La voz de los plebeyos y los desatinos de la política

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Dossier
Edición 161 | noviembre 2012
La inseguridad
armada
La protesta de gendarmes y prefectos reavivó el debate sobre el rol de las fuerzas de
seguridad y policías. El protagonismo inesperado de los suboficiales, las condiciones
precarias en que trabajan y los problemas del poder político para hacerse cargo del
tema constituyen los ejes de la discusión.
La crisis de las fuerzas de seguridad
La voz de los plebeyos y
los desatinos de la política
por Marcelo Sain*
T
odo estalló cuando una parte significativa de la dotación de prefecturianos y gendarmes recibió
un salario neto sustantivamente
menor al que venían cobrando. Y
ocurrió justo en las dos fuerzas de
seguridad que habían sido posicionadas por el gobierno nacional como las más importantes instituciones del sistema policial federal: la Prefectura y
la Gendarmería. Justamente ellas habían reemplazado a las huestes de la Policía Federal sospechadas
de proteger las redes narcotraficantes que abastecen de cocaína al creciente mercado porteño en el
marco del Operativo Cinturón Sur. Y fue también
la Gendarmería la que se desplegó en el Gran Buenos Aires, en lo que se denominó Operativo Centinela, para desarrollar labores preventivas en el control del crimen, de dudosa eficacia pero útiles para
esmerilar la legitimidad institucional de la Policía
Bonaerense y de su cabeza gubernamental.
Gendarmes protestando frente al Edificio Centinela, Ciudad de Buenos Aires (Sub.coop)
La crisis comenzó en los primeros días de octubre, cuando se materializó la liquidación de
sueldos del personal de acuerdo con un decreto
(1.307/12) del Poder Ejecutivo Nacional que había
establecido un nuevo régimen de haber mensual
para estas fuerzas, cuya escala está asimilada desde los 70 a la del personal militar de las Fuerzas Armadas. En pocas horas, las escalinatas del Edificio
Guardacostas, sede de la dirección superior de la
Prefectura, se colmaron de suboficiales que reclamaban la derogación de la medida y la restitución
del salario anterior. Lo mismo ocurrió en el Edificio Centinela, sede de la Gendarmería, y en diferentes unidades de ambas fuerzas en el interior del
país. La situación se extendió durante una semana.
¿Por qué se desató la protesta? En el marco de los
procesos de ajuste y reforma del Estado, desde comienzos de los 90 los sucesivos aumentos salariales
del personal en actividad de las Fuerzas Armadas
y de las Fuerzas de Seguridad se efectivizaron me-
diante suplementos y compensaciones no remunerativas, que no derivaban aportes previsionales y para la obra social y no eran percibidos por el personal
en retiro. Esto, que continuó así durante la década
pasada, es decir, durante las gestiones kirchneristas,
provocó un paulatino aumento de los componentes
no remunerativos del salario del personal en actividad, hasta alcanzar el 65 % de los ingresos (1).
Ante estos desajustes, la presentación de demandas y amparos judiciales fue permanente, lo
que dio lugar a la “connivencia entre estudios jurídicos, jueces y funcionarios de las fuerzas de seguridad [que] condujo a irregularidades e incumplimientos de distintos pasos procesales e incluso
de disposiciones judiciales. (Ello) elevó en forma
significativa los honorarios, costas, tasas de justicia e intereses y el costo del servicio de Justicia
para la tramitación de miles de casos y redundó en
un fuerte incremento de los gastos en personal para satisfacer medidas judiciales que deformaron
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la pirámide remunerativa en contra de los niveles
inferiores”. Esta trama, concretada ocultamente
por las sucesivas cúpulas policiales –incluida la de
la Policía Federal–, permitió que el 79% del personal de la Gendarmería y el 60% de la Prefectura
cobraran sus haberes según resoluciones judiciales, porcentaje que llegaría al ciento por ciento en
las cúpulas. Por esa razón, el decreto afectó “un
fabuloso negocio del que participan miembros de
los servicios jurídicos y/o contables de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, abogados próximos a
ellos y jueces corruptos” (2).
Ahora bien, estos desajustes vienen desde los
90, sin que los sucesivos gobiernos se hayan ocupado del tema, ya sea por desinterés, connivencia
o por la permanente indisposición a encarar una
solución de fondo, que sólo podría lograrse en el
marco de una profunda reestructuración del régimen profesional de ambas fuerzas y, quizás, de las
mismas instituciones componentes del sistema federal de seguridad. Pero la reforma policial no es
parte del componente genético de la clase política argentina. En el fondo, desde la instauración democrática en 1983 nunca se abordó, conceptual e
institucionalmente, para qué están las policías y las
fuerzas de seguridad federales, es decir, cuáles deberían ser sus misiones y funciones en democracia;
qué tipo de organización deberían tener; qué bases
institucionales deberían conformar los respectivos regímenes profesionales según agrupamientos
y especialidades, y cuáles deberían ser los sistemas
educativos y de control adecuados (3).
En este contexto, fue la Corte Suprema, y no el
Ministerio de Seguridad, quien disparó la cuestión
a través de dos fallos (“Borejko” y “Zanotti”) que
obligaron a adecuar los regímenes de haberes, lo
que a su vez dio lugar al decreto de la discordia.
Para algunos analistas, “el desbarajuste fue inducido con deliberación, en defensa de los ingresos siderales de las respectivas cúpulas y, una vez
producido, lo aprovecharon los distintos sectores
interesados en deslegitimar, carcomer y destituir
al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner”
(4). Puede ser. Pero si sólo fuese así, y no hubiera
existido ni un atisbo de impericia en la aplicación
de la medida –como realmente ocurrió-, ningún
funcionario del gobierno debería haber recibido
y escuchado a los referentes levantiscos, ni debería haber iniciado ninguna negociación. Y menos
aun establecido un plazo de cuatro días para dar
respuesta a un conjunto de difusas demandas sectoriales. Si hubiera sido así, deberían haber conjurado rápidamente el reclamo con los medios institucionales que tuvieran a mano, incluida la movilización popular, y más allá del pase a retiro de
las respectivas cúpulas y de los posteriores pases
a disponibilidad, deberían efectuar las denuncias
penales contra los jefes responsables de la maniobra desestabilizante. Además, si la entrada en vigencia del decreto fue atinada, ¿por qué suspender
su aplicación de manera inmediata y dejar el conflicto abierto por varios días?
Una semana después de iniciada la crisis, una
conferencia de prensa del jefe de Gabinete, Juan
Manuel Abal Medina, y del ministro de Economía,
Hernán Lorenzino, explicando los antecedentes, el
contexto y el contenido del decreto disipó el reclamo y puso fin a la activación de la suboficialidad.
Sin embargo, el conflicto ha puesto al desnudo algunos aspectos estructurales de la situación institucional de las fuerzas de seguridad y las orientaciones del gobierno y de la clase política en general
que de otro modo hubieran continuado ocultos.
Precariedad laboral
Las manifestaciones públicas de prefecturianos y
gendarmes en las sedes de sus instituciones constituyó una modalidad particular de reclamo laboral
que, en verdad, no está regulada por ninguna norma. Por esa razón, constituyó una acción irregular.
En sus bases legales y reglamentarias, estas fuerzas de seguridad no cuentan con ninguna instancia
o mecanismo para efectuar reclamos acerca de las
condiciones de trabajo. Se trata de fuerzas militarizadas –no por su formato legal o reglamentario
sino por su matriz doctrinaria, orgánico-funcional, educacional y por sus prácticas institucionales– que han sido estructuradas sobre la base de la
sumisión total del subordinado y, en ese marco, de
la condición básica de que “el subalterno no piensa
ni reflexiona”, sólo cumple órdenes. Estas fuerzas,
al igual que las restantes policías que operan en Argentina, sólo “hablan” a través de sus cúpulas. Todo se reduce a un pequeño núcleo de altos oficiales
miembros de los respectivos Estados Mayores. Es
justamente esta “nobleza policial” la que, a lo largo
de décadas, ha ido sacando una tajada de la entente
espuria que tejieron con los mencionados estudios
jurídicos. Pero es la misma nobleza en la que el gobierno confió la aplicación del decreto destinado
justamente a poner un coto a aquel desmadre.
El conflicto dio visibilidad al profundo hiato existente entre las cúpulas y la inmensa masa de la suboficialidad que conforma el escalón operativo de las
fuerzas, sobre el que se asienta el enorme esfuerzo
que implica la intervención en procedimientos policiales ajenos a sus destrezas y capacidades, en grandes urbes alejadas de sus unidades de origen. Lo novedoso es que ese hiato se estructuró por primera
vez sobre la base de cuestiones estrictamente laborales –y, en particular, referidas a las condiciones de
trabajo del “estrato plebeyo” de las fuerzas–.
En todo caso, hay un hecho evidente que no se ha
disipado tras el fin de la protesta. El estrato plebeyo
de las fuerzas trabaja en condiciones laborales precarias: salarios insuficientes que los obligan al doble
empleo, formal o informal; medios y herramientas
materiales e infraestructurales de trabajo deteriorados o inadecuados; sistemas de formación y capacitación precarios y anacrónicos en relación a las nuevas tareas que deben llevar a cabo, en un contexto
extraño al que están habituados, y, en numerosos casos, el alejamiento prolongado de sus familias, consecuencia del traslado a miles de kilómetros de sus
unidades de asiento para servir en operativos probadamente inútiles y caprichosamente impuestos por
funcionarios políticos legos en materia de seguridad.
Este es el contexto que ahondó la brecha interna y
determinó el protagonismo de suboficiales que adjudicaban el deterioro laboral a las cúpulas y a la alta
oficialidad y sólo en segundo plano al gobierno.
Pero, además, la precarización laboral de los
prefecturianos y gendarmes –así como la de la mayoría de los policías subalternos– se produjo en un
contexto signado por el notable mejoramiento de
las condiciones de vida de los trabajadores, uno
de los más significativos logros de los gobiernos
kirchneristas. En efecto, a partir de 2003 la reinstauración de la negociación colectiva y el Consejo del Salario Mínimo, entre otras iniciativas, amplió el “nivel de cobertura”, afectó positivamente
las “condiciones salariales y laborales [y] la vida
económica de millones de trabajadores” y contribuyó a las “mejoras sostenidas en niveles de ingresos y beneficios sociales de amplios sectores de la
clase trabajadora” (5). En este sentido, el contraste experimentado al interior de las fuerzas entre
sus condiciones reales de trabajo –no las imaginadas por la inmensa mayoría de los funcionarios y
dirigentes políticos– y la situación del resto de los
trabajadores contribuyó a esmerilar la vocación
profesional y poner en tela de juicio el sentido de
pertenecia institucional y, particularmente, la voluntad de subordinación ciega a una cúpula acomodada económicamente y que les da la espalda.
Dicho de manera simple: la mejora de las condiciones salariales y laborales de los trabajadores argentinos resalta la precarización laboral y la indigencia protectiva de los policías.
Instancias de reclamo
El reclamo fue desordenado y catatónico, y lo fue
porque las fuerzas de seguridad, al igual que casi todas las policías, no cuentan con dispositivos
o mecanismos institucionales para efectuar o canalizar ningún tipo de demandas organizaciona-
les o laborales. La articulación de quejas o peticiones no forma parte de la vida institucional de estas fuerzas, en las que sólo prima la subordinación
plena y sin atenuantes a la superioridad. La sumisión total excluye fácticamente el diálogo, la protesta y el reclamo. En consecuencia, no sólo no hay
prácticas de articulación de intereses del personal
subalterno, sino que tampoco hay dirigentes o delegados capaces de formularlas.
Esto se pudo apreciar en los días de la crisis. Los
“referentes” de las demandas fueron varios suboficiales que se sucedieron
sin criterio en la interlocución hacia adentro y
hacia afuera del núcleo
duro de la activación,
asumieron roles poco
claros entre sí y ante las
autoridades y casi nunca
supieron orientar o conducir la movida. Y, casi
inevitablemente, tampoco lograron articular un reclamo preciso y
claro ni, menos aun, una
estrategia de “salida” de
la crisis. En ese contexto, con el correr de las
horas la demanda inicial
se fue trasformando en
un pliego de reclamos que, si bien parecían legítimos –es decir, asentados en problemas reales– diferían sustancialmente del pedido inicial de “devolución” del salario impago: se exigía, entre otras
cosas, una aseguradora de riesgo de trabajo para el
personal operacional; la posibilidad de escoger entre diferentes obras sociales; la no sanción de los
efectivos movilizados, y, finalmente, como petición
central, un salario mínimo de 7.000 pesos.
Así y todo, pese a que esporádicamente alguno
proclamaba que ellos también tenían “derechos humanos” o deslizaba críticas a las políticas del gobierno, el núcleo del reclamo giró en torno de mejoras salariales y laborales. Y casi siempre hubo un particular
cuidado en destacar el apoyo al régimen democrático, en el sentido de que el reclamo no constituía un
atentado contra las instituciones. He aquí un aspecto
novedoso del conflicto, poco apreciado por quienes
abordaron la crisis con anteojos de los años 80.
Las fuerzas de
seguridad no
cuentan con
ninguna instancia
para efectuar
reclamos acerca
de las condiciones
de trabajo.
Desatinos políticos
Uno de los preceptos fundamentales de la conducción política de las policías es el conocimiento cabal
de la situación doctrinal, orgánica y funcional de las
mismas. En el marco de la histórica delegación de
la conducción de las policías a sus propias cúpulas
–lo que llamamos “autogobierno policial”–, la apropiación de la conducción por parte de la autoridad
política implica algo más que la mera declamación
discursiva o los gestos simbólicos. Supone la conformación de un dispositivo de dirección y administración en el ámbito ministerial a los efectos de
llevar a cabo las tareas que desde hace décadas desarrollan los Estados Mayores policiales. También
se requiere que no haya fracturas insalvables entre
los altos funcionarios ministeriales acerca de las
políticas y estrategias y, menos aun, que esas fracturas paralicen la gestión ministerial.
La brecha entre las cúpulas y los estratos subalternos, así como las condiciones de trabajo de éstos, no debería haber sido ignorada por una gestión
ministerial que ha reivindicado la conducción política de las policías. El desconocimiento dio cuenta
de que han sido insuficientes los esfuerzos orientados a materializar institucionalmente lo que tanto
se proclamó en conferencias, seminarios y eventos
protocolares: la conducción política de las policías.
Si el funcionario encargado de coordinar y supervisar la aplicación del decreto es lego en asuntos policiales, la conducción civil se fameliza. Y, aun aceptando que se trató de un complot de las respectivas
cúpulas, la ausencia de supervisión ministerial en
la aplicación de una medida que era a todas lu- d
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La inseguridad
armada
d ces compleja y de consecuencias impredecibles
también expresa cierta impericia política.
Todo esto, además, ocurrió en un contexto atravesado por conflictos palaciegos dentro del equipo ministerial, lo que generó un marco oportuno a
los desatinos en el abordaje de la crisis. La guerra
fría entre altos funcionarios ministeriales que ven
en el otro a un enemigo cuya extinción ocupa gran
parte del esfuerzo diario de gestión fue determinante para fogonear el conflicto.
Esta situación, así como la excesiva exposición
de supuestos resultados exitosos en “la lucha contra
el crimen” mediante conferencias de prensa a cargo de funcionarios políticos rodeados de enormes
cantidades de drogas, autopartes o mercancías incautadas, da cuenta de la ausencia de políticas de seguridad en dos planos fundamentales. Por un lado,
en lo relativo al fortalecimiento de las estructuras
políticas del gobierno en materia de seguridad –en
particular, de la capacidad de gestión del Ministerio
ante las policías y fuerzas de seguridad federales– y
en materia de reforma y modernización del sistema policial federal, deuda pendiente que no parece
constituir una preocupación central. Por otro lado,
en lo atinente al desarrollo de estrategias sustantivas
de control de problemáticas criminales específicas,
tales como violencia doméstica y femicidio, narcotráfico, trata de personas, robos calificados, etc., más
allá de las iniciativas de prevención situacional restringidas a la Capital Federal y el Gran Buenos Aires.
En definitiva, el conflicto puso dramáticamente
en evidencia que la conducción política de las policías no se lleva a cabo con rezos progresistas sino
que se ejerce o no, independientemente de la astucia del poder para disimular con mayor o menor
efectividad los vacíos y las agachadas.
Golpismo ficcional
Aquellos sectores que verían con agrado la desestabilización del gobierno nacional y hasta la caída de Cristina Fernández no iban a dejar pasar la oportunidad
de sacar alguna tajada. Pero, visto el nivel de incidencia que estos actores marginales de la política han tenido en el curso de la crisis, su accionar fue exiguo y
efímero. Calificar al reclamo policial como un movimiento desestabilizante o destituyente por la mera intervención de estos sectores minoritarios constituyó
un abuso exegético que impide entender las problemáticas de fondo que se ventilaron en esos días.
En este sentido, sopesar bien la envergadura del
conflicto, el accionar de sus actores determinantes
y sus modalidades de manifestación es un deber del
gobierno, de su base política y de los partidos democráticos. La magnificación o devaluación del mismo
devino en impertinencia y pudo haber colaborado a
ahondar la crisis. Al día siguiente del inicio del reclamo, los diputados nacionales de diferentes partidos políticos instaron a los integrantes de las fuerzas de seguridad a “adecuar sus acciones a pautas
de funcionamiento democrático y subordinación a
las autoridades legalmente constituidas, en todo de
acuerdo con la Constitución Nacional”. Dicho así,
estos dirigentes interpretaban que el accionar de los
suboficiales díscolos ponía en jaque a la democracia
e implicaba alguna modalidad de insubordinación.
En concreto, para el grueso de la dirigencia política,
el conflicto atentaba contra el orden democrático.
Lo extraño fue que, al mismo tiempo que se
indicaba esto, no se emprendía ninguna acción.
No se efectuaron denuncias penales por atentar
contra el orden constitucional y la vida democrática. No se reclamó el estado de sitio. Y tampoco
se convocó a la movilización de la militancia y la
ciudadanía para manifestarse contra el impulso
disolvente de los prefecturianos y gendarmes y el
accionar destituyente de los poderes fácticos que
operaban en la trastienda. Las desestabilizaciones institucionales se aventan con el pueblo en la
calle, y más aun si el objetivo es un gobierno que
fue apoyado por el 54% de los votantes apenas un
año antes. Hacia la noche de ese día, los uniformados siguieron dando cuenta de sus reclamos
pacíficamente ante las cadenas televisivas a po-
cas cuadras de la Casa Rosada, mientras que los
dirigentes políticos descansaban en sus hogares.
Entre tanto, algunos legisladores y dirigentes,
con un tono menos fatalista, reconocieron, aunque
tenuemente, la legitimidad de la demanda policial,
pero reclamaron que ésta se canalice “institucionalmente”. El problema es que se trataba de un pedido de cumplimiento imposible: como se señaló, las
fuerzas de seguridad federales –así como la Policía
Federal y la mayoría de las policías provinciales– no
cuentan con canales para articular demandas a sus
conducciones y, menos aun, para efectuar reclamos
laborales. La ignorancia legislativa y política llegaba
al desconocimiento de que los trabajadores policiales en Argentina no poseen derechos ni mecanismos
de agremiación y de negociación colectiva, ni cuentan con un defensor –obudsman- del policía.
Muchos legisladores, dirigentes y referentes sociales –incluso de organismos de derechos humanos– repudiaron el reclamo con el argumento de que
se trata de “instituciones jerárquicas” –así lo dijeron– en las que no están permitidos esos exabruptos
descomedidos. Con ello, aun sin saberlo, estaban reivindicando el carácter militarista de las instituciones policiales y la impronta de trabajadores sin derechos de los policías. Es decir, estaban legitimando la
perpetuación de las policías como guetos militarizados integrados por trabajadores sin derechos laborales básicos y con la obligación de trabajar 24 horas
por día. Y, lo peor de todo, estaban obstruyendo cualquier alternativa de cambio al respecto.
Ni fatalistas ni institucionalistas dijeron nada
respecto de las condiciones salariales y de trabajo de prefecturianos y gendarmes, y tampoco esbozaron lineamientos orientados a convertir a los
policías en trabajadores –hoy no lo son– y crear
los dispositivos institucionales –agremiación y
defensoría– tan necesarios.
Otros caminos
Lo más notable es que la única policía nacional creada en democracia, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, cuenta con la Defensoría del Policía, a cargo
de un abogado sin estado policial designado por el
ministro con las funciones de “proponer mecanismos de salvaguarda de los derechos del personal [policial]”, así como “entender en los procedimientos jurídico-administrativos”, “garantizar el debido proceso legal” y “ejercer la defensa” del personal policial.
Esto se inscribe en el marco de un sistema de control civil externo asentado en un dispositivo adversarial compuesto por un Auditor de Asuntos Internos
–civil– y un Tribunal Policial –compuesto por civiles
y un policía–. Este sistema de control y promoción
de los derechos policiales, creado por una ley sancionada en 2006 por unanimidad de ambas cámaras, es
el único vigente en el sistema policial federal, ya que
ni la Gendarmería ni la Prefectura ni la Policía Federal cuentan con estos mecanismos. Pese a que desde el Ministerio de Seguridad se ha apantallado con
ahínco el control civil de las policías, la Dirección de
Control de la Policía de Seguridad Aeroportuaria fue
caprichosamente desguazada en sus facultades y recursos humanos y materiales por la misma gestión
ministerial que produjo los desatinos que abrieron
las demandas policiales de octubre.
Es entendible. El modelo institucional de conducción, administración, operacional y de control
de esta novel policía está en las antípodas de las estructuras decimonónicas vigentes en el resto de las
fuerzas. El opacamiento de la Policía de Seguridad
Aeroportuaria es una condición necesaria para invisibilizar la indisposición del progresismo pacato
a emprender el camino de la reforma del sistema
policial federal. Y lo han hecho eficazmente.
Viejas tendencias
En definitiva, la crisis desatada a partir de la protesta de suboficiales de la Prefectura y la Gendarmería ratifica algunas tendencias históricas que
signan desde hace mucho tiempo las relaciones
político-policiales en Argentina. Pero también tuvo algunos rasgos novedosos.
Más allá de algunos intentos de revisión, la tendencia característica de las relaciones político-policiales ha sido el desgobierno político de la seguridad pública y, como derivación de ello, la delegación de la gestión de la seguridad en las cúpulas policiales y el autogobierno de las propias policías. La
creación del Ministerio de Seguridad y la designación de Nilda Garré inauguraron un nuevo enfoque
tendiente a quebrar aquellas tendencias. El cambio
fue notable, pero fue más discursivo que institucional, tal como se apreció durante el conflicto.
La apropiación por parte del Ministerio de Seguridad de la formulación de las estrategias y operativos de las policías es un
hecho: éstas ya no deciden, como lo hacían antes, qué se hace ni cómo
se hace. Es la ministra la
autora e intérprete de
esa música y, por ende, es
también la responsable.
No obstante, la reducción del autogobierno
policial no es tan evidente. Ocurre que a las policías no se las conduce
con la voluntad o la palabra sino creando estructuras, equipos y dispositivos que se adueñen de
las labores de dirección
superior y administración general que históricamente fueron ejercidas por
sus respectivos Estados Mayores. La insuficiencia de
los esfuerzos ministeriales –más simbólicos que institucionales– se apreció en los hechos de octubre.
Lo novedoso es que la crisis no estuvo determinada por actos de rebelión policial –como los ocurridos en el pasado en ocasión de los levantamientos
carapintadas– ni derivó en hechos escandalosos de
abusos en el uso de la fuerza, violaciones a los derechos humanos o actos corruptivos. Para el grueso de
la política argentina, éstos son los desmadres esperables de las instituciones policiales. Lo nuevo –y, por
lo tanto, imprevisible– es que una amplia mayoría de
la suboficialidad reclame mejoras laborales mínimas
y que eso convierta “de hecho” a prefectos y gendarmes en trabajadores. Esto es lo que descolocó a muchos analistas e hizo que la cuestión fuese abordada
como si se tratara de una crisis policial tradicional.
La habitual defección de la política ante los asuntos policiales permitió ocultar el protagonismo que
ha tenido en la crisis de octubre –y, en particular, oscurecer el hecho de que los policías de base constituyen el estrato laboralmente más precarizado e indigente de la administración pública–. La marca se la
llevaron algunos suboficiales con la cola curtida por
las patadas recibidas a lo largo de sus carreras.
Pero hay una salida. La única forma que tiene
la política –gobierno, legisladores y partidos– de
redimirse es abordar las condiciones de trabajo de
las policías como una cuestión estratégica y perentoria. Uno de los aspectos a analizar es el derecho
a la agremiación y a la negociación colectiva. ¿Y la
reforma policial? Eso ya sería pedir mucho. g
La crisis ratifica
algunas tendencias
históricas que
signan desde hace
mucho tiempo las
relaciones políticopoliciales en
Argentina.
1. Horacio Verbitsky, “Rebeldes con causas”,
Página/12, Buenos Aires, 7 -10-12.
2. Las citas de este párrafo corresponden a Verbitsky, op.cit.
3. Marcelo Fabián Sain, “¡Es la política, estúpido! Dilemas
políticos del gobierno federal frente a la reforma policial en
la Argentina”, Comunes. Revista de Seguridad Ciudadana y
Pensamiento Crítico, Universidad Nacional Experimental de
la Seguridad (UNES), Nº 1, Caracas, mayo-octubre de 2012.
4. Horacio Verbitsky, op. cit.
5. Sebastián Etchemendy, El diálogo social y las relaciones
laborales en Argentina 2003-2010. Estado, sindicatos y empresarios
en perspectiva comparada, OIT, Buenos Aires, 2011, p. 16.
*Doctor en Ciencias Sociales, ex viceministro de Seguridad de la
Provincia de Buenos Aires, ex director de la Policía de Seguridad
Aeroportuaria, actual diputado provincial de Nuevo Encuentro.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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