la experiencia sensorial del infinito

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LA EXPERIENCIA SENSORIAL DEL INFINITO
Douglas Jiménez
El hombre se interrelaciona con su realidad usando dos herramientas fundamentales:
sus sentidos y la razón. Sus percepciones sensoriales le brindan un conjunto de elementos
que conforman lo que solemos llamar la alteridad; pero tal alteridad no es un conjunto
estático de elementos, antes bien se compone de un mundo de relaciones causales entre
dichos elementos sujetas a permanente cambio. Estas relaciones causales no son siempre
perceptibles por los sentidos, por lo cual se precisa el auxilio de la razón para hacerlas
evidentes. Tal juego dialéctico −que va, en un camino de doble vía, de lo sensorial a lo
intelectivo− ha sido la base fundamental para el desarrollo del conocimiento en general y, en
particular, del conocimiento científico y tecnológico.
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿tienen todos los sentidos humanos el mismo peso en
la tarea de construcción de los mecanismos racionales que permiten dilucidar la alteridad,
los
así
llamados
construidos
o
construcciones
lógicas?
La
evolución
histórica
del
conocimiento técnico sugiere que no; por el contrario, dicha evolución parece conceder al
sentido de la vista un papel preponderante en la elaboración de tales construidos. En su
lúcido ensayo Fundamentos de la meta-técnica1, el filósofo venezolano Ernesto Mayz
Vallenilla analiza, desde un muy particular y original punto de vista, esta evolución.
Concibiendo la técnica como un
…proceso o quehacer humano, gradual y progresivo, a través del cual el hombre aspira a
imponer su dominio sobre la alteridad en general2,
Mayz observa que el momento actual es uno de encrucijada, en el cual podemos
estar asistiendo a la sustitución de un modelo científico-tecnológico, altamente sostenido por
la primacía de la visión, por otro de naturaleza radicalmente distinta en el que, superando
los límites impuestos por lo visual u óptico-lumínico, el desarrollo técnico transciende el
ámbito sensorial humano.
1
Mayz Vallenilla, Ernesto. Fundamentos de la meta-técnica. Monte Ávila Editores/IDEA, Caracas. Colección
Perspectiva Actual. 1ª edición, 1990.
2
Ibid. Pág. 21.
En palabras de Mayz:
Es evidente, en tal sentido, que el ingénito y natural espaciar humano se realiza mediante la
preeminente intervención de los órganos visivos. Ello testimonia que lo óptico es, sin duda alguna, el
eje primordial del sistema sinestésico del hombre… y que, alrededor del mismo, se entreteje el
ordenamiento espacialiforme de la alteridad3.
No obstante, lo anterior admite atenuantes:
A pesar de que lo óptico sea el eje primordial del sistema sinestésico del hombre… es innegable que el
sentido de la vista, inserto como se halla en la unidad funcional de un soma o cuerpo, actúa
habitualmente como ingrediente de una indiscernible totalidad sinérgica integrada por los aportes
provenientes de los demás sensorios. Especial relevancia −en el caso específico del hombre− tienen a
este respecto los componentes auditivos y táctiles...4
Y de los atenuantes se pasa a la queja:
Pero esta fusión de lo óptico en la unidad de un sistema sinestésico −a pesar de ser perfectamente
constatable− ha sido ignorada o falseada sistemáticamente. En efecto: destacando su preeminencia
−pero aislándolo de los restantes sentidos− lo óptico se ha erigido en fundamento exclusivo de la ratio
humana… haciendo de la videncia y la evidencia no sólo rasgos definitorios de la misma, sino
protofundamentos privativos de su genealogía5.
Sin embargo, como se asentó párrafos atrás, este estado de cosas parece estar
sufriendo una radical transformación hacia nuevas manifestaciones científico-tecnológicas,
en las que se transciende (y hasta se transmuta) la característica óptico-lumínica de la
técnica tradicional, trayendo como consecuencia y, en vista de la ya anotada sinergia
sensorial humana, una trascendencia (y consiguiente transmutación) de las características
sensoriales humanas en general. A tal estado de cosas, absolutamente novedoso, lo
denomina Mayz metatécnica.
Aun cuando las manifestaciones primarias de la metatécnica se presentan en forma
de aparatos o instrumentos creados por el hombre, es decir, constituyen una praxis, el
ejercicio de la actividad metatécnica se extiende inexorablemente hacia horizontes
epistemológicos y gnoseológicos, convirtiéndose en un logos o principio elaborador de
conceptos: el logos metatécnico. En el segundo capítulo del libro comentado6, Mayz Vallenilla
analiza con profundidad los conceptos de espacio y tiempo desde la perspectiva que ofrece
este logos, lo cual enlaza de cierta manera con el tema que queremos tratar en este ensayo:
el infinito. Sin embargo, es bueno prevenir al lector de que no queremos (mejor aún: no
podemos) ofrecer una perspectiva metatécnica del tema que nos ocupa. Nos sirve entonces
3
4
5
6
Ibid.
Ibid.
Ibid.
Ibid.
Pág. 26 (subrayados de EMV).
Pág. 28.
Pág. 28 (subrayados de EMV).
Capítulo II: Espacio y tiempo. Págs. 35 a 73.
este largo prefacio metatécnico como una manera de presentar el resumen del discurso que
corresponde a nuestras verdaderas intenciones: el concepto de infinito (pensado desde una
visión estrictamente matemática) ha evolucionado desde formas absolutamente visuales,
hasta aquellas en las cuales es dable prescindir totalmente de la ayuda del sentido de la
vista o de cualquier otro sensorio humano.
Remontemos entonces la cuesta temporal hasta los tiempos del ápeiron griego,
vocablo negativo que denominaba imposibilidad. Era importante para el griego la definición,
el establecimiento de límites, que permitiera a la razón abarcar la realidad sensible con su
ejercicio. Los límites eran péras (de allí, perímetro, la medida del límite): lo que tuviera
límites era definible, por tanto abarcable con el ejercicio racional, con el logos; de manera
que aquello que careciese de límite era ápeiron y, por lo tanto, indefinible, más aún,
imperfecto7.
En el centro de esta contradicción y tomando fundamento de ella, desarrollan los
pitagóricos su matemática, absolutamente ligada a su metafísica casi religiosa. El
pitagorismo asimila los entes al número, que constituye −en su muy particular óptica− la
sustancia de los mismos. Pero no nos permitamos la equivocación de suponer para ellos
nuestro propio concepto de número, muy avanzado y elaborado a partir de las dudas e
inseguridades que ellos mismos nos dejaron; antes bien, asumamos algo aproximado a lo
que hoy llamamos número natural. Esta preeminencia ontológica del número obliga a su
estudio y conduce al establecimiento de interesantes y muy curiosas relaciones; pero para
ello se hacía menester un procedimiento que permitiera dar un soporte sensorial −de hecho,
visual− al número como concepto. Es de esta manera como entra la geometría a jugar el
papel fundamental que hasta hoy le concedemos en el desarrollo del conocimiento
matemático.
Los pitagóricos identifican el 1 con el punto, el 2 con la recta, el 3 con la superficie y
el 4 con el volumen. Su acumulación, conjunción o, simplemente, su suma lleva al 10, o
tetractys sagrado, de mucha importancia para la congregación. Jugando con distribuciones
geométricas de puntos (o unidades) distribuyen los números según formas poligonales, con
lo que descubren relaciones sorprendentes. Así, un número triangular se obtiene sumando
los números en secuencia, un número cuadrado resulta igual a la suma secuencial de
números impares, etc. Ninguna de estas relaciones enfrentaba a los pitagóricos con el
ápeiron, excepto por el hecho de que nunca tenían que darse por terminadas: había siempre
7
García Bacca, Juan David. Historia esquemática de los conceptos de finito e infinito. Universidad Central de
Venezuela, Ediciones de la Biblioteca, Caracas, 1ª edición, 1982; Zellini, Paolo. Breve historia del infinito. Ediciones
Siruela, Madrid, 1ª edición (en español), 1991.
la posibilidad de continuar los procesos independientemente de donde se hubiera llegado…
se trataba de un infinito potencial.
El mundo de relaciones asociadas al número resultó tan fructífero y armónico que
−nada extraño para hombres con un pensamiento místico− condujo al prejuicio en la forma
de creencia en una relación geométrica, que luego se les hizo insostenible a partir de sus
propios descubrimientos. Se trataba de la creencia en la conmensurabilidad absoluta de dos
segmentos, lo que significaba la posibilidad cierta de conseguir, sin excepción alguna, un
segmento que fuera medida común de dos segmentos dados cualesquiera. Dos figuras
fueron dique de contención a esta idea irresistible: el cuadrado y el pentágono regular; en el
primero
de
ellos,
la
diagonal
conmensurabilidad; mientras que
y
el
el
lado
corte
se
de
mostraron
negados
a
la
esperada
las diagonales del pentágono hacía
inconmensurables los segmentos en los que el propio corte se producía.
Ahora bien, la conmensurabilidad de segmentos era lo que hoy llamamos un proceso
recursivo (base, según Hermann Weyl8, de todo proceso infinito) de inclusión de unos
segmentos en otros, de manera que una medida común garantizaba la finitud en tanto tal
medida común pudiera conseguirse, pero el no encontrarla nos plantaba cara a lo ilimitado,
al ápeiron. ¿Cómo, entonces, enfrentar la razón (el logos) a esta sinrazón o irracionalidad (el
álogos)? Un primer intento es el desenmascaramiento, la evidencia: la sinrazón es de una
naturaleza que rechaza la razón, ergo, para patentizarla, es necesario razonar negando la
posible razón que pudiera reclamar lo irrazonable… nace la reducción al absurdo. El escolar
que termina su educación básica debiera conocer la demostración por reducción al absurdo
de la irracionalidad de la raíz cuadrada de 2, atribuida por el propio Aristóteles a los
pitagóricos y recogida (al parecer de manera apócrifa) en algunas versiones de los
Elementos de Euclides como la proposición X.117. Pero, tal como lo revelara el intuicionismo
siglos después, este modo de razonar no contesta todas las preguntas porque en el fondo
queda un problema sin resolver: si la conmensurabilidad procede por inserción de
segmentos menores dentro de otros mayores hasta el aparecimiento de la medida común, al
no aparecer esta medida, en cada uno de los pasos consecutivos de inserción queda un
restante en la forma de un segmento congruente con alguno de los segmentos que
componen el segmento mayor, lo que significa que todos estos infinitos restantes se
agregan para formar el segmento mayor, esto es, estamos en presencia de un infinito en
acto. ¿Podían los pitagóricos, centrados como estaban en la preeminencia del número,
cargar con semejante peso conceptual? A este respecto, veamos lo que dice Aristóteles:
8
Weyl, Hermann. The continuum: a critical examination of the foundations of analysis. Dover Publications
Inc., Nueva York, 1987.
…es manifiesto que lo infinito no puede existir como algo que es en acto ni como sustancia y
principio. Ciertamente, si es divisible en partes, cualquiera de ellas que se tome en consideración
tendrá que ser infinita −pues “ser infinito” e “infinito” serán lo mismo en la hipótesis de que lo infinito
es una sustancia y no se predica de un sujeto−… Ahora bien, es imposible que la misma cosa sea
muchos infinitos… Por tanto, quedaría de manifiesto lo absurdo de posiciones tales como la asumida
por los pitagóricos, pues al mismo tiempo tratan lo infinito como sustancia y como divisible en
partes9.
(Una perplejidad similar, pero en tiempos recientes, la muestra Weyl:
La noción de que un conjunto infinito es una “recolección” amontonada en base a infinitos actos
arbitrarios de selección, agrupados y luego examinados por la conciencia como un todo es un
sinsentido)10.
Sin embargo, casi al mismo tiempo en el que Aristóteles hacía estas objeciones, el
platónico Eudoxo intentó una genial solución al dilema, adelantándose en el más estricto
modo geométrico, a profundos resultados del análisis matemático moderno: la llamada
teoría de las razones iguales de Eudoxo, sustentada a su vez en un profundo principio
organizador, llamado posteriormente principio de Arquímedes, por la importancia que este
último le daría. El principio de Arquímedes establece que la voluntad de la tortuga le
permitirá alcanzar a Aquiles, siempre que éste se detenga el tiempo suficiente; más
técnicamente: si se tienen dos segmentos de desigual tamaño, siempre se puede conseguir
un múltiplo entero del menor que sobrepase en tamaño al mayor. Pero también cabe una
interpretación en sentido contrario: si del segmento mayor se restan partes iguales en pasos
sucesivos (por ejemplo, mitades y mitades de mitades y mitades de mitades de mitades,
etc.) eventualmente se alcanzará un segmento de menor tamaño que el segmento menor.
La igualdad de inconmensurables, descubrió Eudoxo, no es más que una aplicación armónica
de este principio en la forma de pares de segmentos correspondientes, que unas veces
adelantan y otras se quedan atrás en la correspondencia, manteniendo siempre el mismo
ritmo, como parejas de bailarines en una danza de alta sincronización: es una igualdad al
infinito, aceptada por la razón en tanto la sustenta un principio que permite a la misma
razón detenerse en un número finito de pasos. No necesitamos caer al abismo para
percatarnos de su existencia.
Pero toda la dificultad estriba en la necesidad de un soporte visual para el número,
carga conceptual de resonancias bivalentes en su desarrollo histórico, pues igual que ha
servido para descubrir muchos de sus ocultos misterios también ha distraído la atención
hacia “imposibilidades” que luego resultaron tan posibles como fructíferas. A esta necesidad
9
Aristóteles. Física. Libros III-IV (Págs. 39-40, 204a 20-33). Traducción, introducción y comentario: Alejandro
Vigo. Edit. Biblos, Buenos Aires, 1ª edición, 1995.
10
Weyl, H. Op. cit. Pág. 23 (traducción del texto por D.J.).
se rindió luego todo el devenir de la matemática: la brillante y potente reunificación
cartesiana no fue sino uno de sus puntos de mayor lucimiento, lo que confirió mayor poder a
la ilusión que la necesidad forjaba. Ahora bien, la geometría entroncaba desde sus inicios
con el hecho empírico; aparentemente representaba una realidad presentada al geómetra
para su interpretación, era casi una física que explicaba el Universo a partir de un estricto
manejo racional que rechazaba el experimento. Pero fue precisamente este manejo racional
el que obligaba a ser absolutamente cuidadoso con la elección de los primeros principios que
lo sustentarían… mas esta elección se separó −hasta un punto sorprendente− de la
experiencia sensorial al requerir unas características que, solo como situaciones límite −es
decir, mediante un proceso infinito− se enmarcaban en las posibilidades de lo ópticolumínico. Así, “un punto es aquello que no tiene partes y una línea es una longitud sin
anchura”11, son idealizaciones sostenidas por lo visual solo como sobre simplificaciones a las
que la experiencia apenas podría aproximarse mediante procesos iterativos. Tal como lo
plantea Poincaré:
Si tratamos de imaginarnos una línea, ella debería tener las características del continuo físico −lo cual
significa que nuestra representación debería tener una cierta anchura. Dos líneas, por lo tanto,
aparecerían ante nosotros en la forma de dos bandas estrechas, y si aceptamos esta tosca imagen, es
claro que donde las dos líneas se crucen debe haber una parte común. Pero el geómetra puro hace un
esfuerzo superior: sin renunciar del todo a la ayuda de sus sentidos, intenta visualizar una línea sin
anchura y un punto sin tamaño. Esto solo puede lograrlo si imagina la línea como el límite hacia
el cual tiende una banda que se hace cada vez más y más delgada, y el punto como el límite hacia el
cual tiende un área que se hace cada vez más y más pequeña. Estas dos bandas, por estrechas que
sean, tendrán siempre un área común; mientras más estrechas, más pequeña será el área común, y
es este límite lo que el geómetra llama punto. Por esto decimos que dos líneas que se cruzan deben
tener un punto común y esta verdad parece intuitiva12.
En este mismo orden de ideas, Caveign analiza las dificultades que trae la admisión
del primer postulado euclidiano: “…trazar una línea recta desde un punto cualquiera hasta
un punto cualquiera”, en la forma siguiente:
…el postulado 1 requiere que, de un objeto de medida nula a otro, se pueda trazar una “longitud sin
anchura” que, además, sea “recta”. No hay que decir que el objeto “recta” es un objeto ideal, cuya
existencia no puede ser admitida por el empirista radical. No obstante, si quiere hacer matemáticas,
se le pedirá precisamente que la admita en calidad de hipótesis13.
11
Euclides. Elementos (Libros I-IV). Traducción de María Luisa Puertas Castaño. Editorial Gredos S.A., Madrid,
1ª edición, 1991. Pág. 189.
12
Poincaré, Henri. Science and hypothesis. Dover Publications Inc., Nueva York, 1952. Pág. 25-26 (traducción
del texto y subrayados de D.J.).
13
Caveing, Maurice. “Algunas observaciones sobre el trato que recibe el continuo en los Elementos de Euclides
y en la Física de Aristóteles”, artículo del libro Pensar la matemática, edición de François Guenard y Gilbert Lelièvre,
Tusquets Editores, Barcelona, España, 3ª edición, 1999. Pág. 21.
Constatamos, entonces, que la presencia de una ventaja epistemológica produce
enormes dificultades ontológicas, las cuales provienen del intento de asimilación sensorial de
conceptos cuyas propias definiciones los alejan de las posibilidades de los sensorios
humanos. Es más, las dificultades no tienen solo que ver con el campo teórico de lo
irracional que es lo que hemos analizado hasta ahora; aun dentro de lo racional podrían
haber choques intuitivos de alguna importancia como el que, por ejemplo, plantea la
densidad de los racionales respecto a su propia estructura: nos referimos al hecho de que, a
diferencia de los naturales o enteros, entre dos racionales cualesquiera siempre hay otro
número racional. Esto significa, ni más ni menos, que lo racional es infinito aun en las
proporciones más pequeñas que podamos imaginar y, por supuesto, cada parte de lo
racional es un infinito cuyas partes a su vez también son infinitas… las consentidas de los
pitagóricos: las razones conmensurables, aquellas que mantenían la mente dentro de la
armonía del número natural, también se demostraron capaz de llevarnos al abismo, al caos
de la no representabilidad. Esto sin contar que Cantor nos demostró que la caótica y
repetitiva infinitud racional no lograba llenar nuestra recta imaginaria, sino más bien, por el
contrario, dejaba tantos huecos en ella que eran más numerosos que los que llenaba. Por
razones de espacio no analizaremos el aporte cantoriano y dejaremos nuestro análisis hasta
este punto, convencidos de que si hemos logrado la aquiescencia del lector en lo ya
expuesto, nuestro punto de vista será transferible a esferas conceptuales de mayor
profundidad dentro del tema que nos ocupa.
Hagamos nuestra la síntesis de Poincaré:
Para resumir: la mente tiene la facultad de crear símbolos y es así como se ha construido el continuo
matemático, que no es más que un sistema particular de símbolos. El único límite de este poder es la
necesidad de evitar cualquier contradicción; pero la mente solo apela a él cuando el experimento le
da una razón para ello14.
Entendemos ahora que la correspondencia entre los números y la recta está inscrita
en esa capacidad mental de elaboración de símbolos; es solo una identificación que,
enfrentada a lo epistemológico, pretende una interpretación visual cuyo poder como tal no
aguanta el embate de la propia razón a la que pretende asistir. Como consecuencia de ello el
matemático moderno, enfrentado por otro lado a lo ontológico, prefiere invertir el esquema
y entonces la recta y el conjunto de los números reales (constituido éste por lo racional y lo
irracional, el logos y el álogos) pasan a ser una y la misma cosa. De esta manera el discurso
matemático se reduce a los números, cuyas propiedades esenciales pueden ser asimiladas
racionalmente sin soporte visual alguno; así entonces, dos rectas no son más que dos
14
Poincaré, H. Op. cit. Pág. 27 (traducción del texto y subrayados de D.J.).
ecuaciones (o dos sistemas de ecuaciones), y su intersección no es otra cosa que un
conjunto ordenado de números, ente aritmético al cual asociamos el concepto de punto.
¿Significa lo anterior que los conceptos del análisis matemático moderno −incluso los
más elementales entre ellos− transcienden los sensorios humanos hasta un punto en el que
se desprenden de éstos en absoluta independencia? ¿O la necesidad epistemológica (y
posiblemente la empírica) represente el ancla que los fija a lo visual de manera ineludible?
Ya confesamos nuestra imposibilidad de ver detrás de esta barrera; queda para otros la
tarea.
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