4| Dossier Edición 161 | noviembre 2012 La inseguridad armada La protesta de gendarmes y prefectos reavivó el debate sobre el rol de las fuerzas de seguridad y policías. El protagonismo inesperado de los suboficiales, las condiciones precarias en que trabajan y los problemas del poder político para hacerse cargo del tema constituyen los ejes de la discusión. La crisis de las fuerzas de seguridad La voz de los plebeyos y los desatinos de la política por Marcelo Sain* T odo estalló cuando una parte significativa de la dotación de prefecturianos y gendarmes recibió un salario neto sustantivamente menor al que venían cobrando. Y ocurrió justo en las dos fuerzas de seguridad que habían sido posicionadas por el gobierno nacional como las más importantes instituciones del sistema policial federal: la Prefectura y la Gendarmería. Justamente ellas habían reemplazado a las huestes de la Policía Federal sospechadas de proteger las redes narcotraficantes que abastecen de cocaína al creciente mercado porteño en el marco del Operativo Cinturón Sur. Y fue también la Gendarmería la que se desplegó en el Gran Buenos Aires, en lo que se denominó Operativo Centinela, para desarrollar labores preventivas en el control del crimen, de dudosa eficacia pero útiles para esmerilar la legitimidad institucional de la Policía Bonaerense y de su cabeza gubernamental. Gendarmes protestando frente al Edificio Centinela, Ciudad de Buenos Aires (Sub.coop) La crisis comenzó en los primeros días de octubre, cuando se materializó la liquidación de sueldos del personal de acuerdo con un decreto (1.307/12) del Poder Ejecutivo Nacional que había establecido un nuevo régimen de haber mensual para estas fuerzas, cuya escala está asimilada desde los 70 a la del personal militar de las Fuerzas Armadas. En pocas horas, las escalinatas del Edificio Guardacostas, sede de la dirección superior de la Prefectura, se colmaron de suboficiales que reclamaban la derogación de la medida y la restitución del salario anterior. Lo mismo ocurrió en el Edificio Centinela, sede de la Gendarmería, y en diferentes unidades de ambas fuerzas en el interior del país. La situación se extendió durante una semana. ¿Por qué se desató la protesta? En el marco de los procesos de ajuste y reforma del Estado, desde comienzos de los 90 los sucesivos aumentos salariales del personal en actividad de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad se efectivizaron me- diante suplementos y compensaciones no remunerativas, que no derivaban aportes previsionales y para la obra social y no eran percibidos por el personal en retiro. Esto, que continuó así durante la década pasada, es decir, durante las gestiones kirchneristas, provocó un paulatino aumento de los componentes no remunerativos del salario del personal en actividad, hasta alcanzar el 65 % de los ingresos (1). Ante estos desajustes, la presentación de demandas y amparos judiciales fue permanente, lo que dio lugar a la “connivencia entre estudios jurídicos, jueces y funcionarios de las fuerzas de seguridad [que] condujo a irregularidades e incumplimientos de distintos pasos procesales e incluso de disposiciones judiciales. (Ello) elevó en forma significativa los honorarios, costas, tasas de justicia e intereses y el costo del servicio de Justicia para la tramitación de miles de casos y redundó en un fuerte incremento de los gastos en personal para satisfacer medidas judiciales que deformaron |5 la pirámide remunerativa en contra de los niveles inferiores”. Esta trama, concretada ocultamente por las sucesivas cúpulas policiales –incluida la de la Policía Federal–, permitió que el 79% del personal de la Gendarmería y el 60% de la Prefectura cobraran sus haberes según resoluciones judiciales, porcentaje que llegaría al ciento por ciento en las cúpulas. Por esa razón, el decreto afectó “un fabuloso negocio del que participan miembros de los servicios jurídicos y/o contables de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, abogados próximos a ellos y jueces corruptos” (2). Ahora bien, estos desajustes vienen desde los 90, sin que los sucesivos gobiernos se hayan ocupado del tema, ya sea por desinterés, connivencia o por la permanente indisposición a encarar una solución de fondo, que sólo podría lograrse en el marco de una profunda reestructuración del régimen profesional de ambas fuerzas y, quizás, de las mismas instituciones componentes del sistema federal de seguridad. Pero la reforma policial no es parte del componente genético de la clase política argentina. En el fondo, desde la instauración democrática en 1983 nunca se abordó, conceptual e institucionalmente, para qué están las policías y las fuerzas de seguridad federales, es decir, cuáles deberían ser sus misiones y funciones en democracia; qué tipo de organización deberían tener; qué bases institucionales deberían conformar los respectivos regímenes profesionales según agrupamientos y especialidades, y cuáles deberían ser los sistemas educativos y de control adecuados (3). En este contexto, fue la Corte Suprema, y no el Ministerio de Seguridad, quien disparó la cuestión a través de dos fallos (“Borejko” y “Zanotti”) que obligaron a adecuar los regímenes de haberes, lo que a su vez dio lugar al decreto de la discordia. Para algunos analistas, “el desbarajuste fue inducido con deliberación, en defensa de los ingresos siderales de las respectivas cúpulas y, una vez producido, lo aprovecharon los distintos sectores interesados en deslegitimar, carcomer y destituir al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner” (4). Puede ser. Pero si sólo fuese así, y no hubiera existido ni un atisbo de impericia en la aplicación de la medida –como realmente ocurrió-, ningún funcionario del gobierno debería haber recibido y escuchado a los referentes levantiscos, ni debería haber iniciado ninguna negociación. Y menos aun establecido un plazo de cuatro días para dar respuesta a un conjunto de difusas demandas sectoriales. Si hubiera sido así, deberían haber conjurado rápidamente el reclamo con los medios institucionales que tuvieran a mano, incluida la movilización popular, y más allá del pase a retiro de las respectivas cúpulas y de los posteriores pases a disponibilidad, deberían efectuar las denuncias penales contra los jefes responsables de la maniobra desestabilizante. Además, si la entrada en vigencia del decreto fue atinada, ¿por qué suspender su aplicación de manera inmediata y dejar el conflicto abierto por varios días? Una semana después de iniciada la crisis, una conferencia de prensa del jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, y del ministro de Economía, Hernán Lorenzino, explicando los antecedentes, el contexto y el contenido del decreto disipó el reclamo y puso fin a la activación de la suboficialidad. Sin embargo, el conflicto ha puesto al desnudo algunos aspectos estructurales de la situación institucional de las fuerzas de seguridad y las orientaciones del gobierno y de la clase política en general que de otro modo hubieran continuado ocultos. Precariedad laboral Las manifestaciones públicas de prefecturianos y gendarmes en las sedes de sus instituciones constituyó una modalidad particular de reclamo laboral que, en verdad, no está regulada por ninguna norma. Por esa razón, constituyó una acción irregular. En sus bases legales y reglamentarias, estas fuerzas de seguridad no cuentan con ninguna instancia o mecanismo para efectuar reclamos acerca de las condiciones de trabajo. Se trata de fuerzas militarizadas –no por su formato legal o reglamentario sino por su matriz doctrinaria, orgánico-funcional, educacional y por sus prácticas institucionales– que han sido estructuradas sobre la base de la sumisión total del subordinado y, en ese marco, de la condición básica de que “el subalterno no piensa ni reflexiona”, sólo cumple órdenes. Estas fuerzas, al igual que las restantes policías que operan en Argentina, sólo “hablan” a través de sus cúpulas. Todo se reduce a un pequeño núcleo de altos oficiales miembros de los respectivos Estados Mayores. Es justamente esta “nobleza policial” la que, a lo largo de décadas, ha ido sacando una tajada de la entente espuria que tejieron con los mencionados estudios jurídicos. Pero es la misma nobleza en la que el gobierno confió la aplicación del decreto destinado justamente a poner un coto a aquel desmadre. El conflicto dio visibilidad al profundo hiato existente entre las cúpulas y la inmensa masa de la suboficialidad que conforma el escalón operativo de las fuerzas, sobre el que se asienta el enorme esfuerzo que implica la intervención en procedimientos policiales ajenos a sus destrezas y capacidades, en grandes urbes alejadas de sus unidades de origen. Lo novedoso es que ese hiato se estructuró por primera vez sobre la base de cuestiones estrictamente laborales –y, en particular, referidas a las condiciones de trabajo del “estrato plebeyo” de las fuerzas–. En todo caso, hay un hecho evidente que no se ha disipado tras el fin de la protesta. El estrato plebeyo de las fuerzas trabaja en condiciones laborales