TRIGO Pedro – Discernimiento de la Acción del Espíritu en la Historia

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Discernimiento de la Acción del Espíritu en la Historia
Pedro TRIGO, S.J.
ITER nº 33 (2004) pp. 39-75
Preludio Ignaciano
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Es algo comúnmente aceptado que el discernimiento es una pieza esencial de la espiritualidad ignaciana y
que es una dirección a contracorriente con la heteronomía consecuente y consentida que propició el postrento.
En efecto, sólo un cristiano adulto es sujeto de discernimiento, ya que discernir supone autonomía personal, y
Trento colocó la subjetualidad en la clerecía, despojando de ella a los fieles, considerados como pueblo (en el
mismo sentido de los pueblos en el absolutismo) tutelado por la institución eclesiástica. Un pueblo que, al decir de
Pío X, no tiene en la Iglesia más derecho que el de ser regido por sus pastores, no es sujeto de discernimiento. Y
en efecto todo estaba minuciosamente pautado, hasta las devociones. Fue el imperio de la ley frente a la conducción del Espíritu, aunque éste se mantuvo, a pesar del esquema, en la buena voluntad de tantos, en la devoción
genuina, en el modo humano de llevar no pocas veces un esquema tan inhumano. Pero, por lo que respecta a la
espiritualidad ignaciana, a la larga este esquema acabó reduciendo en muchos casos los Ejercicios a escuela de
autodisciplina voluntarista, en contra de la inspiración original. No es casual que, cuando se estaba formando ese
esquema de división entre los que dirigen y los dirigidos, Ignacio fuera apresado una y otra vez, ya que su propuesta de colocar directamente a la persona con Dios chocaba frontalmente con la dirección de una Iglesia que
reponía el esquema religioso haciéndose la medidora [¿mediadora?] de Dios y anulando así la inmediatez respecto de Dios que Cristo nos consiguió al rasgar el velo del santuario y entrar en él como representante nuestro,
introduciéndonos a nosotros con él y en él, y al entregarnos su Espíritu con el que podemos decir como él Abba ,
Padre.
Discernir supone una materia a discernir y un sujeto capaz de hacerlo. Sólo puede discernir un sujeto libre
que no delega su libertad, un sujeto autónomo. Pero además sólo está en condiciones de discernir una libertad liberada. Una libertad esclava de su pasión dominante no tiene, como decía Ignacio, sujeto, es decir prestancia suficiente para salir de su estado. Tampoco puede discernir el que se asume como miembro de conjuntos, que recibe de ellos las posibilidades vitales. Alguien determinado por la situación no tiene sujeto, peso propio, y debe
aceptar las reglas de juego y la dirección dominante.
La doctrina del pecado original, convertida en clave de interpretación de la condición humana histórica, establecía que la libertad estaba enferma y herida hasta la raíz, y que por eso debía aceptar como camino permanente el de la disciplina y los ritos, aceitado con las devociones para hacerlo llevadero e incluso gustoso. La propuesta de los Ejercicios de poner al ánima devota con su criador y Señor para que él se le muestre, le atraiga y le rija y
para que enrumbe su vida entera en cumplir el designio de Dios, era, desde el punto de vista dominante, una propuesta proclive a toda clase de ilusiones. Por eso, a pesar de que fue reiteradamente aprobada, de hecho la presión ambiental fue haciendo que derivara a que el sujeto internalizara la voluntad objetivada de Dios que trasmitía
la institución eclesiástica.
Hay materia a discernir cuando la voluntad de Dios no está completamente objetivada, cuando ella se interpreta como una dirección vital y un espíritu, pero no como una red tupida de prescripciones que regulan toda la
vida. Y esto llegó a ser el cristianismo postridentino. Una vida prescrita es un libreto que los actores actúan, no
una vida histórica que los sujetos crean como autores. Para Ignacio muchas decisiones no son objeto de discernimiento porque están mandadas o prohibidas. Por tales entiende, no sólo lo prescrito por el decálogo sino, como
hombre de su tiempo, los deberes de cada estado, es decir lo que correspondía a la posición en una sociedad estamental. Sin embargo, aun en ese caso cree que Dios puede pedir a la persona que renuncie a su estatus. Ignacio piensa que incluso en una sociedad estamental existe un margen bastante amplio para que la persona discierna qué quiere Dios de él y lo abrace libremente.
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Él personalmente tras su enfermedad puso entre paréntesis todos sus sueños, y considerando que en su
vida no había ninguna decisión tomada, ninguna obligación que lo encaminara en una dirección determinada, se
puso a discernir qué quería Dios de su vida. Como en el caso de Francisco de Asís, algunas decisiones se le presentaron con claridad desde el comienzo, el seguimiento de Jesús de Nazaret en pobreza y la ayuda a las almas;
pero el modo de concretar ese seguimiento sólo muy lentamente irá apareciendo. Para Ignacio el discernimiento
es progresivo, es una actitud que le posibilita vivir su historia históricamente, es decir de modo abierto. Esta apertura se conservó incluso después de elegir vivir en fraternidad presbiteral a la manera apostólica. Así eligió no vivir de rentas, no atarse por la obligación del coro ni por la de la administración parroquial. Esta apertura da el tono
a las Constituciones, que, congruentemente con este espíritu, apenas contienen reglamentaciones y se centran
en orientaciones generales y en el modo de proceder, insistiendo en cada caso que se detallaba algo, que se
empleen otros medios, si se juzgan más convenientes para el fin propuesto. Eso mismo repite incesantemente en
sus instrucciones para misiones concretas. Para Ignacio, pues, hay que vivir discerniendo, es decir sin atarse a
nada, sin convertir en fin ningún medio, sin absolutizar nada en la vida, y todo eso por fidelidad a Dios y a los seres humanos.
Sin embargo el discernimiento de una situación histórica está fuera del horizonte de san Ignacio porque como
hombre de su época consideraba el orden social como natural. Se podía discernir la actuación de cada uno de los
actores sociales en el papel asignado por su nacimiento o cargo, se podía hasta llegar a dictaminar que un rey
había incurrido en tiranía contumaz y que era legítima la rebelión de sus súbditos. Pero aun en ese caso extremo,
la rebelión era para reponer el orden, no para construir un orden distinto. En la Iglesia católica habrá que esperar
al concilio Vaticano II para que se admita que la humanidad ha pasado de una concepción estática a otra dinámica (GS 5) como punto de partida para “un nuevo humanismo en el que el ser humano queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia” (GS 55).
Lo que caracteriza a la concepción de Ignacio es la relativización de todo lo humano, también, pues, del
orden social tenido como natural, ya que lo humano no está cerrado sobre sí mismo sino que debe servir a la mayor gloria de Dios. Esta referencia trascendente no llega hasta desnaturalizar lo natural e instaurar la historia, ya
que lo natural (en realidad lo histórico naturalizado) se creía creado por Dios y por tanto querido por él así y por
tanto no susceptible de cambios. Pero, como lo plasmará paradigmáticamente Calderón de la Barca en El gran
teatro del mundo, la relativización significa que nadie es más que otro por el papel que le tocó representar sino
por la calidad de su representación, que consiste en guiarse por el libreto de sus correspondientes obligaciones y,
más allá de ellas, por las oportunidades que le brinda su papel para ejercitar las virtudes y para ayudar a los prójimos, que es la suprema virtud, ya que el objetivo de la representación no es el premio o el castigo de cada uno
de los actores sino el éxito de la pieza como tal, es decir la salvación de la humanidad como un cuerpo social
personalizado. Esto es lo que llama san Ignacio el bien universal, que para él es el bien propiamente divino.
Por eso Ignacio no propone nunca teorías ni utopías sociales ni, menos aún, sacraliza y apuntala el orden
social existente. Lo suyo es la acción. Él, educado en la corte de los Reyes Católicos, y que aspiraba a subir muy
alto, se desnuda de toda pretensión mundana después de su conversión, y extrema como reacción su pobreza y
marginación social. Este largo proceso de desasimiento le da libertad para utilizar el poder con inmensa sagacidad para sus empresas orientadas a la mayor gloria de Dios. Esta utilización se hace sin ningún escrúpulo porque, al ayudar a los poderes a actuar así, los legitima y personaliza, contribuyendo a que su desempeño sea excelente, es decir, a beneplácito del Autor de la representación y no menos de sus súbditos.
Este punto me parece muy resaltante. Ignacio no es ni utópico ni legitimista sino un hombre de acción. Acción en el sentido preciso de praxis, es decir acción en la que los involucrados en ella salen de sí al procurar eficazmente el bien de otros, que incluye su promoción. Se puede constatar que en su práctica Ignacio demostró tener un conocimiento muy fino no sólo de las personas sino de las instituciones y estructuras, de las relaciones de
poder, de los móviles de los actores, de dónde estaban los márgenes de elasticidad para que la realidad social
diera de sí hasta el extremo y se ampliara sin cesar ese margen. Es, repitámoslo, un conocimiento práctico, no
sólo en el sentido de que se formula no teórica sino operativamente sino sobre todo en el de que está completamente orientado hacia la praxis. No le interesa el orden social en sí sino como cantera de praxis. Le importa su
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dinámica, ella es la que estimula sin cesar, aunque su interés no sea la dinámica del sistema como tal sino la salida de sí de las personas que las humaniza y salva, que las entrelaza positivamente, que va en la dirección del
mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios. Así pues, aunque Ignacio acepta la imagen de una sociedad cerrada,
estamental, su punto de vista se dirige no solamente hacia su optimización sino a la trascendencia personal de
los sujetos en ella, lo que entraña el establecimiento de relaciones fraternales que desbordan hasta cierto punto
las posibilidades del sistema.
Otra ausencia en el repertorio de Ignacio, muy significativa para el tema que tratamos y completamente
explicable también, es la noción del Reino. Aparece el Rey eternal y seguidamente la proclama del sumo capitán
Jesús. Pero ésta, como sucedía en los bandos que daban en su época, no se refiere al contenido de la empresa
sino a las condiciones de la propuesta para los que quieran alistarse. Se trata de seguirlo en la pena para después seguirlo en la gloria; más concretamente, de pobreza contra riqueza, humillaciones contra vano honor del
mundo y humildad contra soberbia. Pero de la empresa sólo se dice de modo global que es conquistar todo el
mundo y triunfar sobre los enemigos.
Para discernir una situación histórica el horizonte cristiano contra el que se la coloca para ver en qué aspectos se aproxima y en cuáles se aleja es el Reino. Él es el único criterio. Y ese criterio no se encuentra ni en los
Ejercicios ni en las Constituciones. Esta ausencia, debida a la identificación práctica y hasta teórica entre Iglesia y
Reino, que se establecía en su tiempo y que todavía aparecerá furtivamente en el concilio Vaticano II, es el pesado reato con el que cargará la cristiandad. Pero si Ignacio no tiene la noción evangélica de reino de Dios, y por
tanto no da criterios para juzgar en sí misma una situación, sí es, en cambio, un maestro consumado a la hora de
proponer el estilo, el tono, el imaginario, el espíritu, del Reino y del antirreino, y las actitudes de quien afecta la
soberanía de Dios y las de quien la rechaza.
Si para Ignacio lo fundamental es la praxis, es completamente congruente que se ocupe minuciosamente del
modo humano de llevarla a cabo para que todo se haga con el Espíritu de Jesús. Naturalmente que no podemos
reducir la legitimidad cristiana de la acción al espíritu con que se realiza, ya que la acción que transforma la situación está referida a ella misma en cuanto realidad histórica. Pero sí hay que reconocer que esas actitudes evangélicas a las que se refiere Ignacio ayudan sobremanera a colocarse abiertamente ante la realidad de modo que
puedan aflorar sus potencialidades trasformadoras.
Así pues la fidelidad al espíritu ignaciano nos lleva a ir más allá del campo de discernimiento que él tuvo
presente, una vez que con el Concilio hemos aceptado la historicidad de la humanidad como cuerpo histórico y
que hemos recuperado la centralidad del Reino en la misión de Jesús. Tenemos que discernir la situación histórica que nos toca vivir porque nuestra salvación individual está ligada al empeño por hacer de nuestra humanidad
concreta el mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios.
Planteamiento del Problema
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No sabemos si en esta historia llegará a establecerse un mundo, es decir un complejo de movimientos sociales, estructuras e instituciones, una cultura, que exprese y sea cauce de la fraternidad de las hijas e hijos de Dios.
Caso de llegarse alguna vez a una situación así, ella no sería un establecimiento sino el resultado de muchísimas
acciones convergentes, que deberían iterarse constantemente para que la situación no revirtiera. Ello es altísimamente improbable. Pero si no es posible un establecimiento cristiano y es casi imposible que por un cúmulo de
convergencias favorables alguna vez pudiera alcanzarse un momento que exprese la fraternidad de las hijas e hijos de Dios, de lo que sí estamos ciertos es de que renunciar a caminar en esa dirección es renunciar a nuestra
dignidad de personas y a nuestra condición de cristianos.
Hoy el tono, incluso en círculos cristianos progresistas, es la mesura a causa de la opacidad del momento,
que se interpreta como opacidad sin más de la historia. La contundencia con que se ha impuesto el mercado totalitario, que es la dirección dominante de esta figura histórica, ha impactado de tal modo a muchos espíritus, que la
identifican sin más con la época, y que, extrapolándola más aún, llegan a pensar que la opacidad será el tono de
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aquí en adelante. Desde esta perspectiva ya les parece mucho decir que debemos custodiar a como dé lugar la
razonabilidad y el reconocimiento del otro. En definitiva, en este binomio se resumiría el aporte cristiano.
Valoramos sinceramente ambos elementos ya que pensamos que son macizamente negados por la dirección
dominante de esta figura histórica, que es de una irracionalidad espeluznante y que se asienta en una insensibilidad escalofriante. Pero no podemos convenir en que en ellos se resume nuestra fidelidad a Jesús de Nazaret,
que eso es lo que podemos decantar de su paso por este mundo. Este minimalismo no se aviene ni con el encargo que se nos ha hecho de la vida de los pobres, que hoy son, no lo olvidemos, la inmensa mayoría de la humanidad, ni con el respeto que nos debemos a nosotros mismos, ya que resignarnos a este horizonte es resignarnos
a la inhumanidad vigente, es deshumanizarnos. Si en décadas pasadas se incurrió en cortocircuitos en la interpretación de las fuentes y de la realidad y en los proyectos históricos y las líneas de acción, la racionalidad pide
evaluar cada uno de los aspectos para afinarlos progresivamente o modificarlos. Sacar la conclusión de que hay
que abandonar todo eso y restringirse al binomio indicado es una inducción imperfecta, signo de poca paciencia y
en definitiva de poco amor. ¿No es pedir demasiado pasar en tan pocos años de una salvación de espaldas a la
historia, que era lo que prevalecía hasta el Concilio, a la lucha completamente coherente por una salvación histórica que haga justicia tanto a lo que de definitivo se incuba en ella como a lo absoluto que esperamos? ¿No era
de esperar que se dieran desajustes y que poco a poco se corrigieran con el único método que disponemos del
ensayo y error?
Creemos que hay que reponer horizontes más complexivos como el de la introducción de Medellín, que lo
toma de la Populorum progressio , centrado en el paso de condiciones de vida menos humanas a más humanas,
que va especificando y articulando muy atinadamente. También la Gaudium et Spes da muchos elementos que
componen un horizonte unitario, teniendo muy en cuenta lo que la época posibilita con sus bienes civilizatorios y
culturales y lo que la dirección dominante de ella obstaculiza. Para no ser maximalistas, vamos a referirnos al mínimo irrenunciable. Este mínimo sería no pasarse la vida enfermo con enfermedades de pobres, construir casas y
habitarlas, sembrar y comer de esos frutos, es decir tener un techo digno propio, trabajar productivamente y participar del fruto de ese trabajo social, estar tranquilo en la casa y andar tranquilo por la ciudad sin caminar sobresaltado ni vivir prisionero entre seguros y rejas, poder participar, y poner coto a tanta compulsión al consumo y a
esa incitación permanente a elementarizarnos y desestructurarnos. Un estado de cosas así es aspiración humana
irrenunciable porque Dios nos ha creado con ese designio. Un designio que no es exterior a lo que somos sino la
dinámica de la vida humana genuina. Cualquier otra dirección es extravío, degradación, fracaso de los individuos
y de la humanidad como tal, y, como consecuencia, alteración del equilibrio que en la tierra hace posible la vida,
vaciamiento de la creación.
Este mínimo, al que hemos aludido sumariamente, es el deseo más hondo de cada corazón humano, si nos
damos ocasión para hacer silencio y libertad para soñar. También ha sido evocado por los poetas y representado
en los mitos y cantado en músicas que se recrean en cada generación. Las constituciones de las naciones lo
asientan solemnemente en su proemio; las ciencias sociales analizan sus condiciones de posibilidad y los obstáculos para que se realice; los políticos proponen planes concretos para remover los obstáculos y desarrollar y
plasmar las potencialidades; la técnica que aplica las ciencias idea métodos factibles para lograrlo.
Y en efecto, hemos visto avances muy superiores no sólo a lo que imaginaron los antiguos sino nosotros
mismos. Avances tan grandes que nos hacen pensar que con el tiempo (y no demasiado largo) casi todo será posible. Y sin embargo, a la par de los avances, han surgido no sólo nuevas y más íntimas alineaciones sino incluso
nuevas enfermedades devastadoras, nuevas pobrezas más humillantes y degradantes que las antiguas, y nuevas
y masivas exclusiones, e incluso ha resurgido el trabajo en condiciones de explotación que equivalen a la antigua
esclavitud, cosas todas que denotan un grado de insensibilidad e irresponsabilidad escalofriantes.
¿Es que ser humano, en el sentido cualitativo de la palabra, está al alcance de existencias individuales pero
es una meta imposible para la humanidad como tal? ¿Es que Dios puede reinar en algunos corazones pero no en
la historia, que es el grado máximo alcanzado hasta ahora por la creación evolutiva? ¿Será que todavía la humanidad es joven y tenemos que darnos más tiempo para ir humanizándonos? ¿O será que la marca de lo humano
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será siempre la ambivalencia, oscilar de más malos que buenos a más buenos que malos, sin llegar nunca a ser
malos pero tampoco buenos?
Hasta ahora hemos explicitado el discernimiento como el buscar y hallar la voluntad de Dios. El sujeto sería
un individuo o un grupo humano personalizado. Vamos a explicitar un elemento que es clave en Ignacio, que tematiza así un punto medular cristiano. En el cristianismo el discernimiento se llama espiritual por dos motivos: el
primero porque es el Espíritu el que nos conduce a la verdad toda, al seguimiento de Jesús, a la condición, rigurosamente trascendente, de hijas e hijos de Dios y de hermanos de todos desde el privilegio de los pobres. El segundo porque el Espíritu no es sólo el que nos guía sino el que nos impulsa, el que nos da la fuerza necesaria.
Así pues, el Espíritu actúa en la historia en la línea del Reino: construir el mundo fraterno de las hijas e hijos de
Dios. Por eso el discernimiento es en definitiva la capacidad de distinguir hacia dónde impulsa el Espíritu y el arte
de acompasarse a su impulso.
1. El Espíritu actúa en la historia y su acción es discernible
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La pregunta por el discernimiento de la acción del Espíritu Santo en la historia sólo tiene sentido si el Espíritu
actúa en la historia y si su acción no es ni tan palmaria que no hay nada que discernir, ni tan impenetrable que no
deja ningún indicio para rastrearla.
1.1. Dios no mete la mano en el mundo: nos crea amándonos
La ciencia histórica que se construye en la modernidad parte del principio, implícito por obvio, de que sólo los
seres humanos son sujetos de la historia 1. Si admitimos este postulado y el postulado correlativo de que este
presupuesto de la ciencia es plausible y que no tenemos ninguna otra vía de acceso a la realidad, tenemos que
concluir que la historia es la acción de la humanidad sobre la naturaleza de la que emergió y forma parte y sobre
sí misma. Dios, si existe, no actúa en la historia.
Nosotros estamos de acuerdo en que Dios no actúa ni como un ser mundano más, aunque sea el más importante, ni mundanamente, a pesar de no ser un ser mundano. Dios no sólo no forma parte de la creación sino que,
dicho gráficamente, no mete la mano en el mundo. No se puede comprobar empíricamente la presencia ni la acción de Dios. Es más, la pretensión de hacerlo choca frontalmente con nuestra idea de Dios 2. Ahora bien, a estas
alturas de la historia no se puede sostener razonablemente ni que la ciencia sea nuestra única vía de acceso a la
realidad ni que a ella misma sus presupuestos, objetivos y fines no le vengan de otras fuentes que la trascienden.
Ni la apreciación estética ni la decisión ética son actos científicos; son heterogéneos de la ciencia e inderivables
de ella. Y ambos versan sobre la realidad, son aprehensiones de la realidad y decisiones sobre ella. La pregunta
de por qué hay ser y no la nada indica que el ser humano es un animal de realidades y no sólo un fabricante de
instrumentos y consumidor de artefactos. Puestos en este nivel de realidad, la decisión de atenerse a lo creado
es tan decisión como la de vivir de cara al Creador. Ambos son actos libres y no deducciones empíricas.
Para nosotros el decantarse por la modestia de las propias proporciones en el seno de la sociedad y del
mundo no hace justicia ni al dinamismo de la pregunta humana ni al dinamismo de la acción ni tampoco a nuestra
experiencia primordial de ser puestos en la existencia antes de tomarla en nuestras manos o mejor de tomar en
nuestras manos lo que hemos recibido. Para nosotros es la relación de Dios con nosotros la que nos hace
reales 3. En eso consiste precisamente esa relación. Pero no es, repitámoslo, una relación como las que nosotros
entablamos por la técnica. La relación de Dios con nosotros no pertenece al orden de la eficiencia: la acción
creadora como causalidad eficiente. Dios es Amor. Y el Amor es creador. Puede poner realidades fuera de sí
precisamente porque es Amor, y el amor no es inerte: diferencia y es extático. Lo que es ya en sí mismo, le
permite salir de sí mismo.
1
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3
MOLTMANN, El camino de Jesús . Sígueme, Salamanca 1993, 311-334.
Ése es el paralogismo de la parábola de FLEW. Cf. TRIGO, El Éxodo; Centro Gumilla, Caracas 1978, 3-6.
Ampliamos este punto y lo que va en el apartado siguiente en El poder de Dios; Universidad Javeriana, Bogotá 2004.
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El Amor no es inerte. Es acción. La acción del amor simultáneamente diferencia y mantiene en comunión las
diferencias. Por eso Dios Amor no es un ser solitario sino, digámoslo humanamente, una comunidad; pero con
esta peculiaridad: que lo mismo que pone la diferencia es lo que hace la comunión. El amor diferencia los polos
que se aman y los refiere mutuamente. La misma fuerza diferencia y unifica. Pero el amor no es la circularidad del
cara a cara: el amor es extático: los que se aman, se aman fuera de sí. Aunque fuera de ambos no puede ser fuera del Amor. Es lo que decimos con el símbolo de la Trinidad. Pero además este amor quiso desbordarse, salir
fuera de sí. Se encogió, digámoslo metafóricamente, para crear un sitio para crear, para crearnos. Nos creó
amándonos. Nos creó en la nada y de la nada; pero nos creó amándonos, porque el amor tiene la capacidad de
poner lo otro y de mantenerlo unido a sí, no por necesidad sino por el mismo amor que nos pone fuera de sí.
Si Dios es Amor, si no nos crea como nosotros fabricamos artefactos sino amándonos, eso significa que él
no mete la mano en el mundo. Su relación es absolutamente trascendente y libre: seguir amándonos. Ni más ni
menos.
1.2. Las dos manos de Dios, el Hijo y el Espíritu, y sus respectivas acciones
Esto puede ser dicho trinitariamente afirmando que Dios se relaciona con nosotros por sus dos manos, que
son el Hijo y el Espíritu. Si Dios se relaciona con nosotros amándonos y esa relación nos hace reales, la relación
de su Hijo con nosotros consiste en humanizarnos. Jesús, a diferencia de Dios, sí es un ser mundano, un hijo de
Adán. Es Hijo de Dios como perteneciente a la humanidad, como hijo de Adán (Lc 3,38). Jesús se relaciona con
nosotros humanamente. Es lo que dice Pablo metafóricamente: “Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos
con su pobreza” (2Cor 8,9). Jesús nos salva humanamente, humanamente nos hace hijos de Dios. Nos hace hijos haciéndose hermano nuestro, llevándonos en su corazón.
Ser hijos de Dios no implica despojarnos de nuestra condición humana sino vivirla a partir de nuestra condición regalada de hermanos de Jesús. Precisamente para que pudiéramos ser humanos al modo de Jesús él envió desde su Padre al Espíritu que nos libera y nos habilita para relacionarnos con Dios como hijos en el Hijo y
con los demás seres humanos como hermanos en el Hermano universal. El Espíritu se relaciona, pues, con nosotros para que lleguemos a ser cristianos: para que seamos humanos al modo de Jesús y para que así la humanidad se constituya en el cuerpo de Cristo.
Jesús no está aquí (Mc 16,6). No podemos relacionarnos con él ni él se relaciona con nosotros como nos
relacionamos los seres mundanos. Eso no significa que hayan cesado las relaciones. No han cesado; pero se
dan al nivel de la trascendencia divina. Jesús se sigue relacionando con nosotros humanamente, pero no ya como un ser mundano sino como un ser resucitado: un ser que vive humanamente la existencia de Dios, que vive
humanamente, corporalmente, la vida propia del Hijo unigénito de Dios. Se relaciona, pues, atrayéndonos con el
peso infinito de su humanidad. Si los cuerpos crean campos gravitatorios a la medida de la intensidad de su
energía, Jesús nos atrae infinitamente puesto que su prestancia humana es la del Hijo de Dios. Atrae a todos,
puesto que a toda la humanidad alcanza su radio de irradiación. Pero como atrae, no por su masa sino por la calidad de su humanidad, atrae suscitando la libertad para desear y querer ser atraído, pero también respetando el
libre albedrío de quien no quiera aceptar esa libertad liberada. Esta atracción trascendente no es atemática: su
contenido preciso es la humanidad de Jesús de Nazaret. Pero no aparece como la de Jesús de Nazaret, no es
explícitamente atribuida a él, no dice su nombre, aunque sí tiene sus contenidos e incorpora a su cuerpo.
