`Colores nunca vistos sobre una tela`: nuevos erotismos masculinos

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“Colores nunca vistos sobre una tela”:
nuevos erotismos masculinos de la cultura posrevolucionaria
Robert McKee Irwin
University of California, Davis
[PP1] Hoy voy a presentar mi visión de una ruptura cultural que coincidió con la
revolución política y militar mexicana y que se manifestó en las representaciones
del cuerpo masculino como objeto de deseo. Este nuevo erotismo masculino
empieza a ser evidente ya en los últimos años del porfiriato e irónicamente en su
momento posrevolucionario de asumirse ya como fenómeno plenamente
homoerótico, su sensualidad se vuelve oblicua. Este “mundo soslayado” establece
un espacio poco explorado de la cultura mexicana, el que desmiente los
estereotipos que definen la masculinidad y la sexualidad masculina en México
desde ya hace más de un siglo. Nuestro guía en este ejercicio es de esta misma
generación, el poeta Xavier Villaurrutia, uno de los poetas más admirados de su
generación y de la historia literaria mexicana – y también, según Luis Mario
Schneider, uno de los dos iniciadores – junto con José Juan Tablada – de la
crítica moderna de la pintura en México (Schneider 5).
La dinámica de deseo y afecto entre hombres en el siglo XIX mexicano es un tema
casi nunca explorado. En mi libro Mexican Masculinities, cito algunas
representaciones “raras” de los lazos homosociales, las que ni llamaron la
atención en ese entonces por el hecho de que el concepto de la homosexualidad
no existía en el imaginario nacional mexicano. Como no se discutía el deseo
sexual entre hombres, no le preocupaba a nadie el afecto o el tacto físico entre
dos amigos varones.
En Hermana de los ángeles, novela de 1854 de Florencio del Castillo, el afecto
ferviente entre un par de hombres supera la mera amistad: “vivían unidos como
hermanos, con esa amistad que llega a convertirse en un lazo de sangre… se
querían de tal modo, que cuando el primero se casó, el segundo formó la
resolución de hacer lo mismo para que entre sus hijos sobreviviera y continuase
su fraternidad” (32). Parece que lo que realmente desean es perfeccionar su
amistad produciendo juntos a un hijo, imposibilidad biológica que sólo se puede
realizar en la generación de sus hijos, cuando el hijo de uno se casa con la hija del
otro. Sin embargo, comenta el narrador que “el verdadero amor no es ese
sentimiento a que el mundo da ese nombre, porque las almas no tienen sexo”
(44). Lo que sucede es que el amor entre hombres no muere con los padres
enamorados ya que el hijo ya casado entra en una amistad con otro hombre que
pronto viene a vivir con la pareja casada: “eran una joven y dos hombres,
quienes… formaban una sola familia” (21). El narrador no tiene palabras para
explicar esta situación: “¿La causa? – No sabré decírosla porque las leyes de la
simpatía son oscuras y desconocidas” (51).
Estas leyes desconocidas por ende tampoco tienen nombre. Por eso nadie se
asusta en las varias ocasiones en las que se acuestan juntos pares de hombres en
novelas decimonónicas como El Periquillo Sarniento de Lizardi, en que, por
ejemplo, en una escena memorable de juego en un “arrastraderito”, varios
bribones pierden hasta su ropa, “quedándose algunos como sus madres los
parieron sin más que un maxtle, como le llaman, que es un trapo con que cubren
sus vergüenzas, y habiendo pícaro de éstos que se enredaba con una frazada en
compañía de otro, a quien le llamaban su valedor” (186). Otra escena similar
toma lugar en una posada, entre el Periquillo y un policía. Narra el Periquillo,
“Me convidió con su cuarto; yo admití y me fui a dormir con él. Luego que vio
mis pistolas se enamoró de ellas y trató de comprármelas. Con el credo en la
boca, se las vendí en veinticinco pesos” (504).
Abundan ejemplos de escenas “raras” entre hombres en la novela decimonónica.
En mi estudio, cito también las novelas de Payno, Riva Palacios, Altamirano e
Inclán. Aparte de estas representaciones de afecto entre hombres, noto que el
afeminamiento – aunque siempre mal visto – jamás implica la heterodoxia sexual
en estas novelas. Los personajes más afeminados de la literatura decimonónica
son galanes y hasta mujeriegos. Me refiero, por ejemplo, a Chucho el Ninfo de la
novela homónima de José Tomás de Cuéllar, o al petimetre antagonista en unos
episodios de El fistol del diablo de Payno: “El cuarto del petimetre presentaba un
aspecto muy singular: casacas, levitas, pantalones, chalecos, botas, todos los
atavíos con que día por día se engalanaba como un cómico, estaban esparcidos
sobre las sillas colocadas en desorden en medio de la pieza. En el tocador había
multitud de frasquitos de pomadas y aceites olorosos, cepillos chicos y grandes,
cosméticos para teñir el bigote, colorete para la cara, fierros para rizar el cabello;
y un observador curioso habría descubierto dos corsés y algunos pechos postizos”
(406). Esta figura no es travesti sino, igual que Chucho, escandaloso seductor de
mujeres.
[PP2] Dentro de este contexto, en las artes plásticas, se producían obras como El
hijo pródigo de Luis Monroy, obras del estilo que se exhiben rutinariamente en
las exhibiciones de la Semana Cultural Lésbica-Gay en el Museo Universitario del
Chopo por su enfoque en el cuerpo masculino semidesnudo e idealizado, pero
que en el siglo XIX son representativas del arte más convencional de la que se
practicaba en la Academia de San Carlos. Lo que para nosotros es un
homoerotismo no significaba nada sexual en el siglo XIX.
La mexicanidad del siglo XIX se definía por la fraternidad culta. Existía como
modelo una masculinidad noble, honesta, valiente, jamás afeminada, pero
siempre ilustrada. En el porfiriato, la masculinidad entró en una crisis, la que
reflejaba tanto la nueva obsesión con la sexualidad como las ampliadas tensiones
entre las clases sociales de la época, sobre todo en los espacios urbanos.
Estas tensiones se notan en ambos el discurso positivista y la literatura
modernista. En su estudio de 1897, La criminalidad en México: medios para
combatirla, Miguel Macedo observa que “los delitos de sangre, son cometidos
casi en la totalidad de los casos por individuos de la clase baja contra individuos
de la propia clase” (6) y en muchos casos, éstos son crímenes de pasión,
consecuencia inevitable del impulso del hombre gobernado por el “valor salvaje…
de ser muy hombre” (11). El cronista Luis Urbina expresa sentimientos
semejantes al advertir que como consecuencia de esta masculinidad bárbara de
las clases bajas mexicanas, la que parece ser cada vez más prominente en los
espacios urbanos mexicanos y que se contrasta con otra masculinidad culta que
encuentra más típicamente entre hombre europeos, “tendremos muchos
valientes, pero no mucha civilización” (85). Caso representativo de esta
masculinidad criminal es el del asesino Timoteo Andrade, uno de “esos ogros
devoradores de carne cruda, recién salidos de la selva primitiva, insaciables,
furiosos… Tiene la crueldad de su sexo; es un macho bravo” (Urbina 4). El
vocábulo “macho” no tenía en ese entonces una acepción de un modo natural o
normal de masculinidad en el hombre, sino que se refería en su uso general a la
masculinidad animal – y por ende nada civilizada – y se aplicaba a los seres
humanos sólo como metáfora, y siempre de sentido negativo.
Otra característica de esta potente masculinidad del macho salvaje de las clases
bajas fue su sexualidad audaz y su indumentaria casi improvisada, la que no
servía para inhibir su desenfrenada expresión: “su traje se reduce a la camisa y al
calzón de manta, insuficientes como abrigo e insuficientes también para cubrir
decentemente sus carnes, llegando cuando más a tener una frazada que funciona
alternativamente como cobertor de lecho y como abrigo personal, a guisa de capa,
bien para protegerse del frío o para que bajo él se oculten, por cierto de modo
muy deficiente, aventuras amorosas que se desarrollan en plena calle” (Macedo
15). Comenta el español Julio Sesto, “[e]l indio anda en calzoncillos por las
ciudades como anda en el campo, ‘como se anda en casa’, y siquiera eso
calzoncillos fueran limpios y… sin ventanas… al ceñirse en sus ondulaciones
flexibles a las flacideces masculinas, denuncia[n] relieves o muestra[n] por sus
agujeros impudicias de cafrería” (231-32).
El peligro de esta sexualidad masculina se alegorizó en una novelita modernista
de Ciro Ceballos de 1903, Un adulterio. Su protagonista, Rogelio Villamil, había
sufrido como “doncel” de “satyriasis”, versión masculina de la ninfomanía.
Quizás por esta promiscuidad, termina tísico y su médico lo manda a
convalecerse en una casa de campo donde pronto se enamora de su vecina. Ésta,
una exótica viuda virgen, no siente nada en especial por él, pero admite casarse
con Rogelio para darle un pequeño gusto en las últimas semanas antes de su
inminente muerte. No obstante el compromiso de Geraldina con él, Rogelio sufre
constantemente de celos porque sabe bien que no ha enamorado a su querida y
que ésta parece tenerle más afecto a su extraña mascota que a él. La mascota es
un gorila llamado Jack.
Al casarse, Rogelio se siente engañado cuando descubre que Geraldina en
realidad no es virgen, y entonces empieza a espiarla. Un día Rogelio escucha
emanando de la alcoba de su esposa “un rumor de lamentos espasmódicos” (46).
Entra con intención de sorprenderla con su amante y advierte que “[e]n la
alfombra su esposa completamente desnuda se copulaba con horrible rijo con el
cuadrumano” (46). Al terminar con el acto ilícito, Jack, amante celoso, asesina al
intruso. Tanto la preferencia de Geraldina por su amante macho como la victoria
de Jack en la lucha física con su rival animal, simbolizan la superioridad sexual y
física de la masculinidad bárbara.
[PP3] Mientras tanto, la sexualidad del hombre culto empezaba a tacharse no
sólo por no ser atractiva a la mujer que desea, sino también por asociarse con una
nueva identidad sexual, la del maricón. Popularizado por el escándalo público de
los famosos 41 de 1901, este nuevo personaje se acomodó rápidamente en el
imaginario nacional mexicano. Comenta Monsiváis, “Desde entonces y hasta
fechas recientes en la cultura popular el gay es el travesti; y sólo hay una especie
de homosexual: el afeminado” (“Ortodoxia” 199). Los 41 maricones se volvieron
legendarios. Por su representación constante en la prensa, en la novela popular
de Eduardo Castrejón de 1906 y en especial en varios grabados de Posada, se
confirma la hipótesis represiva de Foucault: al rechazarse tan obsesivamente el
homosexual afeminado llegó a ser una identidad mexicana, la que empezaba poco
a poco a asumirse. Publicamos una parte importante de este material,
incluyendo la novela de Castrejón en edición bilingüe, aquí en Estados Unidos.
No obstante lo sucedido, el porfiriato no fue un momento de cambio sino de
confusión en cuanto a lo que se entendía como la sexualidad masculina mexicana.
Se identificaron nuevos vicios, nuevos paradigmas de deseo; surgieron nuevas
posibilidades de vida, nuevas identidades, pero su proceso de definirse fue
gradual. Así que la pintura del porfiriato y la década de la revolución reflejaban
una nueva libertad en cuanto a la expresión del erotismo masculino, la que no se
tachaba necesariamente como homosexual.
Esto se ve en la obra modernista de Julio Ruelas [PP4] (La tristeza del converso
1901), artista que se obsesionaba con el cuerpo musculoso del hombre desnudo
en sus ilustraciones para Revista Moderna, sitio interesante de estudio de esta
masculinidad mexicana en crisis [PP5] (1901). El modernismo literario también
se acercaba a una estética de sexualidad masculina “rara” sin que fuese una
literatura o un arte “gay”. Un ejemplo literario es la obra, en especial la prosa, de
Amado Nervo, autor de El donador de almas, novela sobre el caso de un hombre
con alma de mujer.
También se nota un homoerotismo velado en la obra de Ángel Zárraga [PP6],
quien se fascinaba con el desnudo masculino, algo afeminado, como en el caso de
su representación de San Sebastián, hoy día un icono gay, de 1911 en la pintura
titulada Exvoto (martirio de San Sebastián) – así descrito por Guillermo
Sheridan, pariente suyo: “¡Qué rara imagen era! Sobre el azul femenino de un
cielo vertical se despliegan el hermoso cuerpo del mártir luminoso, flamante
árbol de carne, herido por el venablo de una rama, y el rostro extático de su
muerte serena” (96) –, y también con el cuerpo viril del deportista, aquí [PP7]
representado en un grupo (Tres futbolistas) y cuya expresión de afecto
homosocial todavía no armaba escándalo en 1921.
En el caso de Saturnino Herrán, sus representaciones de indígenas de cuerpos
fornidos idealizados [PP8] son características de, citando al crítico belga Rudi
Bleys, su “franco interés erótico en los hombres jóvenes y adultos” (44), patente
en este Panneau decorativo de 1916 y también en El quetzal de 1917 [PP9]; El
flechador de 1918 [PP10] exhibe, en cambio, una androginia sexualizada y
claramente homoerótica, según Bleys.
Esta confusión sexual que permite una nueva erotización del cuerpo masculino
que no evoca una asociación reflexiva a la homosexualidad se extendió hasta los
años veinte, cuando la nueva cultura nacional posrevolucionaria se definió en
términos patentemente machos y homófobos. Se encuentran tres fenómenos en
la cultura mexicana de la década del veinte que no se conocían antes: 1) el afecto
homosocial se vio ya con aprensión ya que cualquier amistad demasiada íntima
podía señalar un amor homosexual; 2) el afeminamiento ya no se encontraba en
mujeriegos sino que fue la característica más visible de la homosexualidad
masculina; y 3) se establecía la noción de la identidad homosexual y aparecieron
en la esfera pública mexicana los primeros mexicanos que habían asumido esta
identidad. Por consiguiente, se hallaba en la nueva generación de poetas y
artistas de la posrevolución una nueva sensibilidad respecto al cuerpo masculino.
Esta generación produjo una obra moderna, vanguardista y revolucionaria no
necesariamente en cuanto a su aspecto formal, sino por su trato de la sexualidad
masculina.
Al mismo tiempo, la cultura nacional se redefinió en los años veinte en términos
masculinos. Se evidencia en los debates ya notorios sobre la virilidad literaria de
1924 y 1925 a través de los cuales se descubrió la obra literaria que se volvería la
quintaesencia de la novela de la revolución mexicana, Los de abajo de Mariano
Azuela. Esta novela “viril” se contrastaba con la literatura “afeminada” del
porfiriato, la que se desprestigió como extranjerizante. Interesantemente, la
novela de Azuela en algunos momentos parece mostrar la misma fascinación con
el cuerpo masculino del campesino que se ve en las representaciones de los
cuerpos atléticos de los hombres en las obras de Ruelas, Zárraga y Herrán. Este
hombre hercúleo, claramente identificado con la misma clase que fue censurada
tan rabiosamente en el porfiriato por ser salvaje, ahora se exaltaba como el ideal
de la masculinidad nacional. “Macho” entonces dejó de ser insulto y se convirtió
en valor nacional. Lo interesante es que esto sucedió precisamente en los años
veinte, y no antes, aunque generalmente se da por sentado como rasgo eterno de
la mexicanidad (Irwin).
Esta lucha por “virilizar” la cultura nacional con la incorporación del nuevo ideal
machista se dio no sólo en el ambiente literario sino también en el de artes
plásticas – y, como ya es evidente, mi argumento hoy es que la historia de la
expresión visual tiene una trayectoria paralela a la literaria en cuanto a su trato
del homoerotismo masculino. En los 1920 la cultura nacional se definió por el
muralismo, movimiento que rechazó no sólo las imágenes excesivamente
sensuales de Zárraga o francamente perversas de Ruelas, sino también las
pinturas más épicas de Herrán, las que compartían cierta visión monumental y
grandiosa de la cultura nacional con el proyecto de los grandes muralistas de los
1920, pero fueron criticadas por ser “burguesas” (Bleys 59). Según la
interpretación de Rudi Bleys, esta crítica se dirigía a “la expresión, aunque fuese
implícita, de cualquier forma de homoerotismo, el que solía verse desde una
perspectiva socialista como una desviación burguesa, sintomática de la
naturaleza parasítica de esta clase social. El asalto al refinamiento y la
perfección, de igual manera, fue tanto la expresión de la estética ‘vitalista’ y
revolucionaria del muralismo como la del llamamiento al rudimentario arte ‘viril’
de parte de sus partidarios principales” (60, traducción mía).
La poesía de Xavier Villaurrutia, junto con la de Salvador Novo, entonces es
revolucionaria – mucho más que la producción literaria de cualquier otra
tendencia literaria de la primera mitad del siglo XX (la novela de la revolución, el
estridentismo) en cuanto a su audacia – por ser la primera expresión
abiertamente homoerótica en las letras mexicanas, y como tal un reto a la política
cultural de la posrevolución, el que desestabilizaba el pilar quizás más opresivo
de los nuevos valores nacionales: el machismo. Novo y Villaurrutia son las
primeras figuras célebres del ambiente artístico nacional de identidad
homosexual (se puede especular sobre los gustos de los poetas y artistas de
generaciones anteriores, pero aun en el caso de solteros como Zárraga y Ruelas,
poco se puede decir sobre su vida íntima, mucho menos su identidad sexual).
Quiero decir que esta posibilidad que se conoció por el escándalo de los 41 se
volvió realidad en la esfera pública mexicana un par de décadas después cuando
la crisis nacional de la masculinidad se resolvió de cierta forma con la
consolidación de dos estereotipos de la masculinidad: el macho excesivamente
viril y heterosexual por definición, y el maricón siempre afeminado e
inevitablemente homosexual.
La poesía de Villaurrutia de los años veinte coincide poco con la imagen pública
que iba forjando y que iba siendo forjada de él, en cuanto a este aspecto de
heterodoxia sexual. El poema “Noche” retrata a dos amantes: “La media sombra
viste,/ móvil, nuestros cuerpos desnudos/ y ya les da brillos de finas maderas/ o,
avara, los confunde opacos” (Obras 28), pero sólo vinculando esta imagen
pública con el verso se puede leer un erotismo específicamente homosexual en
estos poemas. Cuando la voz poética canta en otro poema titulado “Noche”,
“Estrellita reluciente,/ préstame tu claridá/ para seguirle los pasos/ a mi amor
que ya se va” (Obras 37), no hay ninguna indicación del sexo de este amor.
Sólo para los años treinta con la elaboración de los poemas que componen su
obra maestra, el poemario Nostalgia de la muerte, el erotismo de su poesía
empezó a asumir un tono más claramente homosexual. En “Nocturno de la
estatua” (originalmente publicado en la revista Contemporáneos en 1929), por
ejemplo, poema dedicado al pintor Agustín Lazo, narra una voz impersonal, en
verbos no conjugados (“Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera/ y el grito de la
estatua desdoblando la esquina./ Correr hacia la estatua y encontrar sólo el
grito,/ querer tocar el grito y sólo hallar el eco,…” (Obras 46)), la que implica un
sujeto fantasma. El fantasma persigue esta estatua hasta toparse con un espejo
en el que encuentra a la estatua asesinada. La estatua, reflejo entonces de este yo
fantasma, mantiene su género femenino cuando se acaricia “como a una hermana
imprevista” (Obras 47). La escena nocturna de seres invisibles y caricias
impulsivas es típica de la poesía de Villaurrutia y se repite en poema tras poema,
pero la ambigüedad de género (poeta varón que narra en voz poética sin género,
la que encuentra su reflejo en una imagen femenina) se destaca mucho más aquí
que en otros poemas.
Muchos poemas de Nostalgia de la muerte expresan deseos no realizados de
seres que jamás se descubren. Son sombras, ecos, rumores. Se evocan
fragancias, sudores y fiebres, pero el deseo suele expresarse como una tensión, no
como un acto sexual. Sin embargo, hay excepciones en forma de imágenes
claramente homoeróticas y por la intertextualidad se extrapolan de éstas
significados muy claramente homoeróticos en su obra entera. El caso más
evidente es el poema “Nocturno de los ángeles”, el cual se supone que refleja la
experiencia de Villaurrutia en su viaje a California durante su breve estancia en
los Estados Unidos en 1935-36. Este poema se dedica a Agustín Fink, productor
de películas como María Candelaria y protagonista de una de las escenas más
escandalosas y explícitas de un acto de sexo homosexual en la literatura mexicana
(me refiero a un momento memorable de La estatua de sal de Salvador Novo).
Este poema retrata una nocturna escena callejera de ligue homosexual (“De
pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres,/ caminan, se detienen,
prosiguen./ Cambian miradas, atreven sonrisas,/ forman imprevistas parejas…
(Obras 55-56)) protagonizada por seres mortales que desean a los ángeles que
“[h]an bajado a la tierra/ por invisibles escalas./ Vienen del mar, que es el espejo
del cielo,/ en barcos de humo y sombra,/ a fundirse y confundirse con los
mortales” (Obras 56). Los ángeles aunque emergen de humo y sombra no son
meros fantasmas o ecos como los protagonistas de otros poemas villaurrutianos,
sino seres marcados tanto por su sexo como por su nacionalidad: “Tienen
nombres supuestos, divinamente sencillos./ Se llaman Dick o John, o Marvin o
Louis./ En nada sino la belleza se distinguen de los mortales.” (Obras 56).
Cualquier duda sobre esