Llego tarde. Me he despistado haciendo recuento de las musarañas

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Llego tarde.
Me he despistado haciendo recuento de las musarañas que
se han ido haciendo fuertes con el paso del tiempo en las grietas del techo de mi habitación, pero estoy muy lejos de ponerme nervioso porque ser puntual siempre me ha parecido una
vulgaridad intolerable. Decido ir dando un paseo con la tranquilidad que se merece un domingo por la mañana y respirar
el aire limpio del otoño. Hace tiempo que aire limpio es lo único que tenemos por aquí, algo con lo que hemos de conformarnos, la única conclusión positiva que podemos extraer de la
debacle. En los buenos tiempos, cuando vivíamos persiguiendo una zanahoria llamada futuro que alguien nos había colocado delante de la nariz, era frecuente que el cielo se cubriera de
nubes marrones que no descargaban lluvia alguna, sino que se
quedaban ahí, vigilantes, hasta que una racha de nordeste las
llevaba a otra parte. No eran resultado de la condensación de
agua de mar, sino mera acumulación de la porquería que salía
de las minas, de los altos hornos, de los tubos de escape de los
camiones que iban y venían por los polígonos industriales, de
las chimeneas de las térmicas, de los puros que se fumaban los
prohombres de la ciudad en los días de vino y rosas del Sporting. Todo eso ya pasó, hace tiempo que han cerrado las minas y las fábricas, se han detenido los motores de los camiones,
se ha terminado el trabajo. Hace años que el Sporting es un
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tema de conversación menor, de ascensor, como ¡qué frío hace!
o ¿qué tal la familia?, hace demasiado que aquí no hay nada, no
pasa nada, no esperamos nada. Eso sí, ahora nos levantamos
un domingo por la mañana, nos asomamos a la ventana y vemos errantes nubes blancas que dejan entrever un cielo cerúleo que antes ni siquiera podíamos soñar, un cielo hermoso, un
cielo infinito, un cielo de puta madre.
Me cruzo en mi parsimonioso caminar con unos doscientos
jubilados que me buscan con la mirada ávidos de entablar conversación. Hacen eso cada día: salen de casa bien prontito después de un frugal desayuno, una copiosa ración de pastillas y
varias micciones para recorrer El Muro buscando potenciales
víctimas para esas historias que han ido cebando durante la noche y necesitan expulsar de su cuerpo antes de la hora de comer.
Atraviesan el paseo de un lado a otro varias veces y, por ello,
aunque ya estamos en noviembre, sus caras siguen morenas por
tantas horas expuestas al sol y al viento. Los evito al igual que
a vendedores ambulantes o sonrientes voluntarios de organizaciones no gubernamentales y me acerco a la barandilla para observar a los surferos que intentan sacar provecho de las ridículas
olas que ha dejado en la bahía la construcción del nuevo dique.
De pronto, un bicho se me posa en el hombro derecho y trato de
desembarazarme de él con movimientos compulsivos hasta que
descubro que es una mano.
Pertenece a María, la cantante de un grupito pop cuyo nombre no recuerdo porque lo han cambiado siete veces, cinco más
que discos tienen en el mercado.
—Ey, tío —me dice.
—Hola, María.
Lleva puesto un anorak debajo de un jersey de rayas y éste, a
su vez, debajo de una desgastada camiseta gris de Rage Against
the Machine, tan desgastada que en su origen era negra. O se
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ha drogado o se ha vestido con mucha prisa. No puedo quedarme con la duda.
—¿Por qué vas vestida así?
—¿Cómo?
—Al revés.
—Qué pregunta tan superficial, tío.
—Ya, pero, ¿tiene respuesta?
—Claro: ¿y por qué no?
Me lo temía.
—Vale, si no quieres responderme, no lo hagas.
—Ya te he respondido.
—Tú ganas, María —le digo para zanjar el tema—. Nos vemos.
Intento reanudar mi marcha pero María, que es bajita pero
fortachona, hace un leve movimiento lateral y me bloquea el
paso encerrándome contra la balaustrada donde una gaviota,
después de quejarse por nuestra intromisión, levanta el vuelo.
—¿Vas a tocar en el FICX?
—¿Dónde, ho?
—En el Festival de Cine.
—¿Yo? No… ¿por?
—Este año van a tocar grupos de aquí. No hay pasta.
—Yo no soy un grupo de aquí.
—¿Ah, no? —Levanta las cejas en bella coreografía—. ¿Y
qué eres?
—Soy una reliquia, una antigualla, un dinosaurio. Tocaré
cuando den conciertos en el Muja.
María se ríe y al hacerlo veo todos los empastes metálicos de
sus muelas inferiores. Me viene a la mente un parking completo.
—Bueno, tío, me alegro de verte.
—Adiós, María.
Se hace a un lado para dejarme pasar y sigo mi deambular. Al
llegar a la escalera once de la playa, cruzo la calle y entro en el
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hotel Príncipe de Asturias. Me acerco con decisión al mostrador
de recepción, me aclaro la garganta y pregunto por Patxi Urrulutiaioetxa a unas gafas enormes detrás de las cuales hay una
chica bajita y sonriente.
—¿Me lo puede deletrear?
—Déjeme algo para apuntar, mejor.
Anoto el mismo nombre y un apellido similar y se lo doy. Lo
mira unos segundos a través de los cristales de sus desmesuradas gafas y lo busca en el ordenador.
—No aparece.
—Tiene que estar.
—No está en el ordenador.
Si alguien no está en el ordenador, no existe y no hay más
que hablar, es así desde hace años. Ambos lo sabemos, pero no
voy a dejarme amedrentar.
—Le digo que tiene que estar. Llegó ayer por la tarde. Me
llamó desde la habitación.
—¿Sabe el número?
—No, creí que usted me lo diría.
La chica mira el papel como si fuera un jeroglífico, se quita las gafas, entrecierra los ojos, frunce el ceño y me pide, todavía sonriente (y ese mérito he de reconocérselo), disculpas antes
de desaparecer por la puerta que tiene tras ella y en la que reza
PERSONAL. Una vez solo, arramplo con un puñado de caramelos del mostrador, los meto en el bolsillo, me doy la vuelta, salgo
y cruzo de nuevo de acera para volver a disfrutar del sol lejano y
tímido del otoño, esa luz blanca que rebota en los cristales de los
edificios del paseo, considerados «de indudable personalidad» en
las guías turísticas, una seña de identidad por los lugareños y, en
opinión del resto del mundo, un auténtico horror.
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Treinta minutos más tarde, empachado de tantas muestras de
felicidad dominical —parejas caminando por la arena cogidas de
la mano, viejecitas paseando perros con jersey, patinadores mostrando su amplio abanico de saltos acrobáticos, jóvenes borrachos
durmiendo en los bancos con una última copa, caliente y mediada,
entre las manos—, dejo atrás la bahía y llego hasta la calle de Ali
donde me encuentro con un bisonte tumbado en el prado. Al sentir mi presencia, levanta la cabeza con desgana, me mira y vuelve
a hundirla entre las manos. Me froto los ojos y cuando termino de
hacerlo veo, a su lado, un elefante barritando con desidia y un par
de monos despiojándose mutuamente. Cojo el teléfono móvil para
avisar a las autoridades del peligro que puede suponer para nuestra tranquila y gris ciudad de provincias la llegada de las bestias
cuando veo la carpa del Circo Falciani. Decido entonces guardar
de nuevo el móvil en el bolsillo y, como no soy ningún aventurero,
cruzo la calle y acelero el paso hasta el chalé de Ali, situado ya muy
cerca, en una colonia de adosados de espaldas al Cantábrico con
una chimenea para los regalos navideños, un desván para amontonar el pasado y un terrenito para zascandilear.
Ali abre la puerta. Nos besamos y abrazamos. Está radiante
con un largo vestido amarillo y el colorete en las mejillas que mitiga su palidez otoñal. Lleva en la cabeza ese pañuelo violeta que se
pone siempre para cocinar, más como amuleto que otra cosa.
—Ya están todos —dice sonriente.
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Pienso que podría haber dicho eres el último o has tardado o
nos has hecho esperar, pero Ali no es así, Ali siempre ve el mundo
por el lado bueno, aunque ambos sabemos que, por mucho que lo
busquemos, jamás lo llegaremos a encontrar.
De pronto, un ciclón se abalanza sobre mí. Es Carlitos, que
acaba de cumplir siete años y concentra en su menudo cuerpo
tanta energía como el resto de la ciudad. Le doy el puñado de
caramelos que he cogido prestados y desaparece a toda velocidad por el pasillo.
—Dentro de poco necesitarás una correa —le digo a Ali.
—Ya te digo.
—Y más, siendo una cuarentona.
Lanzo una carcajada y Ali me aprieta el cuello con las manos como si realmente quisiera estrangularme. Por un instante,
pienso que me dejaría hacer.
Mi hermana pequeña, esa cosita rubia que se empeñaba en
que jugara con ella a las muñecas, al cascayu, a la goma, a adivinar el color de los coches que pasaban por nuestra calle, esa
sombra luminosa que tuve durante tanto tiempo pegada a mis
pies, cumple hoy cuarenta años.
¿Pero qué broma es ésta?
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Ali insiste todos los años en que no llevemos nada y yo obedezco: es su fiesta y las cosas deben hacerse a su manera. Eso sí,
soy el único. En cuanto entro en la cocina, mamá me ofrece una
de sus célebres croquetas. Nunca sale de casa sin ellas y, en el
caso de que visite a alguno de sus hijos, llena varias tarteras de
su manjar frito y cremoso. Es consciente de que una mujer a su
edad no puede estar en todas partes, pero allá donde ella no llega —nuestras entrañas— llegan sus croquetas.
—¿De qué son? —pregunto.
—De las que te gustan.
Las madres siempre saben lo que sus hijos quieren o les apetece o les conviene y no hay manera de hacerlas cambiar de opinión. Tras un leve instante de duda, ella misma me la mete en
la boca.
Es de cabrales.
—Un poco fuerte —digo.
—Como tiene que ser.
No discuto.
De pronto, un brazo fornido y peludo me rodea el cuello. Reconozco bajo mi barbilla el reloj de Javi, uno de esos pesados relojes que no está muy claro si es de muñeca o de pared.
—Qué tal, cuñado.
Me da una afectuosa palmada en la espalda y siento que sus
dedos quedarán allí grabados unos días.
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—Bien, todo bien… ¿y tú? Te veo cambiado.
Se le escapa una risa pícara.
—Lo notaste… —dice.
—¿Te has quitado las gafas?
—¿Qué?
—Es cierto, no me había dado cuenta —añade Ali.
—Nunca he llevado gafas.
—¿Ah, no? —pregunto.
—No.
—¿Estás seguro? —insiste Ali.
—¡Hostia! ¡Como para no estarlo! ¡Venga, joder, no me digas
que no lo notas!
Me alejo un metro para verlo mejor, de cuerpo entero.
—Joder… tienes más pelo, ¿no?
Javi asiente exageradamente con la cabeza agitando su renacida cabellera.
—Va a Corpo —responde Lola, que aparece por detrás de su
marido y me da dos besos. No puedo verme, pero intuyo la huella de carmín que mi hermana mayor ha dejado en mi mejilla.
—¿Corpo?
—Corporación Dermoestética —aclara Javi—. Empecé el
tratamiento hace seis meses y mira, estoy que me salgo.
Se mesa los cabellos y hago un sonido con la boca cerrada
porque no encuentro palabras.
—Me han quitado diez años —añade.
Corporación Dermoestética, Corpo, tiene su sede en el edificio del antiguo Teatro Arango, en pleno centro de Gijón, donde tantas obras y películas vi de niño, cuando los teatros y los
cines formaban parte del paisaje de las ciudades, antes de ser
sustituidos por supermercados, centros comerciales o clínicas de
sastrería corporal. No deja de ser un síntoma más de nuestra decadencia, pero seguimos sin hacer nada por evitarlo.
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De pronto, una idea destella en mi mente.
—¿Por qué no montas un cine, Javi, tú que tienes pasta?
—No digas gilipolleces —me responde mi cuñado mientras
trata de hacerse una coleta con una goma que llevaba en la muñeca.
—¿Por qué es una gilipollez, si se puede saber?
—Porque ya nadie va al cine.
—No van porque no hay.
—No, no te equivoques, no hay porque no van. El mercado
no es tonto.
—Pues para no ser tonto bien que se hundió y que nos arrastró a todos con él.
Javi consigue por fin hacerse una ridícula coleta de ligón de
playa y, colocado ya frente a la tartera de croquetas contra las
que ha iniciado una batalla cuerpo a cuerpo de la que saldrá derrotado, se detiene, respira hondo, levanta la vista y pasa la lengua por las encías barriendo los restos de bechamel antes de
contestar.
—No me jodas, cuñado, no me jodas. ¡Qué sabrás tú!
Se da la vuelta y lo veo atravesar el pasillo y salir al jardín.
—No empecéis —dice Lola, y retira el lazo de una caja enorme envuelta en papel dorado que acaba de colocar sobre la encimera.
—¿Qué es eso? —pregunta Ali.
—Un detalle.
—Joder con el detalle —apunto.
Como todos los años, Javi y Lola han ido cargados de carísimas botellas de champán, merengosos pasteles y refulgentes regalos. No es que quieran alardear de lo bien que les va en
la vida, de todo el dinero que Javi ha ido amasando en su fábrica de ventanas, sino que viven tan ajenos al resto del mundo que
cada vez que tratan de formar parte de él se sienten más segu-
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ros si van acompañados de grandes objetos envueltos en papeles brillantes.
—Dije que no trajerais nada —insiste Ali mientras aparta
a mamá del fregadero donde ya estaba tratando de ayudar limpiando los azulejos.
—Yo te hice caso —digo.
—Tú siempre me haces caso.
Y esa frase de Ali, esas cinco palabras, me hacen ser, por un
instante que pronto olvidaré, feliz.
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