del Dios de los cristianos y de la experiencia de El, ofrecida en la Iglesia del amor. En esto consiste la misión confiada a la Iglesia:
ser luz de los pueblos por la fuerza de la fe y de la caridad, atraer a los hombres a Dios con los
vínculos del amor, mostrando de manera creíble a todos la belleza del encuentro con Jesús,
capaz de cambiar el corazón y la vida.
Sí: sueño la Iglesia que amo siempre más misionera, no con un espíritu de conquista que se
inspire en la lógica del poder humano, sino en una pasión de amor, en un arrojo de servicio y
de don, que quiere comunicar a todos lo hermoso que es ser discípulo de Jesús y cuánto puede
colmar Su amor el corazón y la vida. Es cierto: la Iglesia es y permanece un pueblo en camino,
peregrino hacia la patria del cielo. Toda presunción de haber llegado tiene que ser considerada
una tentación: sueño la Iglesia empeñada en su continua purificación y en su renovación, desprendida de toda conquista humana, solidaria con el pobre y con el oprimido; vigilante, subversiva y crítica hacia todas las realizaciones miopes de este mundo. Bien entendido, esto no
significa falta de compromiso o crítica banal; la vigilancia que nos es reclamada en cuanto discípulos de Jesús es costosa y exigente. Se trata de asumir las esperanzas humanas y de verificarlas confrontándolas con la resurrección de Cristo que, por una parte, sostiene todo empeño
auténtico por la liberación del hombre, y por otra, contesta toda absolutización de metas terrenas. La patria, que nos hace extranjeros y peregrinos en este mundo, no es sueño que aliena de
la realidad, sino fuerza estimulante y crítica del empeño por la justicia y por la paz en el hoy
del mundo. Sueño que la Iglesia sea siempre más pueblo de la caridad, testimonio de la alegría
y de la esperanza que no defrauda, libre y generosa en su empeño de servicio a la justicia para
todos, en el diálogo entre todos y de la paz que solo así puede nacer de forma estable entre los
hombres.
Iglesia del amor, que en el Símbolo de la fe profesamos una, santa, católica y apostólica, y que
el Redentor del mundo, después de su resurrección, encomendó apacentar a Pedro, confiándole
a él y a los otros apóstoles la difusión y la guía, “columna y fundamento de la verdad”, como
dice el Apóstol (1 Tim 3,15), la Iglesia católica francamente abierta al reconocimiento de todo
el patrimonio de gracia y de santidad que el Espíritu ha hecho y hace presente en las tradiciones cristianas, que no están en plena comunión con ella. Con ellas dialoga ofreciendo a ellas
los dones que ha recibido, y recibiendo de ellas el testimonio del bien que el Señor obra en
ellas, en vistas del anuncio común del Evangelio de Jesús a todos los hombres. Fiel además al
propio origen divino y a su propia misión, la Iglesia advierte la exigencia del diálogo con Israel,
con quien es consciente de tener una relación privilegiada y exclusiva, porque la fe del pueblo
elegido es -como dice el apóstol Pablo- la “primicia”, la “santa raíz”, sobre la cual el buen olivo
del cristianismo está enraizado (Cf. Rom 11,16-24).
Sin renunciar a la novedad del mensaje evangélico, el pueblo de Dios que es la Iglesia puede
crecer en el conocimiento del misterio de Dios y en la esperanza de la vida junto con el pueblo
de Israel, que permanece envuelto por la gracia de la elección divina. Sueño una Iglesia viva
en el diálogo, en tensión por realizar el proyecto de Dios, que es proyecto de unidad y de paz
para todos.
Para terminar: en una época del mundo caracterizado como “aldea global”, caracterizado también por un nuevo encuentro entre los creyentes de diversas religiones, la Iglesia se reconoce
llamada con ellos a un común servicio al hombre a favor de la justicia y de la paz y a testimoniar la presencia de Dios en la historia. Fundadas en la iniciativa misteriosa de Dios hacia
cada hombre y en la inquietud, deseo y acogida al Misterio santo presentes en todo corazón,
las grandes religiones universales se encuentran unidas en una suerte de espiritualidad de la
escucha, que implica la apertura radical del corazón al Dios que habla, en la disponibilidad
para dejarse conducir en la vida por Él en una obediencia de amor. Ciertamente para los que
creen en Cristo la escucha no es solo la actitud del hombre de cara a Dios, sino también el modo de estar en Dios, en el Espíritu, unidos al Hijo, delante del Padre. El cristiano no renunciará jamás a anunciar con las palabras y con la vida, con dulzura y respeto, que Dios se ha involucrado en la historia de los hombres con la encarnación del Verbo y la misión del Espíritu: es
este, por tanto, un anuncio de amor, que tendrá que conjugar la proclamación del Evangelio, al
que todos tienen derecho, con la autenticidad del diálogo, para hacer avanzar la entera familia
humana hacia la plenitud del tiempo en el que “Dios será todo en todos” (1 Co 15,28) y el mundo entero será Su patria.
Esta Iglesia del diálogo y de la misión es la Iglesia del amor por la que Jesús ha orado: “Como
tú, Padre estás en mí y yo en ti, así también que ellos sean uno” ( Jn 17,21). Es la Iglesia de la
que me reconozco hijo, que amo y propongo a todos como don de amor para aprender a amar en
el corazón de Dios. Es la Iglesia que veo realizada en la mujer María, Virgen Madre del Hijo,
que acoge el don de Dios y lo dona, dispuesta siempre a interceder por nosotros. Es la Iglesia
que quisiera construir junto también contigo, con la ayuda de Dios, a quien te invito a dirigirte
conmigo en la fuerza del Espíritu y en la confianza de la intercesión de Jesús, Sumo y eterno
Sacerdote:
Dios, Trinidad santa,
de Ti viene la Iglesia,
pueblo peregrino en el tiempo
llamado a celebrar sin fin la alabanza de tu gloria.
En Tí vive la Iglesia,
icono de tu amor,
comunión en el diálogo
y en el servicio de caridad.
Hacia tí tiende la Iglesia,
signo e instrumento de tu obra de reconciliación
y de paz en la historia del mundo.
Concédenos amar este Iglesia como nuestra Madre
y de amarla con toda la pasión del corazón,
Esposa bella de Cristo,
sin mancha ni arruga,
una, santa, católica y apostólica,
partícipe y transparencia de la vida del eterno Amor
en el tiempo de los hombres,
para que sea luz de salvación para todos los pueblos.
Traducción: P. Sergio O. Buenanueva. El original italiano puede encontrarse en la página web de la Arquidiócesis de
Chiete-Vasto: www.webdiocesi.chiesacattolica.it/cci_new/vis_diocesi.jsp?idDiocesi=55
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