CARTA 2 Los duendes que aman Los duendes existen. Doy fe de ello. Los descubrí en la casa de mis abuelos paternos. Mi abuela era una gringa de origen centroeuropeo. Pequeña de estatura y muy parlanchina. Tenía el cabello negro recogido en un rodete y usaba unos anteojitos redondos. Leía libros y revistas. De allí tomaba historias que, por las noches se transformaban en cuentos de hadas y duendes. Cuando comprobó el interés de sus nietos en estos personajes, comenzó a construir una Aldea de Duendes. Un viejo árbol que había en el fondo del patio fue el escenario de su fantasía. La Aldea fue creciendo. De rama a rama se extendían balcones de madera. Las barandas eran de palitos atados con alambres, hilos y lanas de colores. También subían y bajaban escaleras. Luego aparecieron vigas y techos, construidos con ramitas, para demarcar ambientes. Nos sorprendimos con un columpio y mucho más cuando descubrimos pequeños muebles: una mesita con sillas en el comedor, sobre ella una fuente, platitos y vasos, camitas en el dormitorio con colchoncitos y almohadas, y muchas cosas más. La abuela nos acompañaba cuando visitábamos el árbol. Los niños (especialmente nosotras, las niñas) queríamos ver a los duendes que, según ella, habitaban la aldea, y los buscábamos por todas las hendiduras. Para alimentar la expectativa, nos aclaraba que los duendes solo pueden verse una vez en la vida. Nos decía que estaban muy ocupados cultivando hongos, alimentando mariposas, fabricando licores y pintando los colores de la naturaleza. Una tarde nos contó que las abejas recolectaban polen de las flores y que los hados lo convertían en miel. Nuestra abuela era alegre y divertida. Cariñosa. Le brillaban sus ojos. En cambio, el abuelo era hosco y callado. No teníamos buena relación con él. Andaba ceñudo, enojado y tenía siempre un reto a flor de labios. No se llegaba al árbol de los duendes y tampoco nos permitía acercarnos a su taller. Allí trabajaba con hojalata haciendo baldes, fuentes y otras cosas de chapa. No recuerdo el calor de sus brazos ni una sonrisa en su cara. Una noche de verano, por festejos familiares, estábamos los nietos reunidos. De pronto surgió una invitación de la abuela. –Vamos a la Aldea para tratar de ver a los duendes. De día son invisibles… pero de noche creo que los podemos ver… Eso sí… es mirarlos solo un instante, porque se asustan y huyen… y no regresarán jamás. Tomó una linterna y fuimos, en bandada, hasta el árbol de los duendes. Primero alumbraba con destellos sobres las ramas, en el hueco de tronco y en el suelo. La linterna se encendía y apagaba rápidamente ante nuestra atenta mirada. Yo sentía una mezcla de temor y curiosidad. De pronto alumbró una de las casitas y allí lo vimos. Sentado a la mesa había un ser diminuto con apariencia humana. Tenía una barba blanca, orejas grandes y un bonete colorado. Vestía un mameluco de tela y una camisa cuadriculada… Me pareció ver un bastón en su mano. La abuela apagó la linterna. Quedamos paralizados por la sorpresa. La abuela hizo ¡Shhhh! - No hagan ruido y volvamos a la casa. No hay que molestarlos. –¡Había uno! - susurré- ¡yo lo vi! –Sí… -dijo la Nona- y hay muchos más… Ese es Toto, el que manda en la aldea… también viven allí Tita, Tico… Tutuca y toda una familia… A partir de ese momento comenzamos a intercambiar mensajes con los duendes. Les dejábamos ramitos de flores, adornos y algunas notitas. Ellos también nos respondían con escritos, caramelos de azúcar y en una ocasión con un dedal lleno de miel. La abuela siempre fue la intermediaria. Con el tiempo me di cuenta de que el duende, ataviado con ropas de leñador, era muy parecido a un viejito de porcelana que mis abuelos tenían en un estante. Fue un secreto que guardé muy bien. Nunca comenté ese descubrimiento ni a mis hermanos ni a mis primos. Pero los vi. Lo aseguro. Fue el día en que falleció la abuela. El abuelo ya había partido unos cuatro años antes. Lo despedimos con el dolor de nuestros padres y el “cumplimiento” de nuestra parte. Ahora el infortunio nos pegaba fuerte por el mutuo afecto que teníamos con la nona. Con mi hermana fuimos a la casa de los abuelos y allí, en el fondo el viejo árbol, la Aldea de los Duendes mostraba una gran desolación. Se había roto parte de los techos y los ambientes estaban llenos de hojas. Faltaban muchas cosas. Mientras las lágrimas nublaban mis ojos, comenzaron a formarse imágenes de duendes. Primero fue la de la abuela. La percibí entre las ramas del árbol seco. Me sonreía detrás de sus anteojos pequeños y redondos. Estaba en cada rincón de las casitas. En la cocina, en el dormitorio, en el corral de las ovejas. La abuela me guiñó un ojo en complicidad. Me agaché para recoger los restos de una cocina de hojalata caída del árbol y comenzó a tomar forma la figura del abuelo. Lo comprendí enseguida. Yo lo creía lejano y ausente de la Aldea y, sin embargo, él había estado siempre allí. ¡Claro! ¿Cómo no me di cuenta antes? El abuelo había construido las camitas de hojalata con sus manos de artesano. También la mesa y las sillitas. Él dio forma a los platitos y cubiertos, a la pequeña palangana, al portal y a la hamaca. Seguramente armó las casas sobre el árbol y tendió las escaleras. La abuela sola, con su pequeña estatura, no podría haber hecho tamaña obra. En ese momento comprobé que ellos eran el espíritu de los pequeños duendes que habitaban esa aldea de juguete. E igualmente percibí una sonrisa en la cara de mi abuelo. Era todo lo que necesitaba. Comprendí que, por la cultura de la época, él debía cumplir el rol del malo de la historia. Era la costumbre de entonces. Parecer severo y distante para preservar la autoridad del jefe de familia. Por eso era gruñón y tan duro. Sin embargo, en la casa de los duendes, había encontrado la forma de expresar el inmenso amor que sentía por nosotros, sus nietos. El amor incondicional de los abuelos. Imagino a ambos trabajando por las tardes o por noches en los pequeños enseres que adornaban las casitas de los duendes. Un mueblecito de lata. Una prenda con retazos de tela. Cómo se habrán mirado a los ojos con ternura. Cómo habrán verificado luego la obra realizada. Cómo habrán esperado nuestra presencia para cubrirnos de sorpresas. No eran cosas de valor, su humildad real pero digna no se los permitía. Con muy poco llenaron nuestros corazones de ternura y nuestras mentes de sueños y fantasías. Y ahora los dejo… en realidad los dejamos, porque con mi esposo, debemos continuar haciendo la Aldea de Duendes para nuestros nietos. Ana María Corte - Villa Allende – Córdoba Canción: Así bailaban mis abuelos