precarias: salarios insuficientes que los obligan al doble empleo, formal o informal; medios y herramientas materiales e infraestructurales de trabajo deteriorados o inadecuados; sistemas de formación y capacitación precarios y anacrónicos en relación a las nuevas tareas que deben llevar a cabo, en un contexto extraño al que están habituados, y, en numerosos casos, el alejamiento prolongado de sus familias, consecuencia del traslado a miles de kilómetros de sus unidades de asiento para servir en operativos probadamente inútiles y caprichosamente impuestos por funcionarios políticos legos en materia de seguridad. Este es el contexto que ahondó la brecha interna y determinó el protagonismo de suboficiales que adjudicaban el deterioro laboral a las cúpulas y a la alta oficialidad y sólo en segundo plano al gobierno. Pero, además, la precarización laboral de los prefecturianos y gendarmes –así como la de la mayoría de los policías subalternos– se produjo en un contexto signado por el notable mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores, uno de los más significativos logros de los gobiernos kirchneristas. En efecto, a partir de 2003 la reinstauración de la negociación colectiva y el Consejo del Salario Mínimo, entre otras iniciativas, amplió el “nivel de cobertura”, afectó positivamente las “condiciones salariales y laborales [y] la vida económica de millones de trabajadores” y contribuyó a las “mejoras sostenidas en niveles de ingresos y beneficios sociales de amplios sectores de la clase trabajadora” (5). En este sentido, el contraste experimentado al interior de las fuerzas entre sus condiciones reales de trabajo –no las imaginadas por la inmensa mayoría de los funcionarios y dirigentes políticos– y la situación del resto de los trabajadores contribuyó a esmerilar la vocación profesional y poner en tela de juicio el sentido de pertenecia institucional y, particularmente, la voluntad de subordinación ciega a una cúpula acomodada económicamente y que les da la espalda. Dicho de manera simple: la mejora de las condiciones salariales y laborales de los trabajadores argentinos resalta la precarización laboral y la indigencia protectiva de los policías. Instancias de reclamo El reclamo fue desordenado y catatónico, y lo fue porque las fuerzas de seguridad, al igual que casi todas las policías, no cuentan con dispositivos o mecanismos institucionales para efectuar o canalizar ningún tipo de demandas organizaciona- les o laborales. La articulación de quejas o peticiones no forma parte de la vida institucional de estas fuerzas, en las que sólo prima la subordinación plena y sin atenuantes a la superioridad. La sumisión total excluye fácticamente el diálogo, la protesta y el reclamo. En consecuencia, no sólo no hay prácticas de articulación de intereses del personal subalterno, sino que tampoco hay dirigentes o delegados capaces de formularlas. Esto se pudo apreciar en los días de la crisis. Los “referentes” de las demandas fueron varios suboficiales que se sucedieron sin criterio en la interlocución hacia adentro y hacia afuera del núcleo duro de la activación, asumieron roles poco claros entre sí y ante las autoridades y casi nunca supieron orientar o conducir la movida. Y, casi inevitablemente, tampoco lograron articular un reclamo preciso y claro ni, menos aun, una estrategia de “salida” de la crisis. En ese contexto, con el correr de las horas la demanda inicial se fue trasformando en un pliego de reclamos que, si bien parecían legítimos –es decir, asentados en problemas reales– diferían sustancialmente del pedido inicial de “devolución” del salario impago: se exigía, entre otras cosas, una aseguradora de riesgo de trabajo para el personal operacional; la posibilidad de escoger entre diferentes obras sociales; la no sanción de los efectivos movilizados, y, finalmente, como petición central, un salario mínimo de 7.000 pesos. Así y todo, pese a que esporádicamente alguno proclamaba que ellos también tenían “derechos humanos” o deslizaba críticas a las políticas del gobierno, el núcleo del reclamo giró en torno de mejoras salariales y laborales. Y casi siempre hubo un particular cuidado en destacar el apoyo al régimen democrático, en el sentido de que el reclamo no constituía un atentado contra las instituciones. He aquí un aspecto novedoso del conflicto, poco apreciado por quienes abordaron la crisis con anteojos de los años 80. Las fuerzas de seguridad no cuentan con ninguna instancia para efectuar reclamos acerca de las condiciones de trabajo. Desatinos políticos Uno de los preceptos fundamentales de la conducción política de las policías es el conocimiento cabal de la situación doctrinal, orgánica y funcional de las mismas. En el marco de la histórica delegación de la conducción de las policías a sus propias cúpulas –lo que llamamos “autogobierno policial”–, la apropiación de la conducción por parte de la autoridad política implica algo más que la mera declamación discursiva o los gestos simbólicos. Supone la conformación de un dispositivo de dirección y administración en el ámbito ministerial a los efectos de llevar a cabo las tareas que desde hace décadas desarrollan los Estados Mayores policiales. También se requiere que no haya fracturas insalvables entre los altos funcionarios ministeriales acerca de las políticas y estrategias y, menos aun, que esas fracturas paralicen la gestión ministerial. La brecha entre las cúpulas y los estratos subalternos, así como las condiciones de trabajo de éstos, no debería haber sido ignorada por una gestión ministerial que ha reivindicado la conducción política de las policías. El desconocimiento dio cuenta de que han sido insuficientes los esfuerzos orientados a materializar institucionalmente lo que tanto se proclamó en conferencias, seminarios y eventos protocolares: la conducción política de las policías. Si el funcionario encargado de coordinar y supervisar la aplicación del decreto es lego en asuntos policiales, la conducción civil se fameliza. Y, aun aceptando que se trató de un complot de las respectivas cúpulas, la ausencia de supervisión ministerial en la aplicación de una medida que era a todas lu- d 6| Dossier Edición 161 | noviembre 2012 La inseguridad armada d ces compleja y de consecuencias impredecibles también expresa cierta impericia política. Todo esto, además, ocurrió en un contexto atravesado por conflictos palaciegos dentro del equipo ministerial, lo que generó un marco oportuno a los desatinos en el abordaje de la crisis. La guerra fría entre altos funcionarios ministeriales que ven en el otro a un enemigo cuya extinción ocupa gran parte del esfuerzo diario de gestión fue determinante para fogonear el conflicto. Esta situación, así como la excesiva exposición de supuestos resultados exitosos en “la lucha contra el crimen” mediante conferencias de prensa a cargo de funcionarios políticos rodeados de enormes cantidades de drogas, autopartes o mercancías incautadas, da cuenta de la ausencia de políticas de seguridad en dos planos fundamentales. Por un lado, en lo relativo al fortalecimiento de las estructuras políticas del gobierno en materia de seguridad –en particular, de la capacidad de gestión del Ministerio ante las policías y fuerzas de seguridad federales– y en materia de reforma y modernización del sistema policial federal, deuda pendiente que no parece constituir una preocupación central. Por otro lado, en lo atinente al desarrollo de estrategias sustantivas de control de problemáticas criminales específicas, tales como violencia doméstica y femicidio, narcotráfico, trata de personas, robos calificados, etc., más allá de las iniciativas de prevención situacional restringidas a la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. En definitiva, el conflicto puso dramáticamente en evidencia que la conducción política de las policías no se lleva a cabo con rezos progresistas sino que se ejerce o no, independientemente de la astucia del poder para disimular con mayor o menor efectividad los vacíos y las agachadas. Golpismo ficcional Aquellos sectores que verían con agrado la desestabilización del gobierno nacional y hasta la caída de Cristina Fernández no iban a dejar pasar la oportunidad de sacar alguna tajada. Pero, visto el nivel de incidencia que estos actores marginales de la política han tenido en el curso de la crisis, su accionar fue exiguo y efímero. Calificar al reclamo policial como un movimiento desestabilizante o destituyente por la mera intervención de estos sectores minoritarios constituyó un abuso exegético que impide entender las problemáticas de fondo que se ventilaron en esos días. En este sentido, sopesar bien la envergadura del conflicto, el accionar de sus actores determinantes y sus modalidades de manifestación es un deber del gobierno, de su base política y de los partidos democráticos. La magnificación o devaluación del mismo devino en impertinencia y pudo haber colaborado a ahondar la crisis. Al día siguiente del inicio del reclamo, los diputados nacionales de diferentes partidos políticos instaron a los integrantes de las fuerzas de seguridad a “adecuar sus acciones a pautas de funcionamiento democrático y subordinación a las autoridades legalmente constituidas, en todo de acuerdo con la Constitución Nacional”. Dicho así, estos dirigentes interpretaban que el accionar de los suboficiales díscolos ponía en jaque a la democracia e implicaba alguna modalidad de insubordinación. En concreto, para el grueso de la dirigencia política, el conflicto atentaba contra el orden democrático. Lo extraño fue que, al mismo tiempo que se indicaba esto, no se emprendía ninguna acción. No se efectuaron denuncias penales por atentar contra el orden constitucional y la vida democrática. No se reclamó el estado de sitio. Y tampoco se convocó a la movilización de la militancia y la ciudadanía para manifestarse contra el impulso disolvente de los prefecturianos y gendarmes y el accionar destituyente de los poderes fácticos que operaban en la trastienda. Las desestabilizaciones institucionales se aventan con el pueblo en la calle, y más aun si el objetivo es un gobierno que fue apoyado por el 54% de los votantes apenas un año antes. Hacia la noche de ese día, los uniformados siguieron dando cuenta de sus reclamos pacíficamente ante las cadenas televisivas a po- cas cuadras de la Casa Rosada, mientras que los dirigentes políticos descansaban en sus hogares. Entre tanto, algunos legisladores y dirigentes, con un tono menos fatalista, reconocieron, aunque tenuemente, la legitimidad de la demanda policial, pero reclamaron que ésta se canalice “institucionalmente”. El problema es que se trataba de un pedido de cumplimiento imposible: como se señaló, las fuerzas de seguridad federales –así como la Policía Federal y la mayoría de las policías provinciales– no cuentan con canales para articular demandas a sus conducciones y, menos aun, para efectuar reclamos laborales. La ignorancia legislativa y política llegaba al desconocimiento de que los trabajadores policiales en Argentina no poseen derechos ni mecanismos de agremiación y de negociación colectiva, ni cuentan con un defensor –obudsman- del policía. Muchos legisladores, dirigentes y referentes sociales –incluso de organismos de derechos humanos– repudiaron el reclamo con el argumento de que se trata de “instituciones jerárquicas” –así lo dijeron– en las que no están permitidos esos exabruptos descomedidos. Con ello, aun sin saberlo, estaban reivindicando el carácter militarista de las instituciones policiales y la impronta de trabajadores sin derechos de los policías. Es decir, estaban legitimando la perpetuación de las policías como guetos militarizados integrados por trabajadores sin derechos laborales básicos y con la obligación de trabajar 24 horas por día. Y, lo peor de todo, estaban obstruyendo cualquier alternativa de cambio al respecto. Ni fatalistas ni institucionalistas dijeron nada respecto de las condiciones salariales y de trabajo de prefecturianos y gendarmes, y tampoco esbozaron lineamientos orientados a convertir a los policías en trabajadores –hoy no lo son– y crear los dispositivos institucionales –agremiación y defensoría– tan necesarios. Otros caminos Lo más notable es que la única policía nacional creada en democracia, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, cuenta con la Defensoría del Policía, a cargo de un abogado sin estado policial designado por el ministro con las funciones de “proponer mecanismos de salvaguarda de los derechos del personal [policial]”, así como “entender en los procedimientos jurídico-administrativos”, “garantizar el debido proceso legal” y “ejercer la defensa” del personal policial. Esto se inscribe en el marco de un sistema de control civil externo asentado en un dispositivo adversarial compuesto por un Auditor de Asuntos Internos –civil– y un Tribunal Policial –compuesto por civiles y un policía–. Este sistema de control y promoción de los derechos policiales, creado por una ley sancionada en 2006 por unanimidad de ambas cámaras, es el único vigente en el sistema policial federal, ya que ni la Gendarmería ni la Prefectura ni la Policía Federal cuentan con estos mecanismos. Pese a que desde el Ministerio de Seguridad se ha apantallado con ahínco el control civil de las policías, la Dirección de Control de la Policía de Seguridad Aeroportuaria fue caprichosamente desguazada en sus facultades y recursos humanos y materiales por la misma gestión ministerial que produjo los desatinos que abrieron las demandas policiales de octubre. Es entendible. El modelo institucional de conducción, administración, operacional y de control de esta novel policía está en las antípodas de las estructuras decimonónicas vigentes en el resto de las fuerzas. El opacamiento de la Policía de Seguridad Aeroportuaria es una condición necesaria para invisibilizar la indisposición del progresismo pacato a emprender el camino de la reforma del sistema policial federal. Y lo han hecho eficazmente. Viejas tendencias En definitiva, la crisis desatada a partir de la protesta de suboficiales de la Prefectura y la Gendarmería ratifica algunas tendencias históricas que signan desde hace mucho tiempo las relaciones político-policiales en Argentina. Pero también tuvo algunos rasgos novedosos. Más allá de algunos intentos de revisión, la tendencia característica de las relaciones político-policiales ha sido el desgobierno político de la seguridad pública y, como derivación de ello, la delegación de la gestión de la seguridad en las cúpulas policiales y el autogobierno de las propias policías. La creación del Ministerio de Seguridad y la designación de Nilda Garré inauguraron un nuevo enfoque tendiente a quebrar aquellas tendencias. El cambio fue notable, pero fue más discursivo que institucional, tal como se apreció durante el conflicto. La apropiación por parte del Ministerio de Seguridad de la formulación de las estrategias y operativos de las policías es un hecho: éstas ya no deciden, como lo hacían antes, qué se hace ni cómo se hace. Es la ministra la autora e intérprete de esa música y, por ende, es también la responsable. No obstante, la reducción del autogobierno policial no es tan evidente. Ocurre que a las policías no se las conduce con la voluntad o la palabra sino creando estructuras, equipos y dispositivos que se adueñen de las labores de dirección superior y administración general que históricamente fueron ejercidas por sus respectivos Estados Mayores. La insuficiencia de los esfuerzos ministeriales –más simbólicos que institucionales– se apreció en los hechos de octubre. Lo novedoso es que la crisis no estuvo determinada por actos de rebelión policial –como los ocurridos en el pasado en ocasión de los levantamientos carapintadas– ni derivó en hechos escandalosos de abusos en el uso de la fuerza, violaciones a los derechos humanos o actos corruptivos. Para el grueso de la política argentina, éstos son los desmadres esperables de las instituciones policiales. Lo nuevo –y, por lo tanto, imprevisible– es que una amplia mayoría de la suboficialidad reclame mejoras laborales mínimas y que eso convierta “de hecho” a prefectos y gendarmes en trabajadores. Esto es lo que descolocó a muchos analistas e hizo que la cuestión fuese abordada como si se tratara de una crisis policial tradicional. La habitual defección de la política ante los asuntos policiales permitió ocultar el protagonismo que ha tenido en la crisis de octubre –y, en particular, oscurecer el hecho de que los policías de base constituyen el estrato laboralmente más precarizado e indigente de la administración pública–. La marca se la llevaron algunos suboficiales con la cola curtida por las patadas recibidas a lo largo de sus carreras. Pero hay una salida. La única forma que tiene la política –gobierno, legisladores y partidos– de redimirse es abordar las condiciones de trabajo de las policías como una cuestión estratégica y perentoria. Uno de los aspectos a analizar es el derecho a la agremiación y a la negociación colectiva. ¿Y la reforma policial? Eso ya sería pedir mucho. g La crisis ratifica algunas tendencias históricas que signan desde hace mucho tiempo las relaciones políticopoliciales en Argentina. 1. Horacio Verbitsky, “Rebeldes con causas”, Página/12, Buenos Aires, 7 -10-12. 2. Las citas de este párrafo corresponden a Verbitsky, op.cit. 3. Marcelo Fabián Sain, “¡Es la política, estúpido! Dilemas políticos del gobierno federal frente a la reforma policial en la Argentina”, Comunes. Revista de Seguridad Ciudadana y Pensamiento Crítico, Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES), Nº 1, Caracas, mayo-octubre de 2012. 4. Horacio Verbitsky, op. cit. 5. Sebastián Etchemendy, El diálogo social y las relaciones laborales en Argentina 2003-2010. Estado, sindicatos y empresarios en perspectiva comparada, OIT, Buenos Aires, 2011, p. 16. *Doctor en Ciencias Sociales, ex viceministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, ex director de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, actual diputado provincial de Nuevo Encuentro. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur