Realismo y naturalismo en la novela española

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Joan Oleza
Realismo y naturalismo en la novela
española
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Joan Oleza
Realismo y naturalismo en la novela
española
2.1. Para un marco del realismo español
Si el realismo en Francia puede darse por iniciado en la década de los años 30, la novela
realista española sólo se impondrá con la Primera República y la Restauración. A pesar de
que los primeros esbozos de Pereda sean anteriores en unos pocos años, verdadero modelo
realista no existe hasta Galdós. «Cuando años más tarde -escribe Torrente Ballester- inicia
Galdós su grandiosa obra, su ideología y sus sentimientos, si burgueses, corresponden a una
etapa que en Europa cumplió ya su ciclo y su vigencia; como que Galdós es el novelista
que corresponde a la burguesía española en su etapa ascensional». Cabe hablar, por
consiguiente, de un retraso y de un cierto desfase en la aparición de nuestro realismo.
La aparición de este hay que vincularla -cronológicamente no hay duda, y desde el punto de
vista ideológico parece imposible negarlo- al vacilante intento de una revolución burguesa
que, en un período de seis años, destrona a Isabel II, forma un gobierno provisional,
establece una monarquía constitucional con Amadeo de Saboya, proclama la República,
vive la reacción de un golpe de Estado militar, regresa a la monarquía borbónica e inicia
una experiencia de Régimen parlamentario. Durante el período subsiguiente -la
Restauración, intento de estabilización de la revolución burguesa-, el país se abrió a las
corrientes culturales europeas al mismo tiempo que provocó una importante demanda de
información sobre sí mismo. A este doble impulso va a responder la novela realista
española, cuyo primer período puede situarse en la década de los setenta. Hacia 1880
entramos en la segunda fase, la del llamado «naturalismo» español, aunque muchos de los
escritores realistas del momento no se sientan afectados por él. Hacia 1886, pero
fundamentalmente en la década de los noventa, el naturalismo deja paso a la tercera fase del
realismo español, el llamado realismo «espiritualista». Al final de esta década puede darse
por acabada la vigencia del modelo cultural realista en España.
-222.2. La ambigua relación entre el realismo y el naturalismo
¿Qué relaciones hay entre el llamado realismo español y el naturalismo? ¿Es su relación del
mismo tipo que la que ocurre en Francia? ¿Se trata de dos movimientos distintos?, ¿de uno
sólo en diferentes fases?, ¿de uno sólo con distintas tendencias? Esto es lo que vamos a
intentar responder ahora. Vimos que, por lo que se refiere a Francia, Flaubert y Zola
introducen un profundo cambio con respecto a la novela realista. Cambio que se explicaba
por una serie de circunstancias históricas muy concretas y que conducían a una concepción
distinta de la novela, pese a la subsistencia de elementos comunes. ¿Ocurre lo mismo en
España? No es posible averiguarlo sin tener antes en cuenta el ambiente literario de la
sociedad española en el momento en que advino el realismo, ambiente escindido (como lo
estaba la sociedad española) en dos muy claras y contrapuestas tendencias.
2.2.1. El realismo y las dos Españas
Antes incluso de que empiece a plantearse el problema del naturalismo, el hecho mismo de
la aparición de una serie de novelas en la década de los setenta va a crear una profunda
polémica entre el público y la crítica y los escritores del momento. La aparición del
realismo en España es inseparable de la novela tendenciosa (en cuanto que se enfoca la
realidad desde una determinada postura político-moral) y, más tarde, de la novela de tesis
(en cuanto que el enfoque se hace explícito y la novela entera se destina a demostrar algún
a priori). Los realistas, salvo Valera, empiezan su labor de escritores enfocando la realidad
desde las propias convicciones morales y el resultado es perfectamente evidente: novelas de
buenos y malos. Para Galdós los malos son los tradicionalistas, los moralistas, los
clericales; para Pereda, son precisamente los buenos. «En el fondo, estos positivistas, estos
observadores, son terribles ideólogos, liberales o reaccionarios, y de la ideología sacan el
metro de medir las conciencias». En realidad, no se trata tanto de ideas como de pasiones, y
el conflicto no se plantea a nivel social, sino tan sólo a un nivel moral, religioso o
antirreligioso, o, mejor dicho, clerical o anticlerical.
El escándalo (1875) inicia el período de la novela de tesis en España y «in the forty years or
so, which follow the publication of this work, a series -23- of thesis-novels continues the
discussion of ‘trascendental’ problems. The solutions offered in these novels to the
religious and social questions of Spain are partisan; the novel is conceived primarily as an
instrument of propaganda to advocate the ideas of the author and to attack and ridicule
those of differing belief».
Brian J. Dendle ha estudiado atentamente el proceso de estas novelas de tesis. Nacen
después de la Revolución de 1868, pues, como explica Clarín: «... y es que para reflejar,
como debe, la vida moderna, las ideas actuales, las aspiraciones del espíritu del presente,
necesita este género (la novela) más libertad en política, costumbres y ciencia de la que
existía en los tiempos anteriores a 1868». Prueba evidente de que la novela de tesis
responde al hervidero político-religioso-social surgido tras la revolución, es el impacto
inmediato que obtiene entre el público y el hecho de que acto seguido una serie de críticos,
como M. de la Revilla, Francisco de Paula, Armando Palacio Valdés, Leopoldo Alas,
Emilia Pardo Bazán, etc., fijaran su atención en esto nuevo «género psicológico-moral» y
trataran de definirlo. En los años siguientes, en España hay dos clases de novelistas, cuya
diferencia no viene marcada por la aceptación o no del realismo, sino por los principios
morales con que lo aplican. De un lado, Alarcón, Pereda, Coloma, Pardo Bazán; del otro,
Clarín, Galdós, Palacio Valdés, Blasco Ibáñez. Las novelas de unos y otros toman como
campo de batalla el problema religioso, pero con un enfoque sorprendente: «Catholics
defend religion on material grounds of utility: anticlericals claim that they, and not the
Church possess the true spirit of Christianity». Como observa B. J. Dendle, la defensa de la
religión por los católicos apenas tiene nada que ver con la religión en sí misma, es más bien
la apología de una sociedad que tiende a desaparecer tras la revolución. Todos ellos
vuelven nostálgicamente la mirada hacia atrás, hacia la España del pasado, hacia lo que
ellos creen la verdadera España, pues la surgida tras la revolución es producto extranjero,
ruptura de los valores inherentes a la raza, entronización de unos modos de vida que no se
corresponden con nuestro modo de ser y que son radicalmente negativos. «The Catholic
attitude can only be described as one of fear: fear of the present, fear of the city, fear of the
alien ideas». Por ello buscan la España eterna, la España de siempre, no en el pasado, como
los románticos, sino en el campo, en las sociedades rurales, donde el tiempo se ha detenido
y los males de la civilización no han degradado la vida. Así aparece la novela regional y así
aparece esa sensación de atemporalidad tan frecuente en el lector de Alarcón e incluso de
Pereda. Lo malo llega de fuera, es extranjero y arraiga en Madrid, la gran ciudad, que viene
a sustituir al «coco» de los cuentos infantiles. También la cultura es enemiga del hombre.
La cultura conduce a la incredulidad y a la duda. La salvación está en la fe ciega, en la fe
sencilla -24- y no problematizada. Apenas la Pardo Bazán, dentro de esta concepción, se
muestra más tolerante, aunque sin desviarse de esta línea tradicionalista y conservadora.
Excepción hecha de la novelista gallega, a la que preocupa la religión en sí misma y como
drama individual, no hay apenas conflictos espirituales en los novelistas católicos, apenas
mención de Cristo o de los Evangelios. Su cristianismo es presentado más en términos de
nacionalismo hispánico y de patriarcalismo rural que en términos de la relación del hombre
con Dios. Como escribe Dendle, las tres virtudes cardinales parecen estar ausentes de estas
novelas. La fe tiene su objeto en el pasado, la caridad no existe para con los que mantienen
puntos de vista contrarios, la esperanza es algo que no aparece en estas novelas,
caracterizadas por un profundo pesimismo y una actitud pasiva ante el futuro de España,
invadida por la impiedad. «An outstanding scene of Pereda's Don Gonzalo is that in which
Don Román crosses his arms and passively watches the forces of barbarismo destroy the
most idyllic of Catholic villages».
En contraste con este pesimismo, con esta resignación pasiva (que recuerda mucho a la
literatura romántica de los exiliados franceses), los escritores anticlericales están llenos de
esperanzas y de entusiasmo. Los héroes de Galdós, Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, trabajan
para el futuro, luchan por una nueva sociedad de fraternidad y justicia social. «Anticlerical
novelists are not hostile to religioss values», sino al abuso que en nombre de estos valores
se comete en el país. Los escritores liberales no atacan la religión, sino el simulacro de vida
religiosa, la hipocresía, la utilización de la religión por las fuerzas inmovilistas. Los
católicos de sus novelas carecen de amplitud de miras y del sentido de la caridad. Los
personajes liberales son, en cambio, todo generosidad y amplitud de espíritu. Se critica el
culto externo: el hombre, sugieren, no necesita mediaciones para llegar a Dios. La Iglesia se
alía al oscurantismo, al fanatismo, a la perpetuación de unos intereses que explotan a la
nación y contra los que los nuevos héroes (ingenieros, médicos, hombres de negocios, etc.)
luchan. La novela liberal reivindica a las minorías oprimidas. La educación es considerada
como el fundamento incondicional para edificar una nueva España. Los novelistas
anticlericales se conciben a sí mismos como misioneros, evangelizadores que llevan la luz
allí donde sólo existe la oscuridad y la podredumbre moral. Se respira en sus novelas un
utopismo de cariz religioso: la caridad, el amor al prójimo, la benevolencia, la tolerancia, la
rectitud moral, etc. En el fondo es, también, una actitud religiosa.
Ambos tipos de novelas responden a una actitud teológica según la cual el hombre está en
el mundo respondiendo a un propósito superior. De ahí que todo lo humano tenga una
trascendencia significativa, que un objeto o un personaje no sean sólo tales, sino símbolos
de algo que está más allá de ellos. Para los novelistas católicos, todo lo que ocurre responde
a los designios de la Divina Providencia; para los liberales, la historia refleja -25siempre un inevitable progreso hacia una sociedad más perfecta. Para ambos hay un sistema
moral de validez absoluta desde el que el individuo es juzgado y clasificado, y dentro del
cual los acontecimientos siguen un orden y tienen un sentido. De ahí que los hombres sean
siempre buenos o malos y los acontecimientos beneficiosos o perjudiciales. En la España de
la Restauración se levantan voces por todas partes reclamando precisamente esta actitud: la
novela debe cumplir un fin moral y didáctico. En esto están todos de acuerdo, salvo Valera.
En lo que difieren es en el tipo de finalidad, clerical o anticlerical, y en el grado en que ha
de ser utilizada. González Blanco distinguía entre la novela de tesis y la novela de
tendencia. Pero en ambos casos se trata de lo mismo en sustancia: lo que ocurre no es
inocente, sino que lleva una carga demostrativa, sea ésta explícita o no.
Y esto es lo importante: la novela del momento no se diferencia en novela católica y nocatólica, sino que se integra en novela de tesis. Las tendencias ideológicas opuestas
coinciden en ser tendencias y su expresión novelística es una y común: la novela de tesis.
La situación española, al abrirse a nuevos horizontes, parecía exigir una toma de contacto
con la realidad desde plataformas beligerantes. Así ocurrió. Nuestro realismo inicial fue un
realismo debilitado, o, mejor dicho, un «realismo abstracto» o «encauzado». Ahora bien, en
1881 Galdós abandona «el período abstracto» e inicia con La desheredada el período
naturalista. En 1883 la Pardo Bazán publica un libro de ensayo La cuestión palpitante y una
novela La tribuna, y Galdós publica El doctor centeno. 1884 es la fecha en que ven la luz
La Regenta, de Clarín, y Tormento, La de Bringas y Lo prohibido, de Galdós. Es el
momento naturalista. Poco después, en 1886 y 1887, aparecerán las dos novelas
tradicionalmente consideradas más representativas del naturalismo, Los pazos de Ulloa y
La madre Naturaleza. Al advenimiento del naturalismo, ¿qué sucede con ese realismo
abstracto, con esa novela realista impregnada de ideología?, ¿continúa así o se transforma
radicalmente? Y, aún más: ¿cómo es nuestro naturalismo?, ¿a qué motivaciones obedece?
2.2.2. Aparición del naturalismo español
Hasta este momento hemos identificado indirectamente realismo y novela de tesis, y lo
hemos hecho conscientemente, dada la enorme confusión que en la época existió entre
realismo y naturalismo. El mero hecho de la atención a los aspectos feos y repulsivos de la
realidad, o el del detallismo minucioso, servían para calificar a un novelista de naturalista,
como el hecho de -26- introducir algo tan vago como el «ideal», del que todo el mundo
hablaba, servía para clasificarlo como realista, pero no como realista decimonónico, sino
como partícipe de un realismo que incluía al Arcipreste de Hita, a Cervantes, a Quevedo, a
Pereda, etc., en divertido revoltijo. El realismo español, como veremos, no se limita a la
novela de tesis y, a su vez, se diferencia muy claramente del realismo de Juan Ruiz, del de
Cervantes o del de Quevedo. Pero antes de diferenciarlo es preciso conocer, puesto que el
fenómeno realista es mucho más amplio e indeterminado que el naturalista, los límites y el
carácter de nuestro naturalismo.
El realismo de nuestro siglo XIX lo edificaron Pereda, Valera, Galdós, Emilia Pardo Bazán,
Clarín, etc. El naturalismo es, en cambio, cosa de escuela, por ello resulta mucho más fácil
de definir.
W. T. Pattison ha estudiado con minuciosidad de erudito la penetración del naturalismo en
España desde el primer artículo -del corresponsal en París de la Revista Contemporánea,
Charles Bigot-, que hace referencia a Zola y que trata de describir las características de su
novela. Esto ocurría en 1876. Siguen una serie de artículos que culminan con el
escandaloso éxito de L’Asommoir. A partir de este momento empieza a generalizarse la
reacción en España ante el naturalismo. Las primeras reacciones son de escándalo por lo
que se considera inmoralidad del naturalismo, y de congratulación por no tener en España
tales porquerías. A partir de 1880 empiezan a traducirse novelas naturalistas, y Ortega
Munilla puede escribir que estamos en «plena era naturalista y escéptica». Pronto, salvo la
actitud inteligente de alguna rara excepción, como Clarín, para el cual el naturalismo es
válido siempre que no se pretenda exclusivo, las reacciones ante el movimiento francés se
escindirán en dos grupos: los conservadores, como Alarcón -que habla de la «mano negra»
y de la «mano sucia» de la escuela naturalista-, o como Pereda -que reaccionó indignado
cuando un crítico despistado lo calificó de naturalista-, para los cuales naturalismo era
sinónimo de obscenidad y grosería; y los liberales, para los que era investigación de la
verdad, observación de la realidad en su palpitación misma de modo científico. «Sin
embargo, los partidarios del naturalismo casi siempre ponían algún pero en sus elogios. La
nueva escuela tenía mucho de bueno, pero... era una exageración; la verdad no consistía
sólo en crudezas. Así, el deseo de hallar un justo medio entre el idealismo y el naturalismo
llegó a ser el punto de vista de casi la totalidad de los naturalistas españoles».
La constante contraposición idealismo-naturalismo es, según Pattison, reflejo de la
contraposición liberalismo-tradicionalismo. Algunos intelectuales del momento se declaran
naturalistas no por simpatía hacia el nuevo movimiento, sino por oposición al idealismo
tradicionalista. «Allá en el fondo quizá no me reconocí bien. convencido nunca -admite
Tomás Tuero explicando -27- su adscripción naturalista-; pero como urgía decidirse por
alguien, y los reaccionarios se pusieron aquí, sin distinción de reacciones, de parte del
idealismo, era menester que los liberales nos uniéramos; para lo cual había un buen
precedente en las elecciones municipales, la unión hace la fuerza. Nos declaramos, pues,
naturalistas, y a partir de entonces, disparamos con bala para contra todo el arte artiguo».
La polémica que enfrenta a los partidarios del idealismo y del naturalismo en la literatura,
los enfrenta también en cuanto a la aceptación o no del libre examen, la acción
revolucionaria de la ciencia, el celibato eclesiástico, etc.
Ya Clarín escribía: «En la novela hay dos bandos... luchan el pasado y el presente, luchan la
libertad y la tradición». Sin embargo, hay ahora un cambio fundamental en nuestro
panorama novelístico. Hasta el advenimiento del naturalismo los dos bandos hacen una
misma cosa: enfrentar sus ideologías desde una misma forma expresiva: la novela de tesis.
Ahora no. Parece que la diferente ideología ha encontrado cauces novelísticos diferentes a
través de los cuales expresarse. Los escritores liberales aceptan el naturalismo -con más o
menos moderación-, los tradicionalistas lo rechazan indignados. El caso más típico es el de
Pereda, al que, por determinados recursos estilísticos, se califica de naturalista, saliendo él
al paso con una indignada repulsa. Los escritores jóvenes, liberales, como Ortega Munilla,
Narcís Oller, Palacio Valdés, hacen novela naturalista. Los tradicionalistas consagrados,
como Pereda y Alarcón, continúan el camino de la novela de tesis. Es entonces cuando un
gran escritor, consagrado ya y liberal, como Galdós, publica La desheredada, que consolida
la adaptación del nuevo movimiento, y une su firma a la de los jóvenes en la revista
naturalista «Arte y letras». «Por fortuna del naturalismo, el único de los grandes novelistas
que sin rebozo se declara valientemente su partidario -escribe Clarín- es el mejor de todos,
Benito Pérez Galdós». Esta, digamos, alianza, por la que Galdós era sentido como maestro
indiscutible del nuevo movimiento, culmina en el banquete-homenaje promovido por los
miembros del «Bilis-Club» naturalista.
2.2.3. El carácter del naturalismo español
Hemos visto cómo aparece el naturalismo y cómo llega a imponerse con La desheredada.
Falta, sin embargo, contestar a dos preguntas fundamentales sin las cuales resultaría
imposible entender a nuestro naturalismo.
1.ª Si el naturalismo es, tal como lo hemos descrito en Francia, la expresión de una
necesidad de objetivación, del cese de la fe en el pacto entre individuo y sociedad, nacida
precisamente de la crisis de la concepción individualista -28- del mundo, propia de la
burguesía del capitalismo liberal, ¿cómo es posible que aparezca en España el naturalismo
cuando aquí la evolución de la sociedad es muy distinta y los valores de esa concepción
burguesa están todavía empezando a imponerse?
2.ª El naturalismo, en España, es aceptado como un triunfo de la verdad en literatura, del
derecho al libre examen, de la libertad de tratar cualquier tema, de la aceptación del mito
del progreso y de la fe en la ciencia, por la intelectualidad liberal. ¿Cómo se explica
entonces que la más típica representante de nuestro naturalismo haya sido considerada, por
la historia, doña Emilia Pardo Bazán, tradicionalista y católica?
Estas dos preguntas llevan en sí una tercera, más general y decisiva: ¿es auténtico nuestro
naturalismo o, como dijo Zola, refiriéndose a doña Emilia, es «puramente formal, artístico
y literario», es decir, inmotivado y producto de una moda? El importante estudio ya citado
de Pattison, llega una y otra vez a la misma conclusión: en el naturalismo español hay una
evidentísima tendencia hacia la transigencia. No se acepta, sin más, el zolaísmo, sino que se
trata de llegar a una fórmula superadora que integre la «materia» y el «ideal». El origen de
esta búsqueda, de este anhelo de un justo medio, hay que ir a buscarlo en la filosofía
krausista. Y en efecto, nada mejor que una simple consideración de lo que significó,
independientemente de su valor real como filosofía, el krausismo para comprender el
espíritu de tolerancia con el que España, a diferencia de Francia, se abrió a la nueva
concepción cientifista del mundo.
España se abrió a las corrientes culturales europeas del siglo XIX bajo la forma del
pensamiento krausista adaptado por Sanz del Río. El krausismo implica un claro espíritu de
tolerancia: todas las religiones tienen algo de bueno y algo de verdad; el hombre posee la
razón, que le permite escoger el bien del mal, y la conciencia, que le permite distinguirlos.
El principio del libre examen y la negación del dogma son esenciales al espíritu krausista.
El libre examen conduce a la tolerancia y a la curiosidad respecto a todos los sistemas
filosóficos, científicos, políticos, vitales en una palabra. Fue este espíritu de tolerancia el
que acercó a los krausistas a las teorías positivistas. Eoff ha escrito con respecto a la
filosofía de Sanz del Río: «Su influencia en la ‘generación de 1868’ fue muy grande, pero
el efecto amplio y liberal de sus enseñanzas sirvió más para difundir el respeto por la
filosofía en general que para inculcar un sistema concreto». Producto del espíritu de
tolerancia y de este respeto por la filosofía es el especial modo en que la intelectualidad
española adaptó el positivismo, tratando de conciliarlo con el racionalismo alemán. Se
busca, como en toda Europa, encontrar un sistema unitario del ser, pero no subordinando el
espíritu a la materia, como Comte, Spencer o Taine, sino equiparándolos a ambos. No hacer
de la filosofía una ciencia, sino encontrar un equilibrio entre ambas. «Con el clima
intelectual -29- de España durante las dos últimas décadas del siglo XIX la ciencia que
mejor podía adaptarse a esta fusión era la psicología. El punto de vista psicológico a que
nos referimos, en términos generales, puede describirse como una combinación en la que lo
físico y lo psíquico, aunque independientes en apariencia, dependen uno de otro y admiten
una síntesis a un nivel más elevado de conciencia». A diferencia de Francia, el interés que
la psicología despertó en España a partir de 1880 se dirige más hacia los sistemas eclécticos
germanos, como el de Wilhelm Wundt, que hacia los materialistas de un Spencer o un
Taine. Para Wundt, espíritu y materia no existen independientemente, sino que lo
fisiológico se subordina a lo psíquico. González Serrano, en sus Estudios psicológicos, fue
el representante en España de esta tendencia, tendencia en que la libertad y la voluntad
adquieren, a diferencia de los franceses, una transcendencia máxima. Independientemente
de que Wundt fuera o no leído por los escritores españoles, resulta evidente que es su
espíritu el que alimenta el clima intelectual del que se nutrirá el naturalismo español. «En
sentido muy amplio, era una mezcla de idealismo filosófico y de realismo científico, que en
el arte novelístico se le puede aplicar el término de idealismo realista». Síntesis de
empirismo e idealismo, el «positivismo» o «naturalismo» español tenía que sentirse votado
por el análisis psicológico, lo cual es bien evidente en Galdós y Clarín sobre todo. El
hombre, en la activa interdependencia entre la herencia, agente natural, y la sociedad,
agente ambiental. El pensamiento evolucionista colabora en concebir esta interdependencia
como un proceso dinámico. Como escribe Th. Ribot: «la personalidad no es un fenómeno,
sino una historia; no es un presente ni un pasado, sino ambos». Ahora bien, y esto nos
parece absolutamente fundamental, sobre esta concepción común de la personalidad
humana caben dos interpretaciones: la de la escuela zolesca, según la cual la dialéctica
herencia-medio es un proceso que gira sobre sí mismo, devorándose, en círculo cerrado; y
la de un cierto naturalismo espiritualista, como el español, en el que la dialéctica encuentra
siempre estados superadores, en el que la interacción herencia-medio va formando al
individuo producto de ella, pero a la vez superador de ella, en cuarto el individuo es
siempre una resultante de la pugna, claro que una resultante en estado de transformación.
Ejemplos muy claros podrían ser los de Maximiliano Rubín, Fortunata, Torquemada,
Gaspar de Montenegro, Fermín de Pas, Ana Ozores, -30- Bonifacio Reyes, etc., en los
que la pugna herencia-medio se hace proceso y el individuo va evolucionando, pero sin
desaparecer como tal, sin ser el puro producto de la pugna, sino superándola, haciéndose
resultante que avanza, asimilando la interacción para superarla y volverse a someter a ella y
volver a superarla. Esto es lo que hace recordar, como escribe Eoff, la filosofía de Hegel.
«El hegelismo había perdido terreno frente al advenimiento del positivismo, pero
reconquistó parte de su prestigio en el último tercio del siglo, y, lo que es más curioso, en
un momento en que la estrella de Schopenhauer se encontraba en un franco ascenso».
En Europa se pasa del positivismo a un progresivo hegelismo. En España, el positivismo no
se da en forma pura y ya desde el principio es posible encontrar un cierto hegelismo. «Entre
1870 y 1880, en España, un buen número de intelectuales destacados eran hegelianos, entre
ellos Emilio Castelar, que en 1874 declaró que ‘la verdadera filosofía del progreso es la
filosofía de Hegel’». Por su parte, Luis de Rute escribía: «Elevarse sobre los objetos que la
experiencia presenta, dominar este mundo de oposiciones y luchas, de contradicciones y
antítesis, y hallar la verdad en que esas oposiciones desaparecen, las negaciones se borran,
y todo viene a refundirse en leyes de unidad y armonía; tal es la ciencia de lo esencial; tal
es el objeto de la filosofía». El resultado de toda lucha, el final resultante de toda antítesis,
es el espíritu: detrás de las antinomias de la materia, detrás de la pugna herencia-medio, lo
que encontramos es el espíritu.
Esta es, esencialmente, la filosofía de conciliación y de tolerancia que anima el clima
intelectual de la época en España, y que aún así parecía inaceptable a los intelectuales más
tradicionalistas.
La crítica ha observado repetidamente que parece inconcebible que la manifestación teórica
más significativa de nuestro naturalismo, La cuestión palpitante, crease tanto escándalo. Si
se interpreta literalmente lo que la Pardo Bazán dice tendríamos que considerarla como
«realista» y no como «materialista». Explícitamente lo declara en uno de sus artículos: «Si
es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una
teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y
lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo
y del idealismo nacional». Este texto es la más perfecta definición que podía esperarse del
«espíritu de tolerancia y conciliación» que acabamos de estudiar. Este texto, como veremos
en seguida, es a la vez el que encierra la respuesta al carácter de nuestro naturalismo. ¿Por
qué entonces tanta polémica, tanto escándalo? Una buena parte hay que atribuirla a la
personalidad misma de la Pardo Bazán, con su regusto por llamar la atención y sentirse el
centro del mundillo literario, con su tendencia a promover polémicas, producto todo ello, si
se atiende -31- al patetismo y los grandes gestos espectaculares con que se acompaña, de
un cierto carácter paranoico debido a su circunstancia de «mujer escritora» en la sociedad
de entonces. Pero ello no basta para explicar todo el revuelo. Para que el gusto de la Pardo
Bazán por estos, digamos, escándalos literarios se manifestase, debía encontrar un punto de
apoyo, una justificación, y este punto de apoyo nos parece muy claro. Se atacó el libro y a
la Pardo Bazán no por la teoría literaria que propugnaba, sino por su defensa de Zola. Más
que atacar el naturalismo rebajado de la Pardo Bazán, lo que se atacaba era el naturalismo
de Zola, y se atacaba en la persona y el libro de la Pardo Bazán porque esta -en un doble
juego que creo que todavía no ha analizado la crítica- a un mismo tiempo eliminaba del
naturalismo lo que lo hacía subversivo para la sociedad española y hablaba en defensa del
solitario de Medan y su escuela. Un «No... pero sí» continuo.
Un aspecto enormemente significativo en La cuestión palpitante y en casi todas las
manifestaciones teóricas de nuestros naturalistas es el entronque -32- que tratan de
realizar con la novela realista del Siglo de Oro. Según su planteamiento, el naturalismo
estaba ya en Cervantes, en Quevedo, en Mateo Alemán, y el naturalismo de Zola no es más
que una desviación de aquella gran línea tradicional. Ya en un artículo de fecha tan
temprana como 1879, Federico Moja, comentando L’Assommoir, opinaba que el
naturalismo no era cosa nueva y que sus antecedentes podían encontrarse en la novela
picaresca española. Galdós, por ejemplo, afirma que las formas francesas del realismo no
«ofrecen, bien miradas, novedad entre nosotros, no sólo por el ejemplo de Pereda, sino por
las inmensas riquezas de este género que nos ofrece nuestra literatura picaresca». Esta
referencia del naturalismo a la novela picaresca y a la pintura de Velázquez llegó a
convertirse en un tópico muy manido por la crítica de la época, lo que hace que nos
preguntemos: ¿qué hay detrás de ella?, ¿a qué obedece? Obedece evidentemente a una serie
de causas superficiales, «estratégicas», podríamos decir. Dado el tradicionalismo y el
patrioterismo exaltado de una buena parte del mundillo literario español, recordar el
parecido del naturalismo con la gran tradición nacional era un poco como dorar la píldora
para hacerla más tragable. Obedecía también a la necesidad de contar con recursos
defensivos frente a las acusaciones de que el naturalismo introducía un lenguaje bajo y
grosero, vulgar e inmundo, o de que era «la religión de lo feo» (L. Alfonso), «la mano sucia
literaria» (Alarcón), «el enemigo mortal de toda belleza» (Díaz Carmona), etc. Entonces se
podía argumentar, como Ortega Munilla, que el naturalismo reproducía la vida y que si
parecía inmoral no era culpa de la novela, sino de la vida; o bien podían traerse a colación
pasajes de las obras de nuestros clásicos no menos atrevidas y terribles que las de los
naturalistas. En primer lugar, pues, obedecía a un instinto de defensa, a una necesidad de
justificación. Pero algo más profundo había allí y era el consenso general de los que se
mostraban partidarios (a medias) del naturalismo, de que la forma francesa no era la
auténtica, de que era un extravío, una corrupción del sano realismo. Quiere decir esto, ni
más ni menos, que algunos escritores sentían la necesidad de una forma nueva de arte y que
la fórmula francesa, aunque estaba en el camino necesitado, no era sin embargo lo que
buscaban, no era la más adecuada. Despertaba, eso sí, y hacía consciente la necesidad del
nuevo arte, pero no satisfacía las peculiares necesidades de los realistas españoles, situados
en una sociedad muy distinta a la francesa. Cabía preguntarse entonces cuál era la fórmula
que España necesitaba. Mientras se buscaba, mientras la buscaban Galdós y la Pardo Bazán
y Clarín en sus -33- novelas, había que encontrarle una justificación teórica, un
antecedente, algo que se acercara. Y ello fue la tradición picaresca. Véase en expresión de
Galdós: «Todo lo esencial del naturalismo lo teníamos en casa desde los tiempos remotos, y
antiguos y modernos conocían ya la soberana ley de ajustar las dicciones del arte a la
realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas, caracteres y lugares
como Dios los ha hecho». Hay que aclarar que, para Galdós, y esto nos parece muy
significativo, Pereda revivía en la actualidad la tradición picaresca. A él se refiere cuando
habla de «modernos». Pero continúa Galdós: «El naturalismo nos era familiar a los
españoles en el reino de la novela». A fin de cuentas no es sino «repatriación de una vieja
idea; en los días mismos de esta repatriación tan trompeteada (se refiere a las polémicas
sobre la ‘cuestión palpitante’), la pintura fiel de la vida era practicada en España por Pereda
y otros, y lo había sido antes por los escritores de costumbres». Para concluir: «Recibimos,
pues, con mermas y adiciones... la mercadería que habíamos exportado... nuestro arte de la
naturalidad... responde mejor que el francés a la verdad humana». Y aquí le hubiera faltado
añadir a Galdós «en la realidad española», porque, evidentemente, en esta la fórmula de los
Galdós, Clarín, Pereda, etc., respondía más adecuadamente que la francesa, igual que
nuestro noventayochismo respondió más adecuadamente que el impresionismo, o el
modernismo más adecuadamente que el parnasianismo-simbolismo. Sólo preguntando qué
es lo que hizo que prefirieran la expresión tradicional a la francesa podremos averiguar lo
que buscaban nuestros realistas. F. Ayala ha examinado atentamente lo que creyó ver
Galdós en su modelo, en Quevedo: la trascendencia de las miserias de la realidad gracias al
humor.
«Las crudezas descriptivas -escribe Galdós- pierden toda repugnancia bajo la máscara
burlesca empleada por Quevedo». Ayala ha demostrado cuán diferentes son el sarcasmo
escéptico y corrosivo de Quevedo y el humor de Galdós, con qué diferente intención
creadora están usados ambos. Pero esto aquí no importa. Lo que importa es subrayar «la
significativa dualidad que también establece siempre (en sus manifestaciones teóricas),
muy significativamente, entre materia y espíritu, en desacuerdo con el consistente
materialismo que presta su base intelectual a la escuela naturalista y al propio positivismo».
Lo que importa es comprender que lo que cree Galdós es «que la realidad sensible está
preñada de significaciones trascendentes, y que la misión del artista consiste en detectarlas
y exponerlas incorporadas en su obra». La realidad supera con mucho los datos de los
sentidos, y en este superar está precisamente lo esencial de ella. De ahí el uso del
simbolismo, a todos los niveles, en Galdós, de ahí la presencia continua en su mundo
novelesco de lo que Gullón ha llamado «ámbitos oscuros», de ahí su progresiva -34identificación de los destinos individuales con la historia de España, su deformación
kafkiana del mundo burocrático, etc., y lo dicho de Galdós, con diferentes recursos, puede
decirse también de doña Emilia Pardo Bazán y de Clarín. Al naturalismo español no le
servía la fórmula francesa, como no le sirvió al ruso, porque nuestro proceso cultural era
muy distinto del francés, donde la evolución política y social había llevado a un
escepticismo y desconfianza totales frente al espíritu, frente a todo lo que oliera a «ideal» o
a «subjetividad», mientras que en España estábamos todavía en una fase de esperanzada
lucha, de conquista y estabilización de los grandes ideales democráticos. Cuando la realidad
democrática española, con la Restauración, no satisfaga estos ideales, toda Europa habrá
girado ya su mirada desviándola, en un nuevo subjetivismo, de la realidad exterior.
Entonces, la última fase de la obra de Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, girará desde el
naturalismo hacia un espiritualismo progresivo que encontrará en su camino a los hombres
del 98.
¿Hay, pues, o no, auténtico naturalismo en España? Si por naturalismo entendemos el
movimiento francés, desde luego en España no lo hay. ¿Quiere esto decir que lo que
venimos llamando naturalismo español es, al modo de nuestro romanticismo, un
movimiento inmotivado, producto de una moda importada? Ni mucho menos, el arte de La
desheredada, Lo prohibido, La tribuna, Los pazos de Ulloa, La madre Naturaleza, La
Regenta, etc., no -35- rompe fundamentalmente con el realismo anterior, sino que lo
continúa, lo adensa y, sobre todo, lo barre de tesis y de «apriorismos» moralizantes. La gran
conquista de nuestro naturalismo es haber descubierto que la trascendencia está en la
materia misma y que esta no es disociable del espíritu. Lo que Galdós, la Pardo Bazán y
Clarín hacen es revelar la idea, el espíritu, que impregna la materia, en lugar de -como
Fernán Caballero y la novela de tesis- tratar de imponerle a la materia un espíritu que le es
ajeno, lo que implica, muy románticamente por cierto, que materia y espíritu son cosas
pertenecientes a dos planos distintos. Si en España se produce un eco del naturalismo
francés, este es puramente superficial, visible en algunos de los recursos tremendistas y
declamatorios de La tribuna, Los pazos y La madre Naturaleza y, sobre todo, en una
subescuela que más que crear sigue ciegamente la moda francesa, con obras como las de
López Bago (La prostituta, La pálida, La buscona, La querida, La monja, etc.) y Alejandro
Sawa (Crimen legal, La mujer de todo el mundo, etc.). El naturalismo español crece desde
el realismo iniciado con Fernán Caballero, y crece desde dentro, orgánicamente. Primero, a
la materia se trata de dotarla, desde fuera, con el «ideal» (Fernán Caballero y la novela de
tesis), después se descubre a la materia conteniendo el «ideal» (fase naturalista), finalmente
y por progresión, por intensificación, el «ideal» va impregnando la materia hasta hacerse
esta casi invisible (Misericordia, La Sirena negra, Su único hijo). El paso siguiente es la
negación de la realidad (El Mayorazgo de labraz, Sonatas, El ruedo Ibérico) o la afirmación
del espíritu (Tía Tula, Niebla, Don Sandalio). En la primera fase hay un acuerdo entre
individuo y realidad y lo que chocan son las realidades diversas (Pepe Rey, no choca con
D.ª Perfecta, lo que chocan son las realidades que representan, la España del progreso y la
España estancada). En la segunda, el individuo lucha contra la realidad y es vencido, pero
ello no es culpa exclusiva de la realidad, sino que el individuo, por algún motivo, es
también impuro (la ambición en Fermín de Pas, la histeria ensoñadora de Ana Ozores, la
fantasía exaltada de Isidora Rufete, etc.). En la tercera, el individuo es siempre más puro
que la realidad, a la que trata de imponerse, y contra la que persevera en busca de su
perfección, aun después de vencido (Bonifacio Reyes en busca de su hijo; Benigna, pese a
la ingratitud de doña Francisca y los suyos; Gaspar de Montenegro frente a su educación, su
medio, frente a sí mismo y sus actos). En una palabra: el naturalismo español no rompe, en
ningún momento, el pacto sobre el que se asentaba el realismo. El naturalismo español no
es más que una fase de nuestro realismo.
Debido a esto el naturalismo no representa en España el comienzo de la crisis de la
ideología burguesa, con la consiguiente ruptura de la identificación entre novela y
burguesía, sino todo al contrario: es la expresión de una cierta burguesía liberal, de una
vanguardia burguesa. Dado el fracaso de una profunda revolución burguesa en España y su
consecuencia más inmediata, la falta de coherencia y de solidez ideológica de la burguesía
española, sus vacilaciones y contradicciones internas, el naturalismo no conseguirá hacerse
representativo de toda una clase social, sino tan sólo de algunos de sus -36- grupos de
vanguardia: de ahí precisamente su carácter minoritario y su moderación, de ahí
precisamente lo efímero de su paso por la historia de la literatura española. A partir del año
mismo de su triunfo, 1884, se presentan ya los síntomas de su desintegración, que puede
observarse en múltiples datos, uno de los cuales -y no de los de menor importancia- sería el
impacto causado en la crítica y en los intelectuales españoles por la novela rusa, en la que
todo el mundo coincidió en considerar como su rasgo más característico el espiritualismo.
La nueva tendencia espiritualista comienza anotarse más claramente hacia 1886: los críticos
que defendieron a Zola empiezan a criticarlo y ello culmina con la declaración, en 1891, de
la Pardo Bazán, según la cual «el naturalismo francés puede considerarse hoy un ciclo
cerrado, y que novísimas corrientes arrastran a la literatura... (El naturalismo tenía) sus
paladines en Francia; el ciclo nuevo, que podemos llamar realista ideal, los halló en Rusia».
A partir de ahora todo el mundo se dedica a enterrar el naturalismo. La novela se abre paso
por los caminos del psicologismo y por la investigación de las actitudes del espíritu. La fe
en la ciencia entra en crisis. La Pardo Bazán, una vez más con sus declaraciones patéticas,
declama que «en efecto, la ciencia, a fines del siglo XIX, ha dado en quiebra
estrepitosamente». Por todas partes aparece como por ensalmo la palabra «misticismo». Se
habla de «novela novelesca». Andrenio relaciona los nuevos caminos de la novela con «la
restauración del espíritu religioso que parecía tan desmayado no hace mucho y que hoy
resurge lozanamente en este final de siglo». Bourget, Ibsen y Tolstoi dominan el panorama
literario. Como escribe Clarín: «El arte del alma, que vuelve a reinvindicar sus derechos,
permanece en la poesía y se restaura en la novela psicológica», y da carta de validez,
siempre que no sean exclusivas, como no quería que lo fuese el naturalismo, a las nuevas
tendencias. Galdós, una vez más, con La incógnita y Realidad marca el camino. Ángel
Guerra, Torquemada en la Cruz, Nazarín, Halma, etc., lo profundizan. Más allá de esta
tendencia del realismo a adelgazarse, a hacerse psicología, espiritualismo, interiorismo, en
una palabra, tendencia que como reconoce Clarín se produce en todos los países, el
naturalismo continúa su vigencia en algunos escritores aislados, como V. Blasco Ibáñez o
Armando Palacio Valdés, pero la suerte estaba ya echada. La cultura occidental camina a
grandes pasos hacia los movimientos que, como el impresionismo y el simbolismo,
representan la crisis del sistema de valores erigido por la burguesía en el siglo XIX. La
crisis del capitalismo liberal viene acompañada por una crisis de la ideología burguesa,
cuyas primeras fases vienen representadas por la quiebra del positivismo y el progresivo
distanciamiento de la realidad. Apresada entre el temor a la revolución del proletariado y la
inviabilidad de perpetuar el sistema del capitalismo liberal, que la conduce a la primera
conflagración mundial, a la revolución soviética y a la crisis de 1929, la burguesía trata de
encontrar un nuevo camino y de escapar a la alternativa proletaria. La solución extrema del
nacional-socialismo y del fascismo se anuncia tentadora y amenazante. Esta fase de
desconcierto, de crisis del sistema vigente y de búsqueda de una alternativa no proletaria, se
expresa en la cultura burguesa europea por la -37- aparición del irracionalismo en sus
múltiples formas. El asalto a la razón ha comenzado y va a dominar el arte y la literatura
del primer cuarto del siglo XX, llevando en su seno no sólo el reflejo de una quiebra y del
consiguiente desconcierto, sino también la subversión de todos los valores establecidos.
Esta subversión se realizará desde distintas plataformas. Por ejemplo, en España, desde una
plataforma predominantemente estética en la que la expresión ideológica queda implícita
(el modernismo), o desde una plataforma que aporta explícitamente a la vez un nuevo
planteamiento estético e ideológico (noventayochismo). Pero el irracionalismo conlleva,
junto con la expresión de la crisis y la subversión de un sistema de valores, los intentos de
producción de una nueva mitología (A. Ganivet, R. de Maeztu, el futurismo italiano, etc.)
que, en algunos casos, dará carne a las aspiraciones del fascismo.
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