Pensar la religión (el símbolo y lo sagrado) Eugenio Trías Hay una trama indiscernible de pensamientos y sueños, hay una trama agujereada que conecta con otras tramas y se relaciona con texturas de distinta índole y de distintas naturalezas. Objetos extraños, heteróclitos, se encuentran atrapados y separados, producidos y enganchados, poniendo y disponiendo elementos que convergen y divergen. Eso es lo que vería un observador exterior mirando los espacios interiores, si pudiera ubicarse en esa exterioridad que lo haría ajeno, tan ajeno que ya no comportaría características de lo humano. Por ahora esta es una propuesta absurda, como en matemáticas se habla de "llevar algo al absurdo". Que incluyamos un texto que no habla del sueño en este lugar puede parecer inusual, casi extraño o inútil. No lo es si dejamos nuestras clasificaciones empequeñecidas por los límites, y no por ello nos dejamos acompañar por gestos de la ampulosidad monumental, sólo acentuamos y tratamos de acentuar, que es desde la amplitud que se puede elegir ver lo pequeño tanto como la perspectiva del panorama, es así que el tratamiento del símbolo en la temática de la religión hecho por E. Trías es extendible al símbolo en todas sus dimensiones y por ende, al sueño, y puede ser llevada esta consideración -la del símbolo- hacia donde queramos. El hombre es un animal simbólico, y por serlo conviven en él ambas cuestiones, mal y bien conviven y se entrecruzan y enfrentan: dando lugar a un mal animal y a un humano que no nos atrevemos a calificar, que lo haga cada quien con su propia especie. Sergio Rocchietti 1. Razón y superstición Los recientes sucesos que ocupan la primera plana de los medios de comunicación, el derrumbamiento de los regímenes autoritarios del Este, lo mismo que la crisis del golfo Pérsico, o el conflicto yugoslavo, han puesto de manifiesto con meridiana claridad la importancia radical de los sustratos religiosos o religioso-culturales que sostienen las sociedades que se disputan la hegemonía de nuestro mundo. Las llamadas a la cruzada contra un enemigo satanizado se combinan con oportunistas proclamas de reconstrucción espiritual (cristiana) que quieren llenar el vacío, de sentido y de valor, dejado por regímenes políticos desmantelados. Todo lo cual tiene por marco y horizonte una crisis general que afecta a la idea, o al ideal, de razón que Occidente, desde la Ilustración, ha ido forjando y estableciendo. Conviene, pues, tomar el toro por los cuernos y no arredrarse en el proceso de lúcida comprobación de la magnitud de dicha crisis. Esa razón proclamada por nuestros antepasados ilustrados fue ciega en relación a esos sustratos religiosos que ahora surgen con fuerza y vigor inusitados. Jamás se propuso comprender, en toda su riqueza y razón de ser, esos sustratos. Los utilizó como sombra o como chivo expiatorio desde el cual fundarse y constituirse como razón soberana. En la lucha con la religión quiso obtener la razón su propia autojustificación. La religión fue juzgada y fiscalizada mediante un vocablo de oprobio que habían inventado para el caso nuestros ancestros romanos: la palabra superstición. Ese término, superstitio, fue acuñado por ese pueblo de abogados, leguleyos y burócratas como el reverso en negro (condenado y rechazado) de la religio romana, única forma de religión que consideraban legítima. Frente a los exactos y puntillosos ceremoniales oficiales y familiares a través de los cuales se canalizaba la religio, nombraban con el término superstitio las formas orientalizantes y exóticas de religión que, sobre todo en el Bajo Imperio, fueron minando el carácter puramente convencional de la religio oficial, ofreciendo savia vital y sentido a la exigencia popular de imperiosa salvación. Superstitio quería decir, acaso, supervivencia, algo así como un residuo fósil del mundo ancestral anterior a la hegemonía de Roma. Max Weber sugiere que esa palabra quería traducir el término griego éxtasis. Frente a las religiones extáticas (supersticiosas), arcaicas supervivencias del culto a la Magna Diosa (Cibeles, Isis, Isthar, Afrodita celestial), con sus sangrientas ceremonias, como las fiestas del Taurobolium, o los célebres y temibles ritos orgiásticos del tempo de Hierópolis; frente a las impúdicas correrías de los galli, automutilados en trágica identificación con Attis, hijo de la diosa; frente a los cultos esotéricos de mitraicos, gnósticos o cristianos, se alzaba esta «religión racional» de los genuinos romanos de carácter ritualista y leguleyo, un culto oficial del Estado o un ejercicio privado y familiar de piedad con los antepasados. Esa religio sólo pudo obtener un horizonte difuso de vitalidad y sentido en virtud de prótesis filosóficas estoicas y tardoplatónicas. En el esplendor de la autoconciencia europea, satisfecha y feliz de haber alcanzado la edad adulta de la humanidad (Kant), reaparece esa vieja distinción romana. La Ilustración, sobre todo francesa, busca esa «religión de la razón», de carácter vagamente deísta y con inflexiones sentimentales, una religión acorde a la «naturaleza humana», y en general a la naturaleza, radicalmente diferenciada de todas las supercherías « supersticiosas » que las castas sacerdotales y los déspotas desaprensivos han usado para manipular a las turbas ignorantes. En esa tajante demarcación funda su espléndida conciencia la propaganda ilustrada de los llamados philosophes, esos adelantados del periodismo moderno. Las llamadas «filosofías de la sospecha» del siglo romántico y positivista son, a este respecto, más refinadas. Heredan los estilos inquisitoriales voltairianos, pero los sutilizan y sofistican. Su crítica de la religión es indirecta y policial: en vez de anatematizarla en lo que tiene de «superstición», intentan interrogarla y abrirle un expediente judicial en el curso del cual revele al científico o al analista la verdad y el sentido que posee, aun sin saberlo. La clave de esa verdad y de ese sentido se la reserva, desde luego, el investigador: éste la conoce antes de iniciar dicho proceso. Desde diferentes claves hermenéuticas sorprendemos el mismo proceder metódico en las aproximaciones a la religión de Hegel, Marx, Nietzsche, Freud o Durkheim. La religión será entonces entendida como ideología y falsa conciencia, forma opiácea de conducta sustitutiva de un mundo sin corazón, forma vicaria de felicidad, de bonheur, en un marco socioeconómico insatisfactorio e infeliz, cuya clave de sentido y cuya verdad deben buscarse y hallarse en la lucha de clases y en las relaciones de propiedad. Esto es, en síntesis, la religión para Marx, Engels y sus seguidores. 0 bien la religión se concebirá como una revelación de la esencia absoluta en forma y figura representativa, a mitad de camino entre el arte y la filosofía: una revelación que no ha alcanzado todavía la forma ajustada a la Verdad, su forma conceptual. Así la entenderá Hegel y detrás de él sus discípulos ortodoxos. 0 bien se entenderá por religión una proyección abstracta y enajenada de la esencia humana, o del hombre como ser genérico, incluso el paradigma mismo de toda enajenación del hombre en lo abstracto y separado. En cierto modo el trinitarismo cristiano habría revelado ya esa verdad del evangelio humanista, sólo que en forma todavía enajenada. El cristianismo, religión del ser humano, habría adelantado, en forma todavía errada, el descubrimiento antropológico de la ciencia y de la filosofía verdadera: hasta aquí Feuerbach. También podrá entenderse por religión la expresión y el síntoma de una voluntad de poder que decae, la manifestación de una voluntad enferma que quiere contagiar a toda voluntad afirmativa el sentimiento que envenena sus entrañas: un sentimiento que es en verdad resentimiento, avidez de venganza y lucha a muerte contra todo lo vital y sobresaliente. Así surge ese poder sacerdotal capaz de invertir estimaciones y valores, o de concebir lo simplemente malo, nocivo e indeseable (Schlecht) como lo maligno y lo malvado (Böse). La religión será entonces, en sus formas más visibles, ese contravalor creado por las castas sacerdotales. 0 bien será en sus formas más sublimes (Gautama Buddha, Jesús de Nazaret), la expresión quintaesenciada de una voluntad de poder que se precipita hacia el ocaso y que, a modo de último lamento, antes de consumar su absoluta autoanulación, anuncia el evangelio (o disangelio) de la nada. Hasta aquí Nietzsche. 0 bien, por último, se dará a la religión el estatuto de una ilusión vanamente enfrentada a la necesidad y al destino (expresados por el «principio de realidad»). En períodos secularizados en los que predomina el hombre interior esa ilusión se refugia en la privacidad recóndita del sujeto individual, suministrando todo el florido surtido de las neurosis comunes. La ilusión religiosa actúa entonces como motor inconsciente: araña e inmoviliza el cuerpo propio a través de complejos sistemas míticos, tal como sucede en la histeria; reglamenta la más íntima y vergonzante privacidad mediante complejos ceremoniales rituales, como ocurre en la neurosis obsesiva; genera construcciones teológicas o teogónicas que acorralan al sujeto desdoblado en la doble figura rotatoria del perseguidor y del perseguido, como acontece en la paranoia; o eleva a estatuto idolátrico el lado muerto y perdido del sujeto desdoblado, en relación al cual el lado vivo del sujeto guarda duelo y viste de luto, como ocurre en la melancolía. El espíritu absoluto hegeliano, la trinidad del arte, de la religión y de la filosofía, quedan, en este diagnóstico de Freud y sus seguidores, convenientemente desenmascarados. La religión, en su vertiente artística, se manifestaría en la histeria; en su modalidad filosófica y teológica, en la paranoia, y en su aspecto cultural, específicamente religioso, en la obsesividad y en la melancolía. Es innegable la fuerza explicativa de todas estas variantes reseñadas de la filosofía de la sospecha, en las cuales el fenómeno y la experiencia religiosa pasan por el juicio y el veredicto de un determinado concepto de razón (idealista, materialista, genealógico o psicoanalítico). Pero no puede pasarse por alto en esas aproximaciones un proceder harto discutible: en todas ellas la religión es explicada desde fuera de ella misma. Se parte de la premisa, racionalista e ilustrada, de que la religión, por ella misma, es ilusión, ideología, concepto inadecuado, enfermedad, falsa conciencia. Su verdad y su sentido no pueden encontrarse en el horizonte de la experiencia y en el espacio de juego (juego lingüístico o pragmático) en el cual se manifiesta. Se supone que su verdad y su sentido se hallan detrás, siempre detrás, en un sustrato inconsciente o subyacente que el filósofo, el científico o el analista deben desbrozar (y también desenmascarar). La religión, a modo de cobaya de la razón, es conducida hasta el tribunal de la ciencia, de la razón (o de la genealogía de la voluntad de poder), con el fin de ser entonces examinada, interrogada, experimentada y encuestada. Toda la riqueza y variedad de la experiencia religiosa y de los «juegos lingüísticos» que promueve es entonces reconducida, a la zaga de su inconsciente verdad, hacia esa vía de dirección única que de modo autoritario se establece en esos discursos como exclusiva razón. Pero es quizás el momento de decir, en voz alta y con toda claridad y contundencia, que no es lo mismo logos que razón. El logos es el distintivo mismo del sujeto humano, lo que le identifica y capacita como humano. Y ese logos se manifiesta y desparrama en una multitud, compleja y abigarrada, de eso que el Wittgenstein más maduro llamó los «juegos lingüísticos». Cada uno de esos juegos tiene en principio su propia lógica inmanente, su verdad y su sentido. Es más, esos juegos son «lingüísticos» en ese sentido radical (antropológico y ontológico) que permite pensar el lenguaje como el distintivo mismo humano. 2. La religión del espíritu Quizás se trate de preparar el surgimiento de una nueva religión: la verdadera religión del espíritu que ya en el siglo XII profetizó el abad calabrés Joaquín di Fiore y que en el siglo romántico e idealista recordaron Novalis o Schelling. Quizás la única forma de contrarrestar las guerras de religión que estallan por todas partes consista en poner las bases para una fundación de nueva planta. Sólo que un evento de tal naturaleza no surge por decreto voluntario; para que se produzca deben concurrir multitud de factores diferentes. Se trata, quizás, simplemente de allanar el terreno para que, alguna vez, pueda surgir el acontecimiento. Porque es evidente que los retazos de religión que subsisten, en sus diversas formulaciones, no parecen capaces de unificar y aglutinar un mundo cada vez más regionalizado y disperso. Más bien sirven de acicate para agudizar los resquemores mutuos, los recelos y los odios. El mundo que está emergiendo después del final de la guerra fría y de los bloques Oriente/Occidente se caracteriza por un policentrismo evidente en el cual los diferenciales ideológicos han retrocedido en favor de los sustratos culturales. Y éstos arraigan siempre en el terreno firmísimo de los fondos de reserva religiosos. La cultura, entendida en su verdad, consiste siempre en el despliegue sobre una sociedad de un determinado culto. Y el culto es, al decir acertado de Hegel, el centro inalienable del complejo síndrome que constituye lo que suele llamarse religión. Se ha demostrado, sobre todo a través del amargo conflicto yugoslavo, que el verdadero «hecho diferencial» cultural, aquel que puede suscitar el hegeliano «combate a muerte», no es desde luego la lengua (como cierto nacionalismo romántico supuso) sino la religión. Se puede hablar la misma lengua y sentirse hondamente convencido de la pertenencia a diferentes y enfrentadas realidades nacionales. Eso sí, es preciso que exista una importante diferencia: la que sólo la religión proporciona. Inclusive es más importante que la lengua hablada (común) la distinción entre los caracteres de la escritura (cirílicos, latinos). Las diferencias de escritura se han revelado más relevantes que las comunidades en el habla: por una vez puede darse la razón a los «gramatólogos». ¿0 no será, quizás, que lo sagrado hace sobre todo acto de presencia en las escrituras, convirtiéndolas en santas escrituras? Leer en cirílico o en latino: ¡he aquí él «hecho diferencial»! (Entre paréntesis: si los vascos fueran hugonotes y los catalanes chiítas, hace siglos que serían independientes; o bien si unos y otros, aún hablando todos la koiné imperial, aprendiesen a leer caracteres cirílicos o góticos en lugar de los canónicos latinos.) Lo cierto es que este mundo policéntrico exige perspectivas abiertas. No hay privilegio alguno en ninguna de las formas culturales existentes. De cara al futuro la pregunta interesante no será ya: ¿en qué marco cultural, religioso, surgió la forma de sociedad (capitalista) que parece imponerse sin competencia? (Respuesta tópica, vía Max Weber, hoy día bastante cuestionada: en el seno del protestantismo calvinista) sino una pregunta mucho más llena de augurios de cara al futuro: ¿qué marco religioso y cultural es el mejor dispuesto a adaptarse a las formas nuevas del capitalismo tecnológico victorioso? (Respuesta provisional: el sintoísmo y la cultura zen del Japón; acaso, a la larga, la síntesis de confucionismo y taoísmo del eterno Imperio Celeste.) De momento, repito, se trata de ir allanando el terreno para que el pensamiento se acomode a este policentrismo cultural, previo quizás a una reformulación nueva que todavía resulta imprevisible. Cabe, a este respecto, ejercitar diversas estrategias. En un libro que se halla en prensa y que se titula La edad del espíritu, intento llevar a cabo una verdadera arqueología de los principales movimientos de ideas que han generado desde las grandes religiones mundiales hasta los principales sistemas filosóficos. No he pretendido en él la exhaustividad, pero sí en cambio cierto intento de calar hondo en algunos de los principales enclaves de nuestro mundo: el pensamiento y la religión de la India, el mundo de Irán, Israel, Grecia, el incipiente cristianismo, el Islam, el mundo de la Edad Media, el Renacimiento, la Reforma, la Edad de la razón, la Ilustración y el romanticismo. Esta suerte de excavación arqueológica es necesaria, pero desde luego debe ser complementada con prospecciones más ceñidas al mundo presente que vivimos. Quizás, hoy más que nunca, sea urgente recobrar una perspectiva universal, mundial. Hoy más que nunca se hace necesario que el engagement con la realidad particular propia tenga como contrapunto una amplia visión planetaria. En un momento de declive de la pálida idea europeísta, demasiado entregada a las ciegas fuerzas de la economía y de la burocracia, y, de resurgimiento de los Estados-Nación, o de toda la pléyade de naciones sin Estado candidatas a ese estatuto, sólo caben dos posibilidades: inhibirse por entero de este infamante proceso de descomposición y de retorno al peor pasado; o bien abrir la mirada y la mente a perspectivas universales. Quizás se trate de ver más lejos que en la estricta unidad Europa, que a la postre se revela menos firme en sus capacidades de cohesión. Como decíamos Rafael Argullol y yo en nuestra conversación titulada El cansancio de Occidente, quizás no exista Europa sin adjetivo: Europa del Este, Europa latina, Europa nórdica, Europa anglosajona, Centroeuropa; o si se quiere, Europa bizantino-ortodoxa (Bulgaria, Rusia, Grecia, Servia), Europa católica, Europa protestante. No se puede construir un proyecto de verdadera enjundia y ambición tan sólo basado en un terreno tan movedizo y aleatorio como el económico. Europa está pagando ahora su más íntima traición: haberse querido construir sin poner en primerísimo plano la discusión cultural. Hace un año pensaba, con Rafael Argullol, que era un organismo cansado. Hoy empiezo a pensar que está sencillamente en estado terminal. Y lo digo con verdadera amargura, pues mi ser, mi vida y mi destino es, desde luego, europeo. Una Europa en franca decadencia, con la cruz a cuestas (por sus propios pecados) de una guerra civil incrustada en su corazón; una España de nuevo unificada por el lado de lo siniestro, es decir, por la terca obstinación en traer a presencia sus demonios seculares, sus nunca resueltos combates en torno a su propia identidad. Quizás si se abre la mente y la mirada al complejo mundo, con todas sus diferencias marcadas de cultura y civilización, sea posible encontrar el hilo de Ariadna. Pues de hecho ese mundotodo constituye un laberinto en el que cada uno de los tramos y paradas del mismo lo constituye un peculiar enclave cultural que viene formado e informado por una determinada fundación religiosa (cultual) procedente de un glorioso pasado: cristiano-ortodoxo, reformista, islámico, chiíta, hindú, judío, budista. Con lo que vuelvo a la intuición primera de este artículo: es preciso pensar, seriamente, en la posibilidad de que pueda crearse el terreno propicio para el surgimiento de una nueva religión: la religión del espíritu. Pues como conoce muy bien ese gran hombre y gran sabio que es Rafael Sánchez Ferlosio: «Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado». 3. El símbolo y lo sagrado Lo cierto es que la religión comparece en el horizonte y nos reta para que la pensemos de verdad. Ya no basta curarse en salud, al modo voltairiano, tildando a la religión de superstición. Ni siquiera basta con hablar del «opio del pueblo», del «platonismo para el pueblo» o del «porvenir de una ilusión». Poco avanzamos mediante la repetición usque ad nauseam de alguno de estos estribillos ilustrados, hijos de la filosofía de la sospecha. Se trata, pues, de abrirse al fenómeno religioso a través de la reflexión. 0 que la religión sea pensable. Para lo cual es preciso destacar algún fenómeno que nos facilite la tarea. Intentaré, en lo que sigue, tomar como hilo conductor una «palabra-clave» que puede permitirme esa reflexión. Esa palabra es símbolo. ¿Qué debe entenderse por tal? ¿Por qué decido destacar esta palabra como aquella que mejor puede conducirme a una posible reflexión sobre el fenómeno religioso? ¿Qué es, en qué consiste lo que puede llamarse símbolo? Por tal entiendo la revelación sensible y manifiesta de lo sagrado. La religión es, a mí modo de ver, re-ligación relativa a lo sagrado (atendiendo, desde luego, a la radical ambivalencia que esta palabra expresa: sacer/sanctus, lo sagrado y lo santo). Se trata de pensar el símbolo y de determinar las categorías que pueden deducirse de esa reflexión. Con este fin se atenderá al sentido originario y etimológico del término. Más que de símbolo (sustantivo) se hablará de «simbolizar» (forma verbal). Se hará, en efecto, referencia a la acción mediante la cual se «lanzan a la vez» (sym-baleín) dos fragmentos de una moneda o medalla dividida que estipulan, a modo de contraseña, una alianza. Uno de esos fragmentos se puede considerar disponible (el fragmento que se posee). El otro, en cambio, se halla «en otra parte». El acontecimiento sim-bólico constituye un complejo proceso o curso en el marco del cual puede tener lugar el encaje y la coincidencia de ambas partes. Una de ellas, la que se posee, puede considerarse la parte «simbolizante» del símbolo. La otra, de la que no se dispone, constituye esa otra mitad sin la cual la primera carece de horizonte de sentido: es aquella a la que remite la primera para obtener significación y sentido (lo que desde la parte simbolizante constituye lo que ésta simboliza: lo simbolizado en ella). 4. El acontecimiento simbólico El símbolo es una unidad (sym-bálica) que presupone una escisión. En principio se hallan desencajadas en él la forma simbolizante, o aspecto manifiesto y manifestativo del símbolo (dado a visión, a percepción, a audición) y aquello simbolizado en el símbolo que constituye su horizonte de sentido. Se poseen ciertas formas, figuras, presencias, trazos o palabras. Pero no se dispone de las claves que permiten orientar debidamente en relación a lo que significan. Hay, pues, una originaria escisión, o partición, a modo de premisa de todo el drama simbólico. Cierta alianza previa al desencadenamiento del nudo de ese drama ha preparado y dispuesto ese escenario de exilio en el cual se hallan separadas las dos partes que actúan como dramatis personae: la parte simbolizante y la que se halla sustraída. El drama se orienta en dirección al escenario final de reunión, o de unificación, en el cual se «lanzan» ambas partes y se asiste a su deseada conjunción (1). Las categorías simbólicas van dando determinación a este escenario dramático, y al proceso o curso que constituye su argumento. Tales categorías van revelando, o destacando, las condiciones que permiten o hacen posible el acontecimiento final, o el desenlace del drama (2). Esas categorías se hallan escalonadas: la primera prepara la segunda, ésta constituye la condición de la tercera, etcétera. Son diferentes revelaciones en virtud de las cuales van emergiendo a plena luz las condiciones del acontecer simbólico. Tales revelaciones forman una escala que puede figurarse en forma musical, como la escala de los intervalos musicales, en el supuesto de que la primera revelación determina la segunda, ésta la tercera, etcétera. Se destaca, en el curso de ese proceso, la forma o figura simbolizante. Pero ya ésta presupone una condición que interviene como fundamento: la matriz misma de todo el despliegue simbólico. Tal matriz, o materia, dota al símbolo de soporte físico. Debe, ciertamente, ser formada, o transformada, para que entonces comparezca como forma o figura simbólica. Esa materia simbólica se revela como la primera condición o categoría: la que abre el recorrido y movimiento que culmina en el acontecer simbólico. Éste no puede producirse sin presuponerse la dimensión material, que actúa como el más bajo y fundamental intervalo de la escala (para decirlo en términos musicales). Esa dimensión material constituye el basso ostinato que soporta el edificio tonal. Y en este sentido en todo símbolo se destaca este carácter material, o matricial. Sobre esa materia simbólica puede, entonces, establecerse la segunda condición. Para que haya acontecer simbólico ese sustrato materno, matricial, debe haber sido ordenado y delimitado hasta comparecer como un cosmos. Debe haberse «creado» o «formado» un mundo (que conceda a la materia indiferente límites, demarcaciones, determinaciones). Tales demarcaciones del material comparecen como recorte espacial (temenos, templum) o como marca temporal (hora, tempora, tempus: determinación festiva)(3). Templo y fiesta comparecen, pues, como los efectos (en el espacio y en el tiempo) de esa transformación de la materia en cosmos, o en mundo. Con lo cual ya se dispone del escenario que interviene como condición de posibilidad del acontecimiento simbólico, el cual constituye siempre un encuentro. 0 una relación (sym-bálica) entre cierta presencia que sale de la ocultación y cierto testigo que la reconoce (y que determina su forma, o su figura). Esa presencia (de lo sagrado) y ese testigo (humano) componen, entonces, una correlación: una genuina relación presencial que sella, de forma manifiesta, dicho encuentro. En virtud de esa relación presencial la presencia adquiere forma o figura: como teofanía, como figura susceptible de ser representada, o como aura de gloria, o irradiación luminosa. Esa relación presencial constituye, entonces, la condición de posibilidad de una genuina comunicación entre dicha presencia y el testigo (a través de la palabra o de la escritura). Tal comunicación verbal o escrita consuma la manifestación simbólica, o remata el proceso simbolizante del símbolo. Surge, como resultado de esa comunicación, una revelación en forma de palabra (sagrada) o de escritura (santa). Con lo cual queda sellada y cerrada la serie escalonada de las categorías simbolizantes. Esta última categoría (verbal, escrita) constituye la condición (material) de la primera categoría relativa a lo simbolizado. La revelación (oral, escrita) consumada a través de la comunicación exige, ahora, una exégesis: un reenvío, o una remisión, del lado simbolizante manifiesto (literalidad de la palabra o del texto) a las claves (hermenéuticas) que pueden revelar su sentido. Sin previa manifestación o revelación (poética, profética, inspirada), tal remisión es imposible. Pero una vez concluida esa manifestación se impone, entonces, determinar el método (exegético, alegórico) que conduce a dichas claves, las cuales actúan como formas ideales del sentido. Sólo que esas formas, o ideas (platónicas, gnósticas, neoplatónicas) chocan liminarmente con un Obstáculo final en el cual queda refrenado el impulso exegético y alegórico. La remisión o el reenvío conduce de ese despliegue de ideas o de formas hasta el último confín en el cual parece anularse toda indagación del sentido. Y es que el símbolo (a diferencia de la alegoría o del esquematismo conceptual) mantiene siempre un remanente místico que revela su carácter estructuralmente religado a un sustrato secreto, sellado, santo (a lo sagrado, con su peculiar ambivalencia)(4) . Las condiciones ideales del sentido son, pues, las que actúan como condición de ese alzado hacia lo místico. Pero ese encuentro místico, para consumarse como acontecer simbólico debe, entonces, retroceder a un ámbito en el cual se puede producir el enlace entre las dos partes consideradas, la simbolizante y la simbolizada. En este sentido la mística abre la necesidad de un retroceso de ese alzado, negativo y superlativo, hacia lo constitutivamente trascendente, en dirección al espacio fronterizo en el cual el símbolo puede ponerse a prueba, tratando entonces de constituirse como un encaje posible, de naturaleza sim-bálica, entre la parte simbolizante y lo que en ella se simboliza. En ese espacio fronterizo tiene lugar, entonces, la consumación simbólica: las dos partes del símbolo, simbolizante y simbolizada, hallan su conjunción y su lugar de co-incidencia. El símbolo, entonces, se produce al fin como verdadero acontecimiento. El símbolo se realiza como símbolo, o alcanza su teleología inmanente. Asume, pues, todas las condiciones que lo han ido preparando y predisponiendo, promoviéndose como acontecimiento simbólico. 5. Categorías simbólicas Se intenta pensar el símbolo en todas sus dimensiones. Por símbolo se entiende aquí un acontecimiento de carácter verbal en virtud del cual «se lanzan conjuntamente» dos piezas: fragmentos de una medalla o moneda, partida por la mitad. Se trata, pues, de determinar las condiciones que hacen posible ese evento simbólico en virtud del cual ambas partes pueden llegar a coincidir. Una interviene como la parte simbolizante del símbolo (el fragmento disponible). La otra como aquella (sustraída del cerco del aparecer) a la cual remite, para colmar su sentido, esa parte disponible: la parte en la cual puede determinarse el sentido del fragmento disponible, o que proporciona las claves o las llaves hermenéuticas, que dotan a la primera de sentido, permitiéndole así culminar la finalidad que la define, la simbolización. No es, por tanto, símbolo una cosa o un objeto, o no lo es de modo preferente. Más que de tal o cual símbolo, debe hablarse aquí de tal o cual acontecimiento simbólico. En él debe probarse y experimentarse si los dos fragmentos de la moneda o medalla, en principio separados, pueden encajar o desencajar. Si encajan, entonces se realiza el acontecimiento simbólico. Las dimensiones del símbolo son aquellas condiciones que hacen posible que tal evento acontezca, o que las dos partes lleguen a coincidir, suturándose lo que previamente estaba escindido. Tales condiciones intervienen como genuinas categorías simbólicas (entendiendo categoría en riguroso sentido kantiano). Se trata, pues, de determinar las distintas categorías desde las cuales el acto, o acontecimiento, en el cual se unifican las dos partes del símbolo puede efectuarse. Tales categorías pueden establecerse con sólo perseguir el recorrido de ese movimiento que se consuma en la coincidencia entre ambas partes. Son, pues, los distintos escalones o gradas que conducen a esa prueba o experimento decisivo en el cual «se lanzan conjuntamente» la parte simbolizante y la parte simbolizada. Son las etapas mismas, o las escalas, de ese proceso simbólico: distintos hitos de un argumento que concluye o se resuelve en la prueba simbólica final, la que constituye el acto simbólico mismo. Ese carácter escalonado permite formalizar esas categorías en términos musicales, a modo de distintas claves que cubren el espacio simbólico: aquel ámbito que debe ser recorrido para que tenga lugar el acto o acontecer simbólico. Deben atenderse, en primer lugar, las condiciones que hacen posible la parte simbolizante; en segundo lugar, las condiciones de lo que en ésta se simboliza, y en tercer lugar, las relativas al encaje o coincidencia. El análisis de esas condiciones permite desgranar las distintas y escalonadas categorías simbólicas. Aquí las categorías no derivan de una analítica relativa a las formas de enlace de los juicios, como en Kant; ni proceden de un examen, consciente o inconsciente, de las formas genéricas del lenguaje, como en Aristóteles. Lo que permite establecer aquí una tabla categorial es el análisis del proceso en virtud del cual tiene lugar el acontecimiento simbólico (o encaje unificador de las dos partes, simbolizante y simbolizada). Para que pueda constituirse la parte simbolizante se necesitan cuatro condiciones: 1. Que esa parte posea un sustrato material. 2. Que, sin embargo, haya sido ordenado y dispuesto en un ámbito de exposición que debe llamarse cosmos, mundo. 3. Que ese cosmos pueda, entonces, establecerse como el escenario que hace posible un encuentro entre cierta presencia (sagrada) que sale de la ocultación y cierto testigo (humano) que puede atestiguarla. 4. Que ese encuentro, o relación presencial, pueda consumarse a través de la comunicación (de palabra, por escrito). Estas cuatro condiciones determinan la parte simbolizante, disponible y manifiesta. Pero ésta reenvía o remite a la parte simbolizada, la cual no es disponible. En consecuencia: 1. El símbolo manifiesto debe reenviar hacia ciertas claves hermenéuticas que permitan determinar las figuras (ideales) en virtud de las cuales se puede fijar el sentido del símbolo manifiesto. 2. Las claves exegéticas tienen necesariamente que chocar con un límite mayor que anonada toda inquisición de sentido de manera que sólo en forma mística puede consumarse la remisión. Una vez determinadas las condiciones simbolizantes (materia, cosmos, presencia, logos) y las relativas a lo simbolizado (claves del sentido, sustrato místico), entonces se han fijado ya todos los requisitos indispensables para que pueda producirse el acontecimiento simbólico; sólo resta, pues, determinar las condiciones de la ulterior unificación de las dos partes del símbolo. Surge entonces la última y decisiva categoría, la que establece la necesidad de ese restablecimiento de lo distante y separado. He aquí la tabla de las categorías simbólicas: CATEGORíAS SIMBOLIZANTES 1. Materia 2. Cosmos 3. Relación presencial (entre presencia y testigo) 4. Comunicación (verbal, escrita) CATEGORíAS RELATIVAS A LO SIMBOLIZADO EN EL SÍMBOLO 5. Llaves (exegéticas) del sentido 6. Sustrato sagrado y santo (o místico) CATEGORíA UNIFICADORA 7. Conjunción de las dos partes del símbolo NOTAS: (1) Símbolo era, en su origen, una contraseña: una moneda o medalla partida que se entregaba como prenda de amistad o de alianza. El donante quedaba en posesión de una de las partes. El receptor disponía de una mitad, que en el futuro podía aducir como prueba de alianza con sólo hacer encajar su parte con la que poseía el donante. En ese caso se arrojaban las dos partes a la vez, con el fin de ver si encajaban. De ahí la expresión sym-bolon que significa aquello que se ha "lanzado conjuntamente". (2) Del concepto kantiano de "categorías" retengo aquí el sentido de "condición de posibilidad" (en este contexto, condición que hace posible la producción del acontecimiento simbólico). Estas categorías son condiciónes necesarias, de manera que todas ellas constituyen requisitos indispensables para que dicho acontecimiento pueda tener lugar. Esas categorías son, además, revelaciones sucesivas y escalonadas de ese acontecer. Con el fin de hacer inteligible ese carárter se formalizará la escala de la categorías simbólicas según un símil musical. (3) Temenos (templo en griego). Significa demarcación, recorte (raíz tem, con el significado de cortar). Demarcación y recorte, o deslinde, de un espacio sagrado; por ejemplo, la creación de un "claro" en medio del bosque, mediante el talado de árboles o el aprovechamiento de una apertura; se debe remarcar el linde del espacio despejado mediante el talado de árboles que lo circunscriben, ya que los límites de ese lugar sagrado son tabú, o solo pueden transitarse en forma ritual. Templo es, pues, el lugar de lo sagrado, que se deslinda de lo "natural" ( salvaje o boscoso). Introduce un "aligeramiento" de la densidad boscosa en virtud de lo cual comparece un lugar para lo sagrado, o este se da un lugar. El templo es, en síntesis lo sagrado como lugar; en cuanto a la fiesta, es el tiempo de lo sagrado, o lo sagrado como tiempo. Tiempo, tempus, posee la misma raíz que tiempo. Ver Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas; Nissen, Das Templum. (4) Esta ambivalencia queda registrada en las lenguas griega y latina (y castellano): agion (sanctus, santo) y hiéreon (sacer, sagrado). Se trata de dos dimensiones articuladas de un mismo fenómeno (lo santo y sagrado). Lo santo hace referencia a lo más alto y encumbrado: lo que no puede ser tocado no rozado por el testigo (ni tan siquiera "mirado"). Lo sagrado, en cambio, puede ser tocado; puede operarse con ello (en el objeto de culto o sacrificio), con lo que puede destruirse y consumirse; lo sagrado puede hacer referencia a algo execrable que debe ser rechazado. Sagrado puede llegar a significar "execrable, rechazable, siniestro" (así el sacer latino). Véase S. Freud, Tótem y tabú. Sobre la doble forma de presentarse lo sagrado, como un misterio que produce horror (phobos) y/o fascinación, ver Rudolf Otto, Das Heilige. Este autor conceptúa "lo-sagrado-y-lo-santo" como el refernte de una experiencia de radical alteridad, relativa al "Gran Otro" y (Ganz Anderes). Se trata de una alteridad radical que se halla encerrada en el "misterio", o que mantiene algo escondido y encerrado, o clausurado (mystes, lo encerrado en sí).Tal misterio da lugar a la doble experiencia del mysterium fascinans (aspecto encantador y hechicero de lo sagrado) y del mysterium tremendum (aspecto terrible y amenazante de lo sagrado). Ambas dimensiones se hallan íntimamente vinculadas. Texto extraído de "La religión" Seminario de Capri bajo la dirección de G. Vattimo y J. Derrida; Págs. 133/152, ediciones de la Flor, Buenos Aires, Argentina, 1997. Corrección: Cecilia Falco Selección y destacados: S.R. Con-versiones junio 2004