El arte de ser feliz Alain Se debería enseñar a los niños el arte de ser feliz. No el arte de ser feliz cuando la desgracia se desploma sobre nosotros; dejo eso para los estoicos; sino el arte de ser feliz cuando las circunstancias son tolerables y toda la amargura de la vida se reduce a pequeños contratiempos y malestares. La primera regla consistiría en no hablar nunca a otros de las propias desgracias, presentes o pasadas. Debería considerarse una descortesía el describir a los demás un dolor de cabeza, una náusea, una acidez de estómago o un cólico, aun con palabras cuidadosamente escogidas. Y lo mismo por lo que respecta a las injusticias y a los desengaños. Habría que explicar a los niños y a los jóvenes, y también a los hombres, algo que con demasiada frecuencia olvidan: que las lamentaciones propias sólo pueden entristecer a los demás, es decir, a fin de cuentas, desagradarles, aun cuando sean ellos quienes provoquen tales confidencias y parezcan complacerse en consolar. Pues la tristeza es como un veneno; podemos amarla, pero nos hace sentirnos mal y al final siempre acaba imponiéndose el sentimiento más fuerte. Todos tendemos a la vida, no a la muerte, y buscamos a los que viven, esto es, a los que se dicen contentos. ¡Qué cosa tan maravillosa sería la sociedad de los hombres si cada uno aportara su haz de leña para mantener el fuego, en vez de lloriquear sobre las cenizas! No olvidéis que estas reglas fueron las de la sociedad refinada, si bien es cierto que resultaba aburrida al no poderse hablar con libertad. Nuestra burguesía supo devolver a las charlas de sociedad toda la franqueza necesaria, lo cual está muy bien. Pero ésa no es una razón para que cada cual vaya echando sus desgracias al montón; ello no haría sino aumentar la desdicha. Este es un motivo para ampliar la sociedad fuera del círculo de la familia, pues dentro de él, por abandono o exceso de confianza, se suele quejar uno de menudencias en las que ni siquiera se pensaría si se tuviera un mínimo afán de complacer. El placer de intrigar en torno a los poderes proviene sin duda de que en tal caso se olvidan, por necesidad, mil pequeñas desgracias cuyo relato sería enojoso. El intrigante se toma trabajo, como suele decirse, y ese trabajo se transforma en placer, como el del músico o el del pintor; pero en primer lugar el intrigante se libera de todos los pequeños males que no tiene ocasión ni tiempo de referir. El principio es éste: si no hablas de tus penas, me refiero a las pequeñas, pronto las olvidarás. En este arte de ser feliz que me preocupa, introduciría asimismo útiles consejos para sacar provecho del mal tiempo. En el momento en que escribo cae la lluvia; suenan las tejas; se oye el chapoteo de mil canalones; el aire está como lavado y filtrado; las nubes parecen magníficos jirones. Hay que aprender a captar esas bellezas. “Pero, dirá el uno, la lluvia echa a perder las cosechas.” Y el otro: “El barro lo ensucia todo.” Y un tercero: “¡Es tan agradable sentarse sobre la hierba!” De acuerdo; ya lo sabemos. Pero vuestras quejas no remedian nada y yo recibo una lluvia de lamentaciones que me persiguen por toda la casa. Y es precisamente en tiempo lluvioso cuando se requieren rostros alegres. Así pues, a mal tiempo buena cara. * Artículo publicado el 8 de septiembre de 1910, por el filósofo Alain (seudónimo de Émile Chartier)