Del silencio a la esperanza y la justicia: reflexiones teológicas sobre

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Del silencio a la esperanza y la justicia:
reflexiones teológicas sobre el profetismo cristiano en tiempos de exclusión
Si eres neutral en situaciones de injusticia,
has elegido el lado del opresor
-Desmond Tutu
Quiero empezar mis reflexiones con estas palabras de Julián Le Barón, dichas frente a Los Pinos el
pasado 14 de agosto de 2011, durante la marcha convocada por el Movimiento por la Paz con Justicia
y Dignidad, y cuya actualidad nos toma por sorpresa:
Mientras que hablo yo aquí, sé que hoy, en este mismo día, en algún lugar de México, algunos
mexicanos son violados, asesinados, mutilados, encarcelados injustamente, robados,
torturados o secuestrados.
Tal vez creemos que de alguna manera con nuestra indiferencia, podremos escapar a los
efectos de la violencia, como la desatada por la actual guerra atroz. Pero yo estoy aquí para
decirles que no hay escape de esta terrible realidad, mi indiferencia a lo que sucedía a mí
alrededor llevó a la muerte de mis seres más queridos. (Julián Le Barón, Discurso frente a Los
Pinos, 14 agosto 2011)
Estas palabras, que rompen el silencio y la oscuridad del desierto en que vivimos, se unen al llanto
inconsolable de muchas mujeres y hombres por sus hijos, hijas, hermanos, muertos o desaparecidos.
No bastan las palabras de acompañamiento, no es suficiente el tiempo para aplacar el dolor; cada día
la incertidumbre alimenta la tristeza y la indignación. Es inevitable preguntarse cuánto dolor puede
soportar el corazón humano o cuánto dolor puede llegar a infligir. ¿Cuánto dolor es capaz de curar, o
ignorar?
Estamos en búsqueda, huyendo del desierto y del destierro; tratando de comprender, de sentir, de
creer. De leer desde el corazón, o las entrañas, el acontecer cotidiano para hallar claves de lectura
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que den cuenta del portentoso abismo que se abre a nuestro paso y de los necesarios puentes que
nos permitan seguir caminando. La celeridad es lo propio del presente, y nos hace vivir sin darnos
cuenta, sin un alto en el camino, sin un momento de inflexión, reflexión o genuflexión (es decir
admiración). Tenemos ansias de encontrar caminos de esperanza y liberación, conscientes del
agotamiento de los cuerpos, las almas y las mentes; agotados los discursos, agotada la esperanza, mas
no acabada; es decir, bebiéndola a cuentagotas de aquí o de allá.
Y sin embargo vamos como en río caudaloso; necesitamos barcas apropiadas desde donde mirar y
sumergirnos, sin ahogarnos en el mar de información o desinformación; no tragar “a discreción” las
falsas lecturas de la historia, las que ignoran aquellas voces del desierto, esos rostros sufrientes que
abren la puerta trasera de la historia, la toman por sorpresa y, sin darle tiempo de maquillarse con la
ideología o la mercadotecnia, nos muestra su rostro craso, llamado modelo económico neoliberal, y
que se nos presenta hoy como la respuesta a todas nuestras preguntas, la raíz más profunda de todos
nuestros dolores, la fibra más íntima del deterioro social y ambiental.
Es el rostro perverso de la riqueza desmedida como fin, la vida como medio. Proyectos económicos
que apuntan el despojo de los pueblos y a la subsecuente justificación del uso y abuso de la fuerza
pública y militar. Los estragos de la guerra, del norte al sur de nuestro territorio nacional, los han
pagado no el crimen organizado, sino más de 50 mil vidas inocentes y más de 100 mil desplazados los
últimos 4 años, sin contar la pérdida (de facto) de garantías individuales fundamentales a raíz del
actuar irrestricto de las fuerzas armadas y policiales. El lado perverso, pocas veces visto, de este
escenario, es que la guerra es un negocio; y hoy, nuestros territorios, nuestros cuerpos, son el campo
de exhibiciones y negociaciones de multimillonarios tratos entre nuestro gobierno y consorcios
trasnacionales de América del Norte.
Desentrañar y denunciar las trampas y consecuencias del modelo económico imperante, es paso
necesario para recuperar la paz y el equilibrio propio de la economía, como las buenas reglas de
organización de la casa común, la oikoumene, de donde viene el ecumenismo: una economía global al
cuidado de la dignidad humana y de la naturaleza.
En cambio, vivimos en una sociedad mexicana indolente, indiferente ante el sufrimiento ajeno. Aquí
tenemos un enorme reto, un largo y arduo camino por recorrer. No puedo menos que evocar la
pregunta recurrente y no resuelta de muchas víctimas de la violencia y el deterioro social de nuestro
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país: ¿Dónde están? ¿Dónde están nuestros desaparecidos, dónde los culpables, dónde las
autoridades, dónde la justicia… dónde está Dios? Es la imprecación de dolor pero sin odio de las
mujeres y hombres que un día cualquiera se despidieron de sus hijos o hijas, padres, madres… y
nunca las volvieron a ver. Y añaden ¿dónde está la sociedad? ¿dónde la solidaridad con lo humano?
Estas preguntas no pueden más que llegar hasta este lugar en que nos encontramos hoy, como la
pregunta de ¿dónde están las iglesias?, cuya misión precisamente, más allá del consuelo y alivio del
dolor humano, es ser abogadas de la justicia. ¿Dónde está la fe comprometida con la dignidad?
¿Dónde una fe activa que no cierra los ojos ante el pueblo que ha caído a un lado del camino, herido
de muerte por criminales y sus encubridores? Siendo más de 100 millones de personas que dicen
profesar una fe en nuestro país, ¿por qué el abandono de las causas de la justicia?
En su lugar, esta una fe que se sostiene hoy en los micro-relatos, fe de corto alcance, para sobrevivir
el sinsentido cotidiano, sin visos de un compromiso más allá del metro cuadrado. Fe de buenas
intenciones y pocas proposiciones. Sin puentes hacia el dolor ajeno. La realidad de sufrimiento, como
venas abiertas que no sanan sino se abren más y más, nos invita como cristianos y cristianas a hacer
una profunda reflexión ética sobre lo humano, sobre la fragilidad, sobre la miseria, sobre la
corrupción de la que formamos parte, si no nos oponemos abiertamente a ella.
Son muchos más los que han preferido permanecer al margen de estas preguntas por temor. Y bien
señalaba Thomas Merton, ese monje trapense y uno de los más formidables críticos sociales y líderes
espirituales del siglo XX, que “el miedo es la raíz de todas las guerras”.1
Pero son más los que duermen en el silencio de la indiferencia, que sumado al de las autoridades, nos
muestran a una sociedad mexicana que tiene un corazón de piedra ante la muerte de los inocentes y
la injusticia que ha puesto su tienda entre nosotros.
Es un reclamo legítimo preguntar donde están más de 100 millones de mexicanos y mexicanas. Y es
responsabilidad de todas y todos responder, personalmente, a esta pregunta. No puede seguir
negándose una realidad que devasta el país. No vale más el argumento de que la violencia es un
hecho aislado, propio de algunos lugares allá muy lejos de nuestra cotidianidad. NO es verdad. La
realidad es totalmente otra y dura: la violencia existe como el componente esencial de nuestra
1
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Sal Terrae, Santander, 2003: 127.
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cultura, afectando todos los estratos de nuestra vida; y la indiferencia es quizás una de sus formas
más sutiles y certeras.
Cuando debiera bastar una víctima inocente para lanzar un grito al cielo y decir ¡ya basta! ¡no más
sangre!, tal pareciera que se ha endurecido el corazón, trastocado en roca fría e insensible al dolor
ajeno. Y resulta que no es una sino miles, decenas de miles de víctimas contabilizadas los últimos 4
años, y muchas, muchas más no contempladas en las estadísticas, pero que también han sido
arrastradas por esta espiral de violencia e impunidad. Las preguntas sobre nuestra responsabilidad
por los demás como si de un hermano o hermana se trataran, esperan respuesta y nos dejan el reto
de trabajar codo con codo en la difícil tarea de arrancar de nuestra carne, de la carne de este mundo,
el corazón de piedra que se ha instalado en ella, y devolverle su humanidad, devolverle un corazón
que sea carne de nuestra carne, capaz llorar y reír con otros y otras, capaz de dejarse contagiar por el
valor de los débiles y sumar un gran movimiento de transformación de corazones y re-encauzamiento
de acciones.
Sabemos que un corazón de piedra duele como una piedra arrojada al rostro o al cuerpo de otro. A la
piedra no le duele el dolor que inflige. En cambio, un corazón de carne no puede lastimar sin
lastimarse a sí mismo, tanto como no puede curarse a sí mismo si no es curando a los corazones
afligidos. ¿Alguien será capaz de escuchar y responder? ¿Hacerse eco de estas palabras, y que
resuenen hasta los confines del mundo, como Evangelio de los pobres que convoque a la justicia y la
solidaridad? Nuestra respuesta puede ser la promesa que le hacemos al mundo, un don necesario que
nadie puede exigir, sólo otorgar voluntariamente y así recuperar nuestra humanidad perdida.
Por eso hay que empezar por nombrar lo que el miedo y la impunidad ha mantenido hasta ahora en
silencio. Nombrar es un acto profundo, decisivo para quien nombra y para quien es nombrado. No es
lo mismo decir “el muerto número tal”, que decir es mi hija, y se llama Nohemí, y era joven, y tenía
muchas ganas de vivir. Nombrar es un acto poderoso, pero no como el poder opresor, que al nombrar
se apropia de lo nombrado y se convierte en dueño de su destino. Nombrar a nuestros muertos es un
acto poderoso porque rompe el silencio ominoso, es un acto subversivo, es el primer paso hacia la
verdad y la justicia, es no dejar morir la memoria de los inocentes, grabarla en las plazas y los
parques, en las calles y casas de nuestras ciudades y pueblos, grabar sus nombres en nuestro corazón,
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no dejar que su muerte sea vana, no dejar que la muerte sea la última palabra y que nos suma en el
silencio y la desesperanza.
Desde la fe, nombrar es un acto divino que saca del anonimato y la indiferencia a la persona, y la
involucra con un proyecto de amor y justicia. Cuando Dios da la humanidad el encargo de nombrar, o
cuando llama a alguien por su nombre, lo compromete, le asegura un lugar en la memoria colectiva,
lo rescata del caos, lo acerca a sí y le garantiza la paz. Errónea y convenientemente hemos reducido el
poder divino de nombrar a la sola apropiación de las personas o cosas, al grado de creer que al no
nombrarlas, simplemente no existen o no nos afectan. No es así.
Surgen muchas preguntas para las religiones en este sentido, por su silencio o colusión con las
estructuras de dominación y exclusión; preguntas sin respuesta o con desafortunadas posturas antiéticas. Bien recuerda Pablo Richard que los pobres ya no luchan hoy solamente contra las clases
opresoras y sus mecanismos de explotación, sino también contra los fetiches e ídolos de opresión del
sistema dominante, donde se da la justificación religiosa de la guerra, donde los dioses exigen el
sacrificio humano de gente inocente para alcanzar purificación y salvación.2 Es una fe perversa la que
aún sostiene esto, convirtiendo al inocente, a quien debe proteger a toda costa, en el costo de la
liberación.
Hoy más que nunca, estamos invitados e invitadas a dar testimonio claro y firme de otra fe, ante el
hartazgo de la violencia y la impunidad. Una fe (religiosa o no) en lo humano, en la paz, en otro
camino posible libre de violencia. Es la fe de las víctimas que nos invita a despertar del letargo o del
miedo que nos arrincona, nos esconde del otro y al otro. No podemos justificar la violencia tanto
como no podemos permanecer impasibles ante ella. Por ello, en estos tiempos, hemos de sentirnos
convocadas y convocados, interpelados, a tomar postura frente a lo que sucede en nuestro entorno,
a salir de la apatía (que significa la negación del sufrimiento propio o ajeno) y sumar esfuerzos por
una paz que nazca de la justicia.
El carácter profético de la fe radica en ello. Y no puedo más que recordar que ha sido el testimonio de
la vida religiosa, desde sus orígenes hasta el presente, la que más le ha recordado a la Iglesia esta
radicalidad. Fueron los primeros monjes eremitas quienes, allá en los siglos IV a VI de nuestra era,
2
Pablo Richard, “Nuestra lucha es contra los ídolos”, en La lucha de los dioses. Los ídolos de la opresión y la búsqueda del
Dios liberador, DEI, San José, 1980: 9-32.
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cuando la iglesia pasó de ser perseguida a aliada del poder persecutor, se inconformaron y retornaron
a la pobreza evangélica poniendo en jaque la consolidación de un sistema eclesiástico que pronto
perdió todo vínculo con el Evangelio; fueron también los monjes irlandeses los que ante la primera
crisis medieval de los siglos VIII y IX del cristianismo, rescataron a la iglesia del deterioro, relajamiento
moral del clero y de su alejamiento respecto de los fieles; fueron las ordenes mendicantes las que, en
la más oscura y terrible etapa de la iglesia de cristiandad, la de los siglo XI a XIII, vivieron los valores
evangélicos en una Iglesia consumida por el poder temporal; fue un monje agustino quien devolvió la
Biblia al pueblo y reformó la Iglesia de Cristo en los albores de la modernidad, enriqueciéndola con
nuevas expresiones; fueron religiosos y religiosas quienes, ante los primeros estragos de la
modernidad, mostraron al mundo el camino de la asistencia social; fue en su mayoría la vida religiosa
la que, en el corazón de las dictaduras militares de los años 60 y 70 del siglo XX, acompañó a los
pueblos de nuestro continente en sus luchas de liberación.
¿Por qué no habría de ser ella, ustedes, quienes rompieran el silencio ominoso de la institución
eclesial frente al clamor de los pueblos por la violencia y la muerte y proclamaran abiertamente el
mensaje de la paz? Desde donde lo veo el ser profeta del pueblo le es inherente a la vida religiosa, su
existencia ha de ser siempre dialéctica en el interior de la comunidad eclesial, forzándola a responder
a las exigencias de los tiempos o acompañándola siempre en sus caminos de liberación; de paz con
justicia.
En cada una de las etapas mencionadas, el proceder de la institución eclesial respecto del accionar de
la vida religiosa fue claro y contundente: la domesticación, la ruptura de la memoria, la subsunción en
la estructura, la anulación de la profecía. Pero la vida religiosa fue reincidente en su terquedad de
volver al Evangelio. Y hoy tiene nuevamente que resistir la inercia eclesial, y volver a ser la conciencia
de la institución eclesiástica, pero sobre todo, su corazón de carne, su memoria.
Toda vez más, en el actual contexto de violencia extrema y desfallecimiento utópico, en medio de la
tristeza y del dolor donde, incapaces de sentir con el otro y la otra, las masas transitan indiferentes al
ocaso de la historia. No ven y no quieren ver, están cansadas de sentir y prefieren evadir. Pero
también acontece “el grito desgarrador de un mundo más justo y más humano”, frente al cual “los
religiosos y religiosas no pueden vivir al margen”, como se señalaba ya en el X Encuentro Nacional de
6
Vicarios Episcopales para la Vida Consagrada, celebrado en San Juan de los Lagos, Jal., en octubre de
2005.
Nada más necesario y actual que un profetismo tal, profetismo de esperanza y no-violencia, que sea
capaz, como lo sugiere el teólogo y poeta brasileño Rubem Alves, de impulsar un nuevo tipo de
religiosidad (es decir, vida religiosa), de naturaleza ética y política, que entienda que las relaciones de
los seres humanos con Dios, debe pasar por las relaciones entre sí, unos con otros; que sea portavoz
de los desvalidos de la tierra, exigiendo el fin de la violencia y toda practica opresora, así como de su
sacralización; tejiendo en su lugar, “con los dolores, tristezas y esperanzas del pueblo sufriente,
visiones de una tierra sin males, una utopía, el Reino de Dios, en donde las armas serían
transformadas en arados, la armonía de la naturaleza sería restablecida, los lugares secos y desolados
se convertirían en manantiales de agua, los poderosos serían destronados y la tierra (y la paz)
devuelta, como herencia, a los mansos, débiles, pobres y oprimidos.”3
Es también una nueva hermenéutica del tiempo presente, que nos permitan leer desde el reverso de
la historia, desde las historias cotidianas que la Historia (con Mayúscula) vuelve invisibles porque en
ellas está el reclamo y la esperanza.
Ciertamente no he visto aún pastar al león junto al cordero; pero sí he visto al huérfano y a la viuda
subvertir la injusticia, y a la mujer iletrada convertirse en abogada de la paz y la justicia. He visto a la
víctima renunciar al miedo y la venganza y ser protectora de otras víctimas; y a muchas y muchos
convertir el dolor en esperanza de liberación.
Ante este momento histórico de dolor y gran quebranto, ellas y ellos, los más pobres, profetas de
nuestro tiempo, nos enriquecen con su pobreza y nos animan a caminar de su lado siendo, como bien
lo expresa el reciente Posicionamiento público de Iglesias por la paz: signos visibles y emergentes de
una nueva expresión espiritual ecuménica que denuncie con firmeza la injusticia hoy imperante y
anuncie la Buena Noticia que traen los mensajeros de paz.4
Es un camino de reconciliación que empieza con el reconocimiento humilde y autocrítico de que no
hemos realizado nuestra misión evangelizadora con la fuerza y energía que hoy la situación amerita; y
3
Rubem Alves, Saborear el infinito. Antología de textos, Dabar, México, 2008: 147-148.
4
Posicionamiento público de iglesias por la paz, México, D.F., 12 de septiembre de 2011.
7
culmina con el compromiso de trabajar públicamente por la justicia, la verdad y el amor en el camino
de la no-violencia y la resistencia civil pacífica.5
Implica de igual manera colocar por delante de nuestras acciones la defensa del oprimido y de las
víctimas de la violencia en nuestro país, como sujetos activos de transformación; también, que
nuestras acciones por la paz salgan de la comodidad de nuestros templos y sean escuchados en las
calles y las plazas públicas, para que nuestro testimonio profético llegue a todas las gentes en todos
los rincones del país; asimismo, una espiritualidad cristiana que comprometa a hacer del Evangelio
una acción para la paz que nazca de la justicia.6
Es finalmente, un profetismo capaz de denunciar abiertamente las injusticias estructurales del
sistema, la corrupción y la impunidad que están en la raíz de esta violencia que vivimos; capaz de
evidenciar que “toda violencia, que es una inteligencia torcida, todo lo que obstaculiza la vida y su
orden armónico, es una manera de someter la vida a la esclavitud en la que desde hace mucho
vivimos y cuyos dolores llevamos con nuestros muertos a cuestas.”7
En esta tarea, recuerda también el citado posicionamiento, no la vida religiosa no está sola, no debe
estarlo, sino emprender estas acciones de manera conjunta y articulada con otras iglesias y personas
de fe que trabajan por que la justicia y la paz se besen en nuestro adolorido territorio mexicano (Sal
85,10) y que nos anima a seguir el ejemplo de las y los pequeños, a no tener miedo (Mc 6,50), a
levantarnos sin titubeos ni dudas, y salir con la lámpara de la fe, la esperanza y el amor encendida por
delante, con la confianza en el Espíritu que habita la tierra, para hacer presente la liberación.8
Termino con unas palabras del poeta y cristiano comprometido Javier Sicilia, en su mensaje del zócalo
al concluir la Caravana por la Paz al sur de nuestro país:
Nosotros no tenemos poder, no somos gobiernos, no somos roble, no somos elefante, somos
caña, hormiga, los más pobres de los pobres, las víctimas, las bajas colaterales, las viudas, los
huérfanos, los que no tenemos nombre porque perdimos a nuestros hijos, los despreciados
que nos hemos vuelto puente, escalera que venimos a unir en el dolor y el amor el norte con el
5
Ídem.
6
Ídem.
7
Palabras de Javier Sicilia al finalizar la Caravana de Paz, Zócalo de la Ciudad de México, 19 septiembre 2011.
8
Posicionamiento público de iglesias por la paz.
8
sur, el este con el oeste, porque nuestro corazón, que conoce y trae consigo, en su carne, en su
piel, en su alma, los dolores de la patria, late a la izquierda, a la derecha, abajo, arriba, en el
centro, en todos los hombres, mujeres, organizaciones, pueblos de todo el país que son la paz,
la justicia y la dignidad de la nación.
José Guadalupe Sánchez Suárez
México, D.F., a 12 de octubre de 2011
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