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NÚMERO 1
de Crítica Literaria y Cultural
ENERO 2014
7 € | 50 $
TOPOGRAFÍAS: JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO, NOVELA POLICÍACA Y NOVELA NEGRA [4-9]. ENSAYOS: JAUME PERIS BLANES,
LITERATURA Y TESTIMONIO [10-17]. BELÉN BISTUÉ, LA IMPOSIBILIDAD DE (PENSAR) LA TRADUCCIÓN [18-23]. FRANCISCO
CAUDET, AQUEL OTRO GALDÓS QUE ERA EL GALDÓS DE SIEMPRE [24-27]. VÍCTOR ESCUDERO, DISCURSO NACIONAL, ÉLITES
Y RESISTENCIA [28-34]. JOSÉ-RAMÓN LÓPEZ GARCÍA, PICASSO, EL COMUNISMO Y LOS POETAS DEL EXILIO REPUBLICANO
DE 1939 [35-45]. CRITERIOS [46-63]. MATERIALES: LIBROS Y LECTURAS HOY (CON NORA CATELLI, JOSEP MENGUAL CATALÀ,
JOSÉ ANTONIO MILLÁN, GONZALO PONTÓN, NEUS ROTGER, LEANDRO DE SAGASTIZÁBAL) [64-87]. CONFLUENCIAS: ISAAC
DEPÓSITO LEGAL: AS-00057-2014) | ISSN: 2341-0124
ROSA Y LA LITERATURA DE TRINCHERAS [88-95]. PREGUNTAS AL AIRE: LITERATURA Y POLÍTICA, UNA ENCUESTA [96-98].
BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID
DIRECCIÓN:
PUENTES
de Crítica Literaria y Cultural
BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID
[email protected]
facebook.com/puentesrevista
Max Hidalgo Nácher,
Fernando Larraz, Paula Simón
DIRECCIÓN DE ARTE:
Déborah Camanyes Gas
CONSEJO DE REDACCIÓN:
Verónica Enamorado, Fernando Janeiro, Albert Jornet Somoza,
Iván López Cabello, Marta López Vilar, Paula Meiss, Marta
Ortiz Canseco, Bernat Padró, Ana Rodríguez Callealta, Dionisio
Sánchez, Daniela C. Serber
ILUSTRACIÓN:
Mister Mourão:
www.mistermourao.com
Raúl Villullas:
www.raulvillullas.com
DISEÑO Y MAQUETACIÓN:
Fernando Janeiro,
Nacho Gárate
EDITA:
Ediciones Trea, S. L. | C/ María González La Pondala, 98, nave D. Somonte. 33393 Gijón (España)
Teléfono: 34 985 303 801 | Correo electrónico: [email protected] | www.trea.es
Depósito Legal: AS-00057-2014 | ISSN: 2341-0124
El arte de hacer puentes
“El puente como borde y distancia atópica
facilita el paso pero también lo impide; y su
erección instituye a las orillas como tales,
inabordables la una desde la otra y, sin
embargo, vecinas la una a la otra”
(Juan B. Ritvo, La edad de la lectura)
AGRADECIMIENTOS:
El equipo de Puentes agradece sinceramente la colaboración a todos aquellos que han contribuido a la financiación del proyecto a través
de la plataforma de micromecenazgo Verkami.com, así como a quienes han aceptado participar en este primer número de la revista.
Igualmente, agradece a la librería barcelonesa Loring Art y a la editorial Trea el apoyo recibido. Sin su complicidad y confianza, este
proyecto difícilmente habría sido posible.
02EDITORIAL
04TOPOGRAFÍAS
Novela policiaca y novela negra:
una tentativa de definición
Javier Sánchez Zapatero
10ENSAYOS
Literatura y testimonio: Un debate
Jaume Peris Blanes
La imposibilidad de (pensar) la traducción:
Apuntes para la historia de la traducción moderna
Belén Bistué
Aquel otro Galdós que era el Galdós de siempre
Francisco Caudet
Discurso nacional, élites y resistencia. Notas sobre el
colegio en cuatro novelas hispanoamericanas
Víctor Escudero
Picasso, el comunismo y los poetas
del exilio republicano de 1939
José-Ramón López García
46CRITERIOS
64 MATERIALES
Libros y lectura hoy: un reportaje
Max Hidalgo Nácher
(con Nora Catelli, José Antonio Millán
y Leandro de Sagastizábal)
Tres analogías históricas
para el cambio de paradigma del libro
Neus Rotger
Reflexiones intempestivas
sobre el “libro electrónico”
Josep Mengual Català
De qué hablamos
cuando hablamos de la muerte del libro
Gonzalo Pontón Gijón
78 CONFLUENCIAS
Isaac Rosa y la literatura de trincheras
Una entrevista de Fernando Larraz
96 PREGUNTAS AL AIRE
EDITORIAL
Puente, del latín pons, pontis:
1. Se construye sobre los ríos, fosos y otros sitios, para comunicarlos entre sí.
2. Conexión con la que se establece la continuidad de un circuito eléctrico interrumpido.
L
a ingeniería es un oficio y la suspensión es una maña: el arte de hacer puentes requiere de ambas habilidades. Un puente sirve tanto para
comunicar dos espacios como para profanar –en el sentido exacto de
hacer profana– una propiedad privada, restaurando “un circuito eléctrico
interrumpido”. Son modos de hacer uso de la cultura: de armarla y de ponerla
en movimiento. Y de constatar, a veces, una efectiva incomunicación. Tal como
cuando, al erigir un puente, se descubren “las orillas como tales, inabordables la
una desde la otra y, sin embargo, vecinas”.
Puentes de Crítica Literaria y Cultural recuerda la vocación crítica y práctica
del pensamiento y trata de comunicar a través de sus páginas voces dispuestas a
pensar tanto la tradición como la actualidad literaria y cultural. Esta revista surge
con la voluntad de promover la constitución de espacios de discusión pública
y desde la convicción de que en la producción de esos espacios de tensiones el
pensamiento literario puede hacer aportaciones significativas para comprender
e interpretar el actual momento histórico. La historia de adelgazamiento progresivo de la crítica que desemboca en nuestra actualidad exige la promoción de
nuevos ámbitos en los que esta pueda volverse a ejercer. Una revista puede hacer
eso señalando las distancias que nos separan y contribuyendo así a la comunicación de las orillas. Ese espacio debería acabar por exponernos a la crítica que
intentamos fomentar.
Con todo ello, Puentes –surgida en un cruce que acaso es encrucijada–
pretende contribuir a la promoción de un circuito de lectura y escritura que rehúya tanto la lógica del artículo académico como la de la opinión periodística.
Puentes ofrece sus páginas a todos aquellos que puedan aportar elementos para
avivar el debate acerca de las condiciones materiales de la producción cultural o
ejercer la crítica como medio para interpretar los rumbos de la actual producción
literaria y, de ese modo, aspira a contribuir a la dignidad política del pensamiento
literario. Con su nombre, la revista quiere expresar su vocación eminentemente
transatlántica y su aspiración a tender diálogos fructíferos sobre temas que exceden lo meramente local. Un puente, por lo demás, pretende comunicar regiones heterogéneas, cuando no hacer uso de circuitos eléctricos que habían sido
privatizados.
Puentes publicará artículos sobre temas literarios y cuestiones de teoría
de la literatura, así como ensayos de crítica de la cultura. Además de sus “Ensa2 | EDITORIAL | REVISTA PUENTES
yos”, la revista cuenta con otras secciones. “Topografías” reunirá textos escritos
por expertos de un área de investigación determinada, quienes darán las claves
del estado de la misma a través de una visión personal y crítica de los avances
recientes y desafíos futuros de esa disciplina, campo, teoría, género u objeto de
estudio; en “Confluencias” publicaremos entrevistas a autores, críticos y agentes
culturales sobre temas relevantes del campo literario y cultural; “Materiales” acogerá, bajo formas diversas (entrevistas, encuestas, reportajes), reflexiones sobre
la producción cultural desde un punto de vista material, abordando temas como
la producción, circulación y recepción de lo escrito, las lógicas específicas de
la actual industria cultural y el papel clave que cumple, en un momento dado,
la traducción; en “Criterios” se publicarán reseñas de libros recientes tanto de
creación como de crítica; por último, plantearemos “Preguntas al aire” a nuestros
lectores sobre cuestiones diversas relacionadas con la actualidad literaria a fin de
pulsar debates intelectuales específicos.
Puentes nace con los mejores augurios gracias a las colaboraciones que
nutren este número inaugural. Las ilustraciones se deben a Mister Mourão, quien
ha dibujado el puente que preside la portada, y a Raúl Villullas, quien ha elaborado los grabados que ilustran su interior. El número lo abre, en la sección
“Topografías”, Javier Sánchez Zapatero, quien lleva a cabo una introducción al
género negro en la que esboza una delimitación conceptual y epistemológica y
analiza sus aportaciones al campo literario. Siguen cuatro ensayos sobre temas
variados. El de Jaume Peris Blanes es una reflexión sobre la espinosa inserción
de los textos testimoniales en el terreno de lo literario. Belén Bistué disecciona
la aporía existente entre la pretendida imposibilidad teórica de la traducción y la
práctica de la misma a lo largo de los siglos. Por su parte, Francisco Caudet nos
descubre una faceta poco conocida de Benito Pérez Galdós, la de su literatura de
viajes. Siguen las reflexiones de Víctor Escudero sobre “Discurso nacional, élites
y resistencia” a partir de la lectura de dos pares de novelas argentinas y peruanas
distantes en el tiempo. Escudero se pregunta por la función que ocupa el colegio
en la sociedad y por el papel que cumple el sujeto en él. Por último, la sección
concluye con un documentado trabajo de José-Ramón López García, en el que
escruta las no siempre fáciles correspondencias entre Picasso, el comunismo y el
exilio republicano de 1939, caso paradigmático que lo lleva a intensas reflexiones
acerca de las relaciones entre la expresión artística y literaria y el compromiso
político.
Precisamente la vinculación de la escritura literaria con la coyuntura política y social es uno de los temas que planteamos al escritor Isaac Rosa en la
sección “Confluencias”, en la que el autor de El vano ayer, El país del miedo y La
habitación oscura aporta explicaciones singulares acerca de su concepción del arte
narrativo y de sus propias obras. La sección “Materiales” se interroga, mediante
un cuestionario enviado a Nora Catelli, Josep Mengual, José Antonio Millán,
Gonzalo Pontón, Neus Rotger y Leandro de Sagastizábal, por las transformaciones de los soportes de lo escrito y de las prácticas de lectura. Junto a las reseñas
agrupadas en “Criterios”, cierra el número la primera de nuestras “Preguntas al
aire”. Esta encuesta se presenta como una invitación al debate público. Destinada a todo aquel que desee participar, en este primer número se pregunta por las
relaciones entre literatura y política.
REVISTA PUENTES | EDITORIAL | 3
TOPOGRAFÍAS
A través de aproximaciones críticas elaboradas por especialistas, “Topografías” propone
reflexionar sobre algunas claves del estado de un campo o de un objeto de estudio, así como
sobre sus avances recientes y sus desafíos por venir.
NOVELA POLICIACA Y NOVELA NEGRA:
UNA TENTATIVA DE DEFINICIÓN
Javier Sánchez Zapatero
N
acida con afán clasificatorio, la etiqueta “género negro” se ha dotado en las últimas décadas de una confusa ambigüedad que la ha
llevado a ser casi inoperante y vacía, como puede comprobar cualquier lector que, sin especial rigor crítico, analice los títulos que se
inscriben bajo semejante taxonomía en los catálogos editoriales o los estantes
de las librerías. Así, la categoría ha terminado por convertirse en una especie de
“cajón de sastre” en el que todo parece caber, desde obras canónicas de autores clásicos del género hasta thrillers estereotipados con vocación de best sellers,
pasando por todas aquellas novelas que presenten la más mínima relación con
el mundo del crimen o con los ambientes policiales. La vaguedad del criterio
clasificador parece provocada tanto por el interés que el público ha mostrado
desde principios de la década de 2000 por las obras del género —que ha conllevado que, por motivos estrictamente promocionales, se intente relacionar con él
a novelas situadas en un amplio y variado espectro temático y formal— como
por la imprecisión con la que los estudios científicos —tardíamente desarrollados, como todos los acercamientos de la cultura académica hacia las narrativas
populares— se han referido a ellas, ocupándose así de un corpus heterogéneo
y difuso. En el ámbito español, los problemas de categorización se han visto
incrementados, además de por la anómala y lenta evolución del género en la literatura nacional, por el carácter sinónimo con el que muchos emplean sintagmas
como “novela policiaca”, “novela negra” o “novela criminal”, así como por la
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distinción que suponen estos términos respecto a los utilizados en los panoramas
anglosajón —“detective/crime story”—, francés —“polar”—, italiano —“giallo”—,
alemán —“krimi”— o hispanoamericano —“policial”—.
Teniendo en cuenta que la clasificación de objetos culturales como las
obras literarias parte siempre de una convención, para intentar sistematizar una
definición de “novela negra” conviene detectar cuáles han sido las características formales y temáticas que han determinado su creación, así como el modo a
través del que se han configurado las expectativas del público a lo largo de los
años. No en vano, en el fondo, y por más que respondan a una serie de elementos
analógicos, los géneros literarios no son más que marcos de referencia capaces de
condicionar la actitud de los autores y la recepción de los lectores. En el caso de
la novela negra, para entender la vigencia de estos elementos, así como su funcionalidad pragmática, resulta sumamente clarificador remontarse a sus orígenes,
que datan de 1841, fecha en la que Edgar Allan Poe publicó, en las páginas de
Graham’s Magazine, Los crímenes de la calle Morgue (The Murders in the Rue Morgue), el
primero de los tres relatos protagonizados por el “detective amateur” Auguste
“La novela negra es pesimista, desconfía de
C. Dupin. La obra, en la que se relatan
las pesquisas que el personaje lleva a
cualquier criterio que dote de sentido al mundo”
cabo para solucionar el aparentemente
irresoluble misterio que rodea el macabro crimen de dos mujeres, determinó el esquema argumental del nuevo subgénero narrativo, basado, grosso modo, en la resolución de un acto delictivo a través
de una investigación racional.
No obstante, la novedad y el carácter fundacional del relato no residen
en la creación de nuevos recursos formales o tópicos temáticos sino, más bien,
en la capacidad para aglutinar y combinar diversos elementos que ya habían ido
apareciendo de forma disgregada a lo largo de la historia. Como resulta obvio,
la muerte violenta está presente en la literatura desde sus orígenes —no hay que
olvidar, de hecho, que hay quien afirma que la muerte y el amor son los dos temas
sobre los que gravita toda la creación literaria—, con lo que en todas las culturas
y tradiciones es posible encontrar un heterogéneo y casi interminable listado de
obras que narran historias de asesinatos, agresiones, delitos, etc. Los misterios
sobrenaturales a los que parece remitir el caso de Los crímenes de la calle Morgue
—que inicia la denominada tradición de “misterio de habitación cerrada”, al relatar cómo los dos cadáveres han sido encontrados en una casa cerrada con llave
en la que la cerradura no ha sido forzada, en la que no ha habido robos ni indicios de peleas y en la que no hay ni rastro del asesino ni razón que pueda explicar
la saña con la que se ha cometido el crimen— estaban presentes en la literatura
gótica y de terror derivada del Romanticismo —y, en consecuencia, en la obra
del propio Poe—, así como en gran cantidad de relatos folclóricos fantásticos. Y
el proceso de deducción racional a través del que Dupin resuelve el caso, dando
una explicación coherente a lo que en principio solo parecía explicable por la superstición, había aparecido frecuentemente en la literatura didáctica, tal y como
evidencian, por ejemplo, las historias de Voltaire protagonizadas por Zadig, concebidas como instrumento propagador del mensaje ilustrado y de la consiguiente
confianza absoluta en la razón como instrumento rector del mundo.
Por tanto, lo que da el carácter fundacional a Los crímenes de la calle Morgue
es la integración en una misma obra del crimen, el juego que se plantea al lector y
la investigación a través de criterios deductivos para resolver el misterio. Hay en
REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 5
el relato de Poe una voluntad de interactuar con el lector que, lejos de ser baladí,
confiere al género una de sus principales y más distintivas señas de identidad.
Quien se adentra en la lectura de una de las aventuras de Dupin —o en las de los
personajes de Arthur Conan Doyle, Gaston Lerroux o Agatha Christie que jalonaron su desarrollo— lo hace con la convicción de estar ante un desafío deductivo, de forma que al interés intrínseco de la lectura se le suma el lúdico. No en
vano, el propio Edgar Allan Poe vinculaba en los párrafos iniciales de Los crímenes
de la calle Morgue su creación con el juego, al afirmar que “el analista halla su placer
en esa actividad del espíritu consistente en desenredar: le encantan los juegos, los
acertijos, los jeroglíficos”. Tal y como explicó Todorov en su ya clásico trabajo
Tipología de la novela policial, el marco narrativo al que da inicio Poe se basa en una
estructura dual de la que forman parte la historia del crimen —lo ausente, solo
conocido por la víctima y el criminal— y la historia de la investigación —lo presente, solo conocido por el investigador y los lectores—. Dado que la función de
la segunda historia es explicar la primera, haciendo así que pase del plano ausente
del enigma al presente de la revelación, podría decirse que el género nace con la
intención, casi exclusiva, de provocar un ansia de conocimiento en el lector que
es después satisfecha con la resolución del misterio criminal en cuestión.
El esquema que presentan los relatos de Poe supone, pues, el germen de
la novela negra, que va a tomar del precedente de Los crímenes de la calle Morgue
una estructura narrativa sustentada en la investigación de un hecho criminal y
que va a basarse en una acción —un crimen o cualquier otro acto delictivo—
y un proceso —la investigación que tal acontecimiento genera—. Ahora bien,
aunque resulte paradójico, se ha de aclarar que historias como las protagonizadas
por Dupin —o por detectives análogos que todo lo resuelven gracias a su increíble, y casi inhumana, capacidad de deducción racional, caso de Hercule Poirot,
Sherlock Holmes o Routelabille— no son muestras de novela negra: son antecedentes encuadrados en un género narrativo al que habitualmente se denomina
“policiaco” o, de forma menos frecuente, “novela enigma” o “novela de misterio
clásica”.
Para explicar el paso de esta primigenia novela policiaca a la novela negra se ha de hacer referencia al modo en que diversos condicionantes sociales e
históricos afectan a la creación literaria. A pesar de que ambos géneros coinciden
en presentar un esquema narrativo sustentado en la investigación de un delito
—generalmente, un asesinato—, las variaciones que se producen en el modo de
tratarlo y relatarlo difieren hasta el punto de hacer que “policiaco” y “negro” se
conviertan en dos ramas de un mismo árbol, vinculadas por una serie de tópicos
temáticos y formales pero diferenciadas por la forma de desarrollarlos debido a
la divergente cosmovisión de la que parten.
Conviene recordar, en ese sentido, que el género policiaco, a pesar de no
contener excesivos referentes espaciales concretos ni tener una vocación crónica
—piénsese, por ejemplo, en cómo los misterios que relatan las novelas de Agatha
Christie ocurren en prácticamente cualquier lugar del mundo, desde mansiones
de la campiña inglesa hasta islas desiertas pasando por trenes y barcos ubicados
en los más remotos lugares—, posee un valor de descripción social. Al presentar
como esquema argumental básico un estado de cosas establecido perturbado
por un acontecimiento delictivo y solo repuesto tras una investigación basada en
la fuerza de la razón para explicar determinados hechos empíricos, lo que transmiten las obras policiacas es la consolidación en la sociedad de una mentalidad
positivista que hace prevalecer la interpretación racional como única forma de
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conocimiento. En consecuencia, dan cuenta de algunos de los principios rectores
básicos de la sociedad en que nacieron. Por tanto, la novela policiaca ha de ser
considerada un producto cultural deudor de un contexto muy concreto, determinado por estructuras socioeconómicas y políticas y por la formación de una clase
burguesa para la que las narraciones basadas en la supremacía de la razón actúan
como sostén ideológico de sus principios y aspiraciones. De ahí que en los textos
de Poe, Christie, Conan Doyle o Lerroux todo resulte tan aséptico y que, a pesar
de abordar historias de muertes, no haya en ellos sentimientos, dramatismo, sangre o lágrimas. Las víctimas, más que como personas, son tratadas como meros
instrumentos necesarios para vertebrar una trama en la que, por encima del componente humano o realista, interesa la consolidación de un esquema ideológico.
Frente a este carácter coyuntural, que permite explicar por qué, salvo en casos
de manierismo, el género policiaco como tal ha desaparecido casi totalmente de
las prácticas narrativas del campo literario contemporáneo, la novela negra parece definirse por una concepción de la realidad pesimista, carente de confianza
en ningún criterio ordenador que permita dotar de sentido a un mundo que se
considera tan violento como caótico. Los vaivenes del primer tercio del siglo
XX, en los que las sociedades occidentales habían presenciado con horror la
capacidad de destrucción de las nuevas
técnicas militares aplicadas en la I Guerra Mundial y las nefastas consecuencias que la Revolución Industrial tuvo
para el bienestar y la justicia social,
provocaron el desmoronamiento de la
fe ilimitada en la razón, al tiempo que
acrecentaron un profunda sensación
de nihilismo que afectó a las creaciones culturales de la época, como pone
también de manifiesto el auge del movimiento vanguardista.
El lector que se adentre en las
obras de Dashiell Hammett, Raymond
Chandler, James M. Cain o cualquier
otro de los pioneros que configuraron
la novela negra en la década de 1920
en Estados Unidos puede percibir sin
demasiados problemas cómo apenas
hay rastro en ellas del triunfalismo que
emanaban las narraciones policiacas
—personificado en la condición heroica de sus protagonistas, seres dotados
de una inteligencia superior a la del
hombre convencional capaces de superar cualquier caso que afrontasen—.
Los personajes detectivescos creados
por estos autores son imperfectos en
la medida en que son profundamente
humanos. A pesar de estar construidos
bajo un estereotipo mítico perfecta-
REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 7
mente reconocible —transportado al imaginario colectivo por la fuerza icónica
del cine—, en estas novelas los protagonistas son hombres convencionales cuya
capacidad investigadora no depende solo de sus aptitudes deductivas, sino también de factores como la intuición, la facilidad para obtener información, el uso
de la violencia o incluso la casualidad. Su descripción, de hecho, no puede ser
triunfalista porque, a diferencia de los personajes policiacos, no siempre pueden
resolver sus investigaciones, haciendo así que cierto halo de fracaso se instale en
muchas de sus narraciones, en las que parece latir la idea de que el mundo es un
lugar no demasiado conveniente cuyos problemas no van a resolverse solo con la
aplicación de la razón.
Esta humanidad fue expuesta de forma paradigmática en El simple arte
de matar (The Simple Art of Murder), un breve ensayo que pasa por ser la primera
tentativa teórica sobre el género escrito por Raymond Chandler en el que, entre
otras cosas, se afirmaba que la novela negra “devolvió el asesinato al tipo de
gente que lo comete por algún motivo, no simplemente para proporcionar un
cadáver”. Los argumentos de las novelas de Hammett, Cain o el propio Chandler
no son simples desafíos intelectuales que el lector ha de intentar resolver antes
que el detective protagonista sino, más bien, diagnósticos nada complacientes de
un mundo violento en el que la vida humana poco parece valer. Por ejemplo, en
Cosecha roja (Red Harvest), la novela con la que en 1929 Dashiell Hammett consolidó un género narrativo que hasta entonces solo había sido publicado en forma
de relatos en revistas destinadas al consumo popular como Black Mask —donde,
de hecho, se publicó la obra por entregas—, el lector entra en contacto con un
contexto en el que la muerte, más que un simple acertijo capaz de generar intriga,
se convierte en la consecuencia de un entorno en el que prima la corrupción, la
violencia institucional o la injusticia social. En la obra hay crimen e investigación,
como ocurría en el género policiaco, pero está claro que están tratados de forma
muy diferente, puesto que Cosecha roja, como buena muestra del género negro, es,
por encima de todo, una reflexión sobre la realidad y sobre la importancia que en
ella adquiere la violencia subyacente.
De este modo, en la novela negra la investigación se transforma en una
mera excusa para mostrarnos un mundo complejo y lleno de peligros. El reflejo
ambiental se convierte así en característica esencial del género, que aporta una dimensión social capaz tanto de retratar el contexto histórico como de cuestionar
el orden establecido a través de un discurso transgresor que critica los mensajes
oficiales al tiempo que ilumina aspectos de la realidad tradicionalmente no transitados. Esa capacidad subversiva está en los orígenes de la novela negra —es,
de hecho, una de las características que la distancian del antecedente policiaco
del que procede— y se ha mantenido a lo largo de todo su desarrollo en el siglo
XX en prácticamente todas las literaturas nacionales. Piénsese, en ese sentido, en
cómo las obras de Hammett muestran la cara más hostil de los “felices años veinte” en Estados Unidos; en cómo la generación de escritores españoles de novela
negra surgida tras la muerte de Franco matizó con dureza el triunfalista discurso
que sobre el proceso de transición democrática se estaba lanzando desde el poder; en cómo las novelas de autores nórdicos contemporáneos como Henning
Mankell exponen la violencia que subyace al aparentemente plácido “estado del
bienestar” escandinavo, etc.
Ahora bien, las divergencias entre novela policiaca y novela negra no han
de esconder las vinculaciones existentes entre dos géneros narrativos intrínsecamente relacionados. Además de que ambos parten de tópicos argumentales
8 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES
y temáticos comunes, hay un evidente desarrollo, así como una intensa red de
referencias intertextuales, entre uno y otro. Quizá la más importante sea la de
Sherlock Holmes. El personaje de Arthur Conan Doyle, elevado desde prácticamente su creación a la categoría de ícono del imaginario colectivo, trascendió el
esquematismo de los protagonistas habituales de la novela policiaca y, a pesar de
mantener características como la inteligencia suprahumana y la frialdad, aportó
algunos elementos de los que con el tiempo se apropiaría la novela negra. En su
condición de hipotexto referencial capaz de influir en el desarrollo del género,
Holmes proporcionó movilidad y acción. Los relatos y novelas de Conan Doyle
carecían del esquematismo espacial de los de otros autores policiacos, mostraban
a los personajes moviéndose por diversos escenarios urbanos —y, en menor medida, rurales— de la Inglaterra victoriana, y tenían como protagonista a un detective que incorporaba a sus dotes de deducción una innegable capacidad atlética.
La movilidad y la acción del “canon holmesiano” pueden considerarse deudoras
de la narrativa de aventuras con lo que, en cierto modo, podría decirse que la
novela negra aglutina características de todos los géneros populares. De hecho,
críticos como Mempo Giardinelli han visto también en los solitarios héroes y los
ambientes inhóspitos de las novelas de Chandler o Hammett ecos de las novelas
del Oeste.
La meditación sobre el mundo circundante y, sobre todo, el interés por
indagar en el “¿por qué?” del delito —frente a la primigenia preocupación por
el “¿quién?” o el “¿cómo?” de los autores policiacos— provocan que la novela negra no pueda circunscribirse a un esquema argumental fijo, y que bajo su
denominación puedan acogerse diversas
variantes vinculadas por partir de un hecho criminal e intentar analizar sus cau“La ‘negrura’ proviene de la capacidad de
sas, tanto personales como sociales. De
reflexionar sobre el origen y el papel de
ahí que dentro de la novela negra, y más
la violencia en el mundo contemporáneo”
allá del modelo canonizado por Hammett o Chandler gracias a personajes detectivescos como Sam Spade o Philip Marlowe, también tengan cabida variantes
como la “novela criminal” —creada por autores como Horace McCoy o James
M. Cain y basada en el relato de cómo una persona aparentemente convencional
termina, condicionado por diversas circunstancias, por cometer un delito—, la
“novela procedimental” —desarollada por Ed McBain, en la que se narran las
rutinas de trabajo desarrolladas por las fuerzas policiales para atajar y dar con
los culpables de los actos criminales—, la “novela negra costumbrista” —creada
por Georges Simenon y muy en boga en la actualidad, en la que el interés de la
investigación y de la reflexión sobre la presencia del delito en la sociedad complementa con la descripción de las tradiciones, hábitos y principales referentes de
una comunidad determinada—, etc. Este crisol de tendencias mantiene su vigencia en la actualidad, de forma que hablar de género negro es hablar de muchos
tipos de novelas, pero teniendo siempre presente que, por encima de recursos
temáticos, formales o argumentales, la “negrura” proviene de la capacidad de,
cuestionando el orden establecido y trascendiendo el mero carácter lúdico inherente a la intriga de misterio, reflexionar sobre el origen y el papel de la violencia
en el mundo contemporáneo.
REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 9
ENSAYOS
LITERATURA Y TESTIMONIO:
UN DEBATE
Jaume Peris Blanes
E
n los últimos años, la expresión “literatura testimonial” ha ido ganando terreno en múltiples ámbitos: desde la crítica literaria hasta
las editoriales, pasando por la enseñanza universitaria y los premios
literarios, todas ellas han incorporado la etiqueta con una cierta naturalidad, como si siempre hubiera estado allí, formando parte del sistema literario. Se trata, sin embargo, de una categoría muy reciente y que, en la mayoría
de los casos, se utiliza de forma confusa y poco definida, sin tener en cuenta que
muchos de los textos que se incluyen en su seno nunca se hubieran definido a sí
mismos, si pudieran hacerlo, como literatura.
La emergencia de la “literatura testimonial” en las últimas décadas es, de
hecho, una prueba más de la ductilidad del concepto de literatura, que habitualmente utilizamos como algo dado, pero que en realidad no para de ampliar sus
límites y de redefinirse en cada época. Hace cincuenta años, el testimonio era
reconocido como un tipo de discurso judicial, histórico o de denuncia política,
pero no como texto literario. ¿De qué hablamos, pues, al hablar de literatura testimonial? ¿Qué tipo de problemas implica esta categoría?
No hay, desde luego, una definición totalmente satisfactoria de lo testimonial, pero el modo en que se ha usado en las últimas décadas permite localizar
tres líneas de sentido básicas a las que ha sido asociado. En primer lugar, la representación de un acontecimiento o proceso violento (político o no) realmente
ocurrido, del cual el texto desea dar cuenta y, en la mayoría de los casos, denun10 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
ciar, hacer visible o construir su memoria. En segundo lugar, la presencia de una
voz subjetiva que garantiza la veracidad de lo ocurrido, y que vincula la narración
del acontecimiento con su circunstancia y su punto de vista. En tercer lugar, la
construcción de una versión diferente, cuando no opuesta, a las narrativas institucionales y oficiales sobre el pasado reciente. En ese sentido, muchos de los
analistas culturales han vinculado la emergencia de la literatura testimonial a la
búsqueda de canales nuevos de expresión para las comunidades subalternas.
TESTIMONIO Y ACONTECIMIENTO HISTÓRICO:
HACIA LA “ERA DEL TESTIGO”
La creciente legitimidad de las escrituras testimoniales está directamente
relacionada con una serie de procesos culturales e históricos que han tenido lugar
en los últimos setenta años, desde el fin de la II Guerra Mundial hasta la actualidad. La referencia a la guerra no es anecdótica, pues en ella tuvo lugar el acontecimiento que, sin duda alguna, fue decisivo en la consolidación de las escrituras
testimoniales como forma legitimada de expresión cultural: la experiencia vivida
por millones de personas en los campos de concentración y de exterminio nazis,
cuyo objetivo era acabar con la población judía y otras comunidades políticas,
religiosas y sociales.
Efectivamente, la cultura globalizada de las últimas décadas ha convertido a la Shoah (el exterminio de los judíos, o el Holocausto, según una terminología cada vez más contestada…) y a la experiencia vivida en Auschwitz en una
gran metáfora de las experiencias de devastación extrema, a la que todas las otras
experiencias de violencia política parecen remitir. La avidez con la que nuestra
cultura actual demanda relatos y testimonios de la experiencia vivida en los campos nazis contrasta, sin embargo, con un hecho llamativo: tras la liberación de
los campos de concentración y el fin de la II Guerra Mundial, los supervivientes
tuvieron serias dificultades para ser escuchados por sus contemporáneos y muchos de ellos debieron enfrentarse al rechazo que sus relatos causaban en comunidades que poco querían saber del horror vivido en los campos nazis.
Primo Levi, que en 1946 había escrito Si esto es un hombre, su doloroso
testimonio sobre Auschwitz, narró poco después en La tregua (1962) la experiencia posterior a la liberación y su vuelta a través de la Europa devastada por la
guerra. En ese escenario en ruinas, Levi cuenta su necesidad de hacer público lo
vivido en los campos y de hacer a sus contemporáneos partícipes de la magnitud
insondable de la destrucción vivida en Auschwitz. Como respuesta, no hallaría,
sin embargo, más que la indiferencia, el desprecio y la incomprensión.
Annette Wieviorka, en un gran trabajo titulado La era del testigo, ha analizado con rigor el modo en que la sociedad europea y norteamericana evolucionó
desde ese inicial rechazo a la palabra de los supervivientes hasta su actual centralidad en las representaciones institucionales del Holocausto. Wieviorka señala
dos grandes momentos en ese proceso: en primer lugar, la celebración del juicio
a Eichmann en Israel en 1963, en el que los supervivientes alcanzaron una visibilidad pública sin precedentes al organizarse el juicio en torno a la sucesión de
sus testimonios atroces; en segundo lugar, la introducción de la experiencia de la
deportación, el exterminio y la dinámica concentracionaria en los códigos de la
industria cultural global y en una tonalidad melodramática propensa a la descarga
afectiva más que a la reflexión histórica, con productos audiovisuales tan brillanREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 11
tes como la serie Holocausto o La lista de Schlinder.
Lo importante de este proceso es comprender que la eclosión de la literatura testimonial ha sido contemporánea de una creciente legitimidad de los
supervivientes y, en general, de las víctimas de la violencia política como piezas
clave en el relato de los acontecimientos históricos. Ello ha implicado el surgimiento de nuevas tendencias de la historiografía (la historia oral, por ejemplo…)
e incluso la transformación del concepto mismo de Historia y de su posible
transmisión: los proyectos masivos de recolección de testimonios de supervivientes así lo muestran.
