cartas de nueva york expresamente escritas para la

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CARTAS
DE
NUEVA YORK
EXPRESAMENTE ESCRITAS PARA
LA OPINIÓN NACIONAL
Italia.―Las catacumbas y los arqueólogos.—Hallazgo.—Irene y
Ágape.—Una columna egipcia.—Un conde asesino.—Una condesa
valerosa.—Ópera póstuma.—Los siete cardenales nuevos.—El día
del Pontífice.
Nueva York, 1º de abril de 1882
Señor Director de La Opinión Nacional:
Ha estado Italia toda espantada del crimen de un conde, el
cual ha muerto de veneno, que le llevó a su prisión su esposa.
Los arqueólogos han estado de fiesta, porque han hallado cosas
nuevas curiosísimas. Y a la par han celebrado los fieles de la
poesía el nacimiento de Virgilio, y los de la Iglesia el de León
XIII. Y siete capelos adornan ya la cabeza, antes tocada de la
humilde mitra, de siete cardenales nuevos, escogidos entre los
que más brillan y batallan por el recobro de los dominios de la
Iglesia.
Roma abunda en arqueólogos, y estos veneran al profesor
Rossi, que, como varón moderno espantado del ruin modo y
viles causas que se descubren en la batalla de la vida, se ha
refugiado en lo muerto, que no engaña, ni mata, y da al hombre
el placer inefable de crear, dándole a hallar de nuevo lo perdido,
y el de conocer la causa de las cosas, que es insaciable y noble
apetito de nuestra alma. Las piedras, para esos hombres, son
espíritus esclavos, criaturas benévolas, míseras, mudas, que
quisieran hablar a quien les habla, y no pueden hablarle.
Interrogan esos buscadores con largas miradas los secretos de
las piedras. Un vapor espiritual y luminoso emerge de los
monumentos agrietados y negruzcos. Parece que las miradas
ansiosas del observador ponen vida en las ruinas que observa. El
estudiador las acaricia, como si fueran cosa suya, y muy amada;
y las mueve con esmero, como si no quisiese lastimarlas. No es
un duelo, sino un enamoramiento. Y al fin la piedra cede, movida
a piedad de su amador, y le habla. Así ha andado por las
catacumbas de Roma el arqueólogo Rossi; se sentó donde se
sentaron los cristianos hambrientos; se entró por las sombrías
cuevas donde murieron, alimentados de divina fe, y clavadas en
el seno, seco de hambre, las agudas uñas, y los ojos en la cruz
amada, hecha con hondos canales en la piedra, de donde salía, a
favor de la sombra, lumbre de abismo misteriosa; ha echado
abajo con sus manos los restos de las tapias que, para que no
les alcanzasen los soldados de los emperadores, alzaban tras de
sí, en los negros recodos de las callejuelas de la inmensa cueva
los cristianos perseguidos; ha sentido ante aquellas tumbas
húmedas de paganos y de fieles que pueblan los vastos muros
subterráneos, cómo ante todo martirio, se doblan, como al poder
de mano férrea e invisible, todas las rodillas; y ha hallado al fin,
allá donde se alza, un tanto lejos de Roma, la puerta de San
Sebastián, una piedra que explica aquel misterio de la cena
profusamente
repetido,
entre
inscripciones
varias,
en
los
sepulcros de aquellos hombres que vivieron en los tiempos en
que la luz tenía que refugiarse, de miedo de los hombres, en las
cuevas. Y ¡aún está empeñada la batalla, y aún es culpa la luz, y
causa males a quien en sí la lleva; e ira a aquel que ve que la
lleva otro, o no se quiere que se vean, puestas a ella, sus
deformidades! En gran número de sepulcros en las Catacumbas
anda pintada una cena misteriosa, a la cual tenían unos como
imagen de la Eucaristía, en que se recibe, merced al bien obrar,
el pan eterno, pero que era para otros aquel banquete místico
con que celebran las almas que reposan la llegada a su huerto
del labrador que, porque fue bueno, y aró bien, va a reposar.
Pero ahora ha hallado el buscador Rossi una pintura al fresco de
la cena, que es tal que pondrá paz a las disputas de los
arqueólogos, porque en aquellas inscripciones de cristianos se
dice que, luego de morir, las almas descansaban en paz y
caridad con Dios, y allí se ve a un cristiano sentado a la mesa del
banquete entre dos figuras alegóricas, a una de las cuales, que
es Irene, o la paz,—de aquella buena Iris, mensajera de Juno,
que está en el cielo porque nunca dio a Juno nuevas malas:
«Irene, da caldam», porque era uso de romanos mezclar el vino
con agua caliente; y a otra de las cuales, a Ágape, que quiere
decir en griego caridad, y entre los cristianos de la primera
Iglesia era nombre de banquetes de paz: «Agape misce mihi».
Con lo que se ve, que el banquete de las tumbas es de aquellos
tiempos en que aún tomaba el sentimiento nuevo formas a la
poesía antigua, y que con él se celebraba no la sangre que no se
seca y el pan que no se endurece, sino el descanso del espíritu
de los fieles, que comen sentados,—y no de pie, como se come
en la vida,—entre la paz y la caridad. En eso está el trabajo de
los hombres: en celebrar esos banquetes en la tierra.
No es de las menores maravillas de Roma la Biblioteca
Alejandrina, ni es de poca monta entre sus curiosidades un
librillo, forrado en muy rugoso pergamino, que cuenta cómo era
Roma ha dos centurias, y que, como en testimonio de que aún
pervadía a la ciudad cristiana el espíritu pagano, llamase El
Mercurio errante de las grandezas de Roma, en cuyo libro ha
hallado el bibliotecario razón de una columna egipcia, de granito
rojo, que ha de estar por la plaza de San Luis de los franceses,
cerca de donde se alza ahora el Senado, y tuvo Roma en los
tiempos del Papa su casa de correos. ¿Qué será de la plumilla
ruin que escribe esto, cuando así yacen debajo de la tierra, con
los pueblos que los admiraron, los monumentos nacidos a
conmemorarlos? ¡Qué ridícula, la soberbia humana! ¡Qué sabia
la modestia! ¡Qué mundo inmenso, el mundo en que es tan
pobre cosa un hombre que padece tanto! Parece Egipto pueblo
hembra, hecho a seducir por su hermosura, y a ser así codiciado
y profanado! En París se alza, como gigante que acusa, y
desterrado que se queja, el obelisco de Luxor! ¡Y en Roma, hace
de cimiento a los palacios de los históricos Patrizzi y los
arrogantes Giustiniani, esta columna hermosa, escondida bajo
tierra en castigo de su crimen, el crimen de haberse erguido!
Viene ahora a la memoria, por culpa bien distinta, ese conde
asesino, que ha traído preocupada a Italia, no hecha a ver
castigados crímenes de condes. Fue cosa sombría, que ha
rematado en tragedia. Era Alejandro Faella noble en pobreza,
comido de avaricia, y tenía amigo rico, que se llamaba don
Virgilio, y era párroco. Fue siempre el Faella hombre torvo y
temido, que luego de haber fabricado una casa de campo, que
allá llaman villino, y de haber abierto en ella una cisterna, que
decía él era para guardar vinos, despidió un día al ama y criados,
y a cuantos en la casa había, lo cual fue en el día en que,
cubierta la cabeza de su bonete de uso, y doblada sobre el brazo
la capa sagrada, fue a ver la casa nueva don Virgilio, que anduvo
con tan mala fortuna que puso el pie en la boca de la cisterna
que Faella había sellado mañosamente con unas rajas de leña,
tapadas con una red, oculta bajo yerbas y hojas secas, entre las
cuales, al remate del año, fue hallado,—cubierto de piedras, y
con la mano alzada como para protegerse en la horrenda caída,
el cadáver del mísero don Virgilio con su bonete y su capa de
paseo: a cuyo descubrimiento se vino, entre otras razones, por
haber recibido el subprefecto de la ciudad un singularísimo
documento, que fue un folleto sobre locomotoras, algunas de
cuyas palabras impresas unidas a las que iban escritas sobre
ellas, decían que don Virgilio había ido a Génova, porque se
sentía en vena de recorrer la tierra como misionero, y que elegía
a su amigo querido, el buen conde Alejandro, para que
repartiese, conforme a su juicio, su hacienda entre los pobres de
Imola, que fue el lugar del caso. Y Faella decía que le debía el
párroco muy gruesa suma, en cuya deuda se iba, y por lo cual le
dejaba sin duda aquel testamento, como medio de pagarle. Pero
como la última vez que se vio a don Virgilio, se le vio en
compañía del conde; y como era raro que el párroco acaudalado
hubiese tomado dineros del conde en penuria, por más que
enseñase el conde las cartas de pagar del párroco; y notasen los
campesinos que la cisterna había desaparecido, y que de ella
emanaba extraña fetidez, vínose a aprehender al conde, de
quien se averiguó que había falsificado gran número de letras de
cambio de personas varias, con las que había recabado grandes
sumas, y que aquella cisterna en que murió el párroco, no fue
para el párroco hecha, sino para un acreedor de Faella, que era
acreedor y amigo. En eso iba el proceso, y no ha acabado. Dicen
que murió de mal de corazón; pero los que el día antes de su
muerte vieron salir de su celda a una mujer arrogante y pálida
con los labios lívidos, la frente erguida, y los ojos brillantes y
secos, dicen que murió como se moría en los tiempos de nobles
en Italia. ¡Aún es esa una virtud, cuando se ha cometido un
crimen: saberse matar!
La fiera condesa se ha ceñido las tocas de viuda; a la par que
los romanos aplaudían, como si con sus voces amorosas
quisieran despertar a aquel hombre afligido que vivió en
Bérgamo, y cantó sobre la tierra cánticos celestes, la ópera
póstuma del triste Donizetti: El Duque de Alba. ¡Qué tormento,
tener los pies atados a la tierra, y sentir en la frente aires
divinos, y en el corazón trova amorosa, y las alas entrándose en
las nubes! La claridad del cielo, de puro viva, ciega para la
tierra. La superioridad es una especie de locura. ¿Pues qué ha de
hacerse, con candelabro de Venecia suntuoso, en cueva oscura
en que los hombres andan arrastrándose? De esos males sufría
el que dejó sin terminar El Duque de Alba, que fue puesto en
escena en el teatro de Apolo, que es en Roma gran teatro, y
donde ha pocos años, porque no supiera el pueblo villanías de
nobles, representábase otra ópera de Donizetti, Lucrecia Borgia,
con un nombre de máscara, Elisa da Fosco. Así como cantaban
la Traviata, mas no la llamaban Traviata sino Violeta.
Más graves cosas que esas de poner vendas a los ojos
populares,
ocupan
ahora
al
Vaticano,
donde,
en
el
día
aniversario del nacimiento de su jefe, oyó la Iglesia de su pastor
quejas sentidas, y palabras de fe, y voces de batalla, como que
dijo el Pontífice que era en verdad tan grave la cuestión romana,
que no podía fiarse al tiempo ni al silencio el encargo de
resolverla, sino que ha de hacerse de modo que la libertad y
dignidad del jefe de la Iglesia sean amparadas de toda extraña
influencia, lo cual cree León XIII que ha de ser al cabo, porque
las pasiones que los demagogos azuzan en los países que no
aman ya a la Iglesia, vendrán a espantarlos de manera que
buscarán refugio en los brazos del Papa, como depositario sumo
que es sobre la tierra de la moralidad y el orden. Cuyo discurso
dejó contentos a los miembros del Colegio Sagrado. Con el
nombramiento de siete cardenales consagró León XIII el mes
que con ese discurso había empezado, y son los cardenales
nuevos el arzobispo de Dublin, que se llama Mac-Cabe, y es
celosísimo mantenedor de la Iglesia Romana en Irlanda, que es
tierra muy católica; monseñor Joaquín Lluch y Garriga, que es
arzobispo en Sevilla, y tiene agradecido, con su fervor activo, al
Papa; Charles Lavigérie, arzobispo en Argel; Domenico Agostino,
que ya lleva el palio en Venecia; Angelo Jacobini, primo del
Secretario de Estado de León XIII; Pietro Lasagni, Secretario del
Sagrado Colegio; y monsignore Ricci-Paracciani, mayordomo de
la casa del Pontífice en tiempos de Pío IX. El premio aviva el
celo, obliga al que lo recibe, y enciende en ardor nuevo al que lo
desea. De Alemania, que entra en miedo de los que piensan
libremente, porque del pensar con libertad en religión, se viene a
pensar con libertad en política,—vienen ahora a Roma voces
que, aunque parecen de auxilio, son de angustia, y el Vaticano
remozado, se apresta a la liza, y le da jefes.
Luchan así por el poder los hombres, en tanto que con
amorosas trovas, luego de mil novecientos años de nacido,
celebran los romanos a aquel que cantó en versos dulces como
el jugo de las uvas sabrosas de Falerno, y cuya sana y benéfica
poesía, que engrandece y alegra, fue como aquel noble vino de
Sabina que, en honor de Mecenas, había guardado Horacio en
vasos griegos.
JOSÉ MARTÍ
La Opinión Nacional Caracas, 17 de abril de 1882.
[Mf. en CEM]
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