Abrir adjunto - RIEHR. Red Interdisciplinaria de Estudios sobre

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Rechazo del premio consuelo. Sobre la
memoria como fin
Federico Guillermo Lorenz
Mesa: memoria, historia y transmisión
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Tenía previsto hacer una especie de reflexión sobre cómo este siglo que acaba empezó
con la esperanza de un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían
cambiar la Historia, y cómo termina con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas
jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas revoluciones fallidas y
tantos sueños.
Arturo Pérez – Reverte, “El rezagado”, en Con ánimo de ofender.
La explosión de la memoria
A mediados de los años noventa, en la Argentina, muchos
investigadores empezamos a concentrar nuestros esfuerzos en una categoría
analítica que, si bien no era nueva, comenzaba a tener una fuerte presencia en
publicaciones y espacios de discusión: la memoria. De la mano de la fiebre
conmemorativa del mundo occidental, alimentada por el impacto de matanzas
colectivas como el genocidio nazi o las guerras mundiales, y traída por la boca
de los sobrevivientes, la noción de que ciertos relatos del pasado y
experiencias son referibles a grupos sociales específicos en momentos
históricos determinados se expandió rápidamente, sobre todo en el ámbito de
las Ciencias Sociales.
Había un campo ya preparado para que eso sucediera:
fundamentalmente, por la lucha del movimiento de derechos humanos, cuya
bandera, ya por aquel entonces, había pasado de ser la de Aparición con vida o
Juicio y Castigo a los Culpables a la de Memoria, Verdad y Justicia. La impunidad
vigente reclamaba respuestas. Desde el punto de vista de la investigación,
además, el desarrollo de metodologías como el uso de entrevistas, los
testimonios fotográficos o audiovisuales, etc., potenciaron también la
reflexión sobre las memorias. A la vez, también hubo algunos conceptos que
se desarrollaron durante aquella década (lo que no implica, obviamente, que
no existieran antes, sólo me estoy refiriendo a un énfasis en los mismos
durante el período): identidad y diversidad, por ejemplo. Hablábamos –y
hablamos--, además, de niveles de memoria (recortables generacionalmente,
por proximidad con una determinada experiencia, etc.) y de luchas por la
memoria.
Este último concepto, sobre todo, remite a la idea de relatos y
experiencias del pasado que se pueden asociar a sectores sociales específicos
que confrontan con otros acerca de la interpretación sobre determinados
hechos de la Historia. Según esta concepción, el espacio público es un
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territorio de relatos en disputa, en el que a lo largo del tiempo algunas visiones
del pasado eclipsan a otras, las subsumen, o las niegan.
Las nociones analíticas acerca de la memoria proliferaron, y cada aporte
científico encarnado en un caso diferente parecía añadir otra. Así, las
memorias son públicas, privadas, individuales, colectivas, de género,
obstinadas, recalentadas, fragmentadas, reprimidas, escondidas, silenciadas,
cristalizadas, hegemónicas, dominantes, sueltas, emblemáticas. Y hay lugares
de memoria, vehículos de memoria, vectores de memoria, iniciativas de
memoria, empresarios de la memoria... La verdad es que tardamos bastante
tiempo en reparar en una verdad de Perogrullo: que si hay luchas por la
memoria, es porque alguien o algunos desean ganar algún tipo de
enfrentamiento. Nadie lucha para empatar, y muchísimo menos para perder.
Aún el suicida (un aparente derrotado) piensa que obtiene una victoria con su
muerte (y eso, entre otras cosas, explica los actos heroicos, otra palabra vieja si
las hay).
Qué se busca ganar, qué se hace para lograrlo, quiénes materializan el
triunfo (a qué costo, para ellos y para los demás) son preguntas tan viejas
como la Humanidad que constituyen el motor de cualquier indagación
histórica (es decir, política). De esos procesos de confrontación emergen
relatos históricos, es decir... memorias.
Por otra parte, la categoría analítica de la memoria está fuertemente
asociada a los estudios del discurso. En este marco, se trata de relatos contra
relatos, y buena parte de los estudios que toman a la memoria como puerta de
entrada al pasado están marcados por esta aproximación: experiencias
reducidas a sus dimensiones textuales, desmontadas pacientemente desde la
crítica, en el mejor de los casos con la apoyatura en fuentes documentales. Es
notorio, en base a esto, que la oposición entre discursos puede reemplazar a la
oposición entre los actores sociales que los encarnaron, que los produjeron.
Por eso es central preguntarse acerca de las consecuencias que tiene una
categoría analítica como la memoria exportada al espacio político. Como
señalé, la consigna del movimiento de derechos humanos es la de memoria,
verdad y justicia. Pero Genaro Díaz Bessone, uno de los máximos apologistas
del terrorismo de Estado (al que llama guerra contrarrevolucionaria) afirma en
las introducciones a sus libros que estos son un aporte... a la memoria, la
verdad y la justicia. Aún reconociéndole una elevada cuota de cinismo, no
podemos dejar de advertir que la idea de memoria es lo suficiente amplia
como para amparar aún discursos contrapuestos.
Es decir, ¿puede ser la memoria un objetivo político en sí mismo,
o es más adecuado entenderla sólo como un instrumento para alcanzar
un objetivo político? Esta precisión, a la hora de pensar en procesos de
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transmisión, es fundamental. Porque, ¿qué sucede si la memoria nos ancla en
las consecuencias de la tragedia, en el lugar que buscó una represión, en el
dolor inexplicable, en el trauma que paraliza?
A estas alturas, la memoria puede parecer un premio consuelo frente a
una derrota social e histórica mucho mayor que las posibilidades de recordarla.
Me refiero a la memoria per se, como objetivo, y no a aquella que da sentido a
una experiencia histórica para poder imaginar un futuro, y buscarlo. Por
ejemplo el Día de la Memoria, el 24 de marzo, es la fecha instalada por la
dictadura militar como iniciática de un proceso de refundación, y así lo
recordaban cada año en sus ceremonias conmemorativas. Las condiciones de
reapropiación social del aniversario no pueden (y probablemente no deban)
escapar al dato de la tragedia: pero elegimos como fecha emblemática (ahora
feriado nacional), un hito en el disciplinamiento social a sangre y fuego de la
sociedad argentina. Recordamos la fecha fundacional de una victoria cuyas
consecuencias sociales, culturales, económicas, padecemos hoy.
Creo que debemos preguntarnos si en términos de incorporar procesos
históricos a una narración colectiva del pasado la reflexión desde la condena
(y a veces sólo la denuncia) es suficiente. La lógica de la efeméride, en este
caso, conspira contra la apropiación social (en términos de re - apropiación), y
prolonga la eficacia de la represión: “las violaciones a los derechos humanos
fueron antes”, “ahora nunca más sucederá”. Despoja de su historicidad y
politicidad un enfrentamiento social; contribuye a anular, mediante la
instalación dogmática de una forma concreta (histórica) de violación a
derechos fundamentales, la posibilidad de pensar políticamente la sociedad
presente, es decir, de encontrar las violaciones a los derechos humanos hoy.
¿Es posible recordar de otro modo esos años, y los que lo precedieron?
¿Qué significaría hacerlo? Es conveniente hacerse esta pregunta pues
asistimos hoy a un gran impulso reivindicativo de la experiencia política de los
setenta, que puede ser tan simplificador como aquel de los años ochenta en
torno a la defensa de la democracia y los derechos humanos, y en un punto,
tan eficaz para borrar las diferencias y las posibilidades de una apropiación
social de la experiencia a través de una jerarquización, como la represión.
¿Qué significa, por ejemplo, “recordar a los luchadores sociales”, que es
como genéricamente se alude a veces a los sobrevivientes y las víctimas de
aquellos años? ¿Luchadores en nombre de qué? ¿Cómo luchaban? ¿Contra
quiénes? ¿Cuáles eran los costos propios y ajenos que asumieron para esa
lucha? ¿Qué pasa, a la hora de recordar, con los que no luchaban por lo
mismo, no porque estuvieran en contra, sino sencillamente porque no
participaban? Preguntas que desde la Historia se pueden responder, pero
cuyas consecuencias políticas van directamente al proceso de transmisión:
porque responderlas aporta a la reconstrucción de un proceso histórico, y en
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consecuencia a la construcción de un linaje, de una tradición. Porque darle
carnadura histórica a los procesos sociales que recordamos implica
reconocerles características políticas. Y, en consecuencia, inscribirlos en una
narrativa histórica concebida desde un presente.
En el caso de las generaciones que se escolarizaron desde mediados de
los ochenta, la relación con el pasado vino fuertemente marcada por el deber
de memoria, por el mandato de recordar. ¿Hasta qué punto, aún hoy, este
mandato instala un duelo que excede a los nuevos, pero que los abruma con
su carga? En términos de apropiación, cómo se analiza críticamente aquello
que debe respetarse sacrosantamente? ¿Hasta dónde nuestras reflexiones,
nuestra enseñanza sobre aquellos años, son hijas del terror y del dolor más
que de la convicción del no retorno a la violencia? ¿Y qué consecuencias, en
términos de construcción colectiva, tiene esta situación?
Mi generación es hija de muchas violencias y silencios. Los que
comenzamos el secundario en 1984 heredamos la muerte y la derrota,
traducidas en una normativa para el buen vivir, una serie de valores
incuestionables porque garantizaban el futuro. ¿Hasta qué punto fuimos
educados desde el miedo, desde el recuerdo del dolor que paraliza? Jóvenes
historiadores, investigadores, educadores, literatos, artistas, participamos en las
discusiones por un pasado que heredamos, pero que muchas veces no nos
pertenece, sencillamente porque lo pensamos desde el mismo lugar de quienes
lo actuaron y nos lo legaron con la urgencia de lo irreparable. Herederos del
dolor y del silencio, acaso hayamos incorporado fortísimamente el deber de la
memoria sin preguntarnos qué hacer con el recuerdo, que es básicamente una
pregunta política.
Como generación no hemos decidido qué hacer con el pasado, como
no sea preservarlo. Y la idea de memoria como objetivo ha sido
extraordinariamente funcional a esta incapacidad de avanzar más allá de la
denuncia y la preservación. Que puede ser un noble fin, pensando en los
nuevos, pero que muchas veces puede también ser una forma que perpetúa la
derrota. Qué hacer con el pasado es una pregunta política porque inscribe los
muertos en un relato de luchas, los homenajes en una serie de hitos
identitarios de un movimiento, de una clase, de un pueblo. El trauma deja de
ser trauma para pasar a ser herida profunda en un devenir histórico. En una
búsqueda de un porvenir.
Darle un sentido a esta requiere de un importante grado de coraje,
menos ruidoso que una revolución, más silencioso que un desembarco o una
marcha, pero imprescindible: aquel necesario para pensar desde la derrota, aun
a costa de reconocerse intelectualmente como parte de ella. Gramsci señaló,
en un texto llamado “La cuestión de los jóvenes” que luego de un período
violento, “la lucha se agarra como una gangrena disolvente a la estructura de la
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vieja clase, debilitándola y pudriéndola, asume formas morbosas, de
misticismo, de sensualismo, de indiferencia moral (...) La vieja estructura no
contiene ni consigue dar satisfacción a las exigencias nuevas. El paro
permanente o semipermanente de los llamados intelectuales es uno de los
fenómenos típicos de esta insuficiencia”. 1
Pienso que en ese punto estamos hoy: hemos hecho el trabajo necesario
de denuncia (aunque con fortísimas diferencias regionales), pero el sentido
que le daremos a la experiencia está ausente. Estamos aún en el momento de
abrir una discusión. Y para empezar a dárnosla, acaso convenga preguntarse
(aunque más no sea para desechar la duda) si el énfasis en la memoria no ha
contribuido a ese “paro permanente o semipermanente” de los intelectuales
que menciona Gramsci.
La idea de lucha por la memoria es tan completa analíticamente
como insuficiente políticamente. Si esta nos permite incorporar la
complejidad de las relaciones entre los seres humanos y el pasado –y lo
cambiante de estas a lo largo del tiempo--, la multiplicidad y fragmentariedad
de memorias acerca de hechos colectivos; si nos permite desenmascarar la
falsía de los discursos autoritarios y tranquilizadores, el traslado de esa mirada
a la imaginación de una sociedad es por lo menos complejo. Porque al
enfatizar en la disputa entre relatos –y desconocer por ejemplo las bases
materiales de esa disputa— diluye la carne humana que encarnó el conflicto,
que lo padeció, que lo actuó.
La idea de que existen “muchas memorias” y la multiplicidad asociada a
ella puede ser funcional al objetivo de máxima de la represión que actuó al
servicio de los sectores oligárquicos: la ruptura de los lazos sociales, el
disciplinamiento a partir de la eliminación física y cultural de una experiencia
de clase, la voluntad de anular la posibilidad de pensar colectivamente, la
desinstalación de la idea (de fuerte arraigo en amplios sectores de la sociedad
argentina) de que no es posible la salvación aislada, en solitario.
Dos ejemplos
La idea de memoria(s) subsume otras categorías analíticas mucho más
definidas y que pueden ser más acabadamente políticas. El análisis de las
diferencias entre relatar históricamente una revolución y no como una
memoria revolucionaria no es para nada menor. Porque la Historia puede
inscribir a una memoria del episodio revolucionario en un relato general que
Antonio Gramsci, “La cuestión de los jóvenes”, en Antología, Buenos Aires, Siglo XXI,
2006, pp. 274-275.
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avanza en su continuo narrativo; pero esto no necesariamente sucede a la
inversa. La categoría analítica de memoria corroe la noción de tiempo
histórico, anclando procesos históricos en experiencias individuales o
colectivas, subordinando el marco a la experiencia que lo percibe y lo relata. El
énfasis en la subjetividad, imprescindible para abordar algunos aspectos de
nuestra historia reciente, conlleva al mismo tiempo la posibilidad de que la
historia se fragmente hasta el punto de constituirse en una sumatoria de micro
relatos que la vuelvan irreconocible.
Al mismo tiempo, la construcción de relatos hegemónicos puede llevar
a soslayar aspectos centrales de la experiencia colectiva. En relación con la
historia argentina, el énfasis en las memorias de aspectos bien acotados de la
historia reciente, reemplazaron, o al menos pasaron a segundo plano, a
elementos centrales de la cultura política argentina (y más ampliamente, de
cualquier sociedad moderna). Dos ejemplos claros son las ideas de nación y
clase.
Referirse a la guerra de Malvinas, en primer lugar, es poner en cuestión
una idea de nación a partir del paroxismo dramático de una guerra que
demostró su fracaso. Evidentemente, la derrota en la guerra de 1982 puso en
crisis un modo de concebir “lo nacional” fuertemente anclado en la
territorialidad, con una presencia determinante de las FF.AA. en la política y
adscripto a valores del patriotismo republicano que, entre otros lugares,
habían encontrado su semillero fundamental en el sistema educativo público
argentino. Pero las memorias dominantes acerca de Malvinas,
inextricablemente unidas a la experiencia del terrorismo de estado, obliteran la
posibilidad de discutir la idea de que un modo de concebir la Nación (y por
ende, las relaciones sociales encarnadas en este) fracasó. ¿Es que no hay otros?
SDin embargo, las versiones dominantes circulan bajo la forma de relatos de
guerra, de asociaciones entre la dictadura y Malvinas que no por ciertas dejan
de ser simplificadoras. Subordinada a la memoria del terrorismo de Estado, la
experiencia bélica pierde su arista potencialmente más rica en términos de
propiciar una discusión social: el alto valor simbólico que el imaginario
patriótico y nacional tiene en otras regiones del país que no sean Buenos
Aires, aún después (y en muchos casos, sobre todo después) de la guerra. Su
capacidad cohesiva. El fuerte rechazo a cualquier resabio de imaginario
castrense o patriótico post dictatorial construyó un sentido común muy fuerte:
aquel consistente en asociar cualquier interés en la temática militar a un
impulso de reivindicación de la dictadura. En el camino, desde el punto de
vista de los individuos, quedaron los más directamente asociados a la guerra:
los ex combatientes y los deudos de los soldados muertos. Y esto es muy
bueno tenerlo en cuenta: cualquier memoria, aún aquellas
autodenominadas progresistas, excluye, porque jerarquiza. En función
del dolor, de la pertenencia, de la propiedad o legitimidad sobre el relato
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(construida, por ejemplo, en base a haber estado preso o no, exiliado o no),
pero lo hace.
¿Qué sucede con la idea de clase? El relato hegemónico acerca de las
violaciones a los derechos humanos ha construido un sentido común
dominante que dibuja a los desaparecidos como jóvenes de clase media,
estudiantes volcados a la guerrilla o a la militancia en centros estudiantiles, o
cristiana. De este modo, la represión sobre los trabajadores originada en el
alto grado de movilización alcanzado por las organizaciones obreras a
mediados de la década de 1970 (hasta el momento culminante de las
movilizaciones de junio y julio de 1975), se desdibuja, por un lado, en la
construcción de un arquetipo, de una víctima genérica que no reconoce al
componente numéricamente mayoritario de las víctimas de la dictadura, y que
tampoco refleja la experiencia de aquellos sectores que la represión atacó con
mayor ferocidad. Como acertadamente define Eduardo Basualdo, el golpe de
1976 debe ser concebido como un episodio de brutal revancha oligárquica,
alimentado por la voluntad de frenar, hacer retroceder y anular la
combatividad y poder de presión alcanzado por el movimiento obrero
organizado. Y no solamente aquel encarnado en sus organizaciones más
radicales, sino al conjunto de este, a la clase trabajadora.
Pero la memoria dominante sobre el terrorismo de Estado enfatiza el
horror (como arrastre de la voluntad de denuncia de los ochenta) y se ancla
fuertemente en uno de los aspectos de este: la experiencia de los campos de
concentración clandestinos, y la represión sobre los sectores medios.
Desconoce, por ejemplo, otras formas menos espectaculares pero
estructurales de este, tales como el disciplinamiento por la baja del poder
adquisitivo del salario o el desempleo.
De este modo, existe un doble silenciamiento: el de la experiencia de los
trabajadores, pero también, de los responsables y cómplices civiles del
terrorismo de Estado. Los que proveyeron listas de sus empleados díscolos,
los que necesitaron de la represión a sangre y fuego para garantizar y aumentar
sus privilegios, como condición sine qua non para la reconfiguración económica
y social de la Argentina. Las mismas empresas, como Ford y Mercedes Benz,
que facilitaron instalaciones para que los grupos de tareas no perdieran tiempo
en el secuestro y tortura de los delegados combativos, financian fundaciones
que apoyan programas de estudios sobre la memoria, bajo los cuales muchos
nos formamos.
Frente al énfasis en la cara militar de la represión, los rostros de la clase
a la que benefició permanecen en las sombras. Que el Ministro de Economía
de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, fuera un alto directivo de
Acindar, ubicada en la zona de Villa Constitución, una de las zonas obreras
más combativas de la república, no es sólo una anécdota.
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La memoria fragmentada interrumpe el relato histórico tanto como el
énfasis excesivo, hasta la repetición traumática, del horror (que es el recuerdo
del castigo). Como en la célebre frase de Rodolfo Walsh, parecería que cada
vez hay que empezar de nuevo, que el movimiento obrero no puede tener
héroes ni mártires, sencillamente porque no se los puede inscribir en una
lucha. 2 Víctimas y victimarios fueron parte de un proceso político, y no sólo
de una experiencia que a veces es recuperada en su aspecto meramente
subjetivo.
Sin duda, numerosas cosas han cambiado. El grupo minoritario de
familiares que denunciaban a sus desaparecidos es el núcleo histórico de una
memoria que es hoy la dominante. Los verdugos están siendo juzgados pese a
la aparente impunidad construida entre 1986 y 1990. Existe una idea bastante
amplia acerca de las características del régimen dictatorial, y una adscripción a
la defensa de la democracia como forma de convivencia que, aún con
altibajos, parece la mejor posible. El Estado, que en su faz terrorista masacró a
sus ciudadanos, es el que hoy nos convoca aquí, y estimula el ejercicio de la
memoria.
Pero también está López.
La memoria como medio
Otras cosas no cambiaron, y es difícil percibir esto si nuestro Norte es
la memoria per se, si nos resulta suficiente el recuerdo, que no necesariamente
es lo mismo que la apropiación de la memoria. Pienso por ejemplo en la
famosa consigna del No pasarán. Acuñada en las trincheras francesas de
Verdún, en 1916, alimentó la resistencia de las milicias republicanas en
Madrid, frente al franquismo, durante la guerra civil española, y muchos
acompañamos la consigna de “El punto final no pasará”. ¿Qué tramados
sociales subyacen a ese recorrido libertario? ¿Qué ideas alimentaron esas
sucesivas apropiaciones en contextos tan distintos, pero con el denominador
común de la resistencia y la libertad? Difícil saberlo, pero hermoso objeto para
una investigación. Sin embargo, un hilo atraviesa a estas cuentas: la inscripción
de una consigna dentro de proyectos políticos. Porque una consigna sintetiza
una experiencia; es la expresión de una aspiración que se reconoce en las de
otros, y actúa por el bien del conjunto.
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“Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengamos
historia, no tengamos doctrina, no tengamos héroes ni mártires.
Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia
colectiva se pierde, las lecciones se olvidan, la historia parece así como una propiedad
privada cuyos dueños son los duelos de todas las cosas”.
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La memoria del exilio republicano español, por caso, alimentó el
imaginario de los movimientos revolucionarios en América latina; las historias
de la resistencia peronista nutrieron a los militantes de la década del setenta,
tanto como la experiencia anarquista enseñó a los proscriptos por la
Revolución Libertadora. La apelación a la memoria era para el sostenimiento
de un ideal político, de una lucha. No se trataba de memorias sueltas, sino de
relatos de experiencias políticas inscriptas dentro de una proceso de lucha.
Creo que es bueno preguntarse si esto es así hoy. Si retomamos la idea
de luchas por la memoria con la que comencé, creo que podemos hacer una
afirmación conjetural: la lucha social parece haberse reducido, en lo que hace a
la historia reciente, al plano de esas memorias. ¿Una victoria moral y simbólica
construye una sociedad más justa? No lo creo, aunque puede aportar mucho
para que así sea. De allí que yo rechazo ese premio consuelo. Porque
efectivamente, alguien emergió, en términos materiales (un privilegio, la vida
misma) victorioso de la lucha cuyo recuerdo hoy se disputa en términos
simbólicos. Hasta qué punto eso ha cambiado, es una cuestión que nos coloca
a los educadores, y al estado en particular, en una posición difícil. Porque
hemos avanzado en la lucha por la memoria, pero las consecuencias
estructurales de la reconfiguración social iniciada a mediados de los años
setenta siguen vigentes hoy. La democracia y la exclusión no se llevan para
nada mal. Es decir: esta sociedad desigual y violenta expresa la victoria de
unos pocos, poquísimos, y la derrota de otros muchos, por más memorias
condenatorias del terrorismo de estado que haga circular. 3
En el espacio de disputas por la memoria, se habla de miradas como
ésta de hemipléjicas. Acepto con gusto esa medalla. Hay distintas formas de
escribir versiones de la Historia. Los que se quejan del sesgo de estas
aproximaciones, también lo hicieron: es el país brutalmente desigual en el que
vivimos hoy. No deja de ser paradójico que quienes se benefician de la
hemiplejia material de una sociedad que fue notablemente más incluyente e
igualitaria hace tan sólo treinta años --sin indignarse por ello--, se sientan
afectados por la apelación a una de las pocas herramientas que emergieron de
ese desastre: la posibilidad de pensar desde otro lugar, de mostrar otras cosas y
sí, de contar otras historias. En este espacio de disputa y construcción, el rol
del Estado es, nuevamente, tan central como difícil: garantizar la circulación,
pasar de garante del statu quo a custodio de la posibilidad de una disputa que,
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Para Alain Badiou, esta es una época de “inflación moral”. Se condena “el furor tanto
revolucionario como totalitario, mientras que pasa a segundo plano el triunfo del
capitalismo y del mercado mundial (...) Por fin, al enterrar las patologías de la voluntad
desatada, la correlación bienaventurada del Mercado sin restricciones y de la Democracia
sin orillas habría instaurado el sentido del siglo como pacificación o sabiduría de la
mediocridad”.Alain Badiou, “Cuestiones de método”, en El siglo, Buenos Aires, Manantial,
2005, p. 14.
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primero simbólica, debe sin duda concretarse materialmente. Para ello, ofrecer
espacios de contacto entre las generaciones es tan importante como eludir el
canto de sirenas de la contemplación nostálgica, retórica o autocomplaciente
en el pasado.
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