La eclosión de lo testimonial en los últimos años ha estado, sin duda,
ligada a esos procesos, pero también a la necesidad de visibilizar, denunciar y dar
cuenta de realidades políticas, sociales y económicas negadas por los Estados y
las instituciones. En ese sentido, la creciente legitimidad de los supervivientes
en la escena pública desde, al menos, los años sesenta ha permitido que buena
parte de los testigos de la violencia en los procesos de descolonización, en las
dictaduras militares de América Latina o en algunas de las guerras contemporáneas contaran con modelos ya consolidados para hacer públicas sus experiencias
desgarradoras.
TESTIMONIOS DE LA REPRESIÓN:
DE LA DENUNCIA A LA MEMORIA LITERARIA
En América Latina, por ejemplo, el discurso testimonial jugó un rol crucial en la lucha contra las dictaduras militares de los años setenta. En el caso de
la dictadura chilena de Pinochet los testimonios de los supervivientes publicados
en el exilio sirvieron para golpear la opinión pública internacional y para dar
argumentos a las plataformas por la democratización en el interior y el exterior
del país. Pero, además, los testimonios de los supervivientes llevaron a cabo una
representación de lo vivido en los campos desde una concepción colectiva de la
experiencia, creando constantemente metáforas de esa comunidad que el pinochetismo estaba tratando de aniquilar. De ese modo, muchos de los testimonios,
además de denunciar la existencia y el funcionamiento de los campos, se proponían a ellos mismos como espacios de resguardo de esa experiencia política
colectiva que los militares estaban tratando de erradicar a través de la violencia.
Así pues, la escritura de los testimonios no era conceptualizada como literatura
por la mayoría de sus autores, sino como una forma de la lucha política: escribir
un testimonio era una forma nueva de sumarse al combate y los supervivientes
que escribían testimonios se convertían, por el hecho de hacerlo, en valiosos
luchadores antifascistas. Lo cierto es que, con el tiempo, la función de los testimonios fue cambiando progresivamente y de ser herramientas de lucha política,
que incorporaban toda la imaginería y la retórica del combate político, pasaron
a integrarse en otro tipo de dinámicas, más cercanas a las reivindicaciones de
la memoria. Es este un paradigma de intervención novedoso, cuya emergencia
estuvo ligada a reivindicaciones sociales específicas y fuertemente politizadas,
pero que con el tiempo ha ido aglutinando prácticas, discursos y estrategias muy
dispares y que, a medida que iba ganando legitimidad y aceptación en el espectro
político, perdía potencial de confrontación y profundidad crítica.
En cualquier caso, lo que es fácilmente observable es que entre los testimonios de los setenta, contemporáneos de la violencia militar, y los testimonios
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de los últimos años, que exploran la memoria subjetiva de la dictadura, media una
evolución nada desdeñable: del combate político al que se vinculaba en los setenta a la literaturización de la última década, el testimonio ha redefinido totalmente
su función y su lugar social. Por ello, la categoría “literatura testimonial” es, en
realidad, un arma de doble filo. Por una parte, otorga dignidad literaria y visibilidad académica y editorial a un tipo de discursos de difícil categorización. Pero,
por otra, esa dignificación artística se da
al precio de separar a los testimonios de
“La categoría ‘literatura testimonial’ es
la confrontación política y social, y de
un arma de doble filo. Su dignificación artística
integrarlos en el espacio a veces difuso
separa a los testimonios de la confrontación
de la literatura, disolviendo incluso, en
política y social”
algunas ocasiones, el carácter no ficcional de los acontecimientos narrados por
los supervivientes.
EL TESTIMONIO
Y LAS ESCRITURAS DEL YO
Esa problemática se halla ligada a otra de las características centrales de
lo testimonial: su vinculación a un sujeto que se hace responsable de la veracidad
de lo narrado y que, de ese modo, establece un pacto de verdad con el lector.
No solo eso, sino que propone un texto en el que, además del acontecimiento
histórico o violento, lo que se representa es el propio “yo” autoral en su vivencia personal de ese acontecimiento. Es por ello que la literatura testimonial se
ha vinculado recurrentemente a las obras autobiográficas, a las memorias y a la
escritura de diarios no ficcionales. La especificidad de lo testimonial frente a esas
otras escrituras del yo podría ser su vinculación a un acontecimiento definido
ocurrido en un periodo de tiempo breve y en el que el sujeto que narra la experiencia desempeña un rol más de víctima que de actor principal.
En cualquier caso, la vinculación entre lo testimonial y un sujeto real
extratextual tiene implicaciones de gran calado a la hora de pensar el estatuto de
la “literatura testimonial” con respecto a otros discursos. La más importante es
que permite abordar, de un modo quizás vedado a otros registros discursivos, la
conflictiva relación entre el sujeto y la experiencia traumática e incluso, en algunos casos, con un cuerpo sometido a violencia extrema.
En este sentido, los testimonios de supervivientes de la tortura serían
casos paradigmáticos que permiten entrever las posibilidades de la escritura testimonial cuando se enfrenta a acontecimientos extremos. Efectivamente, el objetivo de la tortura política habitualmente va más allá del intento declarado de
extraer información del detenido: se trata, además, de quebrar su identidad, de
producir una ruptura tan profunda que todo su mundo y su estructura subjetiva
se venga abajo para, desde allí, tratar de construir una subjetividad dócil, subordinada a una autoridad omnipresente y, en ese sentido, perfectamente maleable
por el poder.
Los testimonios de los supervivientes son, en muchos casos, un intento
de representar ese proceso de derrumbe y reconstrucción. Un intento de representación, además, llevado a cabo por los mismos sujetos que lo han sufrido y
que, de ese modo, reconstruyen la posibilidad de narrar su propia experiencia y
de articular lingüísticamente su posición en el mundo. Escribía Elaine Scarry, en
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 13
su ya clásico libro sobre la tortura The Body in Pain: “El dolor extremo destruye el
yo de la persona y su mundo entero. […] Pero el dolor extremo también destruye
al lenguaje: si el contenido del mundo de una persona se desintegra, el contenido
de su lenguaje se desintegra también; cuando el yo se derrumba aquello que podría expresarlo desaparece también”.
Por ello, para conseguir testimoniar el superviviente debe, de entrada,
rearmar su propia relación con el lenguaje, en el caso de que ella haya sido dañada
del modo en que Scarry señala en el fragmento anterior. Esto es, construir una
posición para hablar desde la cual ese derrumbe de la subjetividad y del mundo
del detenido puedan ser representados desde el interior. No es de extrañar, por
ello, que la mayoría de los supervivientes haga referencia a la gran dificultad que
implica testimoniar, ya que ello implica, en buena medida, dar cuenta de su propio derrumbe. En cierta medida, uno de los efectos de la tortura es, de hecho,
expropiar al torturado la capacidad de comunicar esa experiencia, pues en buena
medida se trata de una experiencia irrepresentable. En su artículo “Le témoignage”, Michael Pollack y Nathalie Heinich señalaban que “los testimonios deben
ser considerados como verdaderos instrumentos de reconstrucción de la identidad, y no solamente como relatos factuales, limitados a una función informativa.
[...] La toma de palabra corresponde a veces al deseo de sobrepasar una crisis de
identidad nombrando o describiendo los acontecimientos que fueron su causa”.
Esa vinculación entre la enunciación testimonial y la reconstrucción de la identidad implica, fundamentalmente, dos cosas. Por una parte, el hecho de que la
escritura testimonial se ve obligada a lidiar con la conflictiva relación que el sujeto
superviviente mantiene con el acontecimiento traumático y que, en ciertos momentos, le lleva a incurrir en contradicciones, a visualizar su experiencia como
algo fragmentado y sin sentido e incluso a generar paradojas textuales. En ese
sentido, se ha llamado la atención sobre la enigmática frase de Hernán Valdés,
en su doloroso testimonio Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile
(1974), en el que culminaba la representación de su propia tortura con un desgarrador “no queda nada de mí, sino esta avidez histérica de mi pecho por tragar
aire”. Si no quedaba nada, ¿quién hablaba de su propia destrucción? El lugar imposible que abría esa interrogación es, sin duda, el lugar imposible del testimonio.
LA PRIVATIZACIÓN DE LA HISTORIA
EN LA “ERA DEL TESTIGO”
Por otra parte, esa incardinación en el yo y en el trauma subjetivo puede
tener también sus contrapartidas. Es cierto que, en algunos testimonios, la exploración de la relación entre sujeto, lenguaje, trauma y cuerpo violentado ha producido representaciones muy complejas y sutiles del conflicto que se establece
entre ellos; pero también lo es que, por su propia naturaleza, el testimonio parece
imposibilitado para ofrecer representaciones de los acontecimientos que no sean
meramente individuales y subjetivas. Es más, la presencia de lo traumático deriva
muchos de ellos a una representación fragmentaria y a veces fantasmática de lo
ocurrido.
No ha de ser ello, entiéndase bien, un motivo de crítica a los supervivientes que tratan de dar cuenta de su experiencia personal como pueden, y con
todas las dificultades que ello implica. Pero sí a la sacralización de sus testimonios
como fuente única de un saber sobre el pasado. Como ya he señalado anterior14 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
mente, Annette Wieviorka analizó históricamente el surgimiento de lo que ha
llamado la era del testigo: el estadio cultural en el que aquel que ha vivido los acontecimientos aparece como el más legitimado para representarlos y cuya palabra
preñada de afectividad parece presentar un grado de verdad e interés imposible
de alcanzar por el discurso analítico de la historiografía. Ese es el contexto en el
que debe evaluarse, por tanto, la representación de los procesos históricos que
las escrituras testimoniales pueden llevar a cabo.
No hay duda de que la hiperlegitimación contemporánea de la palabra
testimonial con respecto a otros discursos sobre el pasado está ligada al uso
que los medios de comunicación masivos y, en general, la industria cultural, han
hecho de ellos. Discursos del yo y de la experiencia subjetiva, defensores de una
verdad desgarrada, los testimonios de los acontecimientos traumáticos presentan
una altísima rentabilidad dramática potencial, lo que ha hecho de ellos un objetivo privilegiado de la industria cultural. Ello no es, desde luego, de extrañar, pero
está produciendo efectos de primer orden en el modo de pensar, recordar y socializar las representaciones del pasado en el mundo contemporáneo e, incluso,
de construir proyectos y políticas de la memoria.
Efectivamente, la memoria de los testimonios es, en la mayoría de los
casos, una memoria individual, atravesada por el miedo, el trauma y el olvido.
El hecho de que lo testimonial se haya situado con tanta fuerza en el centro de
los proyectos estéticos de memoria tiene que ver con un hecho que, quizás por
obvio, muchas veces se olvida señalar: la idea de memoria desde la que esa recuperación cultural se lleva a cabo implica
una mirada afectiva hacia el pasado por
“Los testimonios traumáticos se han convertido
parte de aquellos que lo han vivido, meen un objetivo privilegiad
nos atenta a la fiabilidad del dato y a la
de la industria cultural”
profundidad del análisis que a las poderosas emociones que esa rememoración
provoca en el testigo.
No hay nada que objetar a los supervivientes que encaran de ese modo
sus testimonios, algunos de ellos de mucha complejidad y valor moral. Más discutible es que la industria cultural mimetice su representación emocional de la
represión para elaborar unos discursos de la memoria que, en su mayoría, poca
luz arrojan sobre el proceso histórico al que están aludiendo y que, incidiendo
en sus aspectos de mayor rentabilidad dramática, oscurecen en muchos casos su
comprensión.
SUBALTERNIDAD
Y TESTIMONIO
El tercero de los ejes de sentido que recurrentemente se han asociado a la
“literatura testimonial” es el de su vinculación a las comunidades subalternas. Se
ha llegado a escribir que la literatura testimonial podría ser a las clases subalternas
de la segunda mitad del XX lo que la novela fue a la burguesía europea del XIX:
un canal privilegiado para expresar su visión ideológica del mundo, sus valores
morales y generar un quiebre en la ideología hegemónica.
Esa idea incurre en el error de identificar, de forma deshistorizada, una
forma textual con una posición ideológica, como si no pudiera haber testimonios que, en lo esencial, contribuyeran a confirmar y consolidar los valores del
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 15
capitalismo global. Pero indica algo sustancial en el recorrido de los testimonios
en las últimas décadas: su consolidación y creciente legitimidad ha corrido en
paralelo a la crisis de otras narrativas, ideologías culturales y formas de entender
la literatura.
No es de extrañar, por tanto, un dato llamativo, que tiene a la revolución
cubana como doble protagonista: la convocatoria del premio Testimonio Casa
de las Américas en 1971, que por primera vez le daba una legitimidad literaria
equivalente al de la novela, el ensayo o la poesía, coincidió con el estallido del
“caso Padilla” en el que, además de encarcelar al poeta, la Revolución oficializó,
con gran virulencia verbal, su ruptura con los escritores del boom latinoamericano, con quienes durante los años sesenta había mantenido un importante idilio
intelectual.
Si bien no hay una relación de causa-efecto entre ambos acontecimientos, lo cierto es que los dos se inscribieron en un mismo ambiente políticocultural: el de una durísima crítica a la figura del intelectual y el artista moderno,
al que se le acusaba de encarnar valores prerrevolucionarios y de vehicular una
concepción elitista y decadente del arte y la cultura, propia del universo burgués.
El propio Che Guevara llegó a hablar de la necesidad de hallar de un “mecanismo ideológico-cultural” nuevo, expresión de los valores del Hombre Nuevo que
debía producir la Revolución. No lo dijo con esas palabras, pero la propuesta de
Guevara apuntaba a la idea de una cultura sin intelectuales, a una nueva forma de
producción cultural sin profesionales de la cultura. El propio Guevara, al escribir
sus relatos de la guerrilla, reunidos más tarde en Pasajes de la guerra revolucionaria,
dio un ejemplo de uno de los caminos posibles para esa “cultura sin intelectuales”, al acompañar su testimonio de la experiencia guerrillera de un llamamiento
a todos los participantes en la Revolución a narrar su experiencia personal para, a
través de la suma de todas esas visiones parciales y limitadas del proceso, llegar a
completar un mapa plural que permitiera una visión global del mismo. Se trataba,
pues, de una concepción antiautoritaria de la escritura histórica que trataba de
sustituir al intelectual por la multitud de actores implicados en el acontecimiento.
Fue desde esa concepción del testimonio que, en 1966, Miguel Barnet
iba a publicar Biografía de un cimarrón, basándose en las entrevistas mantenidas con
el antiguo cimarrón Esteban Montejo. Barnet inauguraba un tipo de dinámica
testimonial que iba a tener una larga estela en las décadas siguientes: un intelectual, con acceso a los circuitos de producción y difusión cultural, cedía su lugar
autorizado de enunciación a un sujeto subalterno que por su propia ubicación
socio-cultural no tenía posibilidad de hacer escuchar su voz. Esa fue la matriz
que en las décadas siguientes explorarían Elena Poniatowska y Jesusa Palancares
(Hasta no verte, Jesús mío, 1969), Moema Viezzer y Domitilia Barrios de Chungara
(Si me permiten hablar, 1978) o Elizabeth Burgos y Rigoberta Menchú (Me llamo
Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, 1983).
Este último texto llegó a convertirse en una suerte de modelo testimonial, y durante los años ochenta y noventa fue objeto de debates, a veces virulentos, sobre el sentido de esa “cesión de voz” del intelectual al sujeto subalterno, así
como sobre la representatividad que muchos de estos testimonios otorgaban a
un sujeto individual como metonimia de toda una colectividad. ¿Se trataba, pues,
de concesiones paternalistas e interesadas por parte de los intelectuales, que hallaban en esa cesión una forma de autopromocionarse en el circuito cultural? O,
por el contrario, ¿se trataba de una forma de solidaridad intelectual que podía
llegar a transformar las hegemonías culturales, los valores sociales y las formas
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narrativas en las que estos cristalizan y se expresan?
En cualquier caso, no hay duda de que el auge de este tipo de literatura
testimonial, independientemente del tipo de relación que se estableciera entre informante e intelectual, contribuyó a una creciente visibilización de las comunidades indígenas o de los trabajadores semiesclavizados y, sobre todo, dio una gran
visibilidad a la lucha de las mujeres de clases subalternas, que hasta ese momento
habían carecido de espacios de expresión en las culturas institucionales. En ese
sentido, e independientemente de sus
contradicciones, el recorrido de la lite“Esta literatura contribuyó a la visibilización de
ratura testimonial en las últimas décadas
grupos que habían carecido de espacios de
ha abierto caminos y vías de representación de lo social que parecían vedados
expresión en las culturas institucionales”
en el terreno de la cultura literaria.
TESTIMONIO
Y LITERATURA
Parece claro, pues, que la integración del testimonio en el sistema literario
ha supuesto una transformación del propio concepto de literatura, pero también
una transformación del propio concepto de testimonio, que pasa a inscribirse
en un ámbito con el que no todos los testimoniantes se sienten identificados.
Sin embargo, la cultura contemporánea, cada vez más líquida en sus categorías y paradigmas, ha valorado muy positivamente la hibridación formal, moral
y discursiva que se ha ido produciendo, en los últimos años, entre las escrituras
testimoniales y las ficcionales. Ya no es una novedad que novelas ficcionales incorporen herramientas, registros y dispositivos de representación propios de las
escrituras testimoniales, pero tampoco que los testimonios hagan suyas técnicas
narrativas, estrategias de focalización y de composición desarrolladas en la tradición novelesca.
Giorgio Agamben, en uno de los estudios más influyentes sobre el testimonio, Lo que queda de Auschwitz (2000), señalaba que los testimonios, en realidad, de lo que dan cuenta es de la propia imposibilidad de testimoniar. Quizás
sea esa la característica que los acerca tanto al lenguaje literario: más allá de su
apariencia de referencialidad, el desgarro interno de los testimonios señala un
desajuste esencial que la literatura no ha dejado de explorar desde los inicios de
la modernidad: el abismo insalvable que media entre la realidad y su representación, entre el sujeto y el relato vital sobre el que se sostiene, entre la experiencia
de la violencia y el lenguaje que trata de dar cuenta de ella. Esa es, en realidad, la
herida profunda sobre la que, implícitamente, vuelven siempre el testimonio y la
literatura moderna.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 17
LA IMPOSIBILIDAD DE (PENSAR) LA TRADUCCIÓN:
APUNTES PARA LA HISTORIA
DE LA TRADUCCIÓN MODERNA
Belén Bistué
[A] partir de la primera mitad del siglo pasado se elaboraron teorías de la
estructura de una lengua, o de la dinámica de los lenguajes, que ponían el acento
en el fenómeno de la imposibilidad radical de la traducción; desafío de no poca
monta para los teóricos mismos que, aun elaborando estas teorías, se daban
cuenta de que de hecho y desde hace milenios, la gente traduce.
Umberto Eco (2003)
L
a “imposibilidad radical de la traducción” es, sin lugar a dudas, una
noción fundamental en el ámbito del pensamiento sobre la traducción. Es, además, una idea compartida no solamente en el campo de
la teoría lingüística y de los escritos académicos, sino también de las
reflexiones de los mismos traductores. Podemos inclusive ir más atrás que Eco y
encontrar, en los comienzos de la Edad Moderna, algunos antecedentes de esta
idea. De hecho, cuando Leonardo Bruni escribe su tratado De interpretatione recta
(c. 1424–1426), nos dice que la traducción es, ante todo, una tarea esencialmente
difícil (una res difficilis). Es interesante notar, eso sí, que a pesar de la dificultad
extrema que le asignó a la traducción, Bruni tradujo, y tradujo muchísimo. Por
ejemplo, antes de escribir De interpretatione recta, ya había traducido obras de San
Basilio, Jenofonte, Platón, Plutarco, Demóstenes y Aristóteles. De hecho, en este
ensayo, me gustaría detenerme un poco en el marcado desencuentro que pode-
18 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
mos observar entre la práctica y la reflexión traductoras —entre una práctica
ampliamente difundida, que ha sustentado gran parte de la cultura y de las instituciones occidentales por lo menos desde la antigüedad romana, y una teoría que
sin embargo la define como una actividad dificilísima, siempre fallida y a veces
hasta imposible—. Quiero proponer que, a pesar de que la imposibilidad de traducir, o por lo menos su intrínseca dificultad, nos parezca obvia, no deberíamos
aceptar esta idea tan a la ligera, ya que, después de todo, como bien dice Eco, “la
gente traduce”.
Ya en 1937, José Ortega y Gasset abordó el problema de la divergencia
entre teoría y práctica traductoras en su artículo “Miseria y esplendor de la traducción”. Los interlocutores ficticios de su diálogo coinciden en que, si bien hay
algunos tipos de textos que son traducibles, existe algo así como una dificultad,
una improbabilidad y, en muchos casos, una imposibilidad que es propia de la traducción. Sin embargo, a lo largo del diálogo, esta imposibilidad se va convirtiendo
en una oportunidad utópica de “libertar a los hombres de la distancia impuesta
por las lenguas”. En este contexto, la noción de utopía llega a alcanzar un valor
altamente positivo: implica un esfuerzo por llegar a una meta inalcanzable, pero
en el que “siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento”. Así, Ortega
y Gasset sale airoso de la contradicción
entre teoría y práctica, habiendo revalorizado la noción de la imposibilidad
“¿Por qué los que reflexionan sobre la traducción
de traducir, para decirnos que la misdefinen esta actividad como una tarea que no
ma no es necesariamente algo negativo
puede ser llevada a cabo?”
sino que puede considerarse, nada más y
nada menos, que como el “esplendor de
la faena traductora”.
Eco, por su lado, adopta una postura un poco más pragmática para salir
del paso. En Decir casi lo mismo (trad. 2008), compara el desacuerdo entre práctica
y teoría de la traducción con la paradoja de Aquiles y la tortuga: “en teoría”, nos
dice, “Aquiles no debería alcanzar jamás a la tortuga, pero de hecho (como enseña la experiencia) la adelanta”. Para Eco, el problema reside en que “la teoría
aspira a una pureza de la cual la experiencia puede prescindir”. Ante esta disyuntiva, se pone del lado de la experiencia y nos invita a ver al traductor como un
“negociador” que se sitúa entre el texto fuente y la nueva versión y que sabe que,
si quiere satisfacer a ambas partes, debe renunciar a algunas cosas para lograr
otras.
Y, sin embargo, estas soluciones no terminan de aclarar el problema de
por qué pensamos que traducir es “imposible” cuando en realidad “la gente traduce”. Si es innegable que a lo largo de los siglos se han producido, y se siguen
produciendo, numerosísimas traducciones, en los más variados idiomas y formatos, ¿por qué, entonces, los que reflexionan sobre la traducción definen esta
actividad como una tarea que no puede ser llevada a cabo? Además, si bien traducir puede ser muy difícil (no lo niego), también hay otras prácticas de lectura
y escritura que lo son, sin que esto implique que las definamos como imposibles
de realizar. Para dar solamente un ejemplo, a pesar de que no todos podemos
escribir buena poesía, no creo que muchos estuvieran de acuerdo en afirmar
que escribir poesía es imposible. Aquí, más que paradoja o utopía, me parece que
cuando hablamos de la imposibilidad de traducir nos encontramos simplemente
ante una desconexión entre la teoría y la práctica traductoras.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 19
El insistir en la pregunta de por qué pensamos que es tan difícil traducir
cuando en la práctica se traduce muchísimo no es tan simplista como puede parecer a primera vista. En primer lugar, porque el haber asumido que la traducción
es imposible (o inadecuada, o improbable, o fallida, o difícil, para usar algunos de los
términos más frecuentes) ha tenido consecuencias muy tangibles para el estudio
de la Historia de esta práctica. De hecho, esta situación parece haber dado lugar a
una característica muy particular. En general, las historias de la traducción se han
concentrado casi exclusivamente en las reflexiones de los traductores y teóricos,
dejando de lado las estrategias y técnicas que efectivamente se usaron e inclusive
los textos que se produjeron.
Esto no implica, en absoluto, una crítica al enorme trabajo que se ha
realizado, ni una desvalorización del mismo. Gracias a este trabajo, hoy podemos
saber cómo se le decía a la actividad de traducir antes de que, a comienzos de la
Edad Moderna, se unificara el término que hoy la designa (tenemos por ejemplo
los vocablos latinos interpretare, vertere, convertere, explicare, exprimere, reddere, mutare,
y, más tarde, transferre y translatare, además de las varias alternativas en lenguas
romance, como por ejemplo los términos españoles trasladar, transferir, verter, convertir, reducir y romançar, entre otros). Se han confeccionado, también, inventarios
de las metáforas que se han usado para referirse a la traducción (por ejemplo,
era frecuente la idea de que había una transmigración de almas del autor primero
al traductor, o de que el traductor era raptado por la fuerza del estilo del autor,
o se convertía en su esclavo; al mismo tiempo, también podemos encontrar muchos casos en los que gana el traductor
y la traducción es presentada como una
conquista militar del traductor sobre el au“…una recopilación de fragmentos en la que se
tor, o como una ingestión y digestión de las
vea cómo traducían realmente en distintas épocas
palabras del autor antes de que el traducy lugares...”
tor las engendre de nuevo). Además, hoy
podemos saber lo que pensaban de esta
tarea los traductores más conocidos (y los más desconocidos también), ya que
en los últimos años se han venido publicando numerosas y nutridas antologías
que recopilan escritos teóricos de traductores, desde San Jerónimo hasta Walter
Benjamin, pasando por figuras como Leonardo Bruni, Alfonso de Madrigal, Fray
Luis de León, Martín Lutero, Étienne Dolet, Nicolás Perrot D’Ablancourt, John
Dryden, Sor Juana Inés de la Cruz y Friedrich Schleiermacher, para nombrar
solamente algunos de las más conocidos. En suma, lo que hoy tenemos no es
estrictamente una historia de la traducción, sino más bien una sólida historia de
la teoría de la traducción.
En el ámbito de la historia de la práctica traductora, sin embargo, no contamos con una sistematización semejante. Estoy pensando en algo así como una
recopilación de fragmentos de traducciones en los que se vea cómo traducían
realmente los traductores de distintas épocas y distintos lugares. Y estoy pensando —por qué no— en una historia que, además de incluir los términos que se
usaban para referirse a la traducción, las metáforas que servían para describirla y
las definiciones y métodos que proponían los traductores, tuviera en cuenta las
estrategias y técnicas concretas que usaron en distintas épocas. Es un poco como
si, ante la imposibilidad de reconciliar una teoría que dice que la traducción es
imposible con la evidencia de que esta práctica ha sido ampliamente utilizada, se
hubiera optado por concentrarse solamente en la teoría.
20 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
Para dar algunos ejemplos de lo que estaría faltando, me gustaría comenzar con un breve análisis de una creencia firmemente establecida. Generalmente
se da por sentado que traducir es una actividad individual, llevada a cabo por una
persona que conoce bien las dos lenguas (la de origen y la de destino). Y esto se
sobreentiende, ciertamente, en la definición que da Bruni de la traducción ideal
ya en la primera mitad del siglo XV: “La esencia de la traducción consiste en
esto,” nos dice el humanista florentino, “en que lo que está escrito en una lengua sea correctamente transportado a otra. Sin embargo, nadie puede hacer esto
correctamente si no posee una mucha y gran pericia en ambas lenguas”. Como
he propuesto en algunos de mis trabajos, si Bruni enfatiza algo tan simple como
que el traductor debe conocer bien las dos lenguas, es porque tal vez esté rechazando otras formas de traducir en las que esto no era un requisito. Durante la
Baja Edad Media y todavía a principios del Renacimiento, se utilizaron también
formas de traducción que podemos llamar colaborativas, en las que un traductor,
que solamente conocía con profundidad la lengua de origen (árabe o griego), iba
traduciendo la obra a una lengua vernácula, mientras que un segundo traductor le
daba forma a la versión final en latín. Las historias de la traducción, sin embargo,
todavía no incluyen en su narrativa un detalle de los periodos en que se usó o
dejó de usar esta técnica, ni un análisis de las características que tenían los textos
así traducidos.
Para dar otro ejemplo, esta vez referido a estrategias traductoras, me gustaría mencionar el caso de la traducción de la Eneida que hizo Enrique de Villena
en el siglo XV. En general, los críticos de esta obra no han visto con buenos ojos
que Villena use una gran cantidad de sinónimos y frases alternativas para traducir las frases latinas (esto sucede consistentemente desde los primeros versos,
donde Villena traduce “Musa” como “¡O musa, siquiere sçiençia!” y “mihi causas memora” como “recuerda me las causas, siquiere occasion”, y “quo numine
laeso” como “por que la divinidat fue ofendida, siquiere qual deydat se tovo por
ofendida”, y así sucesivamente). En Traducción: Historia y Teoría, Valentín García
Yebra describió la versión de Villena como “antinatural”, como el producto de
una época en la que la prosa española no estaba todavía madura. Tal opinión es
representativa de la visión general de los críticos que se han interesado en esta
traducción. Sin embargo, el trabajo de Villena resulta mucho más interesante y
valioso cuando lo miramos desde el punto de vista de estrategias traductoras, y
no desde el punto de vista del desarrollo del castellano. Después de todo, sus
dobletes léxicos y sintácticos pueden verse como la formalización de una característica propia del proceso traductor: el hecho de que las palabras y frases de
la versión fuente admiten, la mayoría de las veces, más de una traducción en la
lengua de destino.
Podemos encontrar muchos ejemplos del uso de dobletes sinonímicos
en traducciones de la Baja Edad Media y el Renacimiento. Desde las traducciones
del s. XIV del catalán Ferrer Sayol quien, como ha mostrado Dawn Prince, traduce algunos vocablos latinos con pares de sinónimos donde uno de los términos
pertenece al dialecto aragonés y el otro se acerca más al dialecto castellano, hasta
las traducciones latinas que hace Erasmo, a comienzos del s. XVI, de autores
griegos como Libanio o Eurípides y la traducción que hace John Florio de los
ensayos de Montaigne a comienzos del XVII, cuyos tamaños crecen casi hasta
el doble que los de sus originales, debido en gran parte al uso de la sinonimia.
Inclusive, para cerrar el círculo, podemos considerar la traducción que hace John
Dryden de la Eneida, en el s. XVII, donde, al igual que Villena dos siglos antes,
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Dryden recurre a los dobletes y a la multiplicación de frases. Ahora bien, aquí hay
que tener en cuenta que, cuando querían, estos mismos traductores podían hacer
unas traducciones bastante concisas, como es el caso de la traducción que hace
Villena de la Divina comedia del Dante o la que hace Erasmo del Nuevo Testamento, las cuales se corresponden con sus originales casi palabra por palabra. Es
decir que el uso de sinonimia y multiplicación verbal puede considerarse como
una técnica específica a la que podían recurrir los traductores en determinados
contextos. Así, podemos ver que, de alguna manera, lo que hace Villena en su
versión romance de la Eneida es ofrecernos distintas posibilidades de traducción
en un mismo texto. Y, si bien es verdad que esto no cumple con los requisitos de
unidad de sentido y desarrollo lineal que esperamos de la prosa, ¿por qué deberíamos imponer a una traducción los mismos requisitos que a un texto que toma
forma a través de un proceso distinto de escritura y que tiene distinta función?
Tal vez podríamos tener una mirada más abierta si conociéramos tanto sobre la
historia de la práctica traductora de esta época como sabemos del desarrollo de
la prosa castellana.
Una vez planteado este contexto, me gustaría referirme ahora a otra consecuencia del distanciamiento entre teoría y práctica traductoras. Esta vez, dentro
de las reflexiones mismas de los traductores, donde también nos encontramos
con algunas contradicciones notables. Uno de los más escrupulosos con respecto
a estos problemas fue el español Alfonso Fernández de Madrigal, el Tostado. Por
ejemplo, entre las muchas reflexiones que hace sobre las “dificultades” de la traducción, en su Comento de Eusebio nos dice que el traductor “deve guardar lo que
a su oficio pertenece; et es de su oficio del todo remedar al original porque non
haya diferencia otra, salvo estar en diverssas lengua”. Esta salvedad, aunque de nuevo
nos parezca algo obvio, no es un detalle menor. Si se pone como requisito que
la nueva versión sea igual al original, el hecho de que estén escritas en distintas
lenguas no es una diferencia menor. Aquí nos encontramos de lleno con el problema de la imposibilidad. Como bien ha notado Julio César Santoyo, el pensamiento de Madrigal sobre la traducción se basa en el requisito de una ecuación
total entre las dos versiones y, al mismo tiempo, en el reconocimiento de que tal
ecuación es una imposibilidad ontológica.
Esta es, creo yo, una de las puntas del ovillo que pueden ayudarnos a
desenredar un poco el problema de la imposibilidad de la traducción. Si la ecuación total entre dos versiones, en distintas lenguas, no es posible, ¿por qué pretendemos entonces que este sea uno de los requisitos básicos de la traducción?
¿Y por qué Bruni nos dice que el traductor debe ser “raptado” del texto por la
fuerza del estilo del primer autor del mismo [“rapitur enim interpres vi ipsa in
genus dicendi illius de quo transfert”]? ¿Por qué dice Garcilaso, un siglo más tarde, que una traducción es buena cuando el lector puede olvidarse de que el texto
fue alguna vez escrito en otra lengua? ¿Por qué predominan en las reflexiones
traductoras del Renacimiento las metáforas de transmigración, ingestión, conquistas o esclavitud, en las que desaparece el traductor o el autor y queda lugar
solamente para uno de ellos en el texto de la traducción? ¿Y por qué, avanzando
en el tiempo, tenemos que elegir entre la cultura de origen y la de destino? ¿Por
qué, como diría Lawrence Venuti, el traductor tiene que optar entre la extranjerización y la domesticación?
Quisiera proponer que parte de la respuesta a estas preguntas reside en
que, desde comienzos de la Edad Moderna, el pensamiento traductor ha tomado
como modelo el texto monolingüe de las emergentes literaturas nacionales y ha
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dejado de lado otros posibles modelos (por ejemplo, el de las traducciones que
ofrecen muchas alternativas al mismo tiempo). Si tenemos en cuenta el modelo
textual que subyace a los requisitos que se le imponen a la traducción, podemos
ver que es efectivamente difícil, y hasta imposible, que una traducción los cumpla. ¿Cómo se hace para plasmar, en un texto que mantenga constantemente la linealidad y la unidad de significado y estilo, un proceso que involucra dos lenguas,
dos versiones, dos estilos, dos instancias de escritura y múltiples posibilidades de
significado? Estas nuevas preguntas nos invitan a mirar a la “imposibilidad de
la traducción” desde una perspectiva distinta. Más que hablar de una imposibilidad práctica, estamos hablando aquí de una imposibilidad teórica. No se trata
tanto de la imposibilidad de traducir como de la imposibilidad de “pensar” la
traducción.