La acción del Espíritu también es trascendente. No es la acción de las fuerzas históricas 4. Nosotros no confundimos a Dios con los múltiples señores que rigen al mundo (1Cor 8,5-6), ni al Espíritu de Dios con la mano invisible del mercado o con el destino manifiesto de que se sienten portadores determinados pueblos o con el Estado ni tampoco con la institución eclesiástica. El Espíritu actúa desde la trascendencia; pero lo característico de la
trascendencia del Espíritu es que es trascendencia en la inmanencia: mueve desde más adentro que lo íntimo
nuestro. Mueve, no está. Mueve siempre y a todos y cada uno, es decir a cada uno como la persona única que es
4
RAHNER, “Historia del mundo e historia de la salvación; Escritos de teología V. Taurus, Madrid, 1964,115-134. Insiste fortísimamente en que la historia no es el ámbito de la salvación, aunque en ella se salva o condena el ser humano.
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y como componente personalizado de los diversos conjuntos de los que forma parte. Pero, como en el caso de
Jesús, mueve liberando y habilitando, pero respetando el libre albedrío de quien no quiera actuar al impulso de
esta libertad liberada 5.
Si la acción del Espíritu, como lo dice la misma palabra, es mover, la pregunta que salta es hacia dónde
mueve. Como el Espíritu es el de Dios, mueve a realizar su designio; mueve, pues, en la dirección del Reino.
Como es simultáneamente el de Jesús, mueve a su seguimiento. Estos dos movimientos son convergentes: Jesús es el revelador del Reino, no sólo porque lo proclama como designio inminente de Dios sino porque lo hace
presente con su vida, con su presencia. Seguir a Jesús es abrirse a la soberanía de Dios sobre la propia vida, hacernos hijos e hijas del Reino, y por tanto ponerse a su disposición para realizar su designio, que es poner signos
del Reino: desatar procesos para que los que tienen la vida disminuida la plenifiquen, para que los oprimidos consigan su liberación, para que sean acogidos los que por su conducta se sienten abandonados de Dios; y a través
de esos signos ir anudando unas relaciones que expresen la fraternidad de las hijas e hijos de Dios e irlas institucionalizando en cuanto sea posible para que expresen es fraternidad como mundo histórico. Ya hemos expuesto
lo que hoy podríamos considerar como mínimos de ese mundo. Hemos insistido también que renunciar a lograrlo
es renunciar al seguimiento de Jesús y a la condición de hijos e hijas de Dios. Pero también renunciamos cuando
perseguimos este objetivo con métodos contrarios a los de Jesús, porque los medios no son otra cosa que los
mismos ingredientes de la meta en ciernes, en proceso de realización, en embrión, en desarrollo, en victoria sobre desánimos, tentaciones y desviaciones, en aquilatamiento. Así pues el camino hacia el que mueve el Espíritu
excluye la coerción de la libertad, las relaciones unidireccionales que sustraen la condición de sujeto tanto en el
que da desde arriba como en el que recibe sin dar, la exclusión de determinados sectores en el proceso, la unidimensionalización del mismo haciendo girar todo alrededor de un solo elemento. El camino pide que lo económico sea desabsolutizado por lo político democrático, que lo político sea llevado a hacerse transparente y rendir
cuentas por la presión de la acción social organizada y que los sujetos humanos autónomos y abiertos velen porque los movimientos sociales no se corporativicen.
Así pues el Espíritu mueve en dirección del Reino, que no se agota en ninguna realización histórica pero que
busca siempre realizaciones más consumadas.
1.3. La acción espiritual, acogida del reinado de Dios, no produce el Reino
Si el Espíritu no es una energía mundana, tanto porque no se identifica con ninguna persona o institución de
la historia como porque no actúa como una fuerza particular al lado de otras fuerzas históricas, su acción estará
de algún modo condicionada por las posibilidades históricas. De algún modo, porque su obra es precisamente
abrir en cada caso la historia en la dirección del reino de Dios, que es el mudo fraterno de los hijos de Dios que
proclamó e inició Jesús. Pero condicionada porque no cancela la historia para iniciar otra nueva sino que la novedad del Espíritu brota siempre de la transformación de lo dado. Y la transformación es siempre procesual y relativa, aun en el caso de los saltos.
Es característica del Espíritu transformar y suscitar novedades donde menos se espera, porque el Espíritu,
ya lo hemos dicho, no se identifica con ningún dinamismo o institución intrahistóricas. Pero, si el impulso es trascendente, si la acción es en ese sentido absoluta, el resultado es siempre limitado y ambivalente, como todo lo
que está inserto en la historia. La obediencia al Espíritu es una acción absoluta. Es ni más ni menos la implantación de la soberanía de Dios, es decir la venida de su reinado. Pero el resultado de las acciones más puras no es
nunca el reino de Dios sino algo mejor que lo que había, aunque contaminado siempre con las imperfecciones de
todo lo creado 6.
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Sobre esta actuación universal del Espíritu derramado en la Pascua, ver nuestro estudio “Derramaré mi Espíritu sobre
toda carne”; ITER (en-jun 1998) 99-121. CONGAR, El Espíritu Santo . Herder, Barcelona 1983,422-431.
Con otra terminología ver RAHNER, “Utopía marxista y futuro cristiano del hombre”; Escritos de teología VI; Taurus, Madrid 1969,76-86. Para el estudio de la acción ver COMBLIN, Tiempo de acción. CEP, Lima 1986, 68-103. Dice GONZÁLEZ
FAUS: “La estructura puede encarnar el mal independizada del hombre. Pero no puede encarnar al bien sino en cuanto
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Es preciso insistir que el Espíritu no se encarna: ni en los dinamismos de la historia ni en los vencedores ni
en las directrices de la institución eclesiástica. Los seres humanos tendemos a adorar el éxito, nos sentimos inclinados a doblegarnos ante la fuerza de los hechos, tendemos a ver la fuerza de Dios en el poder de las riquezas y
los ejércitos; vemos algo numinoso en el magnate que lidera una inmensa corporación o en el mandatario de una
gran potencia o incluso en el científico que logra un descubrimiento extraordinario y en la técnica que lo pone a
circular. El cristianismo afirma que nada de esto es divino. En esas personas, como personas y personeros, sopla
siempre el Espíritu de Dios, pero el éxito no es la señal de que lo siguen. Por eso es crucial la pregunta de cuáles
son los criterios para discernir si se ha dado esa obediencia y el Espíritu ha actuado en ellos.
1.4. La acción mide el grado de humanidad de una situación
Sin embargo es preciso responder a otra dificultad. Si ninguna acción logra mover en la dirección deseada a
todos los elementos que están en juego en una decisión histórica, tanto porque los hilos son innumerables como
porque puede haber bastantes que se resistan a esa acción o que la modifiquen desde otros objetivos, si el resultado de la acción no coincide con los objetivos de los que la impulsan ¿cómo discernir la acción espiritual, aun en
el caso de que en efecto se haya dado? Si hemos concedido que se da el advenimiento del reinado de Dios en
los que obedecen al impulso del Espíritu, pero que obrar desde la soberanía de Dios nunca equivale a implantar
su Reino ¿cómo discernir, si lo que vemos no son las intenciones sino la obra concreta? Éste es el planteamiento
concreto de nuestro estudio: preguntamos por los criterios para discernir la acción espiritual, es decir la acción en
obediencia al Espíritu en la historia 7.
Por de pronto precisemos que desde el punto de vista de la historia la acción es el término medio entre la
intención, que como tal no tiene visibilidad histórica, y las instituciones y estructuras sobre las que se ejerce la acción o que resultan de ella. Tenemos que insistir en que desde el punto de vista cristiano la humanidad de los seres humanos se juega en la acción. La acción es la que abre la historia o la que mantiene abierta una situación,
relativizando las instituciones y las estructuras y manteniendo así su condición de cauces para que haya vida y
para que esa vida tenga la calidad de humana. La acción define, pues, la dinámica de la situación, que es el verdadero termómetro para evaluar su grado de humanidad. Cuanto más personas estén implicadas en la acción
espiritual y esa acción sea más puramente obediencia al Espíritu en orden a la humanidad cuyo paradigma es
Jesús, más humana es esa sociedad, más humanizadora es esa situación.
Así pues, es distinto discernir una situación en el sentido estructural (magnitudes, instituciones, estructuras)
que en el sentido de su dinámica. El juicio sobre la situación en el sentido estructural es muy aleatorio, muy discutible, aunque algo pueda decirse; sin embargo es más factible y fiable el juicio sobre la dinámica que la acción
imprime a una situación. Éste es además el juicio que más nos interesa, si es verdad que ella nos da el grado actual de humanidad de una sociedad. No es que no nos interese lo primero ya que las instituciones y estructuras
son cauces que posibilitan la vida y propician que sea humana o lo contrario. Por ejemplo, no se puede dudar que
el paso de la sociedad estamental a la democracia es una acción espiritual y que en la democracia hay más posibilidades de acción que en el feudalismo o que en las democracias griegas en las que los ciudadanos no llegaban
a la décima parte de los habitantes de la ciudad. También hay que admitir que es menos disconforme con el plan
de Dios el sistema salarial que la servidumbre feudal y que la esclavitud. Pero la situación en sentido estructural
nos dice de la acción de los que la constituyeron, nos habla de la acción en el pasado. Sólo la acción actual sobre
ellas nos habla de la humanidad actual de ese grupo humano. Además las instituciones, como todo lo humano,
son lábiles: se opera en ellas un corrimiento imperceptible que tiende a nublar su transparencia, tanto en el sentido de que vayan siendo fines para sí, olvidando en la práctica su función, que es su justificación, como deterio-
7
asumida por la persona. A lo sumo podrá proteger, o intentar evitar el mal” (“Utopía del Reino y realismo del dolor”, en Fe
en Dios y construcción de la historia; Trotta, Madrid 1998,170).
Para una visión un tanto escéptica o por lo menos minimalista ver DUQUOC, Creo en la Iglesia; Sal Terrae, Santander
2001. Para el extremo opuesto: GRACIO DAS NEVES, Dios resucita en la periferia; San Esteban, Salamanca 1991. Elementos bíblicos de una teología de la historia en GONZÁLEZ FAUS, o.c. 188 y 318-320.
Pedro TRIGO; Discernimiento de la Acción del Espíritu en la Historia
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rándose, bien porque el servicio sea de menor calidad, bien porque se preste discriminatoriamente. También en
este sentido la acción tiene que salvar continuamente a las instituciones y fortalecerlas hasta donde sea posible y
conveniente y por eso mide la humanidad de una situación 8.
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1.5. Misión de los cristianos en la acción espiritual
Antes de abordar nuestro tema permítasenos un último preámbulo. Hasta ahora hemos establecido que la
acción de Dios (su amor creador), la de Jesús (nuestra humanización según su paradigma) y la del Espíritu (hacernos cristianos e incorporarnos al cuerpo histórico de Jesús que es la humanidad que acepta el amor de Dios y
la humanidad de Jesús) tienen como ámbito a cada ser humano, tanto como personas únicas como en cuanto
miembros personalizados de los diversos conjuntos de los que participan. Preguntamos ahora por el sentido y la
función de los cristianos, de la Iglesia, en el seno de la humanidad.
Negativamente hemos asentado que no hay para nosotros ningún privilegio. Dios quiere de modo absoluto la
salvación de todos los seres humanos, él ama irrevocablemente a todos. Jesús es, no un ser humano específico
(un líder político o religioso de una nación o de una religión determinadas) sino meramente un ser humano; pero
tan humano como sólo el Hijo de Dios puede serlo. Es tan humano que se relaciona actualmente con cada ser
humano atrayéndolo a la humanidad consumada. Y el Espíritu es entregado en la Pascua a cada ser humano, ya
que por todos y llevándonos a todos murió Jesús, y como primogénito de todos fue resucitado por Dios.
Aunque en cierto modo sí hay un privilegio para los cristianos, que es inseparablemente una función, es decir
una misión, y que entraña, por tanto, una responsabilidad. A los cristianos se nos ha revelado este misterio al que
nos hemos estado refiriendo. Como este misterio se revela plenamente en Jesús de Nazaret que lo realiza históricamente, el acceso temático a él no puede darse sino por vía histórica, como dice Pablo, por el oído (Rm 10,14).
Ya hemos visto cómo todos podemos participar de él. Pero sólo los cristianos conocemos su nombre. También
otros lo conocen, pero por otros nombres, que no son el nombre propio; es decir lo conocen aproximativamente.
Sobre todo lo conocen (en el sentido bíblico de relación íntima) quienes lo obedecen. Éstos son los únicos que lo
conocen de verdad. Los cristianos lo conocemos históricamente, pero no sin la participación del Espíritu que
alienta en los testigos, desde los primeros de la resurrección hasta los que nos introdujeron a nosotros efectivamente en el cristianismo.
Recibir la historia viva de Jesús en el seno de la historia que él inaugura y su Espíritu prosigue es muy importante en orden a la acción y a su discernimiento porque el conocimiento temático de lo que hemos dicho hasta
ahora, conocimiento no primordialmente objetivado sino asentido con fe como evangelio, es un acicate muy eficaz
para dedicarse a la acción y una guía segura en ella. Pero es que además este conocimiento nos ha sido entregado como acción espiritual no sólo para que nos entreguemos a ella y así nos constituyamos en hijos en el Hijo
y hermanos en el Hermano universal sino también para que como parte de esta fraternidad entreguemos a otros
este evangelio que nos colma de fuerza y sentido. El Espíritu nos lo comunica como misión. Y nos lo comunica en
la misión, ya que la fe se robustece al comunicarla. Así pues, lo que hemos dicho hasta ahora, lo hemos dicho para todos, pero lo hemos dicho desde la Iglesia y por tanto también a los cristianos en primer lugar.
1.6. El círculo hermenéutico en el discernimiento de la acción
A la pregunta por los criterios para discernir la acción en obediencia al Espíritu en la historia puede responderse por dos vías. La primera puede ser llamada deductiva y consiste en establecer cuáles son esos criterios
que luego aplicaremos a cada situación. La segunda, inductiva, consiste en examinar los discernimientos concretos y extraer de ellos los criterios. La primera tiene el problema de que no se puede deducir lo que en cada mo8
DUNN, en Jesús y el Espíritu (Secretariado Trinitario, Salamanca 1981, 528-553) insiste agudamente en que el Espíritu
actúa en la carne, es decir en la labilidad insuperable. De ahí la imposibilidad histórica de una comunidad que exprese
sólo al Espíritu y que sea el sujeto del Reino de Dios. Por eso, siendo lo institucional tan importante, nunca está consolidado. Pero lo mismo puede decirse de cada persona: ninguna llega a ningún estado; es precisa siempre la actividad actual en obediencia al Espíritu: la acción, tal como la venimos considerando.
Pedro TRIGO; Discernimiento de la Acción del Espíritu en la Historia
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mento impulsa el Espíritu porque es una auténtica acción, es decir una acción sobre la situación, una acción
transformadora, y no un mero desarrollo de su dinámica interna. Así pues, aunque esa acción estará siempre entre aquellas que conducen al Reino y hay que buscar sólo dentro de ese conjunto, y por eso en definitiva el Reino
es el criterio, sin embargo esas acciones son tan múltiples que hay que ver la correspondencia en cada caso. El
problema de la segunda vía es que presupone lo que se busca. En efecto, hemos insistido en que no todo lo que
hace la institución eclesiástica va en la línea del Reino, luego tengo que realizar el discernimiento para ver si en
ese caso particular sí va, y extraer entonces los criterios; pero esos criterios son precisamente los que buscábamos para discernir la situación. Es decir, que volvemos al primer planteamiento. ¿Tenemos que concluir que estamos ante un círculo vicioso? De ningún modo. Hay que partir del discernimiento real que se hace en la vida,
que es intuitivo y no depende de que se sepan dar razones; aunque éstas sí sirven para confirmarlo, y por tanto sí
es imprescindible poseerlas. Estamos, pues, ante un círculo hermenéutico; pero la primacía la obtiene la acción
de discernir, por supuesto si el que discierne no lo hace como espectador sino desde la entrega a la acción.
Por ejemplo, hubo convergencia entre gentes distintísimas, tanto de la institución eclesiástica como de los
llamados católicos practicantes, como de muchos cristianos fuera de la órbita de la institución eclesiástica, como
de otros cristianos y personas de otras religiones o de ninguna, que sintieron que Dios había visitado a la humanidad a través de la figura de JUAN XXIII. La convergencia en el sentir de tantísimas personas de buena voluntad
no deja lugar a dudas de que esta persona oreó el ambiente, hizo ver lo hermoso y fecundo que es ser humano,
dio ganas de ser bueno, sembró esperanza en que es posible el entendimiento entre tanta diversidad de personas y culturas desde las actitudes que él encarnó. Las razones se dan luego; pero el acontecimiento no deja lugar
a dudas. Lo mismo podemos decir de Monseñor ROMERO. Su figura fue muy conflictiva; pero, fuera de gente cegada por la ideología eclesiástica o económica, todos, incluso los que no siguieron sus caminos y hasta los que lo
adversaban, reconocieron una trascendencia liberadora en su interpelación, reconocieron que ellos tenían lugar
en sus propuestas, y que ellas, aunque duras frecuentemente, eran la voz de la verdad; reconocieron sobre todo
que él era una persona para los demás, alguien que había cobrado una estatura tan gigante precisamente porque, a unos con gozo y a otros con dolor, los llevaba a todos.
Así pues, sí es posible partir de discernimientos realizados no por especialistas sino por la gente de buena
voluntad. Aunque para dar cuenta de ellos hay que presuponer que se poseen los elementos de discernimiento
que se sintetizan en el Reino. Ya nos hemos referido a ellos, pero al concretarlos más no hemos probado que se
daba en efecto correspondencia entre ellos y lo que hizo Jesús. El problema es que la correspondencia no puede
no ser creativa, ya que nuestra situación no es la suya. Si la equivalencia es auténtica creación histórica, más aún
es precisamente lo que abre la historia impidiendo que se cierre sobre lo dado y se entienda como su expansión
indefinida, no se pueden señalar estas correspondencias deduciéndolas meramente de los evangelios. El seguimiento de Jesús no es, pues, una relación: hacer nosotros lo mismo que hizo él, sino una correlación: tener con
nuestra situación una relación equivalente a la que él tuvo con la suya. Sin conocer nuestra situación no puede,
pues, establecerse esa correspondencia. Ahora bien, ese conocimiento no es neutro: está condicionado por la situación que se tenga en ella. Y esta opción la tomamos por fidelidad al designio de Dios. Como se ve, la primacía
está en la acción que nos sitúa de modo concreto en nuestra situación. Desde esta ubicación leemos nuestra situación y las fuentes evangélicas. Esta lectura nos confirma en la opción o nos obliga a profundizarla o a rectificarla en algún aspecto lateral o central. Esta ubicación discernida nos lleva a acciones más afinadas, que nos
permiten una lectura más adecuada, tanto de nuestra situación como de los evangelios, lo que a su vez relanza
nuestra acción en un proceso inacabable.
Así pues, aunque sea imprescindible tener los criterios evangélicos de discernimiento y, más aún, tener el
espíritu que los anima, esto es insuficiente. Es imprescindible también el conocimiento de nuestra situación. Ya
hemos visto la complejidad de este conocimiento. De todo ello sacamos en conclusión que el discernimiento es
un arte espiritual, no una deducción lógica; es una creación histórica, no el dictamen de un experto o una decisión
disciplinar. En definitiva es una apuesta existencial, que el futuro desvelará. Porque lo que sí es cierto es que el
discernimiento actuado prueba su validez en la fecundidad histórica.
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2. El discernimiento de la historia en el concilio, Medellín y Puebla
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2.1. El discernimiento del Concilio es la acción
2.1.1. Novedad histórica del trabajo y la política
El discernimiento fundamental del Concilio es la acción histórica y su trascendencia, es decir su condición de
acción espiritual 9. Hasta el Concilio tanto las escuelas y maestros de espiritualidad como los de moral consideraban la acción humana como imitación de la acción de la naturaleza y dentro de su ámbito. El mundo de vida del
ser humano, aun en el caso de las ciudades, era fundamentalmente un mundo natural. Aun la vida política, que
era la mayor novedad, se consideraba dentro de un esquema organicista: los seres humanos éramos distintos
porque teníamos diversas funciones dentro del mismo cuerpo social. Era lo que expresó el auto sacramental El
Gran Teatro del Mundo. Cada uno nacía con un papel determinado. La calidad del papel era distinta y por eso
cada quien tenía distintos derechos y obligaciones. Pero el destino de la persona se jugaba únicamente en la calidad de la representación. En eso consistía la acción humana. De este modo un mendigo podía llegar a ser más
humano que un rey porque jugó mejor su papel. Claro que a poco que se pensara podía advertirse una evolución
en la historia en el sentido de complejificación de la vida por división del trabajo y multiplicación de artefactos. Pero no había variado el imaginario: la humanidad se adapta a la tierra, aunque también trata de sacarla el mayor
provecho posible, y los seres humanos se adaptan al esquema de la sociedad ancestral naturalizado, aunque tratando de vivirlo lo más humanamente posible.
Este imaginario es el que ha cambiado, y el cambio está ligado a una nueva concepción del trabajo ligado a
la ciencia y a la técnica, a la producción y al consumo. Por este trabajo los seres humanos construyen un mundo
que no existía, que es producto suyo, y viven en él y de él. El trabajo sirve para satisfacer necesidades y preferencias, pero también y más aún para idearlas y realizarlas. Y el trabajo también se realiza sobre el propio ser
humano desestructurándolo hasta sus componentes germinales e interviniendo en él con el propósito de transformarlo como todo lo demás 10. El otro elemento de la nueva época, consecuente en el fondo con el anterior,
aunque en profunda tensión por el modo de llevarse a cabo el trabajo, es la aspiración universal a la democracia,
que consiste en no sentirse obligados por ninguna configuración social recibida de la tradición porque se siente
como responsabilidad actual el tomar la configuración y la marcha de la humanidad en las manos de todos sus
miembros.
2.1.2. Caracterización de la nueva época
¿Cómo ve el Concilio esta época y lo que en ella está en juego? Nos vamos a referir a la Constitución sobre
la Iglesia en el mundo actual, que es el documento que trata del tema. El Concilio afirma que “el género humano
se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados” (4). Los provoca él mismo y luego revierten sobre él. Esta revolución global está ligada al avance indetenible de las ciencias y
al progreso de la técnica, incluidas las comunicaciones (54), que no sólo transforma la faz de la tierra e intenta incluso la conquista del espacio ultraterrestre sino que también modifica profundamente el ambiente cultural y las
formas de pensar (5). Una consecuencia de la intervención humana en el mundo es que “la familia humana se va
sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo” (33). “La propia historia ha acelerado tan rápidamente su
carrera que apenas es posible seguirla”. La humanidad ha pasado así de una noción estática del orden de las cosas a otra dinámica (id).
La aspiración de fondo y universal que preside este cambio consiste en que “las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y libre, digna del ser humano, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual” (9). “Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la organización de la comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el afán de respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de éstas para con
9
10
TRIGO, “Simpatía y compasión; Reestructuración de la espiritualidad que impulsó el Concilio”, ITER 29 (2002) 11-77 y 32
(2003) 151-192. Id. Espiritualidad conciliar; UIA Puebla 2003.
JONAS, El principio de responsabilidad; Herder, Barcelona 1995, 23-59.
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la comunidad política; además crece por días el respeto hacia los hombres que profesan opiniones o religión distintas; al mismo tiempo se establece una mayor colaboración a fin de que todos los ciudadanos, y no solamente
algunos privilegiados, puedan hacer uso efectivo de los derechos inherentes a la persona” (73).
2.1.3. Novedad de la acción: unión de la acción técnica, política y cultural
¿En qué consiste propiamente la acción en el sentido de acción en obediencia al Espíritu? El Concilio asienta
que “hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, la creación y ampliación de nuevas empresas, la adaptación de los métodos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción; en una palabra,
todo cuanto puede contribuir a dicho progreso” (64). Hasta aquí, como se ve, la coincidencia es total con los que
comandan la dirección dominante de esta figura histórica, que son los accionistas mayoritarios y la alta burocracia
de las corporaciones mundializadas y la mayoría de los dirigentes políticos. Pero, añade el texto, “la finalidad fundamental de esta producción no es el mero incremento de productos ni el mayor beneficio ni el poder sino el servicio al ser humano, al ser humano integral (...), a todo tipo de seres humanos”. Éste es el punto de ruptura, porque para estos dirigentes el servicio al ser humano consiste precisamente en que produzca y consuma cada vez
más, ya que para ellos el ser humano se constituye por esos dos parámetros.
¿En qué consiste para los obispos el desarrollo humano? En la propia valoración humana que reporta la
acción y en la transformación de la convivencia humana en la dirección de la fraternidad: “la actividad humana,
así como procede del ser humano, así también se ordena al ser humano. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que
puedan acumularse (...) Cuanto llevan a cabo los seres humanos para lograr más justicia, mayor fraternidad, y un
más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo” (35). Así pues, el desarrollo técnico es valiosísimo, tanto por la autovaloración que se logra en la acción
de promoverlo, como porque la base material de la vida humana, si está armónicamente integrada en el conjunto
de lo que es la vida humana, desempeña un papel fundamental en cuanto posibilitador. ¿Qué significa este planteamiento? Que el desarrollo técnico es muy positivo cuando está orientado a lograr medios de vida para toda la
humanidad, lo que entraña que debe tender a procurar un trabajo digno para toda ella, si el trabajo es el modo
cónsono con la dignidad humana de acceder a esos bienes 11.
Como actualmente no es ésta la dirección dominante de esta figura histórica, que concibe, por el contrario, el
capital en función de la maximización de ganancias, del disfrute tendencialmente ilimitado de los productos y de la
consecución del poder, el Concilio propone ante todo la evangelización de los productores para que tomen conciencia de que esa dirección asumida les vacía de humanidad y para que comprendan que su verdadera felicidad
se juega en que pongan la producción al servicio de la vida de todos. Esta toma de conciencia entraña un tremendo cambio cultural; por eso el Concilio plantea como un objetivo fundamental la evangelización de la cultura.
Pero como este asunto compete a todos, el Concilio propone también el establecimiento de una democracia
mundial que lo estatuya y gerencie: “Dados los lazos tan estrechos y crecientes de mutua dependencia que hoy
se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la búsqueda y la realización del bien común universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus
obligaciones actuales, teniendo particularmente en cuenta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en
estado de miseria inadmisible” (84).
Como se ve, la unión de la acción técnica con la acción política constituye la novedad de la acción espiritual,
tal como la ve el Concilio; sin olvidar, claro está, el alma de la que brota, que es el amor, que cuando se aplica a
11
El sentido humano del trabajo está expresado eximiamente en la Laborem exercens de JUAN PABLO II, una encíclica que
no ha sido recibida ya que va a contrapelo tanto de la reducción del trabajo, incluso el trabajo técnico más especializado,
a la condición de mercancía, como de la experiencia de tantos trabajadores atrapados en una labor absolutamente rutinizada en la que no experimentan esas virtualidades sino fastidio y enervamiento, además de fatiga extrema, como en el
caso de la maquila.
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lo histórico toma la forma de la justicia y la solidaridad, y que aplica también su creatividad a la compleja y apasionante tarea de transformar la cultura creando valores, expectativas, expresiones simbólicas y formas de convivencia que propicien la transformación del trabajo y la política en la línea indicada de la humanización integral.
2.1.4. Acción a contrapelo de la dirección dominante
Así pues, la propuesta del Concilio a los cristianos y a la gente de buena voluntad que quiera escucharlo no
consiste, como propuso la Iglesia antaño, en que cada quien cumpla con su papel, un papel establecido tradicionalmente y asumido como voluntad de Dios. Tampoco consiste, como lo pide la dirección dominante de esta figura histórica, en que cada quien asuma el papel que quiera y pueda y que en su desempeño se someta a las reglas de juego vigentes, es decir que produzca y consuma lo más posible, de acuerdo a la legalidad vigente que se
expresa en el cumplimiento de los contratos que personalmente suscriba y en los que está comprometido como
ciudadano. Para decirlo en el lenguaje tradicional, nuevamente en boga, un cristiano no se santifica por vivir la vida ordinaria dentro del ethos vigente, como la viven quienes dan la pauta como productores exitosos y conductores de empresas y comunidades políticas. Eso, usando nuevamente el lenguaje teológico tradicional, que en este
caso coincide con el uso popular, no tiene gracia. Primero porque no tiene ninguna trascendencia: es un mero
trueque en el que se da y se recibe sobre la base de definirse, no como un ser personal sino como mero individuo
de un conjunto. Segundo, porque es una irresponsabilidad: esa funcionalización absoluta, ese conductivismo, no
hace justicia ni al ser personal que es uno ni al carácter personalizado que está llamada a tener la comunidad
humana, tanto en cuanto comunidad de productores como en cuanto comunidad política.
Esto significa que la acción en obediencia al Espíritu es hoy una acción que se apoya en los bienes civilizatorios y culturales de esta figura histórica, pero que se ejerce a contrapelo a su dirección dominante. En efecto para
el Concilio el alma de “la creciente interdependencia mutua entre los seres humanos y la unificación así mismo
creciente del mundo” (24) es la índole comunitaria de la vocación humana, mientras que para la dirección dominante es la libertad absoluta de los capitales y su expresión institucional, que es la posibilidad de que las corporaciones mundializadas se implanten en todos los países sin ninguna restricción. Es claro que son dos visiones incompatibles. La incompatibilidad radica en lo que aspira a constituirse como absoluto. En la dirección dominante
lo absoluto es la libertad entendida como libertad absoluta del capital y las empresas, y libertad de los seres humanos entendidos como meros individuos privados, lo que significa reducción del contrato laboral a algo meramente privado. Este carácter absoluto se expresa diciendo que en el ordenamiento económico del mundo sólo
debe tomarse en cuenta la lógica económica y en definitiva la libre voluntad de los contratantes ya que este ámbito debe funcionar independiente de cualquier interferencia, sea política, ética o religiosa.
Frente a esta visión de una globalización de la producción y el consumo, en la que el individuo no cuenta sino
como una mercancía más, el Concilio asienta que Dios “ha querido que los seres humanos constituyan una sola
familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (24). Esta visión no sólo no tiene viabilidad en la dirección
dominante sino que carece de sentido. Porque el ser humano que contempla la globalización del mercado es el
individuo sin ningún lazo constituyente y por tanto con relaciones meramente aleatorias y privadas. En tanto que
para el Concilio el ser humano “no puede encontrar su propia plenitud sin la entrega sincera de sí mismo a los
demás” (id).
Quiero insistir en que el Concilio no propone que siga la dirección dominante, pero que se compense a los
más desfavorecidos. Eso para el Concilio no hace justicia a la realidad y es una irresponsabilidad; más aún, entraña una falta elemental de racionalidad ya que se niega a considerar que el ser humano, siendo internamente
diferenciado, constituye sin embargo una unidad, como también lo constituye la humanidad, de modo que los ámbitos de realidad que crea, los crea para sí, es decir para que, coordinados, coadyuven a su constitución y promoción humana. O sea, que lo razonable no es que cada ámbito se autonomice sino que se refiera concretamente al conjunto desde su propia configuración, no como un correctivo externo.
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2.1.5. Frente a la globalización del capital y las mercancías, la mundialización democrática, simbiótica y
ecuménica
Naturalmente que quien resiste a esta reconfiguración no es la economía en sí sino los que la liderizan y los
ideólogos y políticos a su servicio. Son pocas personas, pero han logrado una concentración de poder desconocida en la historia, poder que no estriba sólo en masa monetaria sino en organizaciones de producción y mercadeo
que emplean a muchos miles de personas, en marcas prestigiosas que están presentes en todo el mundo y en
campañas científicamente montadas y diseminadas por todos los canales para hacer valer su posición. Esta dominancia persuade a muchas personas de que así es la vida y que intentar esa reconfiguración es una empresa
demasiado arriesgada que puede echarlo todo a perder. Además es cierto que ha habido experiencias históricas
que al no partir de lo dado para transformarlo sino pretender acabar con lo que hay y con el pasado para iniciar
una historia nueva a partir de cero, es decir de sus propios postulados, han causado más daños que los que pretendían remediar. Esta experiencia, hábilmente manejada por la propaganda de los actuales dueños del trabajo
humano, disuade a mucha gente de emprender las transformaciones a partir de lo dado que pide la acción espiritual, tal como, siguiendo al Concilio, la hemos caracterizado.
Aprovechándose del descrédito de lo público que han inoculado, los dueños del trabajo han vuelto a imponer
la mano de obra esclava, un tipo de contrato que se creía desparecido para siempre desde la segunda mitad del
siglo XX. La crítica más contundente a El Capital que se hacía en los años 60 era que las inhumanas condiciones
de trabajo que él describe en la Inglaterra de entonces habían sido superadas dentro del capitalismo y que en este sistema los trabajadores habían obtenido mayores beneficios que en el mundo comunista, además de participar de la conducción de la vida política en una medida mucho mayor que en los países oficialmente socialistas.
Pues bien, la realidad es que los líderes de las corporaciones mundializadas y el gran capital financiero han logrado neutralizar los sindicatos hasta hacerlos casi desaparecer y han logrado poner el poder político a su disposición hasta reducirlo casi a un intermediario suyo. El resultado es el caos actual: por una parte, una polarización
tan aguda de la humanidad que causa migraciones masivas incontenibles y creciente violencia, y por otra un vaciamiento humano pavoroso en quienes la promueven y usufructúan, que se manifiesta en la reducción de todo a
la condición de objeto y por tanto en una irremediable soledad, en la unidimensionalización de la vida personal y
social, en una insensibilidad blanda y opaca que es el índice más alarmante de deshumanización, en el desquiciamiento y la aceptación de la irracionalidad.
Es claro que no estamos proponiendo volver a la solución marxista sino incrementar la acción. La postura del
Concilio no es tampoco la antiglobalización. Él piensa con toda razón que no hay marcha atrás. Su propuesta,
reiteramos, es la acción integral tendente a una mundialización que tenga por sujeto tendencialmente a todos los
seres humanos, progresivamente incorporados a los bienes civilizatorios y culturales del occidente sin perder los
suyos propios.
2.1.6. Carácter escatológico de la acción y sus frutos
Para el Concilio el valor eminente de la acción radica en que sus frutos son escatológicos, es decir definitivos. A diferencia del éxito, que es exterior al ser humano y efímero, los frutos de la acción son eternos.
Con eso no queremos decir primordialmente que duran para siempre. Queremos decir que su calidad es tal
que, siendo plenamente humanos, son igualmente divinos. Por eso tienen la virtualidad de resistir la prueba del
tiempo y hasta de traspasar la barrera de la muerte. En el lenguaje del cuarto evangelio, vivir entregados a la acción es ya vida eterna. Es vida eterna porque es acción en obediencia al Espíritu, porque es acción nuestra posibilitada por el Espíritu. La acción es coincidencia del Espíritu y la persona humana: ambos inciden a la vez en lo
mismo.
La acción es la única relación inmediata entre la persona y Dios. La relación con el Padre y con Jesús está
mediada tanto por la idea que tenemos de ellos como por nuestro cuerpo. Como es una relación directa, está
mediada. Aunque no es relación cara a cara. La relación con Dios es ponernos en sus manos, aceptar que él nos
funde en la existencia. La relación con Jesús es el seguimiento. Ambas son relaciones temáticas, directas, relaciones con ellos. Sin embargo el movimiento del Espíritu nos dirige o Dios o a Jesús o al trabajo o a la conviven-
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cia social o a la acción política... Nunca nos dirige a él. Es una relación indirecta. Pero por eso mismo no está
mediada: ambos incidimos en lo mismo, el Espíritu nos mueve para que nosotros libremente nos movamos; coincidimos. Esta sinergia no debe ser entendida como una colaboración en el mismo plano. En el plano empírico,
detectable por las ciencias, sólo existe nuestra acción. Si se pudiera detectar científicamente al Espíritu, no sería
el Espíritu de Dios sino un ser mundano. El Espíritu mueve siempre y a todos, pero mueve desde más adentro
que lo íntimo nuestro. Por hipótesis lo íntimo es lo más adentro posible. El que exista en nosotros un más adentro
al que no tenemos acceso, significa que no nos fundamos en nosotros mismos, que no somos meramente seres
mundanos, que estamos abiertos tanto a la nada como al misterio que es Dios. El Espíritu mueve desde la trascendencia, pero entendida no como más allá del universo sino como más adentro: trascendencia por inmanencia.
Vivir la acción es, pues, vivir la vida eterna, participar humanamente de la vida de Dios. Pero, obviamente, en
las condiciones de vida de este mundo. Por eso, para los que creemos que esta vida, tan humana que es divina
(la vida de los hijos de Dios que son todos y sólo los que se dejan mover por el Espíritu: Rm 8,14), tiene la virtualidad de traspasar la barrera de la muerte, esa vida, al no darse ya en el mundo, en ese lugar creado por Dios para nosotros al encogerse (como dijimos antes metafóricamente), es una vida transformada, ya que entonces tiene
lugar no en nuestro mundo sino en la comunidad divina. Pero, transformada, traspasada toda por la gloria de
Dios, sigue siendo nuestra vida, el fruto de esta acción.
Veamos cómo lo dice el Concilio en un pasaje memorable: “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos
limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino” (39).
2.2. El discernimiento de Medellín es el desarrollo humano como liberación
El discernimiento fundamental de Medellín es la acción, concebida como desarrollo humano integral, que
nace del cambio de la mente y el corazón, y que se proyecta como cambio de estructuras. Este desarrollo, como
no parte de cero sino de una situación de pecado, que se expresa como violencia institucional, toma la forma de
la liberación del pecado y de todas las carencias y opresiones. El sujeto del desarrollo integral es todo el continente; son convocados todos los seres humanos, todas las clases y grupos sociales. Se presta una especial
atención a las élites, a los líderes en todos los campos, y a los jóvenes; pero el protagonismo principal corresponde a los carenciados y oprimidos, a los pueblos, a los pobres. Ellos deben actuar a través de sus propias organizaciones de base. Capacitándose cada vez más, han de procurar siempre la participación en la obra común en
condiciones de justicia. Han de superar la tentación de responder a la violencia institucionalizada con la violencia
de las insurrecciones; pero la responsabilidad mayor de la violencia corresponde a quienes se obstinan en mantener estructuras injustas e infecundas, y no dan paso a transformaciones que beneficien a todos.
La Iglesia quiere contribuir a esta acción, no sólo señalando su pertinencia, su rumbo, su trascendencia, no
sólo incitando a los laicos a comprometer sus vidas en ella, sino transformando las instituciones regidas por ella
en función de esta acción, incluso transformando sus propias estructuras eclesiásticas en la misma dirección dinámica y participativa desde la base, que pide a las demás instituciones del continente.
Desarrollemos esta propuesta sumariamente.
2.2.1. La hora de la acción trasformadora
Ya desde la Introducción a las Conclusiones subraya la asamblea su voluntad decidida de no hablar ni llegar
a decisiones sino bajo el solemne compromiso de llevarlas a la práctica. Para los obispos es la hora de la acción:
“No ha dejado de ser ésta la hora de la palabra, pero se ha tornado con dramática urgencia, la hora de la acción.
Es el momento de inventar con imaginación creadora la acción que corresponde realizar, que habrá de ser llevada a término con la audacia del Espíritu y el equilibrio de Dios. Esta asamblea fue invitada a tomar decisiones y a
establecer proyectos, solamente si estábamos dispuestos a ejecutarlos como compromiso personal nuestro, aun
a costa de sacrificio” (3). La acción se concibe, no como desarrollo de lo dado sino como verdadera novedad histórica. Esta creación, que requiere de tremendas dosis de imaginación, no es entendida como hacer borrón y
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cuenta nueva de lo existente sino como transformación. Así lo dice hasta el título del documento: “La Iglesia en la
actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”.
Esta transformación es sin duda desarrollo económico, que requiere pasar del modo de producción señorial
rutinizado, estático y opresivo, a una modernización signada por la iniciativa empresarial, aporte de capitales, tecnificación del proceso, transformación del peonaje en técnicos especializados; y para eso, desarrollo de la educación que capacite técnicamente y concientice de sus múltiples dimensiones humanas y particularmente de su dimensión ciudadana con los consiguientes deberes y derechos. Una educación no sólo de la niñez y juventud sino
también de adultos e integral. Pero además del desarrollo económico, es imprescindible un desarrollo organizativo en todos los niveles y particularmente en el político, para que se abandone la resignación al poder de las oligarquías y se logre una participación cada vez más directa y lúcida.
Pero todo este proceso debe llegar a esferas más profundas e incluso partir de ellas: de la transformación de
mentalidades y actitudes, para que se supere el fatalismo, el egoísmo, la discriminación, de manera que, poniéndose cada quien humilde y confiadamente en manos de Dios, pueda liberarse de la avidez de poseer y el afán de
dominio, y salir de sí y reconocer a los diferentes como hermanos. Éste es el corazón, el secreto, y el motor de
las transformaciones. Sin esa conversión, todo quedará reducido a una simple lucha por retener el poder o por su
redistribución. Esta última es justa en sí, pero puede degenerar en un estado de guerra permanente, si no se da
la conversión del corazón.
2.2.2. Pasar de condiciones de vida menos humanas a más humanas
Por eso la finalidad del desarrollo no puede ser sólo el crecimiento económico y ni siquiera el cambio de
estructuras sino el desarrollo humano integral. Éste lo define la asamblea usando los términos de la Populorum
Progressio : “Nosotros, nuevo pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da ‘el
verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y
las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras,
que provienen del abuso del tener y del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la
cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin, y especialmente,
la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres'” (6). Como se ve, la acción, tal como la concibe el cristianismo, es un proceso único que comprende diversos niveles jerárquicamente relacionados. De modo global puede definirse como pasar de condiciones de vida menos humanas a más humanas. Lo menos humano es carecer de lo indispensable para vivir y más todavía vivir encerrados en el egoísmo, la
explotación de los trabajadores y la injusticia en las transacciones. El desarrollo integral, que se confunde con la
salvación cristiana, consiste en llegar a poseer lo necesario, adquirir los conocimientos útiles, cooperar al bien
común, reconocer la dignidad de los demás, buscar la paz, orientarse al espíritu de pobreza, reconocer a Dios,
acoger el don de la fe, participar por el amor fraterno en la vida del Padre de todos.
Así pues, hay acción espiritual cuando cada una de esas acciones se desarrolla en la intención de los que las
realizan dentro del horizonte complejo y progresivo que hemos pergeñado, y más aún cuando las acciones tal
como se llevan a cabo son compatibles entre sí y susceptibles de ensamblarse en ese horizonte. El carácter trascendente de la acción queda perfectamente plasmado en este otro texto de la Introducción: “No podemos dejar
de interpretar este gigantesco esfuerzo por una rápida transformación y desarrollo como un evidente signo del
Espíritu que conduce la historia de los hombres y de los pueblos hacia su vocación. No podemos dejar de descubrir en esta voluntad cada día más tenaz y apresurada de transformación, las huellas de la imagen de Dios en el
hombre, como un potente dinamismo. Progresivamente ese dinamismo lo lleva hacia el dominio cada vez mayor
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de la naturaleza, hacia una más profunda personalización y cohesión fraternal y también hacia un encuentro con
Aquel que ratifica, purifica y ahonda los valores logrados por el esfuerzo humano” (4). Esta transformación en
marcha es signo del Espíritu que conduce la historia hacia su vocación; ese dinamismo es la huella de la imagen
de Dios en el ser humano. El dinamismo de la acción espiritual lleva al dominio de la naturaleza, la personalización, la cohesión fraterna y el encuentro con Dios.
Quisiera volver a insistir en el carácter integral de la propuesta de Medellín. La acción es una sola, aunque
formada por millones de acciones. El sujeto de esas acciones son todos los latinoamericanos que se abren a ese
dinamismo. Pero las acciones no se transforman en la acción por algo así como una armonía preestablecida. Sólo se ensamblan entre sí cuando son compatibles. Y lo son cuando cada una de ellas está animada por ese dinamismo; sólo entonces se da la transformación histórica en la dirección indicada, es decir transformación superadora que entraña desarrollo humano integral. Por eso cada ser humano debe abrirse intencionalmente a todo el
horizonte y tender a actuar personalmente cada una de las dimensiones. Según las épocas de la vida, las circunstancias y las dotes personales, enfatizará más una u otra, pero debe abrirse intencionalmente a todas, lo que
traerá como consecuencia que se abra a otras personas y grupos humanos que las llevan adelante. Medellín insiste sobre todo en el desarrollo económico y político, pero enfatiza que debe llevarse a cabo de tal modo que valorice a los sujetos que lo llevan a cabo. Más aún, piensa que los demás aspectos de la vida, por ejemplo la familia, la educación, la catequesis o la liturgia, deben contener esas dimensiones. Pero a su vez presupone que ese
desarrollo, tan perentoriamente reclamado, no se llevará a cabo si las personas se unidimensionalizan, no cultivando esas otras dimensiones como son la contemplación, la soledad, la fiesta, el sacrificio, la oración o la liturgia. Lo resumen diciendo: “No tendremos un continente nuevo sin nuevas y renovadas estructuras; sobre todo, no
habrá continente nuevo sin hombres nuevos, que a la luz del Evangelio sepan ser verdaderamente libres y responsables” (1,3).
2.2.3. Jesús, paradigma de humanidad
Así pues, llamamos acción a la acción transformadora en la línea del desarrollo humano integral. Ésa es la
acción en obediencia al Espíritu. Medellín insiste desde la primera frase de la Introducción a las Conclusiones en
que el paradigma de humanidad es Jesús de Nazaret, que nos revela que la vocación de la humanidad es llegar a
ser en él hijos de Dios, de un Dios cuyo rostro también nos revela, tanto en su relación con él como en su relación
con los demás, cumpliendo su designio: “La Iglesia latinoamericana, reunida en la Segunda Conferencia General
de su Episcopado, centró su atención en el hombre de este continente, que vive un momento decisivo de su proceso histórico. De este modo ella no se ha desviado sino que se ha vuelto hacia el hombre, consciente de que para conocer a Dios es necesario conocer al hombre. / La Iglesia ha buscado comprender este momento histórico
del hombre latinoamericano a la luz de la Palabra, que es Cristo, en quien se manifiesta el misterio del hombre”.
Por eso esta acción es salvación cristiana. No hay en ella ningún resabio de la enfermedad infantil de la modernidad que consiste en la pretensión de hacerse dioses, de conquistar por sí mismos el poder omnímodo, la abundancia de todo, la felicidad e incluso la inmortalidad. La acción que venimos describiendo no pretende constituir
en superhombres sino que, partiendo del hecho de la privación injusta que dificulta hasta casi impedir vivir humanamente y del egoísmo que se niega a tomar en consideración a los otros y no duda en oprimirlos, busca liberarse de esta inhumanidad para llegar a ser realmente humanos, cualitativamente humanos, humanos como Jesús
de Nazaret.
2.2.4 El desarrollo de los pobres desde su condición de sujetos
Queremos expresar un elemento de esta acción que funge como test para calibrar la autenticidad de la acción. Es el privilegio del pobre. Comprende dos aspectos convergentes: El primero, que en los planes de desarrollo nacionales y mundiales se tome el desarrollo de los países y clases pobres como un fin en sí, más aún como
el objetivo más importante, y no como la consecuencia indirecta del aumento de riqueza. Una política así no es
acción, no conduce a la humanización, no contiene salvación. El segundo aspecto, que los propios pobres sean
sujetos de este desarrollo desde sus propias organizaciones. Y para que lleguen a serlo plenamente se requiere
la colaboración, no sólo generosa sino sobre todo humilde, de técnicos, además de capitales. Por eso la frase
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más significativa de Medellín, que en el documento tiene por sujeto a los obispos, pero que se refiere también a
los demás líderes, es la siguiente: “Alentar y favorecer todos los esfuerzos del pueblo por crear y desarrollar sus
propias organizaciones de base, por la reivindicación y consolidación de sus derechos y por la búsqueda de una
verdadera justicia” (2,27).
La prueba de que el fomento de las organizaciones de base no es meramente contenidista sino estructural es
que eso mismo propugnan en la planificación pastoral. No sólo se insiste en su índole participativa sino en que la
planificación ha de arrancar de la base, de las Comunidades Eclesiales de Base.
2.3. El discernimiento de Puebla, proseguir la acción de Medellín
La calidad del discernimiento espiritual en Puebla estriba en que proponen resueltamente proseguir esta
acción de Medellín cuando era palpable que las clases dirigentes latinoamericanas y el gobierno de USA no sólo
no la habían aceptado sino que habían llevado su rechazo hasta retirar su apoyo tradicional, hasta emprender
una campaña sistemática, pertinaz y calumniosa de descrédito, y en muchos países hasta perseguir a líderes
cristianos, llegando al asesinato masivo de sacerdotes, delegados de la Palabra, animadores de comunidades y
catequistas (como textos inequívocos de lo dicho, ver números 83, 147, 160-161, 623, 1094). En Puebla estaba,
humilde, paciente y firme, monseñor ROMERO, sentenciado ya a muerte.
Para los redactores del documento resultaba claro que era el Espíritu de Jesús quien empujaba en esta
dirección, quien animaba e incluso exigía esta fidelidad, porque esa acción había puesto al descubierto que en
verdad América Latina vivía una situación de pecado. La primera característica del pecado, entendido no como
mera debilidad sino como resistencia obstinada a vivir humanamente (que en eso consiste el plan de Dios) es la
mentira, el no reconocimiento de su condición de pecado. Es lo que llama el cuarto evangelio las tinieblas, que
resisten a la luz de la verdad. La segunda característica es la esclavitud. Lo que aparece como ostentación de
poder rampante es en realidad esclavitud a unas estructuras, a unos estilos de vida, a unas relaciones, a unos
procedimientos que, aunque son inhumanos e infecundos, han llegado a formar parte de la propia identidad. La
tercera característica es que causa muerte, no sólo la muerte de la privación injusta sino del asesinato de los profetas que la ponen al descubierto. Ése es el sentido preciso del pecado mortal: que mata. Lo trágico es que mata
a los que quieren liberarlos de él, los que echan una mano para que se liberen de esa ceguera y esclavitud y
puedan llegar a dar vida y de este modo a humanizarse.
La acción era de Dios no sólo porque puso el dedo en la llaga sino porque no consistía en una reacción polar
sino en ir transformando la situación hasta configurar un escenario superador en el que también los actuales dominadores tendrían lugar, regenerados. Por eso Puebla expresamente rechazó la lucha de clases de una parte de
la izquierda latinoamericana. No era ésa la acción que conduciría a condiciones de vida más humanas. Había, sí,
que hacer justicia, pero con la fuerza de las organizaciones intermedias y las organizaciones políticas, con el poder de la democracia y de un cambio cultural que reeducara a las personas, propusiera otras relaciones y valores,
otro horizonte realmente incluyente y cualitativo.
Si dijimos que en la propuesta de Medellín el test de la condición trascendente de la acción propuesta era el
desarrollo integral del pueblo desde sus organizaciones de base, también Puebla retoma el punto y lo ahonda insistiendo en que los pobres son no sólo carenciados e injustamente privados sino seres culturales y por tanto sujetos sociales específicos, agentes históricos. Para Puebla el núcleo de la cultura popular es la religión del pueblo
y más específicamente el catolicismo popular. Él es una fuerza activa con la que el pueblo se evangeliza a sí
mismo. Más aún, él tiene la virtualidad de evangelizar a los demás latinoamericanos e incluso a la institución
eclesiástica.
De este modo Puebla combina la opción por los pobres (que propone a todos los cristianos y a todos los
latinoamericanos de buena voluntad como participación de la opción de Dios, una opción sin la que no es posible
salvarse, es decir alcanzar la humanidad cualitativa cuyo arquetipo es Jesús de Nazaret) con el protagonismo de
los propios pobres a través de su cultura, cuyo núcleo es su religión, para la mayoría su catolicismo.
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3. El discernimiento de la acción en nuestra situación
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¿Cómo discernir por dónde pasa hoy entre nosotros el Espíritu? En lo dicho hasta aquí hemos aprendido que
tenemos que mirar en la dirección de la acción, de la acción transformadora, que consiste en pasar de condiciones de vida menos humanas a más humanas, y que en esta acción el privilegio lo tienen los pobres, tanto como
destinatarios de la acción como en cuanto protagonistas.
No señalaremos qué grupos humanos llevan a cabo esta acción ni qué estructuras e instituciones son buenos conductores de ella. Nos limitaremos a precisar lo que implica este criterio de la acción para nuestra situación.
3.1. No restauración sino renovación: A qué hay que decir no en política, economía y actitudes
En primer lugar tenemos que mirar a la creación de posibilidades históricas inéditas. Volver al pasado, con
los retoques que lo hagan aparecer como nuevo, es una dirección inespiritual, infecunda. Esto significa primordialmente descartar dos propuestas que están al acecho esperando la ocasión para realizarse: La primera es el
modo de hacer política que ha estado vigente en los últimos veinticinco años y bastantes líneas de la política que
ha estado vigente los quince primeros años de esta democracia. No se puede seguir haciendo política como distribución directa de dinero y puestos de trabajo por parte del gobierno entre sus partidarios; no cabe una política
que no tenga propuestas orgánicas sobre el país y capacidad de gerenciarlas; no debe haber lugar para unos políticos que no sean capaces de vivir en una relación simbiótica permanente con la ciudadanía; deben desaparecer
los partidos que no se estructuren en base a la democracia y disciplina. La política debe ser acción, es decir
transformación superadora.
La segunda es el modo de gerenciar las empresas que busca las ganancias no tanto por las innovaciones
técnicas y organizativas que reduzcan costos y por la lucha por ampliar el mercado sino por el apoyo del Estado y
por unas tasas de ganancia que las hacen no competitivas en un mercado abierto. Ese tipo tan obsoleto de estructurar la economía tiene que desaparecer para dar paso a otro más innovador, más arriesgado, más competitivo, más dinámico.
Eso implica que la ciudadanía debe esforzarse en superar dos tipos de actitudes: la que concibe al Estado
como un distribuidor directo de bienes y servicios a ciudadanos particulares; la que concibe la burocracia estatal
como un premio a los de la causa; la que entiende la relación con el Estado como una relación de privilegio con
los que están en él en cualquier puesto que sea. El único modo de racionalizar y personalizar el servicio del Estado es impersonalizarlo, burocratizarlo, en el mejor sentido de la palabra, de manera que se atenga a códigos objetivados. La segunda actitud que hay que superar es vivir el empleo o más en general la actividad económica
como una especie de seguro de vida, como un modo de obtener recursos basado en la implantación en una institución o en una plaza, en el mercado, y no primordialmente en la productividad creciente y en la competencia actual. Atornillarse en una institución por privilegios consuetudinarios sin mantenerse al día en la propia disciplina ni
desempeñar un servicio eficiente, o limitarse a vivir de contratos obtenidos por influencias y comisiones sin prestar ventajas reales respecto de sus competidores es resistirse a entrar en esta época, es ser un sobreviviente de
un modo de producción estéril que no tiene derecho a seguir ocupando espacio.
Se acusa con razón a los políticos de vivir de espaldas al país, de ineficientes, sectarios y corruptos; pero se
calla que su principal defecto como políticos es no haber asumido con todas las consecuencias, es decir no haber
ejercido, ni el gobierno ni la oposición, dejando las decisiones más trascendentes en manos de empresarios,
sindicaleros y gremios profesionales que, con las Fuerzas Armadas, ejercieron el poder real en la sombra. Como
se ha dicho con sobrada razón, el problema principal de la democracia que se inicia en el año 58 es el
semicorporativismo larvado 12 que progresivamente privó de contenido real a la democracia. En efecto, la
conciliación de élites, que es el espíritu del pacto de Punto Fijo, si por un lado salvaguardó la democracia, hecho
12
JUAN CARLOS REY, Esplendores y miserias de los partidos políticos en la historia de pensamiento venezolano (mimeo);
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muy notable en el naufragio general de democracias por esos años en el continente, por otro la socavó al tomarse
las decisiones no en el parlamento ni en el consejo de ministros y ni siquiera en los comités centrales de los
partidos sino a través de los enlaces que se van estableciendo progresivamente entre Fedecámaras, la CTV, las
Fuerzas Armadas y las cúpulas de los partidos. Este sistema de ventajas y privilegios al margen de la discusión
pública, de la decisión estrictamente política y de la lógica económica no sólo socavó, como se viene insistiendo,
a los partidos. También fue el culpable de que las empresas descuidaran seriamente la productividad,
contentándose con una rentabilidad tramposa, de que sindicatos y gremios dejaran de representar los intereses
más dinámicos de sus afiliados corporativizando el empleo con perjuicio de toda la sociedad, y también
corporativizó a las Fuerzas Armadas que adquirieron un poder espurio, constituyeron una carga onerosa para el
país y las alejó de las únicas tareas que las justifican.
Tenemos que salir de todo eso. No saldremos sólo con marchas o votaciones. La acción que se precisa es
mucho más compleja, comprometida y perseverante. Por dos razones: la primera para contrarrestar la presión
desesperada de quienes no quieren entrar en un proceso sincero y costoso de reconversión y aspiran únicamente
a volver a retomar sus posiciones. La segunda es porque crear una novedad histórica en política, en economía,
en la actitud con que se asume el empleo, no son tareas fáciles. Para ellas no basta el voluntarismo. Se requiere
creatividad organizada, emulación continua, sinergias sostenidas.
En segundo lugar tenemos que insistir con igual energía en que si la acción impide volver a los hábitos y
posiciones del pasado ya que el momento pide renovar el país, tampoco podemos partir de cero. La pretensión
de las revoluciones de quererlo cambiar todo porque todo comienza con ellas y de ellas es una pretensión infantil
por antihistórica y no conduce sino a llenarlo todo de escombros y, lo que es peor, a repetir con otros nombres lo
que se destruyó irresponsablemente. La acción en obediencia al Espíritu no es creación de la nada sino transformación de lo dado. Por tanto la acción no puede partir sino del discernimiento de aquello con que cuenta el país
para ver no sólo qué hay que superar sino en qué nos podemos apoyar para superarlo. Si sólo hay negatividades
¿de dónde salieron los revolucionarios? ¿No son fruto también del pasado? De todos los ciudadanos vivos ¿sólo
ellos se salvan? Lo primero que hay que aceptar es a todos los venezolanos. A todos hay que dar oportunidad de
transformarse, porque todos, unos más y otros menos, tenemos virtualidades para renovarnos. Lo mismo podemos decir de instituciones, procedimientos, costumbres, de la cultura con sus diversas manifestaciones y niveles.
Si no tenemos riquezas en qué apoyarnos, no tenemos salvación.
3.2. Haberes depreciados que tenemos cultivar
Hemos apuntado lo que tenemos que dejar, aquello a lo que hay que morir. Apuntemos ahora nuestros haberes.
3.2.1. La salud pública
El más elemental es la salud. En el siglo XIX éramos un pueblo enfermo. La muerte por paludismo del protagonista de Casas muertas o la realidad tan precaria que describe Doña Bárbara son ejemplos elocuentes del marasmo en que yacíamos. La dedicación del Estado, con una continuidad admirable desde la segunda mitad de los
años veinte hasta principios de los ochenta, a erradicar las endemias, a la medicina preventiva, a la atención a la
embarazada y al niño, la orientación de los estudios de medicina y de la política hospitalaria del Estado a la salud
masiva, lo que no implicaba falta de rigor, dio como resultado que en cincuenta años se doblara casi la expectativa de vida y que el estado normal de la gente fuera la salud. En los últimos veinticinco años el Estado abandonó
la exigente política sanitaria que llevaba a cabo, y la orientación de las escuelas de medicina se dirigió a la medicina superespecializada de las clínicas privadas. Las consecuencias saltan a la vista: vuelven a rebrotar enfermedades ya extinguidas y la gente popular muere por falta elemental de atención.
La acción en obediencia al Espíritu consiste en retomar esa senda tan fructífera y en ahondarla, manteniéndola, como antaño, fuera de los vaivenes de la política, como asunto que es de Estado, no de gobierno. Hay
áreas en las que el Estado debe invertir mucho y de modo sostenido y cualitativo y gerenciar los servicios; así
como otras son evidentemente de dominio privado.
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3.2.2 De la paz impuesta a la concertación permanente
El segundo haber del siglo pasado es la paz. Desde 1811 hasta 1903 Venezuela vivió en estado de guerra.
Unas guerras muy justas, otras, mero reflejo de una situación histórica no sólo atascada sino extraviada; pero todas calamitosas. No hemos tenido guerra con los vecinos; fuera de la guerra de la Emancipación, las demás han
sido guerras civiles. Cien años de guerra dejaron como saldo, no sólo un país en ruinas, con ciudades muchas
veces saqueadas y una actividad económica de subsistencia por el desánimo ante robos y confiscaciones continuas, sino sobre todo el hábito del hombre de presa que, incapaz de producir, sólo sabe apropiarse de lo que
otros producen, y la concepción del Estado como el botín más preciado y no como lo puesto en común por los
ciudadanos para servicio de todos. A partir de la dictadura de los andinos se instauró la paz, y el año pasado se
cumplió un siglo de paz. Algo casi único en América Latina y en el mundo, ya que el siglo XX fue un siglo de guerras tan sangrientas que es casi seguro que el número de muertos supere a los del resto de la historia.
Esta paz inveterada generó hábitos, el más destacado es la concertación como método para resolver los
conflictos. Esta actitud se extendió a todos los niveles institucionales, señalándose el campo laboral y el político.
Hemos indicado en el apartado anterior que la limitación de esta concertación es que fue de élites. Fue una limitación que a la larga minó la democracia. Pero la superación de esta limitación no puede ser desconocer el bien
inmenso que es la paz para un país e instaurar una hostilidad sin componendas que sólo se resuelve por la victoria de un contendiente sobre el otro. Desconocer ese bien y dejar de cultivarlo asiduamente es una acción antiespiritual y un suicidio. Ser consciente de ese valiosísimo haber que tenemos como país trae como consecuencia
ahondar la concertación de modo que no sea ya de élites sino realmente democrática. Y el espíritu democrático
no es la dictadura de la mayoría sobre la minoría sino la concertación de los legítimos intereses de ambas, salvaguardando la correlación de fuerzas. Desgraciadamente, al dejar en manos de las élites la concertación, las mayorías olvidaron el hábito de la negociación, de la argumentación, de componer lo componible para llegar a soluciones más complexivas que las de cada parte, de saber mantener lo que se estima irrenunciable y de presionar
por vías constructivas y de saber perder cuando no obtiene la mayoría. La paz, como cualquier otro bien que posee una colectividad, no es una especie de entelequia al margen de los vaivenes de la historia. Sólo se mantiene
por la acción. En nuestro caso está no sólo amenazada sino deteriorada, y es preciso retomarla y profundizarla.
3.2.3. La democratización de la democracia
El estudio del bien de la paz nos lleva a la consideración de otro haber como país: la democracia. Ya hemos
mencionado sus límites estructurales: la concertación de élites que equivale a un semicorporativismo, la falta de
democracia interna en los partidos, el clientelismo como relación antidemocrática con la sociedad. Fueron tan
graves estas taras que la gente acabó harta de los partidos y de los políticos y se entregó en manos de quienes
se postularon como antipartidos, incluso, paradójicamente, el fundador de uno de ellos. Y sin embargo éstos
subieron a la presidencia democráticamente. El país pidió no otro modo de gobierno sino más democracia, verdadera democracia. El voto, la alternabilidad, la representación de mayorías y minorías, la discusión política pública, las libertades privadas que la democracia garantiza son adquisiciones nada desdeñables. Y la descentralización del poder, con la elección directa de alcaldes y gobernadores, es también un logro significativo. No se
pueden desconocer estos logros y pretender inventar de cero la democracia, como si fuera algo inédito en el país.
Este desprecio de la realidad no conduce a mayor democracia: es un retroceso hacia formas caudillistas vendidas
tramposamente como Cesarismo democrático, una pretendida democracia a la medida de Venezuela.
La acción en obediencia al Espíritu lleva hacia el ahondamiento democrático que se puede resumir en dos
palabras: transparencia y responsabilidad. Transparencia significa eliminar el semicorporativismo, eliminar agendas ocultas y resistir las presiones de otros poderes, sobre todo el económico y el militar, y llevarlo todo por las
vías establecidas en las leyes, vías públicas. Responsabilidad significa, no sólo solvencia moral de los funcionarios sino sobre todo cauces legales mediante los cuales los funcionarios rindan cuenta de su administración ante
los usuarios. No basta con el veredicto del voto ni con eventuales referenda, tiene que existir un ordenamiento legal y un aparto expedito para que cada funcionario responda de sus acciones, y también los acusadores, si los
cargos son falsos. Este tipo de democracia es la que tiene que diseminarse mediante una descentralización más
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efectiva. Y para ello se necesitan partidos modernos que actualmente no existen o se encuentran en rodaje. Como se ve, este tipo de acción incumbe de modo diverso a los ciudadanos, a los militantes y dirigentes de los partidos, a los gobernantes y a los funcionarios del Estado. Es una acción muy delicada porque está sometida a fuertes presiones, y porque requiere de grandes dosis de pericia técnica, determinación firme y creatividad.
3.2.4. La unidad internamente diferenciada y mediada
La unidad cultural, entendida como interacción entre todas las regiones y como posesión en común de una
serie de características en las que nos reconocemos como venezolanos, es otro de los haberes adquiridos en el
siglo XX. Hasta entonces Venezuela era una nación invertebrada. Las vías de comunicación eran tan precarias
que fue la guerra incesante la mayor oportunidad de desplazarse por el país y tomar conciencia de pertenencia,
una pertenencia paradójica ya que se disputaba por las armas. El comercio era fundamentalmente local o regional. Sólo en tiempo de Gómez y por conveniencias militares se fue estableciendo una red de carreteras. Pero la
fluidez sólo vino en la década de los cincuenta. Desde entonces arranca la intercomunicación frecuente y masiva.
Aunque la unidad vino por múltiples caminos convergentes: las migraciones, el trabajo, la educación, la política y
los massmedia . Ante todo por las migraciones, primero a Caracas y Maracaibo y luego a Valencia, Ciudad Guayana y Maracay. La unidad fue producto sobre todo del mestizaje que se originó en estas ciudades y señaladamente en los barrios. El trabajo industrial o en los servicios unificó al someter a unas mismas pautas, destrezas y
rutinas a gentes muy diversas. La educación masiva hizo que la generación que se levantaba se iniciara en los
mismos saberes, incluso en los mismos textos y en la misma disciplina. Los partidos de masas creaban un vínculo bastante emotivo entre gentes de procedencia y ubicación social diferentes. La prensa masiva y más aún la radio y luego la televisión pusieron a la mayoría del país a hablar de los mismos temas, a emocionarse con los
mismos dramas, a aficionarse a los mismos equipos, a bailar las mismas piezas, a recibir la misma imagen del
mundo y su acontecer. Todo esto preparó a los venezolanos a empatarse en la mundialización, que al comienzo
consistió sobre todo en consumir mercancías de todo el mundo y para las clases medias y altas en recorrerlo y
estar informadas. Sin embargo, por el semicorporativismo al que aludimos, muy pocas empresas estuvieron a la
altura de este reto, y a este nivel tan decisivo quedamos bastante descolgados.
Desde mediados de los ochenta la unidad propuesta por las élites se basó más en el ingreso en la globalización homogeneizadora que en el intercambio de la vida producida en las diversas regiones y por los diversos sectores del país. Este desbalance fue empobrecedor y desnacionalizador. Por eso es totalmente explicable que alguien que hablara al pueblo en su propia cultura y aludiendo a la variedad cultural del país obtuviera el favor del
pueblo. Este fenómeno de interlocución entre el líder y los habitantes del país de diferentes culturas puso al descubierto la violencia cultural a la que se había sometido al pueblo. Sin embargo este reconocimiento no puede
quedarse en la mera interlocución, es preciso que se les ponga a valer. Eso sucede de dos modos: reconociendo
su condición de sujetos, y ayudándolos a que como sujetos culturales se pongan a la altura del tiempo, es decir
sean capaces de hacer frente con solvencia a la mundialización.
A esto se dirige la acción en este campo: debe reconocer que somos un país multiétnico y pluricultural, a la
vez debe reconocer la homogeneización positiva de la modernidad, y, desde esa riqueza, debe acometer el reto
de entender el fenómeno de la globalización, discernirlo y ser capaces de ofertar competitivamente bienes y servicios en el mercado mundializado. Sólo el hacer justicia simultáneamente a estos tres niveles, nos llevará a una
unificación más internamente diferenciada y más dinámica. Esta acción choca con dos insuficiencias que debe
subsanar: la primera, aludida repetidamente, el atraso a nivel empresarial. Creemos que sí existe capital humano
cualificado. Falta el pathos del riesgo y la iniciativa. La segunda es la negativa de las clases altas y medias y de
los líderes a reconocer a las clases y culturas populares. Y con esto entramos al último campo de la acción, que
es el más importante de todos.
3.3. El reconocimiento de los pobres y la lucha por erradicar la pobreza dan la medida de la acción
La acción espiritual lleva al reconocimiento de las mayorías populares por parte de las clases medias y altas
y al autorreconocimiento de ellas mismas en su condición de seres culturales y espirituales, es decir de sujetos
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históricos específicos, además de seres carenciados e injustamente privados. Este reconocimiento y autorreconocimiento ha de llevar al incremento sustantivo de la subjetualidad popular y al establecimiento de consorcios
entre organizaciones populares, profesionales y el Estado.
3.3.1. No es bueno para nadie que tantos carezcan de lo mínimo y de trabajo para procurárselo
El punto de partida es que, desde que en 1979 comenzó a bajar el poder adquisitivo del salario popular, la
situación no ha hecho sino empeorar hasta el punto de que el treinta por ciento de la población no llega a cubrir
establemente sus necesidades mínimas y sólo un veinte por ciento tiene un trabajo productivo. Esta situación es
el índice más fehaciente del fracaso de una sociedad. ¿Cómo se explica que tanta gente no tenga el mínimo para
vivir y más todavía que no tenga acceso a una fuente más o menos estable de vida, habiendo tanta gente capacitada a muy diversos niveles, mucho capital ocioso en manos privadas y grandes gastos y endeudamiento por parte del gobierno? Se pueden alegar muchas razones, pero el hecho en sí no sólo es éticamente escandaloso sino,
todavía más, indicativo del naufragio del país, que es no sólo de las instituciones y estructuras sino más aún de
las élites y también del pueblo, ya que todo ha sido hecho en el seno de una democracia.
Los que han ejercido el poder han invocado ideologías contrapuestas, pero todos estamos cada vez peor y
los pobres andan ya luchando por la subsistencia. Se puede discutir si estas carencias, que llegan a ser letales,
se deben a privaciones injustas o a incapacidad propia y ajena. Pero en sí claman al cielo. Y sin embargo la insensibilidad llega a límites pavorosos. Unos ponen el dedo en la llaga, pero tratan de poner remedio por unas vías
tan inadecuadas que empeoran la situación; los demás ni siquiera hablan del tema. Sus preocupaciones van por
otro lado. Es verdad que se multiplican las iniciativas de la sociedad civil procurando poner algún remedio, pero el
deterioro avanza mucho más rápido.
3.3.2. Que no naufrague la humanidad
Ante esta situación tan dramática la acción espiritual opera en diversos frentes complementarios. Ante todo
se dirige a que no naufrague la humanidad de los carenciados. Se necesita toda la fuerza del Espíritu para que
esto no acontezca. Y es cierto que mucha gente popular hace de la necesidad virtud y se aquilata. Pero también
lo es que se requeriría que muchos más les ayudaran fraternamente en este empeño crucial. Y sin embargo ha
disminuido drásticamente la inserción de la vida religiosa en medios populares y el creciente voluntariado no la
suple aún. Y aquí se juega todo, porque si la miseria deshumaniza a nuestro pueblo, no sólo no puede llegar a
ser sujeto de su desarrollo humano sino ni siquiera receptor del mismo. Creo que este punto tan decisivo todavía
no se ve suficientemente.
Esta misma acción tiene que dirigirse a las élites profesionales, económicas y políticas que se van deshumanizando galopantemente al tratar de salvarse del naufragio al margen y aun en contra de los demás. La fraternidad y aun el más craso realismo deben mover en esta dirección. La dirección dominante de esta figura histórica
opta por la dirección opuesta: crear mundos cerrados en los que nunca se ve a un pobre; endurecerse hasta
aceptar el hecho como normal. Y no podemos ocultar que hay movimientos cristianos que son buenos conductores de esta dirección ya que reducen lo cristianamente significativo a la vida privada, entendida como la moral sexual, y al cumplimiento de los deberes con la Iglesia. Urge una misión a los líderes que les proponga una mayor
creatividad para ampliar la actividad económica, la generación de empleo, incluso para inventar sinergias con organizaciones populares. Recordar a estas personas el evangelio, es decir invitarlos a contribuir al desarrollo humano de sus conciudadanos para lograr de modo eximio el suyo, es un acto de amor al prójimo que es muy poco
practicado13. Y es muy triste que así suceda porque durante cincuenta años (de los treinta a los setenta del siglo
pasado), los más dinámicos de nuestra historia, elementos de la burguesía venezolana fueron claves para lograr
las conquistas que reseñamos y que hoy pueden perderse, en parte por su defección.
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“La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la humanidad entera” (JUAN PABLO II; Centesimus annus 28).
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3.3.3 Repotenciar las instituciones
Con esto hemos pasado insensiblemente a otro campo ineludible de la acción: la reinstitucionalización. De
los años treinta a los setenta del siglo pasado el desarrollo humano se consiguió por el nacimiento esforzado y el
fortalecimiento progresivo de las instituciones. Desde las de salud, educación e infraestructura hasta la industria
petrolera nacionalizada. Fue el campo donde se dio la simbiosis entre los profesionales, el pueblo y el Estado. Estas instituciones nos hicieron crecer a todos, pero fueron sobre todo la plataforma de despegue del pueblo. El deterioro del pueblo se debe en buena medida al abandono por parte del Estado de las instituciones y la huida de
ellas de los profesionales más capaces y honestos. Aún quedan algunos que las mantienen. Pero los gobiernos
las han privado de recursos y más aún de autonomía, y hoy ni los políticos ni los que tienen influjo sobre la opinión tienen interés en revitalizarlas. Hemos insistido en que sin más iniciativa y riesgo empresarial no funcionará
el país ni tendrá empleo mucha gente popular. Pero el ambiente privatizador no ha sido entre nosotros honrado.
Son los malos empresarios los que han dejado en manos del Estado muchas empresas ruinosas, y esa prédica
sólo tenía por objetivo desviar los fondos cada vez más escasos de esas instituciones eminentemente sociales
hacia sus propios negocios.
No quiere a los pobres quien no se proponga como objetivo prioritario el fortalecimiento de las instituciones.
Que yo sepa TEODORO PETKOFF fue el único que desde el Estado propuso la reforma del Estado en esta precisa
dirección. Lo impidió el único partido que tenía poder y la falta de determinación del Presidente, que no quiso
apoyarse en la sociedad civil que la anhelaba. Es necesario lograr un acuerdo para realizarla.
3.3.4. Que los pobres sean sujetos
El tercer campo de acción va dirigido a lograr un aumento significativo de la subjetualidad popular. Que el
pueblo pase de ser una mano extendida al Estado o peor al hombre providencial, a constituirse en seres autónomos por la prestancia alcanzada. La capacitación, desde el nivel profesional al organizativo, al político, es la condición de posibilidad de libertad. Claro que se da la libertad heroica de los que logran vivir en todos los aspectos y
no sólo sobrevivir cuando, como sucede hoy, les son negadas las condiciones de vida. Éste es el más alto grado
que conocemos de acción espiritual y el que se da más masivamente no sólo en Venezuela sino en todo el tercer
mundo. Claro está que en él hay que apoyarse para seguir avanzando. Pero, si es verdad que donde abunda el
pecado sobreabunda la gracia, que es esta acción, Dios no quiere que abunde el pecado, él no quiere que tantos
hijos suyos carezcan de lo indispensable. Él preferiría que éstos no tuvieran que vivir en ese empeño agónico, en
esa lucha permanente entre la vida y la muerte; él preferiría que pudieran dar por supuesta la vida porque alcanzaron la normalidad de las necesidades básicas. Esto nunca lo van a lograr solos, pero tampoco lo lograrán si esperan a que otros lo hagan para ellos. Ellos tienen que pasar a ser protagonistas. No los únicos protagonistas, pero sí protagonistas, no clientes ni comparsas. Ellos, con sus propias organizaciones de base. Tan fuertes y tan dinámicas que sean capaces de atraer a profesionales e instituciones de la sociedad civil y de entrar en sinergias
con el Estado. Estas organizaciones necesitan, sin embargo, de catalizadores, profesionales que las propicien sin
mediatizarlas. Éste es un campo muy prometedor, muy duro sin duda, ya que exige esfuerzos muy tesoneros, pero también muy gratificante y de indudable fecundidad histórica.
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