En los “Apuntes para la historia
“No se trata tanto de la imposibilidad
de la traducción en la Edad Media”, que
de traducir como de la imposibilidad
escribiera Margherita Morreale en 1959,
y con cuyo título juega el título de mi
de ‘pensar’ la traducción”
ensayo, encontramos ya la propuesta de
que “todo intento de caracterizar la traducción medieval en sus distintas fases ha de proceder simultáneamente por
dos caminos: cotejando los textos traducidos con sus originales y elaborando
una teoría de la traducción”. Un poco más de veinte años después, Peter Russell
vuelve sobre este tema, pero también nota que, desafortunadamente, los estudiosos de la historia de la traducción no han seguido la propuesta de Morreale.
Para cerrar estos apuntes, y tras haber propuesto que el estudio de las prácticas
traductoras del pasado puede ayudarnos a entender mejor cómo pensamos hoy
la traducción, quiero insistir una vez más en que el cotejo de los textos traducidos
—y el estudio de las formas en que se traducía y el de las estrategias y técnicas
que se usaban— también deben ser parte integral de nuestras historias de la
traducción.
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AQUEL OTRO GALDÓS
QUE ERA EL GALDÓS DE SIEMPRE
Francisco Caudet
T
odo lo pasaba Galdós por la pluma y lo dejaba plasmado en papel.
Ocurre siempre con los grandes escritores. Cuanto ven y observan,
y cuanto les sugiere tanto lo más excelso como lo más nimio, suele
acabar siendo materia para ir rellenando, convertido en palabras, el
blanco de unas cuartillas. No podía haber ocurrido de otro modo con los viajes
de Galdós por España y por otros países; viajes, en general cortos, que le apartaban temporalmente de su querido y entrañable Madrid, el espacio por excelencia
de su mundo novelesco. Un espacio que él, en persona o a través de sus personajes, estuvo siempre visitando y revisitando, descubriendo y redescubriendo. No
resulta difícil, aunque hay a menudo que fijar en ello cuidadosamente la atención,
espigar entre las novelas de Galdós las muchas páginas en las que describe el paisaje urbano madrileño. Bueno, urbano, pero también social, político, económico,
histórico y humano. Esto último, lo englobaba todo para él.
Galdós en sus escapadas, pluma —su ristre— en mano, por San Sebastián, Bilbao, Santander, Barcelona, Madrid y por tierras portuguesas e italianas,
remolina el conjuro de múltiples miradas sobre esas zonas de la Europa del Sur.
Una Europa que tiene la riqueza de lo variado y plural. Galdós, respetando y
admirando tal naturaleza geográfica y humana, dejaba que lo real mostrara, a
través de la magia de la palabra —la palabra siempre la tiene—, toda su riqueza.
Así, con esa mirada-escritura dejaba que lo real de cada lugar, como si fuera un
variado contrapunteado de notas musicales o un plural amasijo de personajes de
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una misma novela —lo variado y lo plural define persistentemente a Galdós—,
mostrara y transmitiera lo que estaba al alcance de su vista. Ello era siempre, en
su caso —y esperaba fuera el caso asimismo de sus lectores—, un cúmulo de
apariencias exteriores tras las que se escondía una vena riquísima de profundidades, de interioridades. Como el eximio realista que era, cada lugar necesitaba,
para ser descubierto en toda su complejidad, la mirada de un visitante que buscaba obsesivamente acercarse a las superficies de las cosas y también —y sobre
todo— apurar el sentido de sus recovecos íntimos, de sus interiores.
Las más de las veces esa busca no se limitaba a hacer, aunque sea esa la
declarada intención del Galdós viajero, una crónica centrada en el lugar visitado.
No era únicamente así porque el viajero de su progenie suele llevar consigo sus
personales cuitas y barruntos, y lo que ve su mirada aparece empañado, lo quiera
o no, sea de ello consciente o no, por unos interiores que, estén o no en el lugar
visitado, lo están, al menos como actitud de esa busca, en el viajero.
La crónica que escribió sobre
San Sebastián empieza —me remito a
“…la mirada de un visitante que
ejemplos que se hallan en algunas de sus
crónicas de viajero— con una serie de
buscaba obsesivamente acercarse a las superficies
símiles y comentarios sobre Madrid; y,
de las cosas y apurar el sentido de sus recovecos
cuando más adelante se describe la ciuíntimos...”
dad, se hace comparándola con Ginebra
y con París. La mirada del viajero está
empañada de recuerdos de otros viajes, de otras miradas. La ciudad de San Sebastián tiene encantos que no tienen punto de comparación con nada hasta el
momento visto por el viajero: el puertecito, “que parece de muñecas”; la playa
de la Concha, de la que sostienen los guipuzcoanos que “la exploración de todo
el litoral del Universo no daría por resultado el hallazgo de otras mejor”; Monte
Urgull, “un cerro empenachado de árboles, batido del mar en su mayor parte,
alto, redondo, solo, magníficamente orgulloso y esbelto”… Pero a esos y otros
encantos de ese paisaje sin parangón los empaña la memoria que lleva consigo
el viajero de las guerras carlistas, la pervivencia de un “patriotismo local y de
campanario que es origen de tantos males”. La admiración que experimenta por
Bilbao y sus habitantes, por sus marinos y sus mineros, por su espíritu festivo…
aparece de pronto enturbiada, en la crónica sobre esta ciudad, por lo que pervive
aún de ese mismo pasado, al que se había referido en la crónica sobre San Sebastián, y es aún amenazante “combustible para la hoguera…”.
Santander es esa magnífica ciudad y geografía costera del Norte que Galdós, por haber tenido allí durante muchos años su residencia veraniega, conocía
muy bien y, por lo tanto, podía en su crónica haberse detenido a describir en detalle. Pero no lo hizo porque la mirada no la tenía puesta en el paisaje con el que
tan familiarizado estaba sino en España. Por ello, Santander es convertida, junto
a las limítrofes Asturias y Galicia, regiones de humildes y laboriosos emigrantes,
en la imagen ideal de España. “La historia política en esta región —discurre
Galdós en esa crónica— es poco abundante en emociones, y nuestros gobernantes no tendrían tantos quebraderos de cabeza si no hubiera en España más que
montañeses, asturianos y gallegos, porque seguramente viviríamos entonces en
el mejor de los mundos posibles”.
En la crónica que dedica Galdós a Barcelona la mirada sobre el paisaje
urbano deja pronto paso a lo que sobre todo le preocupaba: la necesidad de encontrar modelos para que España saliera del marasmo en que —mucho le dolía a
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Galdós— se hallaba. Barcelona, y el resto de Cataluña, era ese modelo, al menos
en potencia, porque “de cuantas fabricaciones enriquecen a Inglaterra, Alemania
y Francia, hay en Cataluña alguna muestra, pudiendo decirse que los catalanes ensayan su inteligente actividad en todas las ramas de la industria contemporánea”.
De ese modelo en potencia destacaba el cronista que tenía una composición social más modélica que la de Madrid, pues en Barcelona la única aristocracia que
había era “la del dinero amasado laboriosamente en el comercio y la industria”,
y contaba con una clase media y con pueblo fabril que gozaba de mejores condiciones de trabajo y de vida que en Madrid. Pero ese modelo en potencia ya no lo
era tanto —se detenía a explicar en detalle el cronista— por sentirse necesitada
Cataluña del proteccionismo arancelario para sus productos, lo que planteaba un
pleito con el conjunto del resto de España que o bien exigía la misma protección
o era, porque la competencia en igualdad de condiciones permitía mejorar la
calidad y precio de los productos, librecambista.
En tres crónicas sobre Madrid se ocupaba Galdós de los mercados de
Madrid y de la cantidad y variedad de productos que llegaban a la capital de todas
las provincias españolas. Esta crónica, una como miniatura de El vientre de París, la
novela de Zola sobre Les Halles, presenta la minuciosa relación de la riqueza de
productos alimenticios de cada una de las regiones españolas que, de cada una de
ellas, afluían —y lo siguen haciendo en la actualidad— al venturoso centro equidistante del resto de España que es Madrid. Galdós, que no gustaba de hablar de
sí mismo, hace, al final de esta crónica, una inédita confesión personal: “Sepan
que no soy glotón, ni siquiera goloso, y que poseo una dichosa indiferencia hacia
lo que llamamos placeres de la mesa”.
En la segunda crónica, “Panoramas madrileños”, deja Galdós rienda
suelta al emocionado sentir, a esa cari“…un Madrid cuyos vicios y virtudes tenía
ñosa pasión suya por Madrid que, como
el propósito de convertir en el tema
buen tímido, solía contener, guardarse
de su producción novelesca...”
para sí mismo y apenas aparecía en sus
novelas. O no lo hacía con la manera
casi desbordante —y sin por ello perder
el humor— de esa crónica. La nieve que, como por cierto los mercados de la
crónica anterior, tiene su protagonismo en la parte final de Fortunata y Jacinta
es descrita, en esta segunda crónica, como un espectáculo divertido que dura
poco. En una ciudad donde el sol siempre acababa saliendo, breve es —recuerda
Galdós— la permanencia en el suelo de la nieve. Le da ello pie para hablar del
viento, el cielo, el frío y las noches invernales de Madrid: “Los vientos del Norte,
que embellecen el cielo, haciéndolo tan fino, profundo y transparente, y al propio
tiempo producen el frío sutil, el verdadero frío de Madrid, que coincide con la
serenidad y hermosura de la bóveda celeste. […] Por la noche, los estanques y
puentes se cubren de una costra de vidrio y todo lo que es líquido se endurece y
el hielo adquiere una blancura espeluznante. La luna alumbra casi tanto como el
sol de Rusia y tiñe los objetos de un viso azulado y metálico que parece aumentar
la sensación de glacial desamparo. El cielo parece una gran bóveda de bruñido
acero y las estrellas semejan brillantes que despiden reflejos verdes y amarillos de
sus bien talladas facetas”. Los lectores de Galdós no habían posiblemente estado
nunca tan cerca de esa memoria suya de miradas personales, íntimas, que ahora,
en esa crónica, vertía sin apenas contención sobre el papel.
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Lo que dice en la tercera crónica, “Vida de sociedad”, es una miniatura
del cañamazo —a algunos nos gusta llamarlo referente socio-histórico— sobre
el que tejió-compuso la casi totalidad de sus novelas. “Vida de sociedad”, esa
crónica-miniatura, gira en torno a un Madrid al que también se había referido
en las crónicas sobre San Sebastián y Barcelona y, de manera más particular y
concreta —y más detallada, más extensa—, en “Observaciones sobre la novela
contemporánea en España”, ensayo de 1870, o en “La sociedad presente como
materia novelable”, discurso de ingreso a la Academia de 1897. Un Madrid cuyos vicios y virtudes tenía el propósito —como adelantó en ese ensayo y en ese
discurso— de convertir, con una mayor amplitud de registros, en el tema —y así
fue— de su producción novelesca. Esta crónica tiene el añadido interés de recoger, en su primer apartado, unas consideraciones sobre el “principio igualitario”
de la sociedad española al que le habría de dedicar una controvertida página de
Fortunata y Jacinta, que ese apartado aclara.
Las dos crónicas, que se recogen bajo el título “Excursión a Portugal”,
son un testimonio del gran interés y cercanía literaria y política que siempre sintió
Galdós por el país de su contemporáneo Eça de Queiroz. Acaso por ese interés
y esa cercanía las descripciones de las urbes y del paisaje portugueses alcanzan,
como en la referida crónica de Madrid, un alto grado de emotividad. Galdós
era firme partidario de la reunificación de Portugal y España. Sabía que era “un
sueño, un delirio” y que el “solo anuncio de semejante idea hace temblar de indignación a los susceptibles portugueses”, pero, terminaba augurando, “como
la verdad se impone al fin, vendrán tiempos en que los dos pueblos hermanos
encuentren una fórmula para construirse en hermoso y soberano grupo, el cual
tendrá la fuerza que ninguna de las dos nacionalidades separadas obtendrá jamás”.
En la primera de las tres crónicas sobre Italia se hace una incursión en
los acontecimientos que abocaron al logro de su unificación bajo el cetro de los
Saboya —proceso y familia que contaban con todas las simpatías y admiración
de Galdós—. Roma, Génova, Venecia, Florencia, Nápoles y Pompeya —a las
que dedica a cada una por separado una crónica—, el Vaticano… sobrecogen,
como la historia y el arte que descubre por todas partes, el ánimo del viajero. Es
tanto lo que necesitaba contar que estas crónicas tienen algo de guía turística.
En el Museo de Nápoles, un edificio que había mandado construir el
duque de Osuna, virrey de Nápoles, recuerda de pronto —según cuenta en la
tercera y última crónica sobre Italia— el primer verso del soneto que Quevedo,
su secretario, escribió en defensa del duque, que fue acusado por sus enemigos
de intentar alzarse con el reino de Nápoles y cayó, finalmente, en desgracia y fue
destituido:
Faltar pudo su patria al grande Osuna…
En Nápoles, al final de su viaje a Italia, se había vuelto a encontrar Galdós con España y con la novela. Alejandro Miquis, el quijotesco amo del sanchesco Celepín, se había prendado, en El doctor Centeno, de ese verso, y del resto
del soneto, haciendo suyo el hálito quevediano de justicia que lo animaba.
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DISCURSO NACIONAL, ÉLITES Y RESISTENCIA.
NOTAS SOBRE EL COLEGIO EN CUATRO NOVELAS
HISPANOAMERICANAS
Víctor Escudero
E
l colegio es un espacio característico de las novelas de formación,
modelo literario desde el que pueden leerse las cuatro novelas que
convocaremos a continuación. El gran aporte de tal modelo, descendiente del debate ilustrado y romántico sobre el individuo, estriba en
observar la identidad y la libertad del sujeto como negociación con la sociedad,
sin dogmas ni aprioris pero tampoco certezas ni horizontes definitivos. En esa
precariedad, el protagonista de estas novelas negocia con los discursos sociales
que el colegio vehicula. En cierto modo, nos interesa observar al personaje como
producto y a la vez resistencia a esos discursos. La comparación nos conducirá a
detectar distintas posiciones del individuo frente a la homogeneidad cultural que
el colegio trata de instaurar, así como diversos ángulos desde los que enfocar la
tutela de las élites en la configuración de imaginarios nacionales restrictivos.
El colegio aparece en estos relatos como una microcomunidad que arrastra e ilustra con sordina los conflictos que laten en la sociedad en conjunto. En
las líneas siguientes, no analizaremos tanto la articulación simbólica y literaria de
ese espacio como las prácticas discursivas que pone en juego como parte de un
dispositivo social mayor. La acusada convencionalización del colegio en la novela
de formación abonará la propuesta de lectura comparada entre dos novelas argentinas y dos novelas peruanas: Juvenilia de Miguel Cané (1886) y Ciencias morales
de Martín Kohan (2006); Los ríos profundos de José María Arguedas (1958) y La
ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa (1963). En definitiva, nos va a interesar
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cómo la representación del colegio en cuatro novelas de formación hispanoamericanas plantea distintas posiciones del proyecto social que el colegio instituye en
relación con la homogeneidad o complejidad cultural que ese proyecto vehicula1.
I
Empezamos por el Colegio Nacional de Buenos Aires sobre el que pivotan Juvenilia y Ciencias morales. La novela de Kohan puede ser leída como reflejo
invertido de la de Cané, pues Ciencias morales incorpora la referencia explícita y
recurrente a Juvenilia como elemento estructural. Kohan, de hecho, lleva a cabo la
reescritura de una novela que se había convertido a finales del XX en lectura escolar prescriptiva y en paradigma de una determinada visión oficial del país. Como
analiza Óscar Terán en su ensayo sobre el pensamiento argentino, esa visión
está asociada a las élites porteñas de finales del XIX, que tratan de protegerse
de los cambios modernizadores e inmigratorios que han irrumpido en el país y
que, irónicamente, aseguran su posición social privilegiada mediante el progreso
económico que sustenta tal posición. Para esa generación, el Colegio Nacional
de la infancia se antoja como un orden social perdido, una especie de reserva
espiritual frente a la invasión extranjera
del presente. De ahí que Juvenilia, cen“El colegio es como una micro-comunidad
trada en los recuerdos adolescentes del
que ilustra con sordina los conflictos
autor en el Colegio Nacional, “entona
el recuerdo melancólico de una Buenos
que laten en la sociedad”
Aires que ya no es”, según sostiene Óscar Terán.
El relato de Cané puede encuadrarse entre los discursos de revisión del
pasado como fundamentación nacional del presente que sellan algunas novelas
de formación hispanoamericanas del primer siglo XX, cuya principal muestra es
Don Segundo Sombra. Cané forma parte de una generación que todavía confió en la
educación institucionalizada como vía hacia la emancipación, como generadora
de progreso y autonomía social e individual, y la figura reformista y salvífica de
Amadée Jacques aglutina toda esa fe. El Colegio se configura como un producto
de la historia nacional y como la arena en la que se juega el futuro del país. Así
lo resume Juvenilia: “Antes de su entrada [Amadée Jacques], las pasiones políticas
que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios
1
La convencionalización del
entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos cuyas difeespacio colegio comienza, de hecho,
rencias se zanjaban a menudo en duelos parciales”.
en la novela de formación europea
desde el siglo XIX, casi siempre
A pesar de esas divisiones y desencuentros, la formación del protagonisencarnando la institucionalización
ta que se relata está completamente penetrada por un tono elegíaco que tiende
de unos determinados valores
a suavizar los síntomas de desconfianza: “Sí, amar el estudio; a esta impresión
sociales —El destino de la carne, Las
tribulaciones del joven Törless, Retrato
primera debemos todos los que en el Colegio Nacional nos hemos educado, la
del artista adolescente...—, o bien
preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales”.
como espacio donde empezar un
El colegio, por lo tanto, funciona en Juvenilia como espacio de reconocimiento,
trayecto inesperado hacia zonas
de
penumbra —El gran Meaulness,
de neutralización de conflictos, y como vehiculador de un proyecto basado en la
Demian... Tales funciones van a seconstrucción de un imaginario nacional homogéneo que neutralice la diversidad guir siendo vigentes en los colegios
tumultuosa que arrastra la marea inmigratoria. El nacionalismo culturalista será la
hispanoamericanos de las novelas
aquí estudiadas, aunque incidiendo
estrategia de la élite intelectual finisecular para impregnar los programas educatien matices semánticos asociados
vos de un discurso nacional cohesionador fundado sobre la celebración épica de
a una evolución social y estética
la independencia, la configuración de la nación criolla del XIX o el desarrollismo
disímil.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 29
latifundista de una burguesía de estirpe casi feudal.
Frente a esa mirada confiada, Kohan plantea una revisión implacable.
Ciencias morales muestra el Colegio Nacional un siglo después del recuerdo complacido de Cané, esto es, en el año 1982, en plena dictadura militar, entonces embarcada en la guerra por el archipiélago de las Malvinas. Tal vez por esas circunstancias, que solo se perciben como atmósfera, nunca de forma directa, el relato
convierte al Colegio en una suerte de fortaleza opresiva que, más que defender
del exterior, clausura y somete a los que están dentro: “Nada de lo que pueda
resonar afuera alcanza a resonar adentro”. La novela se centra paradójicamente
en la iniciación de una de las preceptoras, María Teresa, más ajena a los resortes
de la vida que sus propios pupilos. Siguiendo su indiscutida y acrítica separación
entre el bien y el mal, María Teresa se embarca en una histérica pesquisa en los lavabos de chicos para averiguar quién los usa para fumar a escondidas, y aparecer
así como garante del orden ante sus superiores. Sin embargo, esa misma fidelidad
al orden la conducirá a la humillación: cuando el señor Biasutto —reverso del
Amadée Jacques de Cané— la descubra
en los lavabos durante una de sus guardias, lejos de comprender su intrincado
“En Juvenilia, es un espacio de neutralización de
plan, la someterá sexualmente. La violaconflictos y vehicula la construcción de un
ción clausura y anula la iniciación de la
imaginario nacional homogéneo”
preceptora, estableciendo un hiato irreversible entre el mundo y ella:
Llega a la sala de profesores, donde están sus compañeros, y le parece inconcebible que la vida normal siga su curso. Pero es eso lo que pasa, sin que nadie note
nada: las demás cosas de la vida persisten en su canal habitual. El mundo restante,
el mundo de los otros, no se altera por lo que ha pasado: no se descompone, no se
desintegra, sigue su curso. Ninguna clase de radiación, aunque invisible y de fuente
ignorada, lo tuerce o lo altera. La asombra esa cierta garantía de la continuación
de lo mismo.
La constatación que lleva a cabo la protagonista no solo sirve para aniquilar su visión del mundo previa, basada en la identidad entre jerarquía social y
moral, sino que también advierte cómo la sociedad permanece indiferente ante
tal desmoronamiento. La novela de Kohan, de hecho, no deja de subrayar cómo
el aplastamiento que padece María Teresa está directamente convalidado por la
sociedad y los valores nacionales que el Colegio Nacional representa. Así describe el discurso del Prefecto en la inauguración del curso:
Sus palabras son pocas pero claras, y dichas con un rigor que las vuelve verdaderas. Se refieren a lo que significa el Colegio Nacional de Buenos Aires en la historia
de la República Argentina y a lo que implica, en consecuencia, ser alumno del colegio. Hacen historia: se remontan a la fundación, en el año 1778, a cargo del Virrey
Vértiz, el segundo virrey que rigiera las Provincias Unidas del Río de la Plata, y
al que se consagra para la posteridad como el Virrey de las Luces. [...] El colegio
encuentra en 1863 su refundación definitiva, ya como Colegio Nacional, bajo el
genio de Bartolomé Mitre, fundador de la Nación misma; primer presidente argentino, militar de fuste, historiador cabal, periodista de raza y traductor avezado.
[...] Más tarde, hacia 1880, el colegio es cuna de la generación más brillante que
haya conocido la historia argentina, como lo testimonia Miguel Cané en su ya clásico libro Juvenilia, y es así que en la consolidación inestimable del Estado Nacional
argentino el colegio cumple, una vez más, un papel decisivo.
30 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
El Colegio Nacional se asocia a una historia oficial del país, a una historia
hecha de palabras en mayúsculas, una larga genealogía de pupilos ilustres que
coincide con los padres de la Patria. Es la historia en la que Miguel Cané trata de
integrarse, y que en la novela de Kohan aplasta a María Teresa. El colegio que
en Juvenilia formaba parte de un proyecto nacional muestra una decadencia obscena y escatológica en Ciencias morales. Esta última no deja de ser una voluntaria
reescritura distorsionada y grotesca de
la elegía planteada por Miguel Cané. Las
“El Colegio Nacional se asocia a una larga
élites que este celebraba han fosilizado
genealogía de pupilos ilustres que coincide con
un relato nacional que, un siglo más tarlos padres de la Patria”
de, parece ya solo un dogma espectral.
La novela de Kohan, sin embargo, no
ataca la estructura del discurso nacional,
sino la distancia que las élites han inoculado en él. Entre la escritura de ambas
novelas ha pasado todo el siglo XX y, en cierta manera, pueden leerse como dos
extremos del relato formativo argentino.
II
En un nivel intermedio entre el lapso que separa las dos novelas argentinas, aparecen las de Arguedas y Vargas Llosa. Y ese nivel intermedio no alude
solamente al momento de su publicación —1958 y 1963, respectivamente—,
sino a su planteamiento en relación con el espacio colegio. Ambas lo articulan
narrativamente como un ecosistema que alimenta y desencadena la pluralidad
de conflictos sociales, étnicos, culturales que asolan a la sociedad peruana del
momento. Son numerosos los acercamientos críticos que, como el de Ariel
Dorfman, han resaltado cómo el colegio de Abancay en el que aterriza el Ernesto de Los ríos profundos “se muestra como el punto de reunión de los más
diversos representantes de Perú, como una muestra, diminuta pero simbólica,
de las diferentes geografías y clases sociales de ese país, y las alianzas, treguas y
luchas entre ellos”. Eso explica que la novela dedique varios capítulos a describir
minuciosamente el carácter y procedencia de los compañeros de escuela del protagonista. El relato muestra cómo el colegio parte de una visión homogeneizadora y jerárquica, fundada en la herencia hispánica colonial —representada por el
Padre Director y los alumnos que proceden de las haciendas—, insistentemente
desmentida por la presencia del componente indígena y mestizo que emerge de
forma arrolladora en momentos clave de la narración, como son el motín de las
chicheras o las huellas incas que Ernesto aprende a leer en objetos y personas.
De nuevo, el colegio trata de fijar una correlación de fuerzas entre los
distintos grupos sociales que se basa en el deseo de perpetuación de unos pocos
y el desencanto de los demás. Como también ocurre con La ciudad y los perros, la
vida en el colegio está marcada por la violencia, que degrada física y moralmente
a los estudiantes. Ernesto conoce allí a los futuros poderosos y a los marginados, la herencia colonial y la indígena, y entiende que, a pesar del conflicto que
los enfrenta, ningún individuo puede ser entendido con la referencia a uno solo
de estos componentes: de ahí que el Padre Director sea autoritario a la par que
comprensivo, o que Antero le enseñe a dominar el zumbayllu, instrumento que
condensa la herencia india, pero no admita la opresión que sobre los indios inflige su clase social: los hacendados. Ernesto entiende que todos esos aparentes
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 31
opuestos están comunicados por ríos profundos, por una historia de conflictos
compartida y por la pertenencia atávica a una misma geografía, que aflora en
cada presente y que no debe ser soslayada. El trayecto formativo de Ernesto, de
hecho, se dirige hacia una comprensión de la armonía utópica que sustenta dicha
tensión.
Ernesto se vuelve así un ser paradójico: la comprensión de la íntima unidad del mundo lo aísla del resto. En cierto modo, ha conseguido trascender las
oposiciones que desangran al país, y ese papel trascendental culmina en la asunción de una tarea mesiánica al final del relato: dirigirse hacia el foco de peste del
que todo el mundo huye para ayudar en la misa redentora. Pero la afirmación de
ese gesto místico, lo vuelve extraño a los demás: “¡No te entiendo, muchacho!”,
le confesará finalmente el Padre Director. Así pues, la novela se articula, por un
lado, sobre la disolución de una visión maniquea del mundo, y por el otro, sobre
la rehabilitación del conflicto como fundamento colectivo. Y es el colegio, no
tanto como enseñanza formal, sino sobre todo como experiencia social, lo que
conduce a Ernesto a esa comprensión de un mundo complejo y fusionado en
una danza que aflora una y otra vez al
final de cada capítulo, diluyendo las jerarquías que ordenan el cosmos social.
“En Arguedas modela una promesa —heterogénea
En Arguedas encontramos la fiy contradictoria— de nación; en Vargas Llosa,
gura del escritor a medio camino entre
parte de la derrota de toda promesa de
el rapsoda que purifica y el poeta civil de
integración”
estirpe romántica, de no ser por el carácter antiheroico del mestizo que protagoniza la hazaña. Dicha condición actualiza la búsqueda en un presente que
se antoja heterogéneo. Así es como Los ríos profundos recupera la alusión a la edad
dorada pero no solo para señalar los límites de una actitud nostálgica, sino para
dotarla también de un contenido mítico nuevo capaz de proyectarse como actitud reformadora del presente. Los ríos profundos sitúa el espacio colegio en un plano
intermedio entre la nostalgia idealizadora de Juvenilia y el aplastamiento del sujeto
que describe Ciencias morales.
Desde la óptica de la novela de formación, La ciudad y los perros resulta ser
el reverso de Los ríos profundos. En esta última el relato conduce hacia una síntesis
de voces, mientras que en aquella se despliegan una multiplicidad de perspectivas
que solo se unifican pronunciando una misma atonía. En Arguedas la búsqueda
modela una promesa —heterogénea y contradictoria— de nación; en cambio, la
novela de Vargas Llosa parte de la derrota de toda promesa de integración. Allí
la sierra invoca la concertación de herencias culturales distintas, aquí la ciudad
aglutina y acumula clases sociales y etnias que se yuxtaponen en barrios cuyas
tramas nunca convergen. Pero descontado ese tono y ese proyecto enfrentados,
ambos escritores tienen una misma ambición totalizadora. Ambos trabajan en el
fragmento la coherencia del conjunto y acomodan en la escritura una capacidad
iluminadora y desafiante. Esa coincidencia explica que Vargas Llosa no dejara
de resituar su narrativa al mismo tiempo que pensaba la de Arguedas, que pertenecía a una generación anterior. Resulta interesante pensar cómo la novela de
Arguedas trata de construir la peruanidad a través de la novela de formación de
un personaje, mientras Vargas Llosa cifra en una formación coral la posibilidad
de pensar un discurso nacional.
Hay en ambos, además, un intento por trasladar esa posibilidad al lenguaje mismo. Arguedas lo hará incrustando en el español el ritmo y las torsiones
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sintácticas del quechua. La correspondencia de este ejercicio con todo el compromiso intelectual de Arguedas nos invita a observarlo como un gesto conspicuo de visibilización de voces socialmente coexistentes. Si a ello añadimos la
condición del español como idioma del poder, se advierte que su forzamiento va
más allá del desafío estético, y busca crear un espacio de comprensión de aquello
que, de otra manera, sería inaudible. Así lo refiere el mismo Arguedas: “no se
trata, pues, de la búsqueda de la forma en su acepción superficial y corriente, sino
como problema del espíritu, de la cultura, en estos países en que corrientes extrañas se encuentran y durante siglos no concluyen por fusionar, sino que forman
estrechas zonas de confluencia”. Por su parte, Vargas Llosa funde en su novela
perspectivas y enunciaciones, llevándola a una amalgama de voces que obliga a
sus personajes a mostrar su particular relación con el lenguaje como forma de
individualización. De Arguedas a Vargas Llosa hemos trazado una trayectoria
que conduce desde la afirmación por el lenguaje del Ernesto de Los ríos profundos
hasta la afirmación en el lenguaje de La ciudad y los perros. Así, donde el primero
fuerza el idioma de poder para hacer hablar a una heterogeneidad social invisible,
Vargas Llosa trata de construir esa totalidad a partir del agotamiento de posibilidades de relación con el lenguaje.
En las dos novelas peruanas, por lo tanto, la situación cambia. El colegio
aparece en las dos narraciones articulado como un ecosistema que evidencia la
pluralidad de conflictos culturales, sociales y étnicos que subyace a la posibilidad
de pensar un discurso unitario para la sociedad peruana. Desde distintas posiciones y planteamientos estéticos, ambas novelas retratan la resistencia a la homogeneidad que el colegio trata de institucionalizar, es decir, la imposición de la única
herencia cultural hispánica, el catolicismo como dogma moral, la legitimación
de las oligarquías burguesas como portadoras del destino cultural y político, la
disciplina militar como código ético, etc. Mientras en las novelas argentinas la
homogeneidad del relato social se planteaba como un proyecto constructivo o
anulador pero no se contemplaba otro, en las peruanas es el individuo quien
introduce el espacio inesperado de lo contradictorio en el seno de la institución.
Los ríos profundos no abandona la veta nostálgica que también plasma Juvenilia,
pero no se queda en un planteamiento polarizado y resalta las complejas relaciones que están laminando la posibilidad de suscitar un proyecto social negociado
en Perú. El colegio en Juvenilia era el espacio de una sociedad ficticia y elitista; en
cambio, en las novelas de Arguedas y Vargas Llosa, el colegio posibilita pensar
la complejidad de un país y, si bien el diagnóstico no es complaciente, sí permite
plantear un proyecto de futuro. Ciencias morales, por su parte, sella el fracaso de
ese proyecto a través de la sordidez ambiental de un Colegio Nacional que refleja
la autarquía de una sociedad paranoica y prisionera, en cuyo seno la experiencia
individual resulta expropiada e irreconocible.
III
Para terminar, anotamos tres elementos para el debate derivados de la
lectura comparada de estas cuatro novelas. En primer lugar, es posible pensar el colegio —y, especialmente, el colegio nacional previsto para las élites: el
Colegio— desde la ubicación tradicional de institucionalizador de un determinado proyecto social que prima la homogeneidad nacional y ahuyenta las heteREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 33
rogeneidades. Desde ese ángulo, se adhiere a la naturaleza misma del Colegio la
configuración de una idea nacional que privilegia una de las tradiciones culturales
por encima de las demás, aislándola de contactos y diálogos que puedan inducir
cualquier grado de mestizaje. Tal defensa de la homogeneidad cultural parece
buscar una abstracción, una idea nacional expropiada del tiempo histórico y olvidadiza de los elementos que condicionaron su prehistoria, es decir, aquello que
queda antes de los procesos de independencia. Por lo tanto, el discurso nacional
se construye sobre tres ejes: homogeneidad, atemporalidad y definición.
En segundo lugar, situar un arco
temporal amplio nos permite observar
“En las novelas argentinas la
en las dos novelas argentinas distintos
homogeneidad del relato social se planteaba
efectos de esas prácticas homogeneizadoras. Ambas novelas se dirimen en el
como un proyecto constructivo o anulador,
Colegio Nacional, otrora centro educatipero no se contemplaba otro”
vo de las élites porteñas. Si bien el tono
elegíaco de Cané se convierte en la crítica ácida de Kohan, en ambos casos el Colegio aparece como una especie de
fortaleza o de crisálida que aísla y construye un proyecto social autárquico. El
discurso que pone en juego el Colegio rehúye la complejidad para asegurar su
perpetuación. Lo que separa a las dos novelas no es tanto una versión distinta de
la homogeneidad nacional como una divergencia sobre la posición y legitimidad
de las élites para defenderla.
Finalmente, la lectura comparada de las novelas argentinas y peruanas,
nos lleva a observar cómo la atribución tradicional al colegio de discursos homogeneizadores no se ubica siempre en el mismo lugar: para las novelas argentinas,
la homogeneidad cultural de la nación agota el espacio, mientras que las peruanas
sitúan la homogeneización como límite que suscita la resistencia inevitable. Las
primeras ponen el acento sobre un individuo que se observa como producto
inmediato de la institución, que se reconoce en el discurso nacional que esta suscita. Kohan muestra el reverso vacuo de la institución, pero señala el parasitismo
de las élites. Mientras tanto, Arguedas y Vargas Llosa sitúan el discurso nacional
del colegio como ruido de fondo sobre el que se establecen los personajes y
su lenguaje como alternativa discursiva. Así, en las dos tradiciones, aparece una
novela más bien elegíaca y otra furiosamente crítica; sin embargo, las novelas
argentinas apuntan más a las élites que a la estructura del discurso, mientras que
las peruanas señalan la impotencia del discurso sin la presencia de las élites.
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PICASSO, EL COMUNISMO Y LOS
POETAS DEL EXILIO REPUBLICANO DE 1939
José-Ramón López García
M
ás allá de su significación icónica, lo cierto es que en Picasso predominan antes las ambigüedades y las ambivalencias que los estereotipos forjados alrededor de quien ha llegado a ser el pintor
más universal. Las constantes transformaciones de sus modos de
expresión artística, los debates acerca de su identidad nacional, sus polémicos
posicionamientos políticos, el ejercicio de un vitalismo exacerbado y plagado de
angustiosos claroscuros, su pulsión sexual poliédrica y desafiante ante la muerte… Para frustración de algunos, es imposible dar con aquellas ansiadas claves
que unificarían una trayectoria que, de modo sistemático, acaba traducida en esa
entidad proteica, excesiva, destructora y genesiaca a partes iguales que es Picasso.
Sin que falten análisis excelentes e innovadores, lo más frecuente han sido las
lecturas reductivas y tranquilizadoras que, mediante la aplicación de hermenéuticas convencionales o el conformismo de orillar en explicaciones propias de
los mitos, han terminado por simplificar una diversidad inaprensible desde estas
perspectivas. Lecturas que, por tanto, admiten de un modo u otro su incapacidad
ante un sujeto y objeto de análisis que las desborda. Prevenidos de estas dificultades, parece más conveniente acercarse a esta multiplicidad fascinante como
posibilidad y no como limitación, e incluso tomar de ella algunos espacios poco
transitados, aparentemente menores dentro de lo que podrían considerarse constantes de la biografía y creación picassianas.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 35
Las permanentes relaciones de Picasso con la poesía son bien conocidas.
Lo es la propia práctica como poeta del pintor, textos de una prodigiosa madurez
que no defraudan ni en su calidad ni en su heterogeneidad y claves para entender
las formulaciones estéticas globales de su autor. También lo son los contactos
personales mantenidos con algunos poetas célebres, desde sus vivencias fundadoras en las vanguardias estéticas hasta sus derivaciones en las vanguardias políticas: Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Pierre Reverdy, Jean Cocteau, Tristan
Tzara, Paul Éluard… Por descontado, a esta nómina debe sumarse una larga lista
de poetas españoles y latinoamericanos, desde Huidobro a Vallejo y Neruda, desde Gerardo Diego a Gabriel Celaya o Rafael Alberti. Precisamente la mención
de este último, el caso más notorio y estudiado, sirve de puente hacia un grupo
de significativas poéticas exiliadas por lo general bastante desatendidas por la
crítica, acaso porque, en buena medida, estas poéticas ponen en primer término
la fecundidad estética de lo político y, más en concreto, de la militancia o afinidad
con el comunismo.
Se ha tardado mucho en aceptar,
y analizar, el papel fundamental que el
“La fuerza de su arte es
compromiso político picassiano ocupa
en sus creaciones, como si se tratara de
incomprensible si se deslinda su valor ideológico”
un componente circunstancial, referente
externo de su rebeldía e inconformismo
que en ningún caso debiera cuestionar los valores artísticos inmanentes de su
propuesta. Muy especialmente, y lejos de ser leído como un obstáculo, la fuerza
del arte picassiano es del todo incomprensible si se deslinda el valor ideológico
que su obra alcanza desde el momento en que el comunismo entra a formar parte
de su formulación ideológica y se plasma, como no podía ser de otro modo, de
manera particular e incómoda para las consignas y oficialismos del partido. Las
definiciones de Picasso como “mal comunista” o “comunista apolítico” no dejan
de revelar la insolvencia, casi siempre interesada, para evaluar ámbitos de su obra
en la que, nuevamente, sirven de poco acercamientos prejuiciados.
El exilio republicano, como todo exilio, debe partir de una comprensión
histórica y política que dé cuenta de su especificidad. Y en tanto que la figura
de Picasso se somete a un proceso de gradual radicalización política durante la
guerra civil, la segunda guerra mundial y la guerra fría, no es de extrañar que, a su
vez, sean muchas las praxis poéticas exiliadas que toman como punto de partida
de su propuestas el diálogo con la historia y la condición política del pintor. En
plena defensa del capital cultural e ideológico republicano, con la necesidad de
fundamentar otras lecturas de lo español que contraponer a los discursos excluyentes del interior franquista, Picasso, como otros referentes clásicos y contemporáneos (desde el Cid a Velázquez o Goya, desde Galdós a Antonio Machado o
García Lorca), será invocado simbólica y materialmente por los exiliados como
ejemplo de esa tradición viva y potencialmente transformadora, esencial en su
españolidad, audaz en lo estético, radical en lo ideológico, universal en su proyección internacional.
En consonancia con la figura escogida, las relaciones de Picasso con el
exilio republicano son asimismo múltiples y, en varios casos, problemáticas y
polémicas. De entrada, cabe recordar que durante muchos años, su obra tuvo
serias dificultades para ser asumida como integrante de la cultura española. La
españolidad de Picasso está hoy en día bien asentada en la percepción pública y
en la mayoría de estudios, pero esto no fue ni mucho menos así durante su vida.
36 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
Jonathan Brown, de forma atinada, considera que dicha españolidad debe ser
entendida y analizada como una entidad “dinámica y progresiva”, pues la visión
de su país fue variando de modo continuo a lo largo de su vida desde un marco
de experiencias reales hasta una condición idealizada y rememorativa.
Por otra parte, la españolidad de Picasso venía discutiéndose desde que
a inicios de los años veinte Gertrude Stein y Jean Cocteau defendieran, respectivamente, la españolidad y francesidad del pintor en los ambientes vanguardistas
europeos, disputa a la que se sumaron en España no pocos escritores y críticos con el resultado final de situar al malagueño entre el cosmopolitismo y lo
autóctono, demorando su inserción y reconocimiento efectivo en los círculos
académicos y artísticos españoles. Opiniones mediatizadas por la división existente entre la crítica vanguardista más militante y partidaria del Picasso cubista o
surrealista, como la de Sebastià Gasch, y la crítica más conservadora que elogia
al Picasso clásico en sintonía con el retorno al orden proclamado tras la primera
guerra mundial desde instancias artísticas varias, como Manuel Abril o Juan de la
Encina (Ricardo Gutiérrez Abascal). Mientras que Eugeni d’Ors titulaba “Picasso
no es un pintor español” una de las secciones de Pablo Picasso, su célebre ensayo
de 1930, Ramón Gómez de la Serna, en su Completa y verídica historia de Picasso y
el cubismo (1929), reivindicaba la “tradición española” del cubismo así como a
Picasso, “El torero de la pintura”, como epítome del individualismo español. En
parecidos términos se referirá Guillermo de Torre en el texto que escribe con
ocasión de la primera exposición de Picasso en Madrid, organizada por ADLAN
en 1936, poco antes del inicio de la guerra civil.
Más allá de su presencia durante los años de juventud en círculos cercanos al anarquismo, la guerra civil marcó un antes y un después en la politización
de Pablo Picasso, sobre todo por lo que respecta a la proyección pública de sus
posicionamientos políticos y al ejercicio de su compromiso declaradamente antifascista y favorable al gobierno republicano. El interés por la responsabilidad
del artista en términos sociales se había acrecentado tras su acercamiento a los
surrealistas a mediados de los años veinte, pero es un cambio que consolidó su
relación con Dora Maar y, de modo definitivo, el estallido de la contienda. En
este sentido, la guerra civil supuso un revulsivo asimismo para el componente
de su españolidad. Es decir, durante este período, dicha españolidad se articuló mediante un marcado republicanismo que luego vendría acompañado de su
compromiso comunista, el primero, nunca desmentido, exhibido en actos públicos y ocultado en la generosa ayuda material dada a muchos de sus compatriotas,
y el segundo, tras el punto álgido de su afiliación al Partido Comunista Francés,
irrenunciable, pero vivido con marcadas tensiones con las directrices oficiales.
Para el tema que ahora nos ocupa, tiene especial relevancia que este fuerte compromiso con lo español diera lugar a algunas de sus obras más celebradas, como
el Guernica (1937), los grabados de Sueño y mentira de Franco (1937), el Monumento a
los españoles muertos por Francia (1947) o las palomas de la paz que pintó desde 1949.
Por su parte, el gobierno republicano captó pronto al pintor en su campaña de
denuncia y búsqueda de apoyo internacional ante la agresión fascista, lo nombró
en septiembre de 1936 director honorario del Museo del Prado y le encargó en
1937 la composición del Guernica para el Pabellón de la Exposición Internacional de París. Hechos bien conocidos y estudiados, conviene tenerlos en cuenta
porque de este modo, Picasso pasaba a ser reformulado en unos términos hasta
entonces inéditos por lo que se refería a su dimensión cívica, política y española.
Así pues, la politización pública de Picasso marca un punto de inflexión
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 37
que hunde sus raíces en la guerra civil y que expande sus repercusiones en cuanto
esta guerra supuso para la condición exiliada de muchos de nuestros intelectuales
y artistas. Las vanguardias estéticas, progresivamente marcadas por la politización en la década de los treinta, hallaron en la guerra civil una praxis extrema y
problemática por lo que se refiere a las relaciones entre arte y política. De entrada, el grueso de poetas republicanos más combativos, militantes del Partido
Comunista de España o compañeros de viaje, partía de un rechazo inicial a lo que
suponía la propuesta de Picasso, entendida como representación de un arte de
vanguardia deshumanizado (cubista y/o
surrealista), abstracto, carente de con“Muchas praxis poéticas exiliadas parten del
tacto real con el pueblo y de nula efectividad social transformadora. Lejano aún
diálogo con la historia y la condición política del
el anuncio del compromiso del pintor
pintor”
con el PCF, se trata de un estado de opinión relativamente extendido entre los
sectores comunistas, determinantemente marcado por los debates anteriores a
la guerra civil y las oposiciones manifestadas en torno a la deshumanización y
rehumanización del arte.
De hecho, la participación de Picasso en el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París del año 1937 y el resultado final del Guernica
no fueron bien recibidos por algunos sectores que encontraban su propuesta
demasiado alejada de la realidad, con poca capacidad para llegar a las masas y
desconectada de las necesidades urgentes que requería un arte en armas, acusándole de falta de realismo, de recurrir a un oscuro planteamiento alegórico y de
excesiva dependencia con la vanguardia cubista, interpretada como un arte deshumanizado, antisocial, decadente y burgués. A Max Aub, agregado cultural y de
propaganda de la Embajada española en París y comisario adjunto del Pabellón
que desempeñó un papel decisivo en el encargo del Guernica, se debe la primera
interpretación del cuadro cuando este fue presentado a la prensa el 11 de julio
de 1937. En esta presentación, Aub, socialista pero simpatizante crítico de los
comunistas, alude al problema básico con el que se encontrará el Guernica cuando
haya de hacer frente a los defensores de un realismo reductor. No casualmente,
recurre también a la noción de españolidad para articular parte de su defensa: “El
realismo español no representa sólo lo real sino también lo irreal porque, para
España en general, siempre fue imposible separar lo que existe de lo imaginado.
[…] Y para expresar todo su sentir Picasso ha necesitado mostrar los dos ojos de
sus personajes, aunque estuvieran de perfil. A quienes protesten aduciendo que
así no son las cosas hay que contestarles preguntando si no tienen dos ojos para
ver la terrible realidad española. Si el cuadro de Picasso tiene algún defecto es el
de ser demasiado verdadero, terriblemente cierto, atrozmente cierto”. A pesar de
este tipo de juicios, fueron muchos quienes consideraron incorrecta la elección
de Picasso y reclamaron el apoyo a una opción por completo realista como la que
representaba el cuadro Madrid 1937 de Horacio Ferrer, exhibido en la sección de
Artes Plásticas de la segunda planta del Pabellón. Poetas tan destacados como
Miguel Hernández marcaron asimismo distancias con cuanto suponía Guernica, ejemplo de una “frivolidad artística” característica del cubismo y ajena a los
problemas reales de su tiempo, y la exhibición itinerante del Guernica durante su
intenso periplo internacional daría pie a reproducir, en mayor o menor medida y
con distintos ejemplos comparativos, los términos de esta discusión. No obstante, a pesar de las polémicas, Guernica se impuso pronto como una creación fun38 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
damental del pintor y de la historia del arte. El mismo año de su presentación, los
prestigiosos Cahiers d’Art dedicaron a la obra un número monográfico dirigido
por Christian Zervos en el que se incluía la reproducción de la célebre serie de
fotografías de Dora Maar sobre las diferentes fases de la obra, textos de Picasso
y artículos, entre otros, de Juan Larrea y José Bergamín, quienes abundaron en las
bondades del cuadro como una dimensión distinta del realismo capaz de revelar
una verdad auténtica e histórica.
Sin embargo, desde el momento en que Picasso pasa a ser el comunista
español de mayor proyección internacional y demuestra una insobornable fidelidad al exilio republicano, muchos de estos poetas, especialmente los ligados por
militancia o cercanía al comunismo, se vieron forzados, en cierto sentido, a cambiar sus discursos y los adecuaron a los nuevos intereses del partido. Para llevar
a cabo estos cambios de postura se recurrirá básicamente a varias nociones centrales emanadas de la figura de Picasso: su españolidad como atributo esencial de
la identidad nacional, el humanismo de sus ideas y prácticas artísticas y, de modo
relevante, la praxis de un arte político capaz de manifestarse en códigos alejados
de los corsés expresivos de la figuración y de retóricas realistas de escaso vuelo.
A pesar de estar en un principio dictadas más desde la obligación de la militancia
política que desde las bases de las convicciones estéticas, estas transformaciones
acabarán derivando hacia una integración efectiva de nociones picassianas afines
a la concepción del compromiso y de referentes que se suman a los particulares
procesos de simbolización de la cosmovisión poética de autores tan disímiles
como Rafael Alberti, Antonio Aparicio, Max Aub, José Bergamín, León Felipe,
Eugenio Fernández Granell, Gabriel García Narezo, Pedro Garfias, Jorge Guillén, José Herrera Petere, Juan Larrea, José Moreno Villa, Juan Rejano, Arturo
Serrano Plaja, Lorenzo Varela y un largo etcétera. En definitiva, esta cambiante
postura frente a Picasso ilumina las particulares tensiones de las trayectorias de
no pocos de estos escritores, y lo cierto es que para llegar a ese punto final del
recorrido se tuvieron que dar una serie de circunstancias incomprensibles sin los
procesos que hicieron de Picasso tanto un icono de la pintura universal como del
compromiso político con el Partido Comunista.
En esta línea, lo más destacable es constatar cómo la identidad nacional
y política se funde con los distintos niveles que estos poetas ponen de relieve en
sus apreciaciones picassianas. Así sucede con el verbo profético de Larrea y su
particular tesis acerca del simbolismo de Guernica, ejemplo del uso simbólico que
de motivos como toros, caballos, palomas o minotauros hallaremos de modo
permanente entre críticos y poetas. También
ocurre con la insistencia de Juan Rejano en la
reivindicación de lo andaluz, o en la de Joan
“Desde que pasa a ser el comunista español
Merli de lo catalán, como puntos axiales de la
de mayor proyección internacional, muchos
trayectoria picassiana, y ello no queda muy lepoetas exiliados adecuaron sus discursos a
jos de los vínculos que establece Lorenzo Valos nuevos intereses del partido”
rela entre Jung y Picasso, “memoria viva de la
humanidad” que integra lo popular, lo nacional y lo universal. Las aplicaciones que Arturo
Serrano Plaja halla en el cubismo y surrealismo historificados de Picasso le sirven
en Galope de la suerte (1945-1956) (1958) para promover una deformación expresiva del lenguaje que revela una realidad auténtica, y esa realidad se materializa
en la denuncia de los mecanismos de manipulación y olvido operados sobre la
memoria y víctimas de la guerra civil mediante un verso fragmentado, prosaico,
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 39
alucinado o de facetas múltiples al estilo cubista. Por su parte, Antonio Aparicio
insistirá en la condición de Picasso como símbolo de un arte de exilio, que no
desterrado de sus ligazones con España, para así determinar la fidelidad común a
“su destino español” tanto en el pintor como en los poetas exiliados. Los juegos
de identificaciones entre Picasso y don Quijote, entre Rocinante y Guernica, con
los que León Felipe plantea su angustiosa reflexión de senectud ante la muerte,
son inseparables del tema central de su poemario póstumo Rocinante (1968), que
no es otro que la tragedia española… El alcance, por tanto, que tuvieron la obra
y la figura de Picasso como motivos de inspiración entre varios poetas republicanos, va bastante más allá del puntual homenaje o el seguimiento retórico de
consignas propiciadas por la militancia comunista del malagueño, pero más que
de una elusión se trata de una amplificación de este nivel político inseparable de
las plasmaciones artísticas y las declaraciones teóricas de Picasso.
El resultado global más importante no será, en fin, una convicción ideológica en los valores del comunismo o el republicanismo más radical que estos
poetas ya poseían, sino la posibilidad de asumir elementos fundamentales de la
renovación del lenguaje artístico contemporáneo cuya validez, paradójicamente,
había sido cuestionada por los discursos hegemónicos que habían cercenado el
caudal expresivo de lo político llevándolo al callejón sin salida de un realismo
inmovilizador en su capacidad para incidir en los procesos de transformación
social. Picasso es, en este sentido, un modo distinto de percepción de la realidad
que se traduce en una comprensión diferente del realismo, que brinda la opor“…una posibilidad estética plural,
tunidad de dar a estos códigos vanguarcapaz de integrar la vanguardia en
distas una finalidad ideológica acorde
con los intereses políticos de estos poeuna concreción superior del realismo,
tas y que les permite aplicar con plena
comprometida y crítica…”
conciencia sus procedimientos técnicos.
Las indagaciones acerca del realismo y el
compromiso se abren como una posibilidad estética plural, capaz de integrar los
componentes abstractos, intelectuales o puristas de la vanguardia en una concreción superior del realismo, comprometida y crítica.
Las ambigüedades identitarias y nacionalistas siguieron acompañando a
Picasso durante la segunda guerra mundial, la posguerra y la guerra fría. Como
ha estudiado Gertje R. Utley, la defensa oficial del clasicismo y el arte figurativo
desarrollada en Francia estuvo acompañada de una denuncia constante contra la
“corrupción” de la vanguardia que, al calor de medidas de arianización y xenofobia, tuvo como uno de sus objetos de ataque a la llamada Escuela de París, y a
Picasso como uno de sus representantes mayores. Otros sectores, no obstante,
defendieron a Picasso como un símbolo público de la Résistance y con la Liberación se inició una contraofensiva que reivindicó su figura, momento en que
Picasso anunció su adhesión al PCF en 1944 y reavivó los ataques de los sectores
más reaccionarios, colaboracionistas y xenófobos, que echaron mano de tres críticas básicas: su militancia comunista, su condición de representante del arte de
vanguardia y su significación como artista extranjero perjudicial para la cultura
y valores de la nación francesa. Esta controversia producida en una Francia recién liberada propició el uso de la cultura como un foro de indisimulado debate
político en el que la tradición se entendía por parte de cada uno de los sectores
como algo imprescindible y, más tarde o más temprano, surgía la cuestión sobre
qué lugar ocupaba Picasso en esta tradición o si directamente debía ser excluido
40 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
de ella. El PCF será, a tenor de su destacada participación en la Resistencia, uno
de los más activos protagonistas, sin olvidar que su agenda de actividades había
incluido de manera constante acciones en defensa de la España republicana. Los
defensores de la integración de Picasso, como es lógico tras su afiliación en el
PCF, fueron intelectuales cercanos o miembros del PCF (Louis Aragon, Paul
Éluard, André Verdet, Jean Cassou, Michel Leiris…), significados muchas veces
por su pública simpatía a la causa republicana durante la guerra civil. De este
modo, la defensa de Picasso, quien se consideraba a sí mismo como un representante oficial de la España republicana en el exilio, se convirtió, otra vez, en la
defensa del antifascismo. Esta rentabilidad política tampoco pasó inadvertida a
las delegaciones políticas españolas del exilio en Francia y tuvo prontas y previsibles repercusiones culturales y políticas.
Entre 1948 y 1949 se inicia un mayor seguimiento de las tesis de
Zhdanov en la política del PCF y diversos cambios en la cúpula del partido
tendrán como consecuencia la radicalización de sus opiniones sobre la política
artística, un viraje ante el cual la obra de Picasso no deja de verse sometida a una
nueva serie de contradicciones y polémicas, como la establecida entre el pintor
español y el pintor francés André Fougeron, quien evolucionó hacia un estricto
realismo socialista y se convirtió en el modelo oficial del PCF. Una controversia
con amplio eco en la comunidad internacional y cuya mayor visibilidad se alcanza
cuando, tras la muerte de Stalin, Picasso pinta un famoso retrato del dictador que
Les Lettres Françaises reprodujo en su portada del 12 de marzo de 1953 y que fue
acogido con indignación por la mayoría de militantes comunistas, incidente que
marcaría el progresivo distanciamiento de Picasso del partido, que no baja de
militancia, durante los siguientes años.
Las relaciones de Picasso con el PCF fueron, pues, complejas y atípicas
en el contexto de la guerra fría, rentabilizando su figura en sus campañas de
difusión internacional a cambio de no inmiscuirse en sus procedimientos “antirrealistas”. Así, en los distintos congresos internacionales por la paz que tuvieron
su arranque en la localidad polaca de Wroclaw en 1948, Picasso adquirió un indiscutible protagonismo, y el exilio republicano tuvo siempre representación en
estos actos. El 20 de abril de 1949, durante la sesión de apertura del Congreso
Mundial por la Paz celebrado en París, Picasso presentó el dibujo de su famosa
paloma, convertida desde entonces en símbolo del Movimiento por la Paz; el siguiente congreso celebrado en Varsovia en 1950 también contó con un cartel de
su autoría con una nueva paloma, ocasión en la que le fue concedido el Premio
de la Paz. Y, un año más tarde, aparecía en diversos medios de prensa la carta
firmada conjuntamente por Picasso, Baltasar Lobo, Antonio Aparicio y Serrano
Plaja que daría lugar a la organización de varias contrabienales en París y diversos
países latinoamericanos, en respuesta a la iniciativa franquista de la organización
de la I Bienal Hispano-Americana de Arte. La lista de actividades en que el comunismo y la defensa de los valores republicanos de la España exiliada quedan
ligados en la figura de Picasso puede ampliarse con facilidad. De este modo, se le
brindaba a un grupo significativo de poetas, en un ejercicio que a menudo obligó
a delicados equilibrios, una posibilidad de mantener su fidelidad al comunismo
sin renuncia al ejercicio de una libertad creativa un tanto o un mucho disidente
con algunos principios estéticos demasiado cerrados. Este es el papel que Picasso
podía representar para un poeta exiliado republicano y comunista, ya que reivindicar a Picasso era reivindicar, en suma, un modelo que, con todos los matices
que se quiera, nunca fue rechazado oficialmente y que garantizaba la defensa del
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humanismo antifascista, la convivencia de lo popular y lo vanguardista, y el uso
de formas abiertas de realismo como garantes de la continuidad nacional.
Picasso, en un crucial momento de revisión del estatuto del intelectual, se
convertía así en representación y excusa para abordar polémicas que desbordaban la mera representatividad artística: el compromiso político del intelectual; la
utilidad de un arte que fuese fiel a los principios, supuestamente revolucionarios,
que encarnaba el Partido Comunista; la libertad creadora del artista; la preservación de la individualidad sin renuncia de la dimensión social y colectiva… Tras la
derrota republicana, muchos intelectuales tuvieron que reformularse estas preguntas en el contexto del exilio, relacionándolas con una identidad nacional en
conflicto y muy necesitada de modelos, referentes y relecturas de la tradición.
Lo más relevante para sus relaciones con los poetas exiliados se ejemplifica de modo excepcional a partir de su cuadro más célebre. Sobre el Guernica
se han hecho todo tipo de análisis y suposiciones, pero es indiscutible que su
proyección como icono pictórico significó la consolidación a nivel popular de los
principios originales de la vanguardia, en especial de las lecciones cubistas. El cubismo fue el primer movimiento que planteó la autonomía del lenguaje artístico
y que no olvidó aportar un nuevo código teórico para justificar sus propósitos.
El mismo código que, en obligada simplificación, puede decirse que se trasladó al
cuerpo del poema mediante las propuestas del ultraísmo, el creacionismo, ciertas
modalidades de la poesía pura, de Reverdy, Huidobro, Borges, Gerardo Diego y,
en fin, todo un sustrato que, de manera directa o indirecta, está presente en los
ahora exiliados o que forma parte de su educación sentimental.
Ahora bien, el Picasso de estos años, el del Guernica, no es, claro está, el
mismo de 1908. Es un Picasso que para plasmar la realidad ha hecho de sus principios cubistas parte de una proposición con contenido histórico e intencionalidad crítica que renuncia a la autorreferencialidad como única manifestación. De
este modo, abría la puerta para que espectadores predispuestos de entrada contra
las vanguardias estéticas por su apoliticismo y deshumanización entrasen en el
juego de su propuesta ético-estética. Picasso, por tanto, constituye, como sucede
en el plano literario con referentes como César Vallejo, un ejemplo que permite
salvar la contradicción entre el dogmatismo de la estética marxista, defensora del
realismo socialista que suscriben militantes y compañeros de viaje, y la capacidad
analítica y reflexiva puesta de relieve a la hora de abordar análisis estéticos de otra
índole, que no necesariamente renuncian al componente crítico y social. Con su
obra y declaraciones públicas, Picasso propicia una interpretación flexible acerca
de la cuestión sobre el realismo y la figuración, que incluye una comprensión del
arte como instrumento político y solidario con los desfavorecidos. Una interpretación que encaja perfectamente en las propuestas humanistas de los exiliados y
en su plural sensibilidad política republicana.
Por tomar otro referente especialmente célebre ya mencionado, y al igual
que ocurriera con el Guernica, la paloma de la paz sirvió de inspiración a muchos
poetas comunistas. Una auténtica bandada irrumpe en los poemas de autores
como Alberti, García Narezo, Garfias, Nicolás Guillén, León Felipe, Neruda,
Rejano, Sánchez Vázquez… Por la propia entidad del referente, la poesía de la
mayoría de estos autores estaba bien preparada para acoger este símbolo político
y transformarlo en un símbolo poético capaz de encajar en la red de símbolos
fundamentales que organizan su obra y en una poética marcada por la concepción idealista del simbolismo. Por ejemplo, en Rejano este símbolo de la paloma,
que es sílaba y es dibujo, que es lenguaje e imagen, devendrá, en muchos casos,
42 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
una transformación trascendente de la realidad, o en Alberti se integrará sin problemas en su concepción metamórfica del mundo y la poesía.
Guernica y la paloma de la paz son quizá los ejemplos más evidentes, pero
en ningún modo únicos. Sin ningún ánimo de exhaustividad, basta asomarse a
algunas de las composiciones de otros poetas para confirmarlo. Por ejemplo,
el Homenaje a Picasso que Lorenzo Varela publicó en Buenos Aires en 1963 con
motivo del ochenta aniversario del artista, un extenso poema que acompaña a
la carpeta de xilografías del pintor argentino
Osvaldo Romberg, es ante todo un fiel intento
“Picasso se convertía en excusa para
de traslación de la identidad picassiana y de la
propia, y no un mecánico listado de referenabordar el compromiso político
cias partidistas o poetización de la biografía
del intelectual”
del genio. En su poema, Varela se enfrenta a
la cuestión de intentar manifestar la dialéctica
entre tradición y modernidad que define la trayectoria del pintor malagueño, y
para ello recurre a varios procedimientos en los que el lenguaje, cargado de cuanto Guernica supuso de legitimación política de los procedimientos vanguardistas,
se despliega en la variedad métrica, los juegos con las rimas y las estrofas tradicionales, desde el uso ortodoxo del octosílabo y el romance hasta la polimetría
rayana en muchos casos en el verso libre. En su larga relación con el pintor, Alberti escribe en 1966 su primer paso del futuro Los ocho nombres de Picasso y no digo
más que lo que no digo (1966-1970) cuando se halla en un momento de profunda
crisis personal y política y ante la necesidad de encontrar una regeneración e inspiración poética nuevas. Picasso es la clave, además, de las similitudes biográficas
y artísticas (ambos poetas pintores, andaluces, exiliados, comunistas…) y, a pesar
de ser veinte años mayor que Alberti, deviene el paradigma del vigor físico y creativo. Por descontado, Picasso también se veía afectado por la vejez y el miedo a
la muerte, pero lo que Alberti admira hasta la idolatría es la capacidad picassiana
de mantener mediante una constante acción creadora una lucha contra la muerte.
En suma, a pesar de estar ante un libro que se presenta como una aparente laudatio hacia Picasso, Alberti crea un subtexto en el que, al contrario de lo que parece,
el protagonista real es él mismo, sometido a un proceso de crisis y transformación en el que Picasso sirve de guía para dar nuevamente con el verdadero espíritu creador y un vitalismo que incluye la esfera de actuación política. Al tiempo,
el poemario imita el proceder de Picasso en su variedad estilística y métrica,
porque al acercarse a Picasso, Alberti está dando con un modelo que certifica su
búsqueda esencial desde el periodo vanguardista: la identificación del arte con
la vida. Como titula el poema 12, “Todo es verdad”, el arte de Picasso no falsea
lo real, lo destruye para componer una realidad nueva que suplanta y trasciende
la inauténtica, que redime los fragmentos y desechos de la realidad impuesta. A
través de la capacidad visionaria (ojos) y la técnica que materializa lo visto (mano)
se logra ese proceso de construcción y destrucción permanente que da sentido a
la trayectoria picassiana. Los ocho nombres de Picasso… es, en este sentido, un libro
en el que el lenguaje se convierte en tema, mediante una reflexión metalingüística
que no renuncia a ningún tipo de código expresivo, como por ejemplo en “Pijas
Picasso Rajas”, en el que pasamos de un lenguaje sexual vulgar a un intermedio
barroco de burla hacia los mitos para concluir en un colofón lopesco.
Desarrollos de calado semejante se encuentran asimismo en Serrano
Plaja, en Aparicio, en otros poemarios de Alberti, emitidos desde una conciencia
política comunista, muchas veces en crisis, y que dialoga con otros planteamienREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 43
tos de poetas exiliados de sensibilidad política distinta, como Juan Ramón Jiménez, León Felipe, José Moreno Villa, José Bergamín, Jorge Guillén, Pedro Salinas,
Manuel Altolaguirre, Ernestina de Champourcín… Por descontado, Picasso no
es patrimonio exclusivo del exilio, ni tan
siquiera de la literatura española, y su
obra trasciende este ámbito y es home“En la poliédrica indagación picassiana,
najeada e integrada en la España del inlos poetas reafirmaban sus propios compromisos
terior por todo tipo de poetas, como de
con el arte, la política y la historia”
hecho sucede hasta el día de hoy. Pero
no cabe duda de que una lectura rigurosa, y justa, de su legado y huella en la
poesía española debe destacar que su papel primordial pasa, necesariamente, por
una lectura crítica en que comunismo, poesía y pintura hallan el terreno abonado
en las poéticas exiliadas.
En 1923, Picasso declaraba que “todos sabemos que el arte no es la
verdad. Es una mentira que nos hace ver la verdad. Al menos aquella que nos es
dado comprender. El artista debe saber el modo de convencer a los demás de la
verdad de sus mentiras”. En las múltiples mentiras picassianas, en su poliédrica
indagación acerca de las posibilidades expresivas del arte frente a lo real, los
poetas del exilio republicano hallaron modelos, confirmaciones y posibilidades
creadoras que reafirmaban al tiempo la verdad de sus propios compromisos con
el arte, la política y la historia. Lejos de enfrentarnos a un terreno dominado
por el simple homenaje y la fascinación mítica ante el pintor, la obra de Picasso
sirvió a estos poetas para fundamentar unos discursos tan variados y complejos,
tan tensos en sus cuestionamientos de los paradigmas figurativos, identitarios y
políticos como los de su propia figura inspiradora. Acercarnos, además, a esta
vertiente de las poéticas exiliadas puede servir para ver y leer con nuevas miradas
ese signo que para Picasso constituía la cualidad intrínseca de lo pictórico, signo
que a diferencia de la palabra y por la condición arbitraria de las relaciones de esta
con lo real, consideraba que hacía de la pintura una posibilidad de interpretación
infinita. En la palabra poética no habita igual infinitud, pero acaso sí una variedad
que la enriquece a ella y a las imágenes, a los signos, de las que parte.
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REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 45
CRITERIOS
TRANSITANDO POR LAS
VÍAS DEL REALISMO
Fernando Larraz
La habitación oscura
Isaac Rosa
Barcelona, 2013
Seix Barral
252 páginas
T
ransitando por las vías
de un realismo de tintes
sociales, Isaac Rosa ha
ido construyendo en los
últimos diez años una carrera cuya
solidez está basada en su idea de qué
debe entrañar el género de la novela
y de cuál ha de ser su función. Con
cinco novelas y menos de cuarenta
años, Rosa es uno de los autores
españoles contemporáneos que más
bibliografía crítica genera. Repasándola, enseguida se comprueba que tal
46 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
atención no se debe solo —ni principalmente— a la calidad de su prosa,
ni siquiera a las arriesgadas y novedosas intervenciones sobre el discurso
narrativo y a la incisiva crítica de sus
historias sino, sobre todo, en un plano
más general, a que ha coadyuvado
significativamente a reponer en el
centro de nuestro campo literario las
potencialidades del realismo literario,
justo cuando sus refutadores habían
adquirido una fuerza inédita en los
últimos cuarenta años vía “Afterpop”.
Con su propuesta, se replantea la
perspectiva de la literatura como arma
epistemológica para penetrar el mundo y sus incoherencias. En sus obras,
Rosa ha ido moviendo este foco hacia
distintos escenarios con la intención
de ilustrar en qué medida la violencia
—tácita o expresa— ejercida por el
poder —político, social, económico—
puede avivar reacciones de resistencia
o sumisión en quienes son testigos de
ella o la sufren. Con ello da respuesta
a una urgencia intelectual —tomar
de la realidad la materia prima novelesca para devolverla transformada a
quienes la han generado, despertando
en ellos el juicio y la crítica—, necesidad cuya defunción se ha anunciado
reiteradamente y que, sin embargo,
resurge periódicamente como
resistencia al autismo esteticista.
Esta concepción de la novela como
puente dialéctico a la realidad se ha
trazado históricamente bajo formas
distintas y para nombrar estas diferencias se echa mano de epítetos y determinantes que acompañen al genérico
“realismo”. La más reciente de estas
denominaciones, la de “nuevo realismo”, agrupa autores que, como Rosa,
han nacido en la segunda mitad de la
década de los sesenta o en los setenta
y buscan replantear, desde discursos
narrativos, conflictos contemporáneos
para los que no hay una respuesta
satisfactoria, pero sí discursos legitimadores del statu quo, tales como la
evolución del capitalismo tardío y sus
efectos, el cuestionamiento de la legitimidad ideológica de la Transición,
la exigencia de reinterpretar el pasado
histórico de guerra civil, franquismo
y la subsiguiente salida en falso, el estatuto del intelectual y de la inteligencia ante las nuevas realidades sociales
y, en general, los desequilibrios de la
sociedad española contemporánea,
patentizados a raíz de la última crisis
financiera.
La obra de Rosa es una de las más
significativas en este quiebro hacia
nuevas formas de realismo, desde El
vano ayer (2004), crítica de los discursos narrativos dominantes sobre
el franquismo, hasta la penúltima
La mano invisible (2011), una angustiosa rehechura de la lógica laboral
del capitalismo, en la que el trabajo
aparece, bajo la irónica apelación a
Adam Smith, como lo que ya Marx
calificó: una transacción comercial
en la que se establece un precio de
mercado por la mano de obra sobre la
que el empleado pierde todo derecho
y el empleador obtiene una cuantiosa
plusvalía. Ninguno de estos acercamientos tendría más valor que el puramente especulativo si no fuera por
la elaborada manipulación a la que
Rosa, notable fabulador, somete a la
escritura: ruptura de la voz narrativa,
hibridación de géneros, alegorización,
desdoblamientos, abismaciones, profusos pasajes metaliterarios, intertextos y digresiones, grotescas parodias...
En todas sus novelas hay una tensión
por despojar al lector de modos
mecánicos de aprehender la realidad.
Su realismo consiste, precisamente, en
representar acciones desacostumbradas para enfocar aporías y contradicciones de una modernidad aquejada
de adulteración e irracionalidad.
Abundan también algunos de estos
procedimientos en La habitación oscura,
en la que Rosa reincide en abordar
narrativamente mediante lo inusitado
la realidad más presente —la “crisis”,
entre comillas—. Al libro, el editor le
ha colocado una faja promocional en
la que, amén de los ditirambos críticos
al uso, reza el eslogan “La novela de
tu generación”. Un colectivo anónimo
perteneciente a esa generación, la de
quienes rondamos, como el mismo
autor, los cuarenta años, protagoniza
la historia narrada, generación de
seguridades disipadas y zozobras soREVISTA PUENTES | CRITERIOS | 47
brevenidas, desmentida bruscamente
en su cegadora certeza de habitar el
mejor de los mundos posibles. Forman un grupo de cuyos antecedentes
carecemos de referencias; tan solo los
conocemos a partir de la instauración
de una habitación oscura en el sótano
de un local arrendado para celebrar
encuentros festivos. A aquellos
jóvenes, que son mujeres y hombres
maduros en el tiempo del discurso,
se les revela, a partir de un descubrimiento fortuito, el paradójico poder
iluminador de la oscuridad: la absoluta
negrura les ofrece un sexo gozoso y a
veces colectivo. Precisamente una de
las antítesis sobre las que se sostiene
la novela es la de colectivo/individual.
El narrador enuncia la historia desde
un nosotros, sujeto que en los tiempos de seguridades había hallado un
proyecto común. Es un organismo
que actúa por consensos tácitos,
consciente de compartir un objetivo.
De aquí procede el primer sentido de
la metáfora de la oscuridad: anulación
de la diferencia —las formas perceptibles— en favor de la cooperación
instintiva, prerracional. La habitación
oscura narra precisamente el fin de
una arcádica utopía, la primigenia
habitación —ámbito de realización
personal, de colaboración íntima
expresada en lo sexual— convertida
en ámbito de la negación y la retracción —defensa, refugio—. El paso de
una a otra supone una honda crisis de
conciencia y de seguridad en la forma
de habitar el mundo. La oscuridad
significa igualmente el valor ante lo
desconocido: en sus inicios, no había
ningún miedo, sino que por el contrario, el no saber atraía la voluntad de
los personajes. Las primeras deserciones proceden precisamente de los
timoratos y de los que se refugian
en lo individual (la pareja) frente a lo
colectivo.
48 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
El narrador describe aquellos tiempos
como ingenuos, limpios y alegres: una
inconsciencia confiada y aparentemente inocente. Pero enseguida se
plantea la duda sobre la racionalidad
de aquella euforia. En su relato, se la
equipara al sometimiento inadvertido
de los personajes de una telecomedia
al capricho de los guionistas; se revela
un orden social que está plagado
de lugares comunes que se digieren
como ingrediente fundamental y en
el que el consumo avala un nivel de
bienestar. Aquella alegre ligereza se
revelará falaz a la vuelta de la esquina.
Y entonces, lo que había sido un
todo —grupo, generación, clase—
empieza a disgregarse en historias de
sufrimiento: la de María y Raúl, Sergio
y Olga, Jesús y Pablo, Víctor y Susana, Sonia y Eva... La fisura acomete
cuando la comedia deja de resultar
graciosa; primero por las acechanzas
de la madurez y luego por la intemperie del medio, la habitación termina
por configurarse como espacio al que
replegarse, perdida ya la actitud osada
con la que había sido instituida. Pasa a
ser “refugio”, “escondite”, “agujero”,
“madriguera”… determinada por un
mundo psicológico que se desmorona
con el violento estrépito de despidos,
desahucios, invasión de la intimidad,
acoso, represión policial... Los personajes de la novela, que en su juventud
dieron casi por casualidad con el feliz
hallazgo de la habitación, encuentran
ahora que carecen de estrategias para
escapar de ella. La habitación oscura del
consumo, de la explotación laboral
consentida, de la competitividad y la
insolidaridad se ha convertido con
el tiempo en una trampa y por ello
regresan casi alucinados a ella pese a
las imprecaciones de Silvia para que
abandonen el agujero y salgan a luchar
a pecho descubierto contra el enemigo común. El dilema que plantea la
novela viene precisamente de la mano
de dos personajes que renuncian a la
habitación oscura, la de abajo, y con
ella a su elusivo amparo. Son Silvia y
Jesús, partidarios de responder a la
violencia con dosis equivalentes, de
resistir en vez de tener una actitud de
defensa pasiva.
Nuevamente, Rosa, como ya hiciera
en El país del miedo, materializa espacios psíquicos trazando cartografías
precisas. Se trata de espacios que
interpelan la conciencia moral del
lector, incomodando su percepción
del mundo y su intervención como
sujeto de esa misma historia que está
leyendo. En este caso, el “país” sigue
siendo el del miedo, pero ahora la
inseguridad y la violencia están más
extendidas. El drama de estos individuos no es tanto la precariedad de sus
vidas como su enajenación: su estatuto de sujetos que tocaron las primicias
del bienestar para terminar descubriendo que sus voluntades pendían
del arbitrio de una voluntad superior,
compuesta de fuerzas de seguridad,
empresarios y otros poderes. Reducir
esta realidad a un espacio metafórico
como la habitación oscura no la
simplifica, sino que da a sus múltiples
y confusas esquinas un sonido perfectamente inteligible. Enfoca dilemas
que afectan hoy, de manera directa, a
nuestra condición histórica: hasta qué
punto es aceptable ponernos a resguardo de una realidad amenazante o
luchar contra ella, acatar los límites de
la legalidad o transgredirla en virtud
del imperativo superior de justicia,
dónde ubicar los límites morales de la
violencia en esta lucha, de qué maneras desarrollar la solidaridad y hasta
dónde estamos obligados moralmente
a ejercerla, qué implica la privacidad
en el mundo contemporáneo... La
habitación oscura es pues un ejercicio
de realismo —habría que discutir si
“nuevo”— que no representa objetivamente la realidad, sino que la descifra, enfrentándonos al imperativo de
hacernos responsables del tiempo
presente.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 49
AUTOFICCIÓN:
EL YUGO VULNERADO
Daniela C. Serber
El yugo de la memoria. Autoficciones
Diana B. Salem
Buenos Aires, 2012
Biblos/Teoría y Crítica
113 páginas
E
n El yugo de la memoria.
Autoficciones, Diana Salem
posa su mirada sobre
uno de los temas que ha
preocupado a la crítica en las últimas
décadas y que hoy, con las nuevas
propuestas textuales, en el más actual
sentido del término, se abre también a
nuevos y múltiples interrogantes.
Salem nos ofrece las llaves de las
diversas puertas de su estudio en los
cinco epígrafes que lo encabezan. La
idea cervantina de la confusa línea
entre la ficción y la realidad, incluso
la de su inexistencia, los une: mentira,
fantasía e invención aparecen como
esencia, sentido o ley rectora de la
vida, de lo real (no de la verdad), o
como la más firme posibilidad de supervivencia en el recuerdo. Memoria y
recuerdo, tan lábiles, siempre presentes en el momento del relato y en
el proceso del “conócete a ti mismo”,
última llave para adentrarnos en el
camino propuesto por esta obra.
personal. Si a ello le agregamos que
el tema es la autoficción, la complejidad aumenta”, dice Cristina Bulacio
en su prólogo. “Contar una historia
de ficción sobre nosotros mismos
—continúa— es reconocer dos cosas:
la fuerza e importancia de la ficción
en el intento de saber quiénes somos
y el peso de la palabra como fuente y
origen del sentido de la propia existencia”. Es decir: la autoficción nos
conduce, una vez más, a las grandes
preguntas filosóficas que el hombre
se formula e incluso a una cuestión
cuasi religiosa y mística: el poder
revelador y creador —aunque también, a veces, encubridor y destructor— de la palabra. Descubrimiento y
encubrimiento, creación y destrucción
que se dan bellamente en el arte, en el
cual, como expresa Bulacio, “el poder
de la mentira se revela en toda su
belleza en tanto pone un velo sobre
las contradicciones insoportables de
la existencia y permite soñar; permite
vivir”.
“Diana Salem escribe sobre autoficciones y al hacerlo incursiona,
‘peligrosamente’, —en tanto el asunto
está saturado de paradojas y ambigüedades— en uno de los problemas más
arduos de la filosofía: la identidad
Diana Salem propone en su introducción que el problema que la posmodernidad nos ha legado “es que
la realidad solo existe como reflejo
del pensamiento humano” y, en la
actualidad, únicamente “contamos
50 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
con pequeñas realidades, condicionadas por la subjetividad de quien la
percibe”. Hoy, entonces, los conceptos de realidad y de ficción (en sus
diferentes formas) se han modificado
y se determinan. La subjetividad y la
identidad se instalan de lleno en la
ficción de manera diferente y la ambigüedad en su construcción formal.
Es la autoficción, “la más ficticia de
las ficciones”, la que lleva hasta el
límite esta cuestión.
Desde esta perspectiva, la autora
analiza la obra de siete creadores de
diferentes ámbitos artísticos: Arturo
Carrera, Javier Marías, María Rosa
Lojo, Héctor Tizón, John Maxwell
Coetzee, Art Spiegelman y Héctor
Bianciotti. Del literario, elige textos de diferentes géneros (y no solo
narrativo, tradicionalmente elegido
para hablar de autoficción); también
se acerca de la llamada “literatura
visual” y a nuevas propuestas, hijas
de la tecnología, como los blogs o la
literatura y el cine colectivos en línea,
fieles representantes de una época en
la que el concepto de género se ha
visto dinamitado (como el de ficción
y como la misma realidad) y en la cual
se problematiza aún más el concepto
de autor.
El yugo de la memoria. Autoficciones está
dividido en ocho capítulos de dispar extensión y una coda a modo de
conclusión, que trazan un camino
que se inicia en un interesante repaso
del estado de la cuestión —del cual
se van desprendiendo los conceptos
fundamentales relacionados con la autoficción—, continúa en el análisis de
las obras y culmina con una aproximación/reflexión sobre la vida y la
obra (o vida-obra) de Bianciotti que,
para Diana Salem, resume, expresa y
también (se) interroga sobre la autoficción, la memoria y su relación con
la realidad.
“¿Quién soy yo?” es el título del primer capítulo y la pregunta que anima,
consciente o inconscientemente, a
todo aquel que se embarque en la
autoficción. Nos situamos, entonces,
en la cuestión ontológica que subyace
a contar la propia historia en un relato
en el cual los límites entre la realidad y
la ficción se difuminan y la memoria,
en palabras de la autora, se presenta
como un concepto multiplicador. En
este capítulo, Salem hace un repaso
de las narrativas de la subjetividad
desde los orígenes de la autobiografía, partiendo de las Confesiones de
San Agustín, siguiendo por los Ensayos de Montaigne, las Confesiones de
Rousseau, los Souvenirs d’egotisme de
Stendhal, para llegar al punto medular: cómo la autobiografía se convierte
en autoficción y qué es la autoficción.
En este primer capítulo panorámico,
se dan cita grandes teóricos que han
sentado la base de estos
estudios o que han sido pilares de su
evolución —Walter Benjamin, Paul
de Man, Philippe Lejeune, Georges
Gusdorf, Serge Doubrovsky,
Jacques Derrida, Manuel Alberca,
entre otros, que se detallan en una
exhaustiva y actualizada bibliografía
final—, a quienes Salem invita a
dialogar sobre los puntos centrales de
este itine-rario: cuándo nace la
autobiografía y por qué, la relación
entre el discurso autobiográfico y
la historia, la memoria y el lenguaje
como instrumentos fundamentales,
subjetivos, para la reelaboración del
pasado, la idea de actualización del
pasado (en oposición a la de reproducción), la autobiografía como
producto de un pacto de lectura, la
conformación del sujeto autobiográfico, las marcas del yo y de la intencionalidad del escritor, la autobiografía
como noción inestable que se mueve
siempre en los límites (en oposición
a la idea de su carácter estrictamente
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 51
literario, que la fijaría dentro de los
límites), etc.
El capítulo se cierra con la consideración de la autoficción como un
paso superador de la autobiografía,
que parte de un yo errático y en
permanente transformación, un yo
que, a veces, miente y que, dice Salem,
siguiendo a Alberca, establece con
el lector un pacto ambiguo, ficticio y
verdadero simultáneamente. Así, ya
no existe frontera entre lo realmente
vivido y lo inventado y, por lo tanto,
se buscan (y encuentran) nuevas formas de representación. La autoficción
se define, entonces, de manera muy
general y elemental, como la mezcla
de autobiografía y novela; a partir de
allí, se abre el abanico de preguntas
sobre su estatuto genérico, sobre el
tipo de pacto que establece con el
lector, sobre su hibridez y sobre su
escritura “tramposa” como cuestionamientos a las nociones de literariedad y ficcionalidad, y sobre su diferencia respecto de otras formas
narrativas de la subjetividad.
Todas estas cuestiones siguen jalonando el pensamiento de Salem en
los capítulos siguientes, que se presentan como propuestas de análisis
desde la autoficción y que, asimismo,
se ofrecen como un nuevo estadio de
la reflexión teórica. Mientras que, en
los capítulos 3, 4, 5 y 6, la autora se
mueve dentro de la narrativa a través
de la obra de Javier Marías, de María
Rosa Lojo, de Héctor Tizón y de J.
M. Coetzee, en los capítulos 2, 7 y 8
aborda la poesía, la literatura visual y
los textos de soporte tecnológico mediante el estudio, respectivamente, de
la obra de Arturo Carrera, haciendo
frente a la reticencia a considerar la
lírica desde los parámetros autobiográficos o autoficcionales, cuando
siempre ha sido la expresión de un
yo; del commix de Art Spiegelman y de
52 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
un documental colectivo alojado en
YouTube, texto híbrido que genera
polémicas teóricas y que escapa a las
clasificaciones; un texto polifónico,
“autobiografía de todos, pero sustancialmente de cada uno”, en el cual
el auto, explica, se transforma en un
sujeto colectivo. Aunque este es para
nosotros el núcleo más novedoso
del libro, ya que aborda zonas aún
poco exploradas o en discusión, los
capítulos centrados en la narrativa
proponen nuevos interrogantes y motivan lecturas diferentes de las novelas
elegidas. Para cerrar este camino,
Diana Salem convoca (e invoca), por
último, a Héctor Bianciotti y su obra
para cerrar el libro con una coda-conclusión-homenaje a quien propone
como paradigma absoluto de ese
límite difuso entre realidad y novela
que erige la autoficción.
Para finalizar, todos estos autores
encarnan, de una u otra manera,
en palabras de Cristina Bulacio, “la
paradoja de la autoidentidad: poder
mirarse a sí mismo e intentar saber
de sí diciéndolo y, al mismo tiempo,
saber que es sólo una ilusión” o, podríamos decir, una interpretación. De
allí que el pesado yugo de la memoria
se aliviane escribiendo autoficciones
o, mejor, se rompa al asumir ese
carácter multiplicador al que se refiere
Diana Salem, dándole espacio a lo real
y también a la fantasía, que termina
ocupando, por momentos, su lugar. El
yugo de la memoria. Autoficciones nos interpela ya no solo como lectores, sino
como creadores de nuestro propio
relato identitario y lo pone a prueba
de las leyes de la autoficción. La
última frase de un verso de Jorge Luis
Borges, que da título al prólogo de
Bulacio, quizás exprese esta (nuestra)
condición: “Soy eco, olvido, nada”. Y
también voz, memoria… todo.
LA LITERATURA EN LUCHA
Paula Simón
Los umbrales del testimonio.
Entre las narraciones de los sobrevivientes
y las señas de la dictadura
Ana Forcinito
Madrid-Franfkurt am Main, 2012
Iberoamericana-Vervuert
179 páginas
C
ómo avanzar en el proceso
de interpretación de los discursos que han construido
las memorias sociales de la
post-dictadura sin recalar en los lugares comunes de la conmemoración
y el homenaje? Este libro de Ana
Forcinito es un ejemplo de análisis
contundente que establece relaciones
entre los acontecimientos históricopolíticos –promulgación de leyes,
juicios a los militares, actuaciones de
los organismos nacionales e internacionales defensores de los derechos
humanos, etc.– y las narrativas testimoniales producidas por los testigos y
supervivientes de los centros clandestinos. Su logro más importante es el
espacio dedicado al análisis textual de
esas narrativas, en el cual se pone de
relieve la representación de los conflictos surgidos a partir de todos esos
acontecimientos mencionados.
En el primer capítulo, que funciona
como introducción del volumen, la
autora establece una primera diferencia entre dos tipos de testimonios
producidos por supervivientes de la
última dictadura militar en Argentina
(1976-1983): el jurídico y el no jurídico, a fin de aclarar que su estudio está
referido al segundo de ellos, precisamente por el rol que ha ocupado en el
proceso de redemocratización del país
desde el juicio a las Juntas, en 1985,
hasta la actualidad. Esta aclaración inicial es interesante por varios motivos:
en primer lugar, porque se atreve a
penetrar en un tema que aún suscita
discusiones en el ámbito académico,
como es la definición del género “testimonio” y la consecuente necesidad
de despegarlo del rótulo de “prueba”
que ostenta en el ámbito jurídico. Y,
en segundo lugar, porque dirige la
reflexión hacia los múltiples sentidos
que han adquirido los testimonios en
el espacio público y en los procesos
de construcción de las memorias
sociales en Argentina. Para encarar
el análisis, parte de la noción de que
la narrativa testimonial no puede
desvincularse de las luchas políticas e
ideológicas y, por tanto, alerta sobre
los peligros de que una aproximación
crítica tienda a la despolitización de
dichas memorias. Su objetivo, desde
esta perspectiva, es estudiar los entrecruzamientos de la verdad, la ficción
y las transformaciones narrativas del
testigo que operan en esos textos.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 53
En esta introducción se manifiesta
la principal fortaleza del libro: su
perspectiva metodológica, en la que
introduce el concepto de umbral, de
raigambres lacaniana y agambeniana,
pensado como una zona de contacto,
de pasaje y de comunicación entre el
“afuera” y el “adentro”, el “antes” y
el “después”; pero también como un
espacio de imposibilidad y de límite
entre el “afuera” y el “adentro”, el
“antes” y el “después”. En todo caso,
la autora sintetiza el objetivo de su
estudio a partir de esa imagen
dialéctica del umbral: “Los umbrales del
testimonio intenta repensar los espacios
que abren las narrativas testimoniales
de los sobrevivientes y las fronteras
que los detienen (la impunidad, el
silenciamiento de los ex detenidos,
la invisibilidad de sus historias, los
mitos que cubren sus narraciones, los
parámetros dentro de los cuales sus
testimonios son y fueron escuchados)”. La figura del umbral, como la
misma autora lo explica, le permite
interpretar las narrativas testimoniales
en el seno de sus imposibilidades, en
lo que concierne a las lagunas referenciales que quedan plasmadas en el tejido narrativo y cuya reflexión arraiga
en los estudios de Giorgio Agamben;
pero también a la luz de sus potencialidades, es decir, de los significados
sociales que ha ido construyendo en
torno a la representación del testigo y
de las luchas en que este se inscribe.
A lo largo del volumen, el análisis se
centra en los distintos umbrales que
se ponen en juego en la narrativa testimonial concentracionaria de la postdictadura. El segundo capítulo trabaja
en torno al umbral de lo jurídico y
revisa la historia de la lucha contra la
impunidad a través de las narrativas
testimoniales que ejemplifican las
instancias del proceso de redemocratización y su lucha por contrarrestar la
impunidad. Para ello, convoca varios
54 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
ejemplos de esa narrativa, que son
distribuidos en tres momentos de
esa historia: en primer lugar, Nunca
Más (1984) y El libro del diario del juicio
(1985); en segundo lugar, El vuelo
(1995), de Horacio
Verbitski; y por último, Pase libre
(2002), de Claudio Tamburrini y el
archivo oral compilado por Memoria
abierta, cuyos inicios se remontan a
2001. En el análisis textual de los textos pertenecientes a la primera etapa,
estudia las marcas narrativas que los
inscribían en la lógica de la teoría de
los dos demonios, la cual pretendía
equiparar las responsabilidades de
los militares y de los militantes de
organizaciones de izquierda en la
lucha armada y sus consecuencias.
Asimismo, se refiere a los caminos
que esos textos transitaron hacia el
reconocimiento oficial y jurídico de
los sobrevivientes como testigos.
Para explicar el segundo momento, se
refiere a El vuelo, basado en el testimonio del represor Adolfo Scilingo, a
partir del cual la autora analiza el discurso de los victimarios arrepentidos,
utilizado para denunciar la política de
perdón y olvido que imperó en los
años noventa. El tercer momento
corresponde a los juicios abiertos
en los últimos años, que marcaron
nuevos rumbos en los debates sobre
la memoria. Para estudiarlo, alude al
texto Pase libre, de Claudio
Tamburrini, el cual hace hincapié no
solo en la experiencia pasada, sino en
la lectura que el testigo hace de ese
pasado desde el presente. También se
detiene en la construcción del archivo
oral, a cargo de Memoria Abierta, el
cual, entre otras características importantes, restituye a las víctimas su
historia de militancia política.
El tercer capítulo se concentra en
los umbrales que atraviesan en sus
producciones testimoniales los
testigos sobrevivientes de la Escuela
de Mecánica de la Armada, espacio
que funcionó como modelo paradigmático de centro de detención clandestino de la última dictadura militar
en Argentina y que en la actualidad se
ha convertido en uno de los lugares
de memoria más emblemáticos, sobre
todo porque en 2003 fue expropiado
a la Fuerzas Armadas y recuperado
como ente público interjurisdiccional
“Espacio para la Memoria y para la
Promoción y Defensa de los Derechos Humanos”. En este capítulo, se
plantean temas como la reconstrucción de la subjetividad que posibilita
la escritura testimonial, la actualización de los mitos de la heroicidad y la traición en esas narrativas y
también los procesos de visualización
del campo de concentración que
emprenden en sus páginas. Se detiene,
para ello, en dos textos: Memoria en
construcción: el debate sobre la ESMA
(2005), de Marcelo Brodsky, y Recuerdo
de la muerte (1994), de Miguel Bonasso.
Entre los puntos principales del capítulo, se discuten los umbrales de la
realidad y la ficción, así como también
se plantean los debates abiertos sobre
las interpretaciones en pugna sobre
el campo de concentración y sobre la
militancia.
El cuarto capítulo ingresa en el
umbral del género sexual y de las
interpretaciones sexuadas de las
experiencias de militancia, secuestro y
detención. Explora, a través del texto
Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA (2001),
las problemáticas que atravesaron las
mujeres para dar su testimonio en
un mundo signado por las interpretaciones masculinas de la militancia
y la represión. Elabora conclusiones
acerca de la dominación del cuerpo
femenino y de los silenciamientos de
la violencia de género que se denuncian en esas páginas, potenciados por
los marcos interpretativos dominantes
y condicionados por una mirada de
tipo masculino. El objetivo principal de este capítulo es visibilizar las
funciones decisivas que desempeñó la
escritura testimonial en los procesos
de reconstrucción subjetiva e identitaria de la mujer.
El quinto capítulo continúa trabajando en la línea de las narraciones
testimoniales femeninas, pero esta
vez para detenerse en los umbrales
de la verdad y la ficción, tan caros a
este tipo de representación literaria.
Se ocupa de tres obras que probablemente sean las más transitadas por
la crítica literaria sobre la literatura
testimonial argentina de la experiencia
concentracionaria: La Escuelita (The
Little School, 1986), de Alicia Partnoy;
Una sola muerte numerosa (1997), de
Nora Strejilevich, y Pasos bajo el agua
(2002), de Alicia Kozameh. Estos textos, a juicio de la autora, desarrollan
estrategias literarias y enfatizan la ficcionalización de la trama del recuerdo
para alejarse de la forma jurídica del
testimonio. Por lo tanto, es interesante
advertir cómo se despliegan las conclusiones acerca de qué tipo de saber
produce el testimonio, o lo que es
lo mismo, qué tipo de conocimiento
albergan los intersticios de la memoria, las zonas oscuras, las lagunas y las
fragmentaciones en estas narrativas
testimoniales.
El capítulo sexto actúa como cierre
del volumen y se detiene en la importancia del testimonio como instancia
reivindicadora del desaparecido: a
través de la narración se efectiviza el
retorno de los ausentes y se reclama la
inscripción de esas subjetividades en
la escena social, haciéndose explícito
que el testimonio habla del pasado,
pero también del presente y que, por
lo tanto, todavía exige instancias de
debate y desacuerdos. En resumen, el
testimonio da cuenta de un pasado no
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 55
clausurado, cuyas memorias continúan en proceso de construcción.
Reunir en casi ciento ochenta páginas
conflictos sociales tan vigentes y analizarlos desde el prisma de narrativas
testimoniales todavía tan recientes es
la mayor conquista de este estudio
crítico que convoca a un lector activo
e implicado.
MEMORIA Y AUTOBIOGRAFÍA
Paula Simón
Memoria y autobiografía.
Exploraciones en los límites
Leonor Arfuch
Buenos Aires, 2013
Fondo de Cultura
Económica,
168 páginas
S
on cinco los ensayos que se
reúnen en este libro, los cuales
cuentan con el atributo de
estar plenamente vinculados
entre sí, otorgándole unidad y coherencia al volumen. La autora parte
de la idea de que el mundo de las
representaciones simbólicas contemporáneas está protagonizado y
dominado por la autorreferencialidad,
en sus variables formas discursivas,
desde las más canónicas (testimonios,
memorias, autobiografías, etc.), hasta
las más híbridas y experimentales
(autoficciones, cuadernos de notas,
diarios, cartas, recuerdos). En este
universo de lo autobiográfico, le
interesa recorrer las huellas de las problemáticas colectivas que se evidencian en los textos individuales: la
memoria, el imaginario, las representaciones y las identidades. Por ello, el
56 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
objetivo que se plantea en la introducción es dar cuenta, a lo largo de
los ensayos expuestos, de los modos
diversos en que se inscribe la huella
traumática de los acontecimientos
histórico, políticos, sociales y culturales en los destinos individuales
para aportar, desde la crítica cultural,
las claves interpretativas de lo que
llama una “subjetividad situada” estética, ética y políticamente.
Los distintos capítulos en que se
divide el texto trabajarán sobre alguna
arista problemática de la inscripción
de los conflictos colectivos en el
discurso autorreferencial. En cuanto
al recorte del objeto de estudio, es interesante advertir que se reúnen obras
que no responden a una tradición literaria o cultural determinada, sino
que bien podría inscribirse en el ám-
bito de interés de la Literatura Comparada, en la medida en que se acerca
a los núcleos temáticos de una manera
transversal, puesto que convoca discursos de distintas procedencias culturales y ligados a diversos soportes
(literarios, plásticos, cinematográficos,
etc.). De este modo, en el capítulo segundo, titulado “La mirada como autobiografía: el tiempo, el lugar, los objetos” se dedica a analizar el espacio
biográfico en la obra literaria de W. G.
Sebald y en la obra visual de Christian
Boltanski, dos realizaciones que albergan huellas memoriales de la Segunda
Guerra Mundial y de la Shoah. El
tercer capítulo continúa estableciendo
diálogos entre el escritor alemán, autor de Austerlitz, y el artista plástico
francés, pero esta vez para explorar
los entresijos de la búsqueda de la
identidad en ambos casos. El capítulo
cuarto salta a otro contexto históricopolítico, con el cual la Shoah mantiene ciertos vínculos o soluciones de
continuidad histórica: la desaparición
de personas durante la última dictadura militar en Argentina (1976-1983).
En este capítulo, la autora estudia
aspectos de la escritura femenina en
dos obras: Ese infierno. Conversaciones de
cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA
(2006), escrito en coautoría por Munú
Actis, Cristina Aldini, Liliana
Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar,
y Poder y desaparición. Los campos de
concentración en la Argentina (1998), de
Pilar Calveiro, a fin de establecer un
diálogo entre dos modos distintos de
construir la enunciación testimonial.
El capítulo quinto desplaza la reflexión hacia las narrativas no ficcionales
de la experiencia guerrillera, para lo
cual se centra en la polémica en torno
a la entrevista de 2004 a
Héctor Jouvé, sobreviviente de la
guerrilla guevarista en el norte argentino, como síntoma del desencanto
del campo intelectual de la izquierda
en el presente y como modalidad de
instauración del “yo” en la conceptualización de un momento histórico.
El capítulo séptimo efectúa otros
desplazamientos; en el ámbito político
y cultural, se traslada a la frontera
entre México y Estados Unidos para
analizar algunas representaciones
artísticas significativas en torno a la
identidad y la territorialidad.
El último capítulo, en el acto de
retomar las líneas abiertas y establecer
las conclusiones, piensa cómo el valor
del nombre es un núcleo temático
recurrente en cada uno de los ensayos. Y es un acierto que en torno al
problema del nombre se elija cerrar
el volumen, puesto que este alude precisamente al conflicto principal que
atraviesa todas las representaciones
artísticas comentadas: la búsqueda,
la elaboración y la reconstrucción de
la identidad en tiempos de conflictos
todavía no resueltos.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 57
LO QUE QUEDA
DEL CRISTAL
Rafael Mammos
Cristalizaciones
Basilio Sánchez
Madrid, 2013
Hiperión (XX premio de poesía Ciudad de Córdoba
‘Ricardo Molina’)
94 páginas
S
e ha dicho que el tema último
de todo poema, detrás de la
superficie y de la anécdota
que quizás lo motivara, es la
poesía. Es decir: escribir un poema
implica posicionarse ante un estilo y
una tradición, tomar unas decisiones y
descartar otras, y resolver el pequeño
problema de la escritura mediante
una poética ad hoc para el texto en
cuestión. En Cristalizaciones, Basilio
Sánchez reflexiona abiertamente sobre esa condición metaliteraria de los
poemas a la vez que busca un lugar
seguro en el mundo para la escritura y
el lenguaje poético.
Cristalizaciones es ante todo un libro
solemne y, si no pesimista, al menos
oscuro. El tono, uniforme durante
las tres secciones que lo componen,
no deja lugar a dudas: “Sobre los
inocentes, / dormimos los culpables:
nuestras casas se apilan / como cajas
en los aserraderos, / como contenedores en los muelles” (“Cementerio
judío de Praga”). En ese sentido, dos
son las grandes preocupaciones del
libro: la angustia de la condición humana, la angustia de la escritura dentro de la condición humana. Por un
lado, es constante un cierto sentido de
58 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
irrealidad, como en “Los días laborables”: “Para aquellos que son como
nosotros / no se tiene bastante con la
vida. / Nunca fue suficiente no estar
muerto”; o en “La llama alta”: “¿Y si
estuviésemos equivocados / y lo que
hemos creído que era Dios / fuese,
precisamente, aquello que no es?”
La vida es, en este libro, un paisaje
nocturno lleno de dudas (aunque con
algo de agua árabe al fondo, como en
“Música de cuerda” o “Zéjel”) donde
el hombre tantea los significados
en busca de un incierto origen. Por
otro lado, está la preocupación por
la función del lenguaje y de la poesía.
“Los trabajos de Sísifo” es un buen
ejemplo de poética: “Cuando escribo
/ llevo también el peso de los otros, /
llevo el peso de las cosas que existen
/ y de las que no existen”. El poeta
es un alquimista capaz de crear “la
ilusión de una puerta” donde hay un
muro, es decir: tiene el poder de fingir
que tiene poder. Lacónicamente,
Sánchez no esconde que “la escritura
interrumpe / la naturalidad de la
existencia”, pero también le concede
la propiedad de hacer que la vida sea
más asequible, incluso a través de la
vulnerabilidad.
Queda claro que esta es una poesía
de ideas, donde predominan largas
palabras abstractas que quizás dejen
algún verso cojo, sobre todo leído en
voz alta. A pesar de la prosodia, que
no es el punto fuerte de este libro, hay
muchas imágenes memorables, hechas
para quedar: “El buscador de sombra
/ reconoce en un árbol su majestuosidad, / pero elige en secreto su
pobreza”; o “No hay nada irreparable,
/ salvo lo que los muertos se dicen a
sí mismos, / resignados y anónimos,
debajo de nosotros”.
Cristalizaciones no es sólo un libro
reflexivo: es un libro sobre el acto
de reflexionar y sus consecuencias.
El hombre está desplazado de la
creación, y es a través del lenguaje que
se hace consciente de esa distancia;
sin embargo, es gracias a la alquimia
azul de la poesía que, de alguna manera, puede recuperar sus estratos más
profundos, conservados en él como
en cristal.
LECTURAS DE LA TEORÍA
Max Hidalgo Nácher
El absoluto literario.
Teoría de la literatura del romanticismo alemán,
Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy,
Buenos Aires, 2012
Eterna Cadencia
541 páginas
I
“De qué se trata, entonces, en el romanticismo teórico, en eso que habremos de
caracterizar como la institución teórica
del género literario (o si se quiere de
la literatura misma, de la literatura en
tanto absoluto)? […]. Es necesario ir a
los textos”
L
os primeros románticos
alemanes no escribían
para sus contemporáneos.
Tampoco –como había
sido costumbre desde mucho tiempo
atrás– dirigían la vista hacia el pasado
para dialogar con los muertos, como
hiciera Quevedo, “con pocos pero
doctos libros juntos”. Pasado y presente ya no eran ni fuentes ni destinos
seguros para la escritura; y, de ese
modo, la relación de esos escritores
con esa instancia contemporánea
llamada público pasaba a suponer una
torsión peculiar, tal como se aprecia
en el siguiente fragmento de Friedrich
Schlegel: “Cada autor legítimo escribe
para nadie o para todos. Quien escribe para que tal o cual quiera leerlo
merecería no ser leído”. Ese mandato
de escritura –que rompe positivamente el vínculo con el destinatario
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 59
real– hace de esta un mensaje extraño, lanzado a las aguas de la prensa
como una botella al mar, a la espera
de lectores desconocidos: de lectores
por venir. Las concepciones de la
lectura y la escritura que ahí surgieron
–y que fundan la verdad de los textos
en unos lectores que la propia escritura tendría que producir–, ¿siguen
siendo las nuestras?
En ese trato literario que acabamos de
esbozar está en juego una experiencia
del lenguaje y de la comunidad que,
lejos de ser evidente, es ella misma el
producto de una cierta historia.
Y, como afirman Philippe
Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy
en el prólogo al Absoluto literario.
Teoría de la literatura del romanticismo
alemán (publicado en 1978 en francés
y recientemente traducido al castellano por Cecilia González y Laura
Carugati para Eterna Cadencia), esa
historia tiene su lugar de emergencia
en el primer romanticismo alemán
en torno a un lugar (Jena) y a una
revista (el Athenaeum). Ese sería,
según los autores, “nuestro lugar de
nacimiento”. Espacio de una crisis
social, política y filosófica en la que
se abre el pensamiento literario de la
modernidad, el cual se caracterizaría
por hacer comunicar a través de sí la
literatura, la política y la intimidad.
“Su proyecto“, continúan los autores,
“no será un proyecto literario, y no
abrirá una crisis en la literatura, sino
una crisis y una crítica generales”.
En ella se cifra el sueño moderno
que hace de la literatura el espacio de
una transformación general capaz de
hacer que la multiplicidad de estratos
que conforman lo social se estremezcan, colisionen y se pongan en
movimiento.
60 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
II
“¿Cuántos, aun entre los mejor intenci
nados, repiten en la actualidad Jena sin
haber podido leer sus textos?”
¿Por qué era –como afirman los
autores– “urgente” e “indispensable”
publicar en Francia, en 1978, la traducción de este conjunto de escritos
de los primeros románticos alemanes?
El libro no ocultaba su carácter de
intervención, la cual reposaba en una
doble tesis de fondo. La primera es
que “el romanticismo es la inauguración del absoluto literario”, de una
imagen excesiva de la literatura que la
hace por vez primera una “poesía universal progresiva” que aspira a transformar la vida haciéndose cargo de
la totalidad. La segunda tesis es que a
través de esa imagen de la literatura,
íntimamente ligada a una problemática comunidad de lenguaje destapada
en Jena, se abrió “el espacio de lo
que llamamos hoy, con una palabra
a la que los románticos aficionaban
particularmente, la ‘teoría’”.
Intentando subsanar en parte el
proverbial desconocimiento entre
franceses y alemanes, el libro pretendía llenar un vacío en el justo momento en el que el propio movimiento
crítico francés heredero de aquella
tradición estaba siendo desmantelado.
Siguiendo ese motivo –en un libro
que, sin duda, persigue entre otras
cosas dar herramientas para historizar
una aventura de pensamiento que
corre el riesgo de ser engullida a la vez
por el academicismo, el descrédito y
la mitificación–, no sería difícil trazar
una genealogía que, introduciendo
toda una serie de mediaciones, fuera
de la práctica literaria de algunos
poetas franceses –que hacen de la
escritura el lugar de un trabajo y de
una transgresión– a la práctica crítica
de Maurice Blanchot o de Georges
Bataille; y, a su vez, de esta a la práctica intelectual de Jacques Derrida o del
primer Michel Foucault. Pues, ¿qué
es el espacio literario de Blanchot sino
la descripción y el despliegue crítico
de una cierta relación literaria? ¿Y no
podría afirmarse que la
deconstrucción de Derrida traslada al
ámbito de la filosofía algunos procedimientos de lectura surgidos en el
trato con esta tradición literaria apuntalada por Blanchot? La ruptura teórica que se dará en la Francia de los
años sesenta –de la que son herederos
Lacoue-Labarthe y Nancy–, aquí dada
a pensar oblicuamente, pasará en gran
parte por el prestigio de esa relación
literaria que, paradójicamente, suspende la idea misma de relación al
pretender disolver los vínculos, presentándose como absoluta.
El libro, volviendo sobre ese problema, supone así un punto de llegada
de la teoría literaria de los setenta,
momento en el que se hace posible
empezar a rescatar –frente a la creencia general según la cual el romanticismo sería una cosa del pasado– toda
una serie de complicidades que le
devolvían su actualidad: “Lo que nos
interesa en el romanticismo es que
pertenezcamos aún a la época que él
inició y que esta pertenencia, que nos
define (mediante el inevitable desfase
de la repetición), sea precisamente
lo que no cesa de denegar nuestro
tiempo”. Su conclusión –que, siendo
crítica, no era “una crítica”– era
tajante: “Existe hoy un verdadero
inconsciente romántico”.
III
“Se puede, no es tarea sobrehumana,
mostrar un mínimo de lucidez. En estos
tiempos que corren, ya sería mucho”
¿Románticos, nosotros? No podemos
saberlo, pues mientras tanto han
pasado más de tres décadas. Esos
textos, publicados en francés con casi
doscientos años de retraso, se editan
ahora en castellano –con la urgencia de lo intempestivo y junto con
sus prólogos– con un considerable
retraso. Tantos anacronismos despiertan una pregunta: ¿somos todavía
contemporáneos de la época que se
abre en esos textos? ¿Tiene sentido
traducirlos hoy? ¿Pueden enseñarnos algo de nuestro presente? Por lo
pronto, su relectura nos muestra que
algo ha cambiado de manera radical
en este tiempo. “Pensamos todos”,
escribían Lacoue-Labarthe y Nancy,
“que lo político pasa, como si esto
fuera una evidencia, por lo literario (o
lo teórico): el romanticismo es nuestra
ingenuidad”. Esa ingenuidad no parece
que sea ya la nuestra; y, sin embargo,
y en los tiempos que corren, ese
problema merecería ser pensado y no
simplemente liquidado, como en gran
medida ha pasado desde entonces,
identificando esa “ingenuidad” con
un “error”. Quizás la actualidad del
libro que aquí se edita pase, precisamente, por reavivar unas problemáticas que muchas veces han querido
cerrarse prematuramente y de manera
apresurada.
Esa historia –que nos constituye, en
tanto seamos herederos más o menos
directos o indirectos de la crisis que
se abrió en la crítica literaria a partir de los años sesenta– tiene, desde
mediados de los setenta, un final
brusco, repentino, a la vez mítico y
real. Se suele resumir en unas pocas
muertes: Barthes, abandonándose en
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 61
el hospital tras ser arrollado por una
camioneta; Althusser, internado en un
psiquiátrico después de estrangular a
su mujer; y Lacan, perdiendo el habla
progresivamente antes de morir. El
mito del estructuralismo –él mismo ya
surgido de una caricatura– se cerraría
de forma abrupta con esas muertes.
Como si encerraran algún sentido.
La muerte de SIDA de Foucault, en
1984, fue el broche final de ese relato
poético escuchado hasta la saciedad.
Esto, que en otras circunstancias no
hubiera tenido la menor importancia, señalaba una transformación del
campo intelectual, pues esas pocas
muertes corroboraban el fin de una
época en la que la literatura se pensaba a sí misma como límite y motor
del pensamiento.
El absoluto literario, publicado en ese
preciso contexto, detectaba un límite
y profetizaba una restauración. Tal
como en 1805 se dio por concluida
la crisis romántica, a mediados de los
setenta se cerró la crisis de la teoría
literaria. En ese preciso momento, el
libro pretendía preservar a los lectores
“a la vez de una fascinación y una
tentación”; y, con ello, trataba de sostener “un mínimo de lucidez” en un
momento en el que parecía particularmente difícil conservarla.
IV
“Ce soir le vent qui frappe à ma porte
me parle des amours mortes”
Charles Trenet
Esa lucidez, ¿dónde ha quedado?
Lacoue-Labarthe y Nancy presentaban los textos al público francés con
un prólogo, especie de utillaje para
aquel que está a punto de entrar en
una época de indigencia y de olvido.
Pues lo que vino después –según el
diagnóstico de Deleuze en el apartado
62 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
“Cultura” de su Abecedario– sería el
desierto: una época de una extrema
pobreza intelectual. “Atravesar un
desierto no es gran cosa”, decía
ahí Deleuze, “lo que es terrible es
crecer en él”, dado que, “cuando
algo desaparece nadie se da cuenta,
por la simple razón de que cuando
algo desaparece no se lo echa en
falta”. El libro que aquí reseñamos
pretende hablar precisamente de eso
que, cuando faltó, no se echó en falta.
Como ejemplo podríamos acudir a las
síntesis del período, la mayoría de las
cuales banalizan u olvidan esa experiencia extrema que aquí se intenta dar
a pensar. Sin ir más lejos, tras la larga
travesía del desierto, y por todo balance, Antoine Compagnon tarareaba
en 1998 la canción “Que reste-t-il de
nos amours?”, de Charles Trenet. En
su libro, El demonio de la teoría, esta se
había convertido en un recuerdo
amable: en una vieja foto privada de
su juventud.
Ahora bien, nosotros, desde España
y Argentina, ¿desde dónde podríamos
leer esos textos? El mapa que proporcionan esos autores –dado que ni
cronológica ni geográficamente es el
nuestro– solo puede orientarnos parcialmente. Y la versión castellana, por
desgracia, no lleva más prólogo que el
que ya incluía la francesa. Esa laguna
–que el lector tendría que sentir como
tal en un libro como este– señala la
dificultad, que muchos experimentamos, de pensar en términos históricos nuestra propia práctica crítica.
Esta traducción es, de hecho, una
buena oportunidad para intentarlo,
sustituyendo una nostalgia que no
podría ser nunca la nuestra por una
lectura histórica de la teoría. Quizás
así podríamos darnos los medios para
empezar a escribir colectivamente un
prólogo por venir, del cual solamente
tenemos, a día de hoy, retazos y fragmentos.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 63
MATERIALES
“Materiales” surge con la convicción de que la cultura es un espacio de luchas y tensiones
inteligible, que puede ser estudiado desde un punto de vista material. Los procesos ligados a la
producción, circulación y recepción de lo escrito, las lógicas específicas de la actual industria
cultural y el papel clave que cumple, en un momento dado, la traducción, son algunos de los
aspectos que si bien suelen quedar velados en el acercamiento a la literatura son, no obstante,
determinantes en el funcionamiento efectivo del campo cultural.
LIBROS Y LECTURA HOY:
UN REPORTAJE
Max Hidalgo Nácher
“El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no podéis
mejorarlos. No podéis hacer una cuchara que sea mejor que una cuchara. Los diseñadores tratan de
mejorar por ejemplo el sacacorchos, con éxitos muy pobres, y la mayoría de ellos, además, ni siquiera
funcionan […]. El libro ha hecho sus pruebas y no veo cómo, para el mismo uso, se podría hacer mejor
que el libro. Quizás evolucionará en sus componentes, quizás sus páginas no serán ya de papel. Pero
permanecerá siendo lo que es”
Umberto Eco, Nadie acabará con los libros
D
esde que se inventara la escritura hace más de cinco mil años en la
región de Mesopotamia, el valor y las funciones de lo escrito no
han dejado de transformarse. Abandonando progresivamente su
antigua sacralidad para ir adquiriendo su actual carácter profano,
la escritura —y, con ella, los libros— ha constituido no solo un testimonio de
la historia, sino al mismo tiempo —y bajo ciertas condiciones— un motor de
la misma. Ahora bien, si los libros tienen una larga historia, la disciplina que se
encarga de estudiarlos es, en cambio, reciente. Este desfase entre la longevidad
del objeto de estudio y la juventud de la disciplina que lo estudia tiene que ver,
sin duda, con una experiencia: el objeto libro y la práctica de la lectura asociada a
él han dejado de ser, para nosotros, evidentes.
64 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
Con ello, este cuestionario parte de la convicción de que el libro —como la
cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras— no solo puede mejorarse, sino transformarse a sí mismo. El libro no puede “seguir siendo lo que es”, entre otras
cosas porque nunca fue lo que era. Romper con esas representaciones universalistas —que naturalizan una experiencia particular haciendo abstracción de sus
determinaciones concretas— puede ser un primer paso para llevar a cabo una
verdadera inquisición sobre el objeto libro y la práctica de la lectura.
Para esta primera entrega nos hemos valido de libros, leídos y releídos,
de nuestras bibliotecas; de revistas; de un breve —aunque sustancioso— puñado
de blogs y páginas web; de la —no siempre correspondida— correspondencia
digital; y hasta de una grabadora. Con todo ello, se trataba de contribuir a un
diálogo. Un diálogo virtual que permitiera pensar y comunicar parcialmente —y
de modo fragmentario— lo pensado a partir de las transformaciones históricas
de la lectura y —más en general— de la comunicación literaria. La producción
material de este escrito, surgido a partir de un cuestionario, no es ajena a ellas.
Tres cuestionarios han sido respondidos en forma de ensayos y, por lo tanto,
hemos decidido guardar su forma original; el resto de respuestas se presentan en
el siguiente reportaje. Agradecemos a Nora Catelli, Josep Mengual, José Antonio
Millán, Gonzalo Pontón, Neus Rotger y Leandro de Sagastizábal su participación en esta encuesta.
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LA MATERIALIDAD DE LA ESCRITURA
La materialidad de los libros es un factor fundamental de su existencia. Si
modernamente tendemos a pasarlo por alto, se debe sin duda al proceso de desmaterialización que, a través de la imprenta y del soporte digital, ha hecho posible
la reproducción técnica del libro a escala industrial. Ahora bien, en un momento
en el que los libros se convertían en bienes fungibles de consumo, algunos poetas
como Stéphane Mallarmé y Guillaume
Apollinaire hacían emerger de nuevo la
materialidad gráfica y visual de los poeSagastizábal: “La materialidad de los textos y sus
mas. Acaso era algo de esa atención reformas crean sentidos”
novada la que le permitía a Juan Ramón
Jiménez escribir que “en edición diferente los libros dicen cosa distinta”. El editor argentino Leandro de Sagastizábal
coincide con las implicaciones de esta afirmación y afirma que “investigadores
como Roger Chartier o D. F. McKenzie han desarrollado muy bien: la materialidad de los textos y sus formas crean sentidos. Las puntuaciones, las tipografías,
los espacios en blanco… crean un sentido de lectura”. José Antonio Millán, uno
de los autores españoles que más ha reflexionado sobre estos problemas, suscribe “en todos los sentidos” la frase del poeta y va más allá para constatar que “si
a eso añadimos todo lo que rodea la práctica lectora, las diferencias son mucho
mayores aún”.
Ese doble énfasis en la materialidad del libro y en la práctica lectora
supone un extrañamiento; y precisamente esta falta de evidencia se halla en el
núcleo de surgimiento de la nueva disciplina. Escribe Nora Catelli, profesora de
¿CÓMO SE ESTUDIAN
LOS LIBROS?
Joaquín Rodríguez escribía en su blog —y repetía
luego en 2007 en Los futuros del libro— lo siguiente:
“La contribución de muchos autores e intelectuales al debate sobre el futuro del libro se caracteriza, desafortunadamente, por su vacuidad, endeblez
y tendenciosidad”. Catelli piensa que, para entender las aportaciones a esta problemática, habría
que establecer previamente algunas distinciones:
“Siempre hubo ante la aparición de un formato
nuevo, y con el caso del libro fue así, reacciones de
duda, no ante la posibilidad de difusión del libro
en el caso de la imprenta, sino en la modificación
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de la relación entre el estatuto de la palabra, la
transmisión y el soporte. Ahora bien, una de las
características del debate del futuro del libro que
es inédita es la actual coincidencia de la aparición
de un nuevo soporte y del estudio académico de
estos cambios. Este estudio académico empezó
antes de la aparición de los cambios digitales,
porque de hecho las primeras historias del libro
como soporte donde ya se dudaba del futuro del
libro son de los años cincuenta (tal es el caso de
La aparición de libro, de Lucien Febvre y Henri-Jean
Martin), con lo cual ya hay un anuncio de preocu-
Teoría de la Literatura en la Universidad de Barcelona, en Testimonios tangibles: “A
la celebración de la lectura siguió, así, la crisis de su representación, coronada,
en los últimos cincuenta años, por el acento en el estudio del objeto. No es casual que la historia del libro, como disciplina, haya surgido de manera paralela
a la conciencia de la posible extinción física de ese objeto. El proceso parece
análogo al anterior: la representación de la lectura constituía, en la novela del XIX,
una función constructiva, mientras que en la del XX lo central es su presentación
—no su representación— como posibilidad (o imposibilidad) ontológica. Por último, desvanecida la eficacia de la función constructiva decimonónica y en cuestión la reflexión literaria que la sucedió en el siglo XX, ahora empieza a hacerse
la historia del libro”.
Esta constatación es crucial para entender qué está en juego en la constitución de dicha disciplina. De hecho, en el sentido en el que la presenta en su
libro Catelli, la historia del libro no es simplemente heredera de Lucien Febvre
—de cuyo libro inaugural L’apparition du
livre (1958) la autora extrae una cita que
coloca como pórtico de su trabajo—,
Catelli: “La duda acerca de los soportes del libro
sino también y sobre todo de Robert
tiene que ver con el periodismo divulgativo y un
Darnton y Roger Chartier, con quienes
cierra el volumen. Con ello, se observa
campo pseudoacadémico”
que esa historia del libro, renovada a
partir de una historia de la lectura, no
proviene solamente del análisis bibliográfico de la Inglaterra del siglo XIX, sino de un cruce particular entre disciplinas
que hay que ligar a la crisis del sentido de la que surgirá en Francia en la segunda
mitad del siglo XX, en tanto que disciplina, la Teoría Literaria.
pación por el soporte antes de que aparezca la
modificación de esos soportes, como si esos libros
fueran proféticos. Por otro, la duda acerca de los
soportes del libro tiene más que ver con el campo
del periodismo divulgativo y un campo pseudoacadémico en el cual, dentro de la universidad misma —por esta necesidad de clasificación de áreas
privilegiadas—, se ha dado muchísima importancia no solo a la reflexión acerca del cambio de los
soportes y la digitalización, sino también al uso de
esas nuevas tecnologías en la transmisión misma,
con grados de confusión enormes”.
De ese modo, y más allá de las reacciones coléricas o entusiastas de aquellos que están “a favor”
o “en contra” del fenómeno digital, Catelli pro-
pone replantear la problemática en un contexto
más amplio que permita enmarcar críticamente
la discusión más allá de las urgencias del fenómeno digital: “Las vías de acceso privilegiadas al
estudio de estas cuestiones están en dos campos:
en la sociología de la lectura (iniciada con Robert
Escarpit) y en la escuela de la historia del libro (inaugurada por Roger Chartier, Guglielmo Cavallo,
Armando Petrucci y Robert Darnton, entre otros),
que en ningún momento intentan dar una respuesta total a estas cuestiones, sino que se detienen en
campos, en períodos históricos, en secuencias, y
piensan a partir de las secuencias”. Catelli subraya
un rasgo fundamental que comparten todas estas
perspectivas: “Ninguno de estos autores piensa
que los mecanismos de producción de textualida-
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UN NUEVO CIRCUITO DE LA COMUNICACIÓN
S
i nos preguntamos por el circuito de la comunicación literaria en el que estamos insertos, ¿sigue
siendo el mismo que describiera en su momento Darnton? “Este circuito”, comenta Sagastizábal,
“está hoy siendo redefinido”. La mediación que hacía que entre el autor y el lector —que entraban en contacto y cobraban consistencia precisamente gracias a ello— se interpusieran editores,
impresores, transportistas y libreros se está transformando: “El cambio hacia lo digital es inexorable, pero
no se producirá de manera homogénea ni en todos los tipos de libro ni en todos los países o regiones. En
muchos tipos de libro, como los de texto, lo digital se está produciendo, más que como una alternativa al
soporte papel, como su complemento”. En el nuevo estado de cosas “algunos roles habrán de cambiar.
Posiblemente no el del editor, en cuanto alguien profesionalizado en los contenidos; pero seguramente
sí, y mucho, el de los impresores y los
proveedores de papel, pues ya no tienen
Sagastizábal: “Los impresores y los proveedores
sentido en el mundo digital”.
de papel ya no tienen sentido en el mundo digital”
En este nuevo circuito se transforma la figura del lector, pues el acceso a
la lectura “ya no se dará seguramente a
través de las librerías o las bibliotecas, sino a través de soportes digitales, librerías virtuales o bibliotecas
on line”. Todo ello implica “nuevos porcentajes de beneficio y modalidades en los derechos de autor,
contratos con cláusulas que contemplan variantes que hasta ahora no existían, nuevos criterios y canales
comerciales y precios de venta al público diferentes”. En tanto que el libro es una mercancía, cobra su
existencia real en el mercado. Por ello, como sostiene Sagastizábal, “las formas de los libros también están
vinculadas a los cambios del consumo”.
Los aparatos digitales —que ya se han vuelto cotidianos— introducen una nueva relación con la
escritura y la lectura. Si no se leía igual un rollo, que se desplegaba de manera continua, que un códice,
plegado sobre sí mismo, ¿no es cierto que la lectura en pantalla ha de tener sus propias implicaciones?
Sagastizábal encuentra en el mundo digital, y en estos nuevos aparatos, una “herramienta formidable”
y se muestra, en líneas generales, optimista: “Estoy convencido de que el mundo digital facilita notable-
des diversas dependan del soporte. En absoluto.
Esos mecanismos tienen en el soporte un elemento de modificación, pero no depende enteramente
del mismo”.
Por su parte, Darnton dejó sentadas en su artículo
“¿Cuál es la historia de los libros?” (1982) algunas
de las bases del surgimiento de la disciplina, que
aspiraría a constituirse — “si no sonara tan pretencioso”, añadía— como una “historia cultural y
social de la comunicación impresa”. Darnton dejó
descrito a grandes rasgos ese circuito en el artículo citado: “Los libros impresos pasan, a grandes
rasgos, por el mismo ciclo vital. Podría describirse
como un circuito de comunicación que va del
autor al editor (si no es el librero quien asume este
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papel); de ahí al impresor, al transportista, al librero y al lector. El lector cierra el circuito porque
influye en el autor tanto antes como después del
acto de escribir. Los autores son lectores también. Al leer y trabar contacto con otros lectores
y escritores, los autores se forman conceptos
sobre el género, el estilo y el sentido general de la
empresa literaria que afectan a sus textos, tanto si
componen sonetos al estilo de Shakespeare, como
si redactan las instrucciones de montaje para un
equipo de radio. Al escribir, el escritor puede estar
respondiendo a críticas de sus obras anteriores o
saliendo al paso de posibles reacciones que pueda
suscitar su texto. Se dirige a un lector implícito
y le responden críticos explícitos. Así, el circuito
se cierra. Transmite mensajes transformándolos
mente el acceso”. Así, Internet permite “acceder a libros agotados, a artículos de revistas del pasado o del
exterior y a mucho más”. Más allá de la estricta relación instrumental, preguntado por las implicaciones
subjetivas de esas transformaciones, apunta: “Me parece que estamos en una transición y es muy difícil
saber en qué consistirán esas transformaciones, pero me gustaría mencionar un criterio de Paula Sibilia,
para mí una de las personas más solventes para pensar estos temas: es una nueva subjetividad la que origina las herramientas que la misma necesita, no son esas herramientas las que construyen la subjetividad.
Obviamente nada es unilineal sino que todo es interacción y dinámica, pero no me parece menor repensar
el orden de los términos”.
En este nuevo espacio de relaciones, Millán destaca, en lo que constituye un “desordenado abanico de posibilidades”, la tendencia a una cierta dispersión y multiplicidad de prácticas propia de lo que Armando Petrucci llamara el lector anárquico: “Como lectores, o quizás habría que decir que como lectores
ávidos, leemos en cualquier soporte, lo que encontramos de lo que queremos, lo que queremos de lo que
encontramos… Y, de nuevo en cualquier soporte, leemos para todo lo que
uno lee: para pasar el rato, para disfrutar,
Millán: “Daría más por un análisis de la
para resolver problemas, para aprender,
comercialización y lectura reales de 50 sombras
para enterarnos de qué pasa…”. Catelli
de Grey que por veinte artículos sobre el epíteto
recuerda, por su parte, que no todo son
en la novela del XIX”
novedades en la relación con lo escrito,
sino que los nuevos soportes también
posibilitan vueltas a prácticas antiguas:
“Si se habla de lectura y escritura en general, más que darse novedades, se vuelve a formas pretéritas,
que se habían dejado de utilizar como, por ejemplo, la correspondencia que sustituye al teléfono muchas
veces. Esto modifica cuestiones que parecen banales pero que no lo son en absoluto, como los modelos
de correspondencia fija. Se vuelve a tener conciencia —cualquier corresponsal la tiene— de a quién nos
dirigimos por edad, tratamiento…, cosa que una generación anterior probablemente poco letrada no hubiera tenido, mientras que ahora cualquier persona poco letrada que escribe e-mails tiene que incorporar
de nuevo los protocolos que hubieran estado en un manual de correspondencia: cómo dirigirse a un jefe,
a una persona mayor, a un desconocido, a un colega... Cosas que se habían perdido y que ahora se incorporan. Así, eso amplía enormemente el campo de la escritura y de la lectura”.
por el camino, conforme pasan del pensamiento
a la escritura, de ahí a los caracteres impresos, y
de vuelta al pensamiento. La historia de los libros
versa sobre cada una de las fases de ese proceso
y sobre el proceso en su conjunto, en todas sus
variaciones a lo largo del tiempo y del espacio, y su
relación con otros sistemas económicos, sociales,
políticos y culturales de su entorno”.
Todos los autores consultados coinciden en la importancia de centrar la discusión en una situación
concreta. Así, Catelli afirma que “no podemos hablar del planeta, hablamos desde esta situación, y
aquí hablamos sobre Barcelona, sobre Cataluña y
sobre España”. Y Sagastizábal, en ese mismo sentido y desde Argentina, recuerda que las transfor-
maciones digitales “no se producen de manera homogénea, para todos los tipos de libros por igual,
ni para todos los países o regiones”. Millán, por su
parte, insiste en la importancia de estudiar la circulación real de los libros y los usos prácticos de los
mismos: “Comienzo algunas de mis clases sobre
edición o lectura con estas brillantes palabras de
Walter Benjamin: La historia de la literatura tendría que
empezar por estudiar las estructuras de venta […], para así,
en lugar de contemplar una y otra vez las mismas cumbres,
investigar la estructura geológica sobre la que descansa la
montaña del libro. Daría más por un análisis exhaustivo de la comercialización y lectura reales de 50
sombras de Grey (por poner un ejemplo reciente) que
por veinte artículos sobre el epíteto en la novela del
XIX”.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 69
LA LITERATURA
¿Y qué hay de la literatura? Esta —en tanto que práctica estética o uso del lenguaje no puramente
instrumental— está destinada a seguir transformándose. Un mínimo repaso a la historia de los libros y a las
formas de escritura lo muestra. Sin ir más lejos, el libro impreso contribuyó de manera radical a la transformación de las técnicas narrativas. Walter J. Ong, quien sostuvo en Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra que
“la trama rigurosa en la narración larga surge con la escritura”, daba ya en 1982 elementos, según Catelli, para
pensar “los problemas que supone la introducción de lo digital antes de que lo digital apareciera”.
Respecto a la posibilidad de una literatura sin
de manera unilateral, las prácticas—, suslibros, tanto Sagastizábal —quien sostiene que
pende la respuesta: “Si hablamos de escritura
“cada vez es más posible una literatura sin
en el sentido literario, es decir de una escritulibros impresos”— como Millán coinciden.
ra que pretende un grado de desprendimiento
Este último afirma: “Es muy posible la literarespecto a su valor instrumental —que es
tura sin libros. Es incluso posible la literatura
lo que es una correspondencia cualquiera:
sin textos. Como padre en ejercicio, durante
efectúa un acto de comunicación cuya funmuchos años he narrado historias interminación es llegar al otro y obtener del otro algún
bles a mis hijos para dulcificarles largos viajes
tipo de respuesta—, en este tipo de textos, no
al colegio: he reinventado viejas historias, he
tengo ni idea. Nadie lo sabe. Porque, además,
improvisado otras tomando elementos de su
¿cómo saberlo? Para saberlo, hay que poner
vida cotidiana…”. Si un cierto tipo de “literaesos textos en serie. Para pensar hay que
tura” oral convive todavía hoy con el libro,
poner los textos en serie. Si no, caemos en las
“¿cómo no va a ser posible una literatura volenumeraciones caóticas de Borges de las que
cada en la Red, o incluso nacida
hablara en su ejemplo famoso
en la Red, incluso colaborativaMillán: “Es posible la Foucault. Al pensar en serie
mente?”. Sagastizábal, por su
volvemos a pensar en los
literatura sin libros,
parte, señala el desplazamiento
instrumentos de consagración
e
incluso
sin
textos”
de la palabra escrita al audioviy recepción de los textos
sual al recordar que “hay
(en sentido amplio, en senquienes ya afirman que la verdadera ficción del
tido jaussiano de un texto que modifica una
futuro serán los guiones de las series televisitradición anterior, introduce géneros, vuelve
vas actuales y quienes participan en reuniones
a modificar géneros que ya no pertenecían a
de la elite de esas producciones señalan la sóla serie literaria y los vuelve a introducir en
lida calidad intelectual y profesional de quienes
la serie). Para eso necesitamos de los instrulos realizan”. En el marco más restringido
mentos críticos con los que hemos pensado
de la literatura, una novela como Crímenes de
muchas veces. Eso no sale de la nada: surge
Ferdinand von Schirach, publicada por la edide un contexto de transformaciones de series
torial Salamandra, sería el ejemplo de que “los
anteriores en el que se articula lo viejo con lo
géneros literarios están cambiando”; y esas
nuevo; y no creo que ahí haya algún elemento
transformaciones estarían ligadas al trato con
que no tenga que ver con algunos de nuestros
los nuevos dispositivos de lectura y se conadiestramientos respecto al debate sobre lo
cretarían en ciertos rasgos formales de algunas
estético ya incorporados. Lo que se puede
nuevas narrativas: “Brevedad de los capítulos
modificar, por supuesto, es la función de cada
muy cerrados en sí mismos y posibilidad, por
género respecto a lo estético y, en nuestra
eso mismo, de comenzar el libro por cualquier
cultura actual, la disquisición casi imposible
lado sin perder la lógica de la trama”. Catelli,
sobre qué sea lo estético. Pero eso no tiene
en cambio —insistiendo en que un cambio en
que ver solo con el soporte”.
el soporte no puede determinar por él mismo,
70 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 71
Por lo demás, las nuevas tecnologías digitales
reavivan antiguos debates en torno a la difusión
y al control, a la democratización de la cultura
y a su mercantilización. Millán recuerda —a
propósito del debate en torno a los derechos
de autor y la piratería— que “como todo
constructo nacido de las condiciones materiales
de reproducción y venta, conceptos como ‘autor’, ‘propiedad intelectual’ o ‘copyright’ habrán
necesariamente de cambiar a medio plazo.
Otra cosa es que hoy nos debatamos entre los
crujidos de un sistema sometido a tensiones y
MERCADO, ESPACIO PÚBLICO
E INTELECTUALIDAD
el ruido de los voceros de intereses concretos”.
habla de profesionalización del escritor hay
A ese respecto, Catelli relativiza el rol de los
que tener eso en cuenta. El escritor debe hacer
derechos de autor. Pues si por un lado admite
muchas cosas a la vez, que muchas veces no
que estos “siempre han cumplido —desde
tienen nada que ver con la obra (corregir texprincipios del XIX y hasta hoy— la función
tos, traducir, trabajar los fines de semana en un
de asegurar un beneficio o un derecho al que
bar…). Jesús Ferrero escribió Bélver Yin (1981)
produjo alguna parte de
mientras era portero
ese objeto que es el libro”,
nocturno en un hotel
recuerda que “los autores
de París. Y casi todos
Catelli: “Los autores nunca
nunca han vivido verdalos escritores que uno
han vivido verdaderamente
deramente de los derechos
puede conocer por aquí
de los derechos de autor”
de autor, salvo muy pocos.
se sostienen de manera
Autores que han vendido
similar”.
mucho o los que trabajan en varias cosas a la vez. Nadie puede vivir
Esa profesionalización siempre parcial del
de escribir artículos en el periódico, salvo que
escritor es, no obstante, la que le ha permitido
además corrija textos, traduzca y a lo mejor
—u obligado— a adoptar nuevas prácticas
esté los fines de semana en un bar. Como
de escritura que lo vinculaban con un público
dice Bernard Lahire en La condition littéraire, la
tendente al anonimato y con el cual podía crear
condición literaria es cronófoga, necesita de otros
una nueva comunidad de escritura al margen
tiempos para existir. De modo que cuando se
de las comunidades de origen y de los poderes
72 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
establecidos. Tal fue el caso de la Encyclopédie
de Diderot y D’Alembert, que se vendía por
suscripción. A través de procesos como este,
el trato con lo escrito —con los libros, pero
también con las publicaciones periódicas o la
práctica epistolar— ha cumplido a lo largo de
la modernidad una función fundamental en
la formación de eso que —amenazado hoy
desde múltiples frentes— seguimos llamando
el espacio público. El intelectual tiene una de
sus figuras de emergencia modernas, no por
casualidad, en ese siglo XVIII en la figura de
Voltaire; y su surgimiento efectivo en 1898 con
la publicación de “J’accuse…!” de Émile Zola,
un autor que —significativamente— reivindicaba la mercantilización de la literatura como
condición de posibilidad de libertad efectiva del
escritor. Si esa figura iba ligada a toda una serie
de circunstancias políticas, económicas y sociales que, al cambiar, han tenido por fuerza que
transformar sus prácticas y acaso su función,
¿qué ha ocurrido con el intelectual a principios
del siglo XXI? ¿Ha muerto, como pretendía
Jean-François Lyotard? ¿Se ha transformado,
como apuntaría Michel Foucault? Catelli
considera que el intelectual sigue cumpliendo
Desde esta perspectiva, las nuevas tecnologías
—y debe cumplir— en este nuevo espacio una
no habrían variado a grandes rasgos la posición
función capital: “Yo sigo considerando que
y función del intelectual. Catelli traza, a
hay intelectuales. O sea, aquellos miembros de
propósito de ello, una tipología de los inteleclas élites letradas que hacen funcionar las ideas
tuales: “En este campo hay dos posiciones
en el espacio público. No hay otra forma de
claramente enfrentadas. Por un lado, la de los
definirlo para mí. Dentro de ellos están los que
pesimistas radicales, que los hay de dos tipos.
optan por el estudio muy detallado y erudito
Está el pesimista nostálgico, que postula que ya
de un campo, con lo que
no es de este mundo, y que
tratan de sacarse de engeneralmente reflexiona
Catelli: “Cuando la élite
cima la carga de la reflepoco sobre las condiciones
letrada abdica de su funxión general, y los que se
reales del mundo al que
instalan en la duda y que
perteneció (hablando desde
ción, deja ese lugar vacío y
a partir de sus campos a
esta situación, hay cuarenta
lo ocupan los agentes de la
veces pueden reflexionar
años de franquismo que se
mera opinión”
y otras veces no. Si bien
tienen que considerar muy
es innegable que en este
seriamente en este tipo de
momento no hay un horizonte de expectatireflexión, si hablamos de emancipación y de
vas en cuanto a la posibilidad de un discurso
relación con el poder). Y está el radical pesiemancipatorio político general, sí que hay un
mista tout court, que no es ni siquiera nostálgico,
discurso crítico muy fuerte, muy fragmentado y,
sino que se considera a sí mismo como alguien
por supuesto, sin ningún elemento político en
que ha ido perdiendo posibilidades de compeste momento que lo nuclee”.
rensión y ha quedado en un plano de indigencia
inteligente (pienso en Félix de Azúa). Después,
está la gente que duda.”
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 73
Si las sociedades modernas se caracterizan por el
aumento de la mediación
y la aparición en el seno
de lo social de diferentes
campos regidos por modos autónomos de funcionamiento, ¿no cabría
afirmar que esos “agentes de la mera opinión”, que confunden sus
discursos con intereses privados, amenazan con
aplanar la especificidad de las prácticas, introduciendo así la heteronomía? La privatización
En este conflicto de intereses, Sagastizábal
señala “el rol central de los Estados”, que
tendrían que encargarse de asegurar la alfabetización digital para evitar “una nueva masificación de analfabetos”. El fomento de las
de la cultura, sometida al interés económico,
es acaso uno de los riesgos fundamentales a
los que nos enfrentamos. En relación a él, es
ilustrativo el caso de Google, entidad privada que
se lanzó recientemente a una empresa de digitalización que, según Darnton, corría el riesgo
de constituir “un nuevo tipo de monopolio, no
de los ferrocarriles ni del acero, sino del acceso
a la información”. Si aceptamos presentar la
cultura —y, por extensión, el mundo digital—
como un espacio de luchas y tensiones, ¿hasta
qué punto estas nuevas
relaciones de fuerza
hacen viable u obstaculiMillán: “Algunos rasgos de
zan, como se preguntaba
este nuevo mundo son más
Darnton, la constitución
bien para echarnos a
de “una República de las
temblar”
Letras que extienda su ciudadanía a todo el mundo”?
La autora es tajante respecto a esta cuestión:
“Más allá de que los intelectuales quieran o no
quieran cumplir una función de referencia, la
cumplen. Otra cosa”, añade, “es que los instrumentos de los que se sirven sean instrumentos
debilitados. O que se haya dado, en muchos
casos, una defección de las elites. No les llamemos intelectuales cuando no quieren serlo.
Digamos, pues, que cuando la élite letrada
abdica de su función, deja ese lugar vacío y lo
ocupan los agentes de la mera opinión”.
nuevas tecnologías en la educación sería, así, un
aspecto fundamental que tendrían que potenciar los estados. Ahora bien, mientras que ese
problema de la propiedad y del acceso no sea
resuelto, parece que no bastará con esa nueva
alfabetización. Quizás por ello Millán, tras
discutir los sueños y esperanzas que toda una
época ha volcado en torno a lo digital, afirma:
“El saldo general no me parece satisfactorio, y
tampoco me parecen positivas las tendencias
que se apuntan, como la destrucción de un
sistema que funcionaba, aunque imperfectamente (librerías, ciertas editoriales), para ser
sustituidas por el ascenso de conglomerados
prácticamente monopolísticos desde el punto
de vista empresarial y tecnológico. Puede ser
que estemos entre las convulsiones de una
época que está alumbrando algo diferente, pero
algunos rasgos de este nuevo mundo son más
bien para echarnos a temblar”.
TRES ANALOGÍAS HISTÓRICAS PARA
EL CAMBIO DE PARADIGMA DEL LIBRO
Neus Rotger
E
s cierto que el debate sobre el futuro del libro tiende a la especulación y es propicio a la melancolía, la alarma o el entusiasmo. Pero
al margen de lo que opinemos sobre estas reacciones, por vacuas,
tendenciosas o previsibles que nos resulten, todas ellas demuestran
una preocupación compartida por los retos y problemas que plantea la presente
transformación del libro y de la lectura. Desde los ensayos clásicos de Walter
Ong, Roger Chartier o Robert Darnton hasta las propuestas más recientes de
François Bon o de Olivier Larizza, pasando por los referentes igualmente clásicos de la teoría literaria digital, como George P. Landow, Katherine Hayles o Espen Aarseth, parece claro que la evolución del objeto libro bajo el impacto de las
tecnologías de la información y de la comunicación no es vacua, ni tendenciosa,
ni mucho menos previsible. Por la vía de la historia, sin duda una de las más solventes a la hora de enfrentarse a las razones de esta revolución digital en marcha,
la inmediatez y la obsolescencia de los cambios que se suceden en las formas y
los dispositivos de lectura adquieren una dimensión más profunda y se abre una
perspectiva más amplia para la reflexión sobre su verdadero alcance y significación. Problemas como el lugar del libro en la tradición, el valor y la calidad de la
comunicación literaria, la distancia entre información y conocimiento, los procesos de conservación –y destrucción– del patrimonio libresco o la regulación del
acceso a la ciencia y la cultura muy difícilmente pueden abordarse si no es desde
una perspectiva histórica que los contemple en la medida de la larga duración.
74 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
A la pregunta acerca de una literatura sin libros, cabe precisar que en el
contexto de las textualidades electrónicas el libro es solo una metáfora. La naturaleza fluctuante de los contenidos digitales (archivos de significado a partir de
códigos y metadatos) poco o nada tiene que ver con el objeto libro tal y como lo
conocemos a partir de la imprenta. De ahí que a menudo el análisis se sitúe en
un presente –aún poco realista– después de los libros. Lejos, en cualquier caso, de
las aproximaciones que conciben el libro digital como un simple trasvase tecnológico del libro en papel, resulta más interesante aislar y analizar las diferencias
entre uno y otro modelo, atribuyendo incluso a cada uno magnitudes temporalmente disociadas. De esta manera, ese horizonte teórico sin libros, que es el que
se intenta comprender, puede observarse de un modo quizá más desprejuiciado,
y también más crítico. Son útiles, en este sentido, algunas de las analogías históricas más recurrentes que suscita este tipo de ejercicio, y que pueden resumirse
en estas tres, todas ellas con la mirada fija en el umbral de siglo que dio lugar
a la Ilustración: la primera afirma que el debate actual sobre el libro en papel y
el electrónico es una nueva edición de la vieja batalla entre Antiguos y Modernos; la segunda, que el entramado de relaciones que promueve el espacio digital
proyecta en el presente la República de las Letras; y, por último, la tercera sostiene que el tipo de subjetividad crítica
de Internet y la blogosfera recupera los
usos y funciones originales de la “esfe“Estos problemas difícilmente pueden abordarse
ra pública” habermasiana. Cada una de
si no es desde una perspectiva
estas analogías o proyecciones históricas
histórica de larga duración”
puede servir para contestar, al menos
parcialmente, algunas de las cuestiones
que se plantean en este diálogo virtual.
ANTIGUOS Y MODERNOS
Que la polémica en torno a las textualidades impresa y electrónica remite a la Querelle des Anciens et des Modernes –y a su versión inglesa, la Battle of the
Books– de hace más de tres siglos no es una idea demasiado original, ni exenta de
dificultades, pero sin duda sirve para empezar a pensar. La polémica clásica sobre
los viejos y los nuevos libros se extendía sobre un repertorio cerrado y complejo
de réplicas y contrarréplicas dedicadas a temas y problemas muy diversos, y su
alcance difícilmente puede reducirse a la confrontación pública de unos contra
otros (conservadores contra insurgentes, anticuarios contra incendiarios). Ni la
preocupación fue unidireccional, ni los partidos enfrentados, monocordes. Lo
mismo ocurre –o debería ocurrir– con el debate sobre el futuro del libro. Así, y a
pesar de que exista la tentación de polarizar y extremar las diversas posiciones en
conflicto, la analogía con la Querelle permite analizar y problematizar el conjunto
de tensiones que actúan en el actual escenario del sector del libro, y que ha visto
proliferar nuevos formatos de edición, distintas plataformas de distribución y
sucesivos dispositivos de lectura. Así, y en relación a la pregunta sobre la materialidad cambiante de los textos, es evidente que la digitalización afecta, como no
podría ser de otro modo, al sistema literario, transformando no sólo nuestra idea
de los géneros literarios sino de la literatura misma, cuyos límites confluyen hoy
de una manera radical con otros discursos, como el audiovisual y el multimedia.
Más allá, sin embargo, de las simetrías entre un modelo literario (estable, úniREVISTA PUENTES | MATERIALES | 75
co, completo, estático, finito) contra otro (líquido, múltiple, fragmentado, móvil,
infinito…), cabe pensar, mejor, en las líneas de confluencia e interacción entre
ambos, así como en la posibilidad de autorizar nuevas formas y estrategias de
lectura, incluida la lectura hipertextual y la lectura masiva por ordenador, mucho
más efectivas en el contexto multilocal de Internet.
REPÚBLICA DE LAS LETRAS
El acceso abierto en la red de un amplio fondo de libros y recursos se ha
comparado a menudo, a partir de Darnton, con la idea ilustrada de la República
de las Letras. La construcción –inmaterial, pero real– de lo que Pierre Bayle definió como “el imperio de la verdad y la razón” se basaba en la libre circulación
de libros y autores en un espacio sin fronteras nacionales, religiosas o legales.
La fe en el poder del conocimiento y en los valores de la democracia, el cosmopolitismo y la igualdad vertebraban este intercambio de textos y saberes a lo
largo y ancho de una extensa red de academias, salones, periódicos de circulación
internacional (como las Nouvelles de la République des Lettres, del propio Bayle) e
intercambios epistolares. En esta república virtual, sostenida a través de la amistad, la buena conversación y la correspondencia, intervenían también fuerzas
menos desinteresadas como el privilegio, la exclusividad, el negocio y la censura,
en un penoso equilibrio entre lo ideal y lo real equiparable con el que domina
el espacio digital del presente. Si puede
hablarse de una República digital de las Letras, esta es también, como su antecesora
“La crítica digital puede ser una forma
ilustrada, un espacio de cultura y de barde resistencia, pero también de consolidación
barie, si bien el equilibrio entre lo social
y lo comercial, la literatura y el negocio,
del capitalismo tardío”
están aún por determinar. En el debate
actual acerca de Internet y los derechos
de autor, el modelo todavía incipiente de
la industria editorial se mueve entre las presiones de los grandes monopolios
tecnológicos, las leyes del copyright y las políticas de producción académicas, que
premian la competición individual y limitan el acceso a sus publicaciones. Pero
Internet y las nuevas tecnologías promueven aún otras formas de producción,
distribución y consumo, que pasan por el trabajo colaborativo y el acceso abierto
y universal a sus resultados, con iniciativas como las de la programación libre o
la Web 2.0, que apuntan a lo mejor de la vieja República de las Letras.
ESFERA PÚBLICA
La analogía entre la esfera pública ilustrada, germen de la crítica profesional, independiente y con una gran capacidad de influencia, con la Web 2.0 plantea
una actualización en positivo del diagnóstico que a finales del siglo XX Terry
Eagleton propuso en relación a la función de la crítica moderna. A la altura de la
publicación de The Function of Criticism (1984), el balance era el de una crítica que
había perdido su papel original como primer activo en la consolidación y emancipación de una clase social y que había quedado enredada en los mecanismos
comerciales de la industria editorial y la incapacidad de intervención cultural del
76 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
mundo académico. En el siglo XXI, en cambio, la misma noción habermasiana
que sirvió a Eagleton para denunciar el lamentable estado de la crítica se ha recuperado para afirmar justo lo contrario: que Internet y las tecnologías digitales han
abierto espacios públicos de discusión que permiten pensar en una institución
restituida en las funciones que le eran propias. En los nuevos entornos digitales,
el modelo de prescripción único y vertical de la crítica en papel ha pasado a ser
diverso y horizontal, en un movimiento que parece recuperar la idea de una esfera
pública independiente, democrática y global, libre de las presiones del mercado y
de la academia que tanto la habían debilitado en el pasado. La nube promueve un
diálogo abierto y plural entre iguales, con una importantísima capacidad de intervención cultural y social. Sin embargo, y sin salir de la analogía, cabe advertir de
nuevo las limitaciones de este modelo, aplicables tanto en el pasado como en el
presente, puesto que de la misma manera que, según Eagleton, la crítica moderna
nació de la lucha contra un Estado absolutista al que contribuyó a sostener, la
crítica digital puede que sea hoy también una forma de resistencia, pero también
de consolidación del capitalismo tardío en el que surge y que la hace posible.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 77
REFLEXIONES INTEMPESTIVAS
SOBRE EL “LIBRO ELECTRÓNICO”
Josep Mengual Català
N
adie escribe libros, los libros se editan y publican. Se escriben novelas, cuentos, ensayos, artículos, poemas y poemarios, pero no libros.
En la creación de libros, el escritor es importante, por supuesto,
pero lo que define a un libro no es ni mucho menos el texto que
pueda albergar; del mismo modo, aquello que comunica un libro no es solo –a
veces ni siquiera principalmente– un texto, sino que el diseño en un sentido muy
general, el formato, la encuadernación, el papel, el diseño de caja, la decoración,
la tipografía y la impresión forman un todo con el texto y es en su conjunto que
constituyen un mensaje o, dicho de un modo un poco más pedante: el libro es un
signo complejo.
Durante muchísimos años, y en particular a lo largo de todo el siglo XX,
en España se ha asociado de un modo muy intenso literatura con libro. El libro
era el transmisor por antonomasia de la literatura (relegada a un espacio residual
la literatura oral, la palabra “viva”), y era además casi el único modo en que los
textos se fijaban para la posteridad. La asociación inversa no era sin embargo tan
trabada. Es decir, además de libros de literatura, tuvieron su espacio también los
libros de pintura, de ilustraciones y fotografías (donde el texto era secundario, o
no), las guías de viaje, los libros legales, los manuales y una muy diversa tipología
de libros, a veces de enorme difusión. A nadie se le ocurría poner en duda que
se trataba de libros, si bien en un determinado momento empezó a hablarse cada
vez con mayor insistencia de “contenidos” (y en el peor de los casos a considerar
al editor un “proveedor de contenidos”), que podían vehicularse a través de di78 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
versos “formatos”, ya fueran libros, páginas web, cedés o aplicaciones para móvil
y/o tableta.
¿Constituye un libro un texto en archivo digital? Esta es una cuestión en
la que el hábito y el uso parecen habernos alejado de la precisión léxica. Tomando por comodidad las definiciones de la Real Academia Española de “libro” se
observa una progresiva ampliación semántica del término. Sin embargo, vale la
pena subrayar que esta ampliación coincide con la cada vez mayor dejación de
la responsabilidad normativa y prescriptiva que tradicionalmente se arrogaba la
Academia en favor de una función casi meramente descriptiva mucho más cómoda (y a menudo mucho menos útil, en particular para los profesionales de la
edición).
Hasta la vigésimoprimera edición, el DRAE definía en primera acepción
el libro (del latín liber, libri, “mebrana” o “corteza de árbol”) como un “conjunto
de muchas hojas de papel, vitela, etc. y que forman un volumen”, aunque no
menciona que necesariamente se trate de hojas impresas, y en segunda acepción
como una “obra científica o literaria de bastante extensión para formar un volumen”, donde quizá debemos sobreentender que se trata de una obra, científica
o literaria, “escrita”. En la vigesimosegunda edición del diccionario (consultado
en línea el 30 de octubre de 2013), la primera acepción ha cambiado ligeramente
para introducir el concepto de encuadernación: “Conjunto de muchas hojas
“Quizás haya sido un error llamar
de papel u otro material semejante que,
‘libro electrónico’ al archivo de texto que puede
encuadernadas, forman un volumen”,y
en la segunda hay incluso una mayor
ser leído en diversos dispositivos”
precisión: “Obra científica, literaria o de
cualquier otra índole con extensión suficiente para formar volumen, que puede aparecer impresa o en otro soporte”.
No considero que sea afinar mucho, porque, aun sin referencia a la escritura, con
esta definición un texto cualquiera, fijado en tinta o por cualquier otro método,
se convierte en libro solo por el hecho de tener una extensión suficiente para ser
susceptible de formar volumen, y no será ocioso recordar cuál es la definición
que, en tercera acepción, da el DRAE de volumen: “Cuerpo material de un libro
encuadernado, ya contenga la obra completa, o uno o más tomos de ella, o ya lo
constituyan dos o más escritos diferentes”. A medida que uno avanza por este
camino, cada vez parece menos claro qué es un libro, porque a primera vista
podría parecer que lo que está diciendo la Real Academia de la Lengua Española
es que un libro es cualquier conjunto de “hojas u otro material” que pueda convertirse en “un libro encuadernado”.
Quizás haya sido un error que no hace sino crear más confusión llamar
“libro electrónico” al archivo de texto que a menudo puede ser leído en diversos
dispositivos (un pc, un portátil, una tableta, un lector electrónico o, rizando el
rizo, un lector de libros electrónicos; obviamente, no en un libro). Por otra parte, a lo largo de los siglos el término “libro” se ha cargado de una connotación
positiva que en cierto modo contribuye a dignificar el archivo digital de textos,
pero en el caso de “libro electrónico” el término no parece muy adecuadamente
empleado. Es evidente que aquí “electrónico” no es un adjetivo equivalente a,
pongamos por caso, “iluminado”, “ilustrado” o “artístico”, sino que el hecho de
ser electrónico, de estar constituido por bits, es lo substancial (lo substantivo), del
probablemente mal llamado “libro electrónico”, y “libro” queda aquí solo como
un adorno dignificador.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 79
Si bien la edición electrónica homogeniza, en su aspecto externo, todo
tipo de textos, a lo largo del siglo XX, por el contrario, en España puede advertirse una cierta evolución en el modo de editar las obras que venía en buena medida
condicionado por la consideración social de la obra en cuestión, o bien por el
propósito del editor de, precisamente, dignificar una obra o un género literario.
Al publicar un determinado título de una manera determinada, el editor estaba
anunciando qué valor atribuía a la obra en cuestión, qué importancia le concedía.
Esto es un poco distinto en otros países, como en Francia por ejemplo, donde
tradicionalmente se publicaba casi de un modo sistemático a los autores literarios
de renombre en dobles ediciones: una comercial y otra de bibliófilo. En el caso
español, y para seguir empleando ejemplos un poco extremos, lo que comúnmente conocemos como ediciones de bibliófilo o bellas ediciones, en las que los
profesionales de las artes gráficas podían lucirse, solían tomar como pretexto o
bien obras muy bien asentadas en la tradición cultural (los clásicos y particularmente los del Siglo de Oro), o bien obras a las que se atribuían unas especiales
características literarias positivas o cuando menos distintivas (las vanguardias),
a las que habrían de añadirse las que, sin contar con un amplio reconocimiento
público, los autores decidían publicar por su cuenta y riesgo en elaboradísimas
ediciones. Por pocos conocimientos que tenga sobre bibliología, cualquier lector
puede distinguir entre lo que comúnmente llamamos “tapa dura” y la edición en
rústica (o, en función de su tamaño, bolsillo). Me permito añadir que tampoco
ayuda mucho el hecho de que el tamaño de lo que tradicionalmente distinguía la
“edición de bolsillo” de la “edición trade”
se haya ido diluyendo hasta casi desaparecer (con unas consecuencias sobre los
“En los años sesenta, Seix Barral, Lumen, Tusquets
derechos de autor que las agentes literao Anagrama introdujeron un relativo cambio”
rias no siempre parecen haber calibrado
suficientemente). Aunque la distancia se
ha ido reduciendo, el coste variaba mucho entre uno y otro tipo de edición (tapa dura y rústica), lo que solía repercutir
en el precio de venta al público, pero hay algunos casos en los que tenemos constancia de los factores que intervenían en estas decisiones.
El que probablemente sea el editor más importante e influyente del siglo
XX, Josep Janés i Olivé, de quien el año 2013 conmemoramos el centenario, removió los cimientos del modo de editar en España cuando en 1942 publicó una
edición de Retrato en un espejo, del hoy prácticamente olvidado novelista y dramaturgo inglés Charles Morgan (1894-1958), impreso a dos tintas, con unas ilustraciones litografiadas de Joan Palet, encuadernado en cartoné, con sobrecubierta,
protegido con celofán y estuchado. Lógicamente, todos sus colegas pensaron
que Janés había perdido el juicio, que de ningún modo encontraría compradores
para semejante exquisitez en tiempos económicamente tan duros como fueron
los primeros años cuarenta, y que, como editor, tenía los días contados. Pero
aun así, el libro se agotó en menos de un mes. Ese mismo año, Janés decidió ir
un paso más allá con una edición de Lo que no conté en la Historia de San Michele,
de Axel Munthe, traducida por Alfonso Nadal y con dibujos alusivos y viñetas
de José Narro. Al cabo de quince días ya podía reimprimirlo porque al impresor
ni siquiera le había dado tiempo a destruir las planchas. El mismo Josep Janés
explicaría más adelante, en 1955, que el hecho de hacer ediciones lujosas y por
tanto con un precio de venta al público alto respondía a la necesidad de vivir, por
lo menos durante todo un mes, de los beneficios obtenidos con cada libro que
80 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
editaba, porque entre él y Lluis Palazón se lo hacían todo en lo que había sido el
cuarto de planchar de su domicilio y no podían hacer más de un libro cada mes.
En unos tiempos de muy acusadas restricciones de papel y de enormes dificultades para llevar adelante un proyecto editorial, la idea de Janés pronto tuvo imitadores, del mismo modo que la tuvo su filosofía acerca del modo de apoyar a los
jóvenes autores, según explicó con motivo de un homenaje que se le hizo cuando
hubo publicado los primeros mil libros: “El editor debe dedicar buena parte del
dinero que se gana con los libros de buena venta en beneficio de escritores jóvenes que pueden ser los grandes escritores del mañana”. Aunque los factores fuesen diversos (sociales, políticos, económicos, de censura), se dio la circunstancia,
a todo lo largo de la segunda mitad del siglo xx, de que las ediciones destinadas
al gran público se editaban de un modo y las de los clásicos y las destinadas a
promover a los autores más arriesgados de otra. Sin embargo, eso no significa –
gracias a las grandes tiradas y a proyectos de colaboración entre editores como El
Club de los Lectores–, que los precios de los libros mejor editados (en tapa dura,
con sobrecubierta ilustrada a color, con puntos de lectura en tela, etc.) fuesen
inasequibles a todos los bolsillos. La presentación, pues, constituía para el lector
un indicio para saber ante qué tipo de obra se encontraba al primer vistazo (si el
editor era de fiar y no daba gato por liebre, claro está). En cuanto se imponga la
edición digital, es de suponer que cada libro deberá defenderse por sí mismo, lo
que hace muy fácil augurar que solo sobrevivirán los que obtengan unas ventas
enormes, porque aunque el porcentaje del precio de venta final que corresponda
al autor sea mayor, los precios del libro electrónico son tan bajos que para llegar
a obtener beneficios el escritor deberá conseguir que muchos miles de lectores se
descarguen (y paguen por) su libro.
La entrada en liza en los años sesenta de editoriales como Seix Barral,
Lumen, Tusquets o Anagrama introdujo un relativo cambio en el panorama antes descrito, consistente en que la función que venía cumpliendo el tipo de edición la cumplía a partir de entonces sobre todo el sello. Mediante un proceso
lento de mantenimiento de un rigor muy escrupuloso en la elección de títulos,
el sello editorial, su identidad, pasaba a ser más indicativo del carácter de lectura
que el posible comprador encontraría en un determinado volumen. No deja de
ser significativo en este sentido que las colecciones más emblemáticas de estas
editoriales tengan un diseño muy marcado que las identifica enseguida.
Más recientemente, quizás desde los años ochenta del siglo pasado, proliferaron los formatos un poco mayores de los hasta entonces habituales, que ocupaban más espacio en las librerías y por consiguiente eran más visibles; incluso
en algunos casos, ante la imposibilidad de encajarlos en las estanterías, quedaban
a la vista del posible comprador en un lugar privilegiado: la mesa de novedades.
Tanto eso es así que incluso ha habido quien se ha referido, puedo dar fe de
ello, a un supuestamente existente “formato best séller”. Si a ello añadimos la
edición en tapa dura de todo tipo de narrativa, desde traducciones apresuradas
“En un universo de –mal llamados–
hasta obras trufadas de tópicos, errores narrativos de todo tipo, tipografías
libros electrónicos, la lucha por la visibilidad
insultantes, interlineados demenciales,
puede ser tremenda”
etc., es evidente que la presentación de
los libros había cambiado por completo
de función: pura, única y exclusivamente comercial. En un universo de –mal
llamados– libros electrónicos, la lucha por la visibilidad puede ser tremenda.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 81
La llegada del llamémosle “libro electrónico” plantea la posibilidad de un
paso más allá en esta ceremonia de la confusión: todos los textos se igualan (salvo
por la imagen que se asocia a cada uno de ellos, y a las que convencional pero
estúpidamente seguimos llamando portadas) y, además, no siempre habrá un
sello editorial o un editor que avale la obra, porque cada vez más a menudo es el
propio autor, en ocasiones con la colaboración del oligopolio de turno (se llame
Amazon, Google o como sea), quien lo pone directamente a disposición de los
lectores. En el estado de cosas que todo este proceso parece anunciar, cada vez
serán más necesarios los prescriptores, los orientadores, o, dicho al viejo estilo,
los críticos literarios que sean capaces de conectar con el común de los lectores
y que hayan perdido los tics que, de un tiempo a esta parte, les han alejado de
sus lectores naturales (acaso porque se empeñaron en dirigirse solo a un tipo de
lectores apenas existente más allá de las aulas de letras; pero este sería ya otro
tema).
DE QUÉ HABLAMOS CUANDO
HABLAMOS DE LA MUERTE DEL LIBRO1
Gonzalo Pontón Gijón
C
Algunas secciones de esta
respuesta se emplearon, de forma
no literal, en un artículo publicado
en Babelia el 10 de agosto de 2013
titulado “Ojalá que se extingan los
escritores”.
1
ualquier reflexión sobre el futuro del libro que no quiera ser vacua,
caprichosa o temperamental debe apoyarse en el conocimiento histórico, para escrutar y comprender fenómenos del pasado con los
que establecer las oportunas analogías. Si no entendemos cómo ha
surgido la cultura literaria occidental y cuál ha sido, y es, la significación de los
objetos y canales transmisores de esta cultura, difícilmente podremos percibir lo
que está en juego. En este sentido, hay tres libros cuya lectura resulta poco menos
que obligatoria: La musa aprende a escribir de Eric Havelock, La galaxia Gutenberg de
Marshall MacLuhan y La revolución de la imprenta en la Edad Moderna europea de Elizabeth Eisenstein. El primero aporta una información preciosa sobre el impacto
cultural que supuso, en la Grecia clásica, el paso de la oralidad a la escritura (es
muy posible que hoy, desde otras coordenadas, se esté revirtiendo ese proceso);
el segundo, tan mitificado como vulgarizado, libro notable a pesar de su vocación fragmentaria y su carácter aparentemente errático, sigue constituyendo una
reflexión básica para comprender, en términos generales y próximos a nosotros,
la importancia de los objetos y medios comunicativos en la configuración de
nuestro conocimiento; el tercero completa y precisa históricamente, con aporta-
82 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
ciones cuantitativas y materialistas, el sentido del segundo. A ellos pueden añadirse, como parejas respectivas, las obras de Ong, Chartier y Darnton a las que se
alude en el cuestionario. Todos estos estudios nos informan de un modo efectivo
y documentado sobre procesos históricos que podemos asociar, mutatis mutandis,
a la situación actual. Los tendré en cuenta, de un modo u otro, en las líneas que
siguen, que no aspiran a la exhaustividad ni se inclinan de forma tajante por una
de las posiciones en conflicto. Me conformo con suscitar, en mi búsqueda de
respuestas, algunas preguntas más.
A la cuestión sobre el vínculo, y aun identificación, entre literatura y libro,
entre el sistema cultural y el cauce por el que circula, hay que responder por partes. En primer lugar, no debe olvidarse la inestabilidad del término “literatura” y
la evolución —y reducción— de su sentido a lo largo de los siglos, desde la idea
de “cultura” o “conocimiento global de lo escrito” a la acepción que hoy damos
por sentada (y que la teoría literaria se pasó decenios intentado definir antes de
renunciar a ello). Del mismo modo que ha habido literatura antes de que existieran los libros, probablemente la seguirá habiendo después de que estos desaparezcan, si llega el día en que tal cosa suceda; esto es, seguirá existiendo un tipo de
experiencia imaginativa, característicamente humana, que nuestra tradición da en
llamar, desde hace un par de siglos, literatura. No es menos cierto que hoy identificamos esa experiencia con el mundo del libro y que la consideramos consustancial a este. En particular ocurre así con la novela, antonomasia de lo literario, aun
siendo el más reciente de entre todos los géneros. Una novela es un libro en un
grado en que no lo es un poema (breve o largo), una obra de teatro, una epístola
literaria o incluso un cuento. La novelística europea nació y se expandió bajo el
imperio del libro; amenazada la supremacía de este, es lógico sentir angustia ante
las consecuencias que pueda acarrear a aquella.
Parece poco cuestionable que
los nuevos dispositivos, soportes y for“Los nuevos dispositivos, soportes y formatos van
matos van a afectar, en mayor o menor
a afectar a nuestra misma relación con
grado, no ya a nuestra experiencia literael pensamiento y el lenguaje”
ria, sino a nuestra misma relación con el
pensamiento y el lenguaje. Leer un libro
“tradicional”, asumir y consumir una novela, supone un proceso de intelección
que podríamos calificar, recurriendo a una simple metáfora visual, como lineal,
mientras que las tecnologías digitales proponen un tipo de información que se
caracteriza por ser circular, o en espiral, o ramificado: un proceso que genera
multiplicidad y simultaneidad a costa de interrumpir el flujo sostenido de un
solo discurso o de una sola modalidad de conocimiento. Los estudios cognitivos
disponibles parecen unánimes a la hora de señalar que ello tiene efectos sobre el
pensamiento. Todo aquel que haya escrito alguna vez un texto extenso a mano o
en una máquina de escribir (es más, que se haya formado en un mundo dominado por esa tecnología) descubrió hace tiempo que la escritura en el ordenador supone una relación cualitativamente distinta con el lenguaje. El medio informático
no nos exige concebir unidades extensas como la página, por no decir el capítulo
o el discurso todo, mientras que el papel sí que lo solicitaba. Repetir, por fallos en
la argumentación o por errores de composición, una página a máquina fue siempre un tormento y un derroche de tiempo; algo que había que evitar a ultranza.
Era imprescindible pensar mucho más —o simplemente pensar— antes de ponerse a escribir. En cambio, el ordenador, por su capacidad de almacenamiento
y revisión, permite volcar texto en unidades mucho menores, como párrafos,
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 83
simples oraciones, incluso vagas formulaciones de ideas, con la tranquilidad de
que todo ello se podrá reelaborar tantas veces cuantas sea necesario.
Este hecho, poco discutible, tiene tanto de liberador como de destructor,
al igual que ha ocurrido con otras mutaciones comunicativas en la historia de la
humanidad (remito nuevamente a Havelock, o a lo que Platón planteaba en el
Fedro al explicarnos el mito sobre los orígenes y la significación de la escritura).
Lo interesante, y lo grave del asunto, es que son cauces difícilmente reversibles,
incluso para el sujeto particular: a los que conocieron la máquina de escribir
les costaría mucho ahora, si llevan años utilizando el ordenador, regresar a los
viejos hábitos manuales y construir su discurso de la forma lineal, precisa, menos perfeccionista a la larga, más comprometida a la corta, con que escribían
antes de la aparición de los recursos informáticos. No creo estar exagerando
(no en términos generales, desde luego).
Hoy podemos componer un discurso
“Si la escritura fue considerada un veneno para
sin haberlo concebido en su totalidad,
sino solamente a fragmentos, y darlo por
la memoria, ¿qué diremos del depósito infinito del
acabado sin haber sido capaces de peruniverso digital?”
cibirlo como una unidad, porque no ha
brotado así. Con el procesador de textos,
la ocurrencia vence a la inteligencia y se
pierde consciencia de uno mismo, por así decir. Plásticos como somos, el medio
nos transforma.
Lo que ocurre con la escritura sucede también con la lectura. Sabemos
que leer un texto extenso y complejo (una novela de William Faulkner, pongamos por caso) es un proceso que apela a la memoria visual: a los lectores
asiduos no nos resulta difícil recordar si tal pasaje, tal idea o tal episodio de una
narración estaba en un punto concreto, físico, del libro, incluso si era página par
o impar, del mismo modo que pensamos en una obra y recordamos cuándo la
compramos o quién nos la regaló, dónde está ubicada en nuestra librería y otra
serie de procesos asociativos. Los utensilios digitales de lectura tienden a borrar
esos rasgos y se sumen en un fluir indiferenciado y constante. Basta con hacer el
experimento de leer la misma novela, o el mismo ensayo, en un libro y en la pantalla de un ordenador: para una persona criada en el mundo del papel impreso, el
nuevo dispositivo ofrece comparativamente menos asideros para la memoria, y
la obra se retiene peor. Por más que pueda leerse con mayor comodidad o pueda
complementarse, mediante un simple gesto de la mano, con una gran cantidad de
informaciones anexas. La forma de percibir la literatura de ficción, la forma que
estas obras reclaman, no es la que brinda la Red.
El saber contenido en envase digital, así, tiene otra temporalidad. En
cierto sentido carece de ella, si entendemos el tiempo como una percepción humana indisociable de la memoria. Si la escritura fue considerada un veneno para
la memoria, ¿qué diremos del depósito infinito e inmediatamente asequible del
universo digital? Internet —y pido disculpas por recordar asuntos tan sabidos—
implica simultaneidad y aceleración más allá de nuestra capacidad de respuesta, o,
más bien, de nuestra capacidad de asimilación. Se sostendrá acaso que en manos
del lector-usuario está el control de ese caudal, pero sabemos, pues el mundo del
libro nos lo ha enseñado, que tal circunstancia no es la regla general y que los
sujetos se adaptan siempre.
¿Fármaco o veneno, pues? Lo que se gana por un lado se pierde por
otro, como planteaba el mito platónico de la escritura. En mi opinión, la pérdida
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será muy importante. Nos convertirá en seres intelectualmente más indigentes
y afectará a una forma característica de concebir el saber en Occidente desde la
invención de la escritura: la relación prolongada, unívoca, con cada objeto de
conocimiento. Tener a disposición toda la experiencia posible no significa procesar ninguna experiencia. Lo que sabemos, en cambio, es que cierta morosidad
perceptiva y cierta concentración sostenida han constituido el marco moderno
de la literatura. Los libros no tienen prisa, ha dicho George Steiner, y tiene razón
en lo que se refiere a ciertos libros, aquellos que constituyen la tradición y han
conformado las señas de identidad de la cultura occidental desde Homero. He
aquí lo que podría escurrírsenos de las manos.
Es probable, pues, cuando no seguro, que el libro de papel perezca. Bastará con una o dos generaciones de los así llamados “nativos digitales”, gentes
que hayan aprendido a leer y escribir en una pantalla de cristal. Para ellos, un
libro será un instrumento tan ajeno a sus necesidades habituales como un disco
de vinilo, un lápiz o un ábaco: no necesariamente desconocido, pero remoto y
en general limitado e incómodo. ¿Lo será también una novela, en el soporte que
sea? No me parece descartable. Cosa bien distinta es que ello vaya a suponer
el fin de la “literatura”, si entendemos el término en un sentido no histórico ni
etimológico, sino como pulsión característica de la imaginación humana. Seguro
que la Red multiplicará, saciará y saturará nuestra sed de narraciones y ficciones
según modos y estrategias nuevos, sobre todo si hay provecho económico en
perspectiva. Y no hay duda de que lo habrá, aunque todavía no esté claro de qué
forma.
Este era el elemento de la ecuación que quedaba por considerar. La materialidad no tiene que ver únicamente con el soporte, sino también con el mercado.
El mundo del libro constituye una red de relaciones mercantiles que no puede
dejarse a un lado cuando reflexionamos sobre estos asuntos. Para entender lo que
significa hoy escribir una novela hay que
atender también a las circunstancias editoriales, fundamentalmente económicas,
“Es probable que el libro de papel perezca.
que envuelven este acto creativo. Sería
Bastará con una o dos generaciones
absurdo sostener que la literatura haya
de ‘nativos digitales’”
existido jamás al margen del mundo y
de las transacciones económicas: estas
(en forma de prebendas, protección, influencia…) han existido desde que hay
algo que podamos designar como “institución literaria”. Pero, con todo, hasta el
siglo XIX —precisamente hasta la expansión industrial del mercado del libro—,
la literatura manifestó cierta resistencia a convertirse en pura mercancía. No es
esa, desde luego, la realidad actual. Y en este contexto se me ocurre que, más que
la novela o desde luego que la literatura, lo que está en peligro es un importante
sector económico en cuyo seno se encuentra una categoría, económica también,
conocida como “escritor profesional”, que fue ajena a nuestra cultura durante
milenios.
Hubo un tiempo en que los escritores (todavía hoy los poetas) dedicaban a la creación una parte de su actividad, acaso la mejor, pero sin proyectar en
ella afanes económicos demasiado importantes. No eran “escritores”, sino, por
ejemplo, militares, eclesiásticos, políticos, editores, trabajadores en empresas de
seguros o en tabacaleras, incluso mantenidos. La práctica de la “literatura” se
percibió a lo largo de los siglos como una actividad relevante pero no exclusiva,
como algo consustancial a la vida —parte de su ocio— y no como lo que la trasREVISTA PUENTES | MATERIALES | 85
ciende o redime, y mucho menos como una forma de subsistencia. Así las cosas,
es tentador pensar, aunque sea como provocación, que la crisis del libro podría
aportar algunos beneficios en el medio plazo. Cuando los anticipos millonarios
desaparezcan y las ventas se contraigan,
cuando el sector editorial se desangre
por la piratería o los precios se hundan
“Quién sabe si en el pudridero de la industria del
ante los libros digitales de descarga lelibro llegará a florecer una escritura más desasida
gal, los novelistas en ciernes, sabedores
de que no se van a ganar la vida con su
y no tan trivial”
obra, de que ahí no hay ya ninguna profesión, lo pensarán dos veces antes de
ponerse a escribir. Y el escritor consagrado, desligado para siempre jamás, le guste o no, de los grandes contratos y de los acuerdos editoriales por varias obras,
escribirá lo que tenga que escribir y ni una sola palabra más. La literatura pide
oficio, pero no debería haberse convertido en un oficio, como le ha ocurrido a
la política. Si, según parece inevitable, la edición digital acaba arrasando buena
parte de la hipertrofiada industria actual del libro, quién sabe si en el pudridero de
sus restos llegará a florecer una escritura más desasida y no tan trivial, con mucho
menos ruido y furia. En algo así podría consistir la irónica victoria póstuma de la
(buena) literatura.
86 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
AVANCES PUENTES
NUMERO 2
CONFLUENCIAS
ENTREVISTA A
JOSÉ RICARDO MORALES
Yasmina Yousfi
En el mes de abril, el Centro Dramático
Nacional dedicará en Madrid un ciclo a José
Ricardo Morales, un joven dramaturgo español de casi cien años de edad. Para celebrarlo,
Puentes publicará una entrevista en profundidad
al autor, realizada por Yasmina Yousfi, quien ha
viajado hasta su exilio chileno para conversar
con él.
MATERIALES
TALLERES, ESCUELAS
Y LABORATORIOS LITERARIOS
Borja Bagunyà
¿Qué se produce en un taller literario? ¿Qué se
enseña en una escuela de escritura? ¿Qué se explora
en un laboratorio literario? Cada propuesta pone en
marcha –lo sepa o no lo sepa– una cierta economía
de la literatura que se concreta en prácticas y tratos
específicos con la escritura.
A partir de un cuestionario y un reportaje, Borja
Bagunyà propone una reflexión sobre el mercado
de la enseñanza literaria, las concepciones de la
literatura que vehicula y su función en la sociedad
actual.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 87
CONFLUENCIAS
ISAAC ROSA
Y LA LITERATURA DE TRINCHERAS
Una entrevista de Fernando Larraz
I
saac Rosa (Sevilla, 1974) se ha convertido en uno de los nombres más
sonoros de nuestro panorama literario actual. El vano ayer (2004), ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007, reelaboración de la novela de 1999 La
malamemoria), El país del miedo (2008), La mano invisible (2011) y La habitación
oscura (2013) conforman una obra narrativa sorprendentemente coherente, con
una decidida voluntad crítica, reñida con la complacencia y con la contemporización con los discursos dominantes, sean sobre las bondades de la transición
a la democracia o sobre la inexorabilidad de la sociedad capitalista. Hay en ello
un deseo de comprender y hacer comprender dinámicas disfuncionales, falacias
encubiertas y sometimientos innecesarios ante el poder. El vano ayer y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! constituyen sendas reflexiones metaliterarias sobre
los riesgos y las potencialidades de la escritura en torno al trauma histórico, que
colocaron a Rosa súbitamente en un lugar privilegiado de nuestro campo literario y lo distinguieron dentro del voluminoso —y, con frecuencia, banal— boom
de la memoria histórica. Vinieron después sus reivindicaciones de un realismo
social moderno, problemático, plenamente literario. Al igual que en sus dos títulos anteriores, echó mano con tanta audacia como seguridad de todo tipo de
recursos narratológicos. El país del miedo es un adentramiento en el miedo como
elemento clave de las sociedades contemporáneas, para lo que Rosa se vale no
solo de una anécdota casi costumbrista, sino de elementos ensayísticos variados
para ofrecer un retrato social complejo, desprejuiciado, racional y empeñado en
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cuestionar la licitud de cualquier complacencia acerca de la realidad. En cuanto
a La mano invisible, idea un experimento hiperbólico de alienación del trabajador
que, sin embargo, resulta muy verosímil a la vista de la imagen que ofrece de las
condiciones de vida de los trabajadores. La habitación oscura, su última novela, es
una parábola del desencanto de una generación y de una clase social crecida entre
las falsas promesas de un consumismo sin fin pero, sobre todo, es la novela del
estupor existencial y moral que sobreviene ante el inopinado derrumbe de una
perspectiva de vida.
PUENTES: El vano ayer y ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! revelan una
insatisfacción acerca de los planteamientos que han predominado al abordar la
guerra y el franquismo por nuestra narrativa hasta el punto de servir de repertorio de malos usos novelescos de estos temas. ¿Esta incapacidad tiene su origen
en un problema de tipo ideológico o es estrictamente formal? ¿Se refiere a la
narrativa última o es posible seguir el rastro de una narrativa que no caiga en los
vicios que deconstruyen ambos libros?
I.R.: Como lector, y como escritor en
“La conversión de la guerra civil en un género
mis propias novelas, me cuesta separar
literario resulta en un discurso inofensivo sobre
lo ideológico de lo formal. A menudo
ese pasado reciente”
lo formal es también ideológico, las decisiones de estrategia narrativa que uno
toma tienen también consecuencias sobre el discurso que construye. Ciñéndonos
a la ficción sobre el pasado reciente, lo veo más claro: lo formal, la preferencia
por ciertos modelos narrativos que han convertido la guerra civil en un género
literario resulta en un discurso inofensivo sobre ese pasado reciente. Haciendo
un esfuerzo por separar, me parece que en lo formal la mayoría de novelas de los
últimos veinte años sobre la guerra civil se acomodan a un tratamiento de género
que no me interesa; y en lo ideológico resultan en una mirada al pasado que evita
los aspectos más conflictivos: por ejemplo, la preferencia por retratar la guerra y
la primera posguerra, evitando el tardofranquismo o la transición, que son tiempos más relacionados con el presente que vivimos, y donde hay más conflicto.
PUENTES: El vano ayer parece dialogar con las novelas (y también películas,
series de TV, obras teatrales) publicadas acerca de la memoria colectiva de la guerra civil y de la represión franquista. Estas novelas son mucho más abundantes
a partir de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, novela que algunos críticos han
tomado como criterio de la nueva escritura sobre nuestro pasado traumático.
¿En qué medida esta novela se relaciona con los fragmentos metaliterarios de El
vano ayer? ¿Qué le parece la repercusión que la novela de Cercas tuvo a principios
de este siglo XXI?
I.R.: Aunque algunos la leyeron como tal, El vano ayer no es una respuesta a Soldados de Salamina. Lo que no quiere decir que algunas reflexiones no sean aplicables
a la novela de Cercas, que en efecto representa una manera muy extendida de
acercarse al pasado. La repercusión de la novela de Cercas fue una década de novelas genéricas que repetían ciertos patrones (relatos ambientados en un presente
que se abre al pasado, un personaje que investiga y encuentra una historia inesperada, una mirada anacrónica al pasado, un discurso de fondo conciliador…).
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PUENTES: “Que la novela no sea en vano, que sea necesaria”, se plantea el
narrador de El vano ayer. ¿Para qué o para quién puede ser necesaria una novela
sobre el franquismo? ¿Cree que la narrativa puede cambiar una concepción dominante en torno a la historia reciente? ¿Es posible “una memoria práctica frente
a una memoria que es fetiche antes que de uso”?
I.R.: Creo que la literatura, toda literatura, tiene consecuencias. Es algo que no
está en el ámbito de decisión del escritor, sino en la manera en que el lector se
relaciona con lo leído. Lo quiera o no el autor, el lector tomará una novela sobre
la guerra civil como una imagen de aquel tiempo, como un discurso que va más
allá de la ficción. Dicho lo cual, creo que la literatura tiene una responsabilidad
en la construcción de la democracia, y habría que pedir también cuentas a los
escritores (a mí el primero) por los agujeros de esa memoria y la falta de cultura
democrática.
PUENTES: En El vano ayer y en ¡Otra
maldita novela sobre la guerra civil! se refiere
“Hoy es posible rescatar bancos,
con frecuencia al abuso y al mal uso de
la memoria, a una memoria más sentirecortar derechos y desmantelar el Estado de
mental que ideológica. ¿Cabe todavía
Bienestar: porque estamos aterrorizados”
hallar una utilidad a la idea de memoria
histórica, o este concepto se ha malogrado ya por ciertas narrativas de la guerra y del franquismo? ¿Qué alternativa
hay desde la ficción a la construcción de una historia falsificada?
I.R.: Creo que la ficción es un agente muy poderoso en la construcción de esa
memoria colectiva. Ocurre en todas partes, pensemos en la II Guerra Mundial,
cómo el imaginario de aquel conflicto lo ha fijado la ficción, sobre todo la cinematográfica. En el caso español, el potencial de la ficción es aun mayor, pues
ocupa más espacio del que le corresponde, por la inasistencia de otros agentes.
La deserción de las instituciones en la construcción de una memoria democrática, los agujeros dejados por la historiografía durante mucho tiempo (que en
los últimos años han ido corrigiendo jóvenes historiadores), la falta de contenidos educativos en la enseñanza, dejan a la ficción un terreno vacío que tiende a
ocupar, por lo que su responsabilidad es mayor. Para muchos ciudadanos, que
salieron del bachillerato sin haber oído nada sobre la guerra o el franquismo, y
que han vivido en un país donde las instituciones se desentendían de ese pasado
reciente y sus consecuencias sobre el presente, al final quien les da la información
sobre la guerra o el franquismo es la ficción, las novelas, el cine, la televisión,
Cuéntame.
PUENTES: Con sus tres últimas novelas, entra de lleno en cuestiones de índole
social: el miedo como factor de dominio y de violencia en nuestras sociedades
y la alienación del trabajo en los sistemas capitalistas. ¿Siente que este tipo de
preocupaciones está suficientemente presente entre las novedades editoriales de
nuestro país y, más concretamente, entre la obra de los escritores de su generación? ¿Por qué?
I.R.: Me parece, como lector también, que la ficción española de la democracia
está afectada de “conflictofobia”. Allí donde hay conflicto, mirar para otra parte.
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Se puede decir de ese uso político del miedo, pero también de asuntos sociales y
económicos centrales, conflictivos (el deterioro laboral, la desigualdad, la violencia, la corrupción, el imperio del dinero) que siendo centrales quedan fuera de
una ficción con apariencia de realista, pero de un realismo sin realidad, o al menos sin esas realidades más conflictivas.
Sería largo buscar las causas, pero adelanto una: la forma en que se construyó
“La literatura debe elegir si quiere construir un
la democracia en la Transición, el lugar
refugio (es lo habitual) o una trinchera”
irrelevante que el nuevo régimen dio a la
cultura, a la creación; la desactivación y
marginación de la cultura de resistencia
que existió durante el franquismo.
PUENTES: El país del miedo se publicó en 2008, cuando apenas comenzaba a
intuirse el alcance de la actual crisis. ¿La pérdida de certidumbres y seguridades
nos ha hecho menos timoratos y pusilánimes o, por el contrario, ha hecho más
poderosos a quienes manejan los miedos de la sociedad?
I.R.: El análisis que quise hacer en El país del miedo sigue siendo válido hoy. Si entonces hablábamos de los miedos posteriores al 11-S (terrorismo, obsesión por la
seguridad, recorte de libertades en nombre de nuestra protección), hoy hablamos
de los miedos de la crisis. Pero el uso político del miedo es el mismo: si entonces
nos recortaban libertades, nos controlaban y reprimían, o lanzaban guerras preventivas, y todo era posible porque estábamos asustados, hoy es posible rescatar
bancos, recortar derechos y desmantelar el Estado de Bienestar por el mismo
motivo: porque estamos aterrorizados, porque tenemos miedo (a perder el trabajo, la vivienda, los ahorros en el banco, la pensión futura…).
PUENTES: El narrador de El país del miedo reflexiona en prolijos y extendidos fragmentos acerca del tema del libro, incluso obviando de forma directa lo
que les ocurre a Sara, Carlos, Pablo y los demás personajes. Sus comentarios y
sus fuentes tienen muchas veces carácter filosófico y sociológico. ¿Cabe leer El
país del miedo como un ensayo? ¿Hay una tesis detrás —o por encima de— esta
historia?
I.R.: Entiendo la ficción como un género reflexivo también, el pensamiento no
es una competencia exclusiva del ensayo. Al contrario, creo que la ficción es un
espacio privilegiado para construir reflexiones, pues nuestro pensamiento tiene
una base narrativa muy importante. Yo pienso contando (y contándome) historias, y por eso planteo mis novelas como un espacio de reflexión.
PUENTES: La mano invisible puede etiquetarse con el marbete de “realismo
social” y, sin embargo, el mismo planteamiento —hablar del trabajo lejos de los
centros de trabajo, en un experimento inédito— lo aleja de las novelas canónicas
de este movimiento. ¿Qué piensa de los resultados de quienes, sobre todo en los
años cincuenta, intentaron hacer denuncia y conciencia social mediante el ejercicio de la novela?
I.R.: La generación de autores del llamado realismo social o realismo crítico fue
maltratada, desmovilizada, expulsada de los manuales, persuadida de tomar otros
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caminos. Enlazaba con una tradición de literatura crítica y realista, que aparece
y desaparece cual Guadiana en la cultura española. En todo caso, yo entiendo el
realismo social desde otros intereses formales. Uno de los mejores piropos me
lo dijo un día Antonio Ferres, autor muy representativo de aquella generación.
Me dijo, a cuenta de El vano ayer: si a los realistas críticos nos hubiesen dejado
seguir escribiendo habríamos evolucionado y hoy escribiríamos como tú. Es una
exageración, pero me gusta esa idea de evolución formal en busca de una mayor
eficacia crítica.
PUENTES: El tema de La mano invisible queda muy lejos de lo más habitual en
la novela actual. ¿Por qué cree que, en medio de la crisis y la conciencia de necesidad de cambio de las reglas del capitalismo, el problema de la explotación laboral
sigue pareciendo a muchos lectores y críticos un anacronismo?
I.R.: Por esa “conflictofobia” de la que hablaba antes. Tiene que ver también con
un elemento clasista: el origen social de la mayoría de escritores, y de los lectores
a los que creen (o desean) dirigirse.
PUENTES: En cierta medida, La mano invisible es un experimento narrativo. Si
es así, el resultado no puede ser más desolador: no tanto por la indagación acerca del trabajo que descubre, sino sobre todo por la actitud de quienes lo sufren
ante “la mano invisible” que los explota, especialmente palpable en las últimas
líneas del libro. ¿Por qué no cabe en su relato alguna clase de resistencia efectiva
entre los trabajadores y, sin embargo, prevalece el deseo de no saber, la inercia y
la sumisión?
I.R.: Lo que le ocurre a los trabajadores de La mano invisible es lo que solemos ver
en conflictos laborales: cada uno tira por su lado, imposibilidad de construir una
acción colectiva, división, derrotismo, sumisión. Eso está hoy cambiando, por
pura necesidad, pero también las circunstancias son más complicadas. En todo
caso, me interesaba mucho esa docilidad del trabajador de la que hablaba Simone
Weil, y que tiene mucho de educación, de aprendizaje y de presión ambiental.
PUENTES: Uno de los mecanismos más afortunados de su última novela es la
“habitación oscura” como metáfora pero también como espacio físico pleno de
connotaciones que aparecen ligadas a lo individual/colectivo, a la indefinición,
a la falta de voluntad para ver, a las “madrigueras” que nos creamos como refugios... ¿Cómo surgió esta idea? ¿Se trata de una búsqueda planificada de cómo
explicar lo cotidiano creando ámbitos que lo representen, o bien aparece de manera inconsciente?
I.R.: A diferencia de mis novelas anteriores, que surgían de un propósito más
racional y consciente, la habitación de la novela, como espacio físico que deviene
en espacio simbólico, surge de forma más intuitiva. Mientras que en El país del
miedo me propuse escribir una novela sobre la “sociedad del miedo”, y a partir de
ese propósito busqué la historia y los personajes; y de la misma forma el espacio
teatral de La mano invisible fue el resultado de la búsqueda de una mirada diferente
al mundo del trabajo (desde el planteamiento, una vez más racional, de querer
escribir una novela en que lo laboral estuviera en el centro); en el caso de La habitación oscura el arranque no es una idea, sino una imagen, un destello, un golpe
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de intuición. No partía de ninguna voluntad de escribir sobre la crisis, mi generación, las formas de lucha social o los refugios que nos construimos, sino que me
encontré esa habitación como se la encuentra el lector en las primeras páginas:
un lugar que estaba ahí, al abrir una puerta y descorrer una cortina, un espacio
magnético, por igual fascinante e inquietante como lo es siempre la oscuridad. A
partir de esa imagen, de ese hallazgo, pensé qué hacer con ella, qué uso dar a esa
habitación y sus inquilinos. Y en eso fue decisivo mi estado de ánimo, mi necesidad de indagar desde la literatura qué nos está pasando, cómo hemos llegado a
esto, qué será de nosotros. Me di cuenta de que esa habitación oscura tenía un potencial metafórico enorme, que era un contenedor de significados y, sobre todo,
algo fundamental, que ya encontré en la nave de La mano invisible: un espacio a
través del cual construir
una mirada extraña, un
filtro distorsionador entre el lector y la realidad
(o más bien entre el lector y la representación
de la realidad que mi novela propone), pues estoy convencido de que
de esa extrañeza surgen
las preguntas interesantes, las que no solemos
hacernos cuando miramos con normalidad,
cuando naturalizamos la
realidad.
PUENTES: En este
sentido, se tiende una
línea que continúa en
La habitación oscura a
través de algunos de
los conflictos y dilemas
de los personajes, pero
también por su estrategia narrativa de crear
situaciones irreales, desacostumbradas e iluminar las disfunciones de
la realidad. ¿Qué posibilidades le aportan estos
espacios —un escenario
o una habitación oscura
en un sótano— en vez
de los más tradicionales
de la narrativa social:
una fábrica, una oficina,
una plaza, una barriada...?
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I.R.: Esa extrañeza de que hablaba es decisiva, y en mi caso creo que aporta
más eficacia al relato y sus consecuencias. Los lectores tendemos a acomodarnos
en lo leído, incluso en las novelas que inicialmente nos incomodan acabamos
encontrando una postura desde la que leer con comodidad, desactivando el potencial conflictivo de lo leído. Para mí esa extrañeza es una forma de incomodar
al lector e impedirle encontrar esa postura (intelectual, lectora, política, moral
incluso). Creo que la realidad es sumamente confusa y violenta, y solo nos podemos aproximar a ella desde la confusión y la violencia, desde la extrañeza y la
perplejidad. Para ello, busco novelas que transcriban esa confusión y esa violencia, empezando por la propia experiencia de lectura. Y esos escenarios (que son
escenarios de encierro: la habitación, la nave industrial de los trabajadores, la casa
del protagonista de El país del miedo) nos pueden descolocar como lectores, situarnos en un exterior que no es tal pero que pone distancia entre el lector y lo leído.
PUENTES: La mayoría de los personajes de La habitación oscura no saben salir
del laberinto en el que los ha colocado la realidad; no terminan de resolver los
conflictos que la historia les plantea entre reacción/sumisión, lo privado/lo colectivo... y siguen refugiándose de la realidad cuando llegan a hacerse conscientes
de ella. ¿Debe interpretarse como una
visión pesimista de la actitud mayoritaria de esa generación a la que parece
“No queremos creernos lo que está ocurriendo,
representar la novela? ¿O más que un
nos agarramos a la ilusión de que todo acabará
diagnóstico se trata de prevención de esen algún momento, como un mal sueño”
critor para no hacer de moralista o evitar
escribir una novela épica?
I.R.: Si mi novela es desmoralizadora, pesimista, oscura, lo es en coherencia a ese
estado de ánimo desde el que la escribí. Coherente con el tiempo que vivimos, ni
más ni menos. No encontré muchos motivos de optimismo que ofrecer al lector,
más bien prefiero que tome conciencia de la gravedad del momento que estamos
viviendo, pues pienso que todavía no nos hemos enterado, nos refugiamos en
relatos simplificadores para convivir con esa confusión y violencia de que hablaba antes; y por otro lado no queremos creernos lo que está ocurriendo, nos
agarramos a la ilusión (espejismo) de que todo acabará en algún momento, como
un mal sueño. Aun así, creo que la novela muestra algo parecido a un camino a
seguir, que es como decir que no todo está perdido: la invitación a salir de las
habitaciones oscuras, a rechazar los refugios frágiles, insuficientes, y buscar la
luz y otro tipo de seguridad, que debemos construir con los otros, en común, en
colectivo. Me gustaría que esa fuera la lectura resultante de esta novela.
PUENTES: La habitación oscura está protagonizada por un grupo de individuos
más unidos por su pertenencia a una misma clase social y a una generación. Con
ello, hay una apuesta ideológica clara de intervenir a través de la literatura en la
esfera pública. ¿Escribe esperando alguna reacción a la lectura de su novela por
quienes pertenecemos a este mismo grupo? Y en caso afirmativo, ¿qué reacción
cabe esperar?
I.R.: La reacción más habitual que encuentro, o al menos la que más interesa, es
la duda. Lectores que me dicen que les he hecho dudar, que el libro les ha dejado
dudas. Y me lo dicen a veces como una queja, que echan de menos algo más de
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claridad, cuando precisamente busco eso: hacer dudar, espantar ciertas certezas
que poco nos ayudan porque no son tales. Esta es mi novela menos cerrada, en
la que las conclusiones están menos definidas, y corresponde al lector cerrarla,
juzgar a los personajes, sus comportamientos, elaborar su propia interpretación.
PUENTES: Si hay algo que quizá vincule todas sus novelas es la insatisfacción
que le produce constatar la existencia de violencia: violencia política en El vano
ayer, psicológica y social en El país del miedo, económica en La mano invisible y una
síntesis de todas ellas, en La habitación oscura. En los cuatro casos devienen en
violencia física. ¿Por qué es así? ¿Sin conflictos no es posible la escritura de una
novela? ¿Puede ser la literatura una forma de resistencia efectiva ante estas patologías de nuestro entorno?
I.R.: La violencia es un elemento fundamental de nuestro tiempo. Ahora, con
la crisis, vivimos un tiempo extremadamente violento, de violencia económica
y social. Un ERE en el que los trabajadores se enteran por un SMS de que están despedidos o cuando llegan a la empresa y no les dejan entrar, es violencia;
un desahucio es terriblemente violento; el discurso del miedo que reproducen
los grandes medios es violencia; la criminalización de la disidencia, el endurecimiento de las sanciones, son formas de violencia; el desamparo en que quedan
muchos ciudadanos por los recortes es violencia. Ante esas y otras formas de
violencia, la literatura debe elegir si quiere construir un refugio (es lo habitual) o
una trinchera. Sé que suena grandilocuente, pero lo habitual es lo primero, ofrecer un refugio que suele ser pequeño, individual e insuficiente, se vuela al primer
soplido del lobo. Y me pregunto si con esos mismos materiales que sirven para
construir refugios endebles, no se podría mejor construir un lugar para resistir.
No un lugar autosuficiente, por supuesto, sino conectado con otras resistencias
ciudadanas.
PUENTES: Su escritura puede calificarse como “comprometida”, “insatisfecha”, “crítica”… ¿Se trata de una concepción estética consciente sobre el arte de
la novela? Dicho de otro modo, ¿por qué escribe novelas?
I.R.: Escribo porque, como dije antes, pienso en términos narrativos, y a la hora
de intervenir en mi tiempo creo que la narrativa es el medio más eficaz. Lo que
no significa que no tenga también intereses estéticos, que los tengo, o que no
encuentre placer en escribir y en leer novelas, que también.
REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 95
PREGUNTAS AL AIRE
LITERATURA Y POLÍTICA
L
os redactores de la revista La Gaceta Literaria lanzaron a finales de 1927
una “Encuesta a la Juventud Española” cuyo objetivo era, en el contexto de una “crisis del sentido político de la juventud”, “dilucidar lo
que las nuevas generaciones piensan de la política, en su relación con
la literatura”. Para ello, planteaban las siguientes preguntas: “¿Debe intervenir
la política en la literatura? ¿Siente usted la política? ¿Qué ideas considera fundamentales para el porvenir del Estado español?”. De las respuestas de la encuesta,
dominadas por el magisterio de Ortega y Gasset y la literatura deshumanizada,
puede entresacarse como síntesis esta de César Muñoz Arconada, entonces fiel
defensor de la autonomía de la esfera literaria: “No. No. No. Rotundamente. La
literatura es ocio, fantasía, inutilidad. Es decir, lo contrario de la política, que es
utilidad y realidad. La literatura es deporte, juego, prestidigitación. La literatura
es magia”.
Otros sondeos sobre este mismo tema se han repetido posteriormente
en diversas publicaciones. En 1952, en un contexto muy diferente, Roland Barthes y Maurice Nadeau lanzaban en L’Observateur una encuesta sobre el “compromiso” político titulada “¿Escritores de izquierda o literatura de izquierda?”,
donde se planteaba “una interrogación verdadera, lanzada en un momento en el
que la literatura está casi enteramente consagrada como un lugar de responsabilidad
donde el compromiso político constituye a ojos de muchos escritores —y no
de los menos importantes— una verdadera disculpa de la literatura. Sabremos
96 | PREGUNTAS AL AIRE | REVISTA PUENTES
más sobre la literatura, y sobre la izquierda, cuando nos expliquemos por qué
el escritor puede ser de izquierdas de alguna otra manera que diciéndolo”. La
respuesta, presentada el 15 de enero de 1953, no dejaba lugar a dudas: “Sí, existe
una literatura de izquierda”.
En los años sesenta, la revista mexicana Cuadernos Americanos realizó una
encuesta similar a varios novelistas españoles, que respondieron guiados por el
credo social de la época, predominando afirmaciones como que “toda obra de
arte ha de cumplir con una específica función social” (José María Caballero Bonald) y en 1964 Casa de las Américas presentó la suya sobre el compromiso político
del intelectual, que estaba destinada a la comunidad de escritores vinculados con
la Revolución Cubana y que ponía en evidencia el estrecho nexo entre literatura y
política. El cuestionario planteaba preguntas sobre en qué sentido la Revolución
había influido sobre su concepto de la literatura, qué significación tenía el realismo, cuál debía ser la función del escritor en el nuevo contexto revolucionario,
entre otras. A ella respondieron de una manera también bastante unívoca escritores como Humberto Arenal, Calvert Casey, Rogelio Llopis, Luis Agüero, Miguel
Barnet, José Lorenzo Fuentes y Roberto Fernández Retamar.
¿Qué puede decirse hoy de todo ello? ¿Cómo ven los escritores, críticos,
profesores y lectores a ambos lados de nuestros puentes las relaciones entre política y creación literaria? ¿Existe una posición dominante en estos temas?
Interesados en avistar algunas respuestas a este interrogante, lanzamos
las siguientes preguntas a quienes tengan a bien contestarnos a ellas —una a una
o en conjunto— en una extensión máxima de 500 palabras:
REVISTA PUENTES | PREGUNTAS AL AIRE | 97
PREGUNTAS AL AIRE
LITERATURA Y POLÍTICA
UNA ENCUESTA
01
¿Qué relaciones guardan
la política y la literatura?
02
¿Cómo puede ejercerse el compromiso político o la responsabilidad social desde la literatura?
¿Es esto deseable?
03
¿De qué modos y en qué casos se
manifiestan hoy en la práctica literaria los vínculos entre literatura y política?
Pueden remitirnos sus respuestas antes del 15 de abril de 2014 por correo electrónico
([email protected]).
Las respuestas más significativas serán publicadas en los próximos números.
Pueden remitirnos sus respuestas antes del 15 de abril de 2014 por correo electrónico
([email protected]).
Las respuestas más significativas serán publicadas en los próximos números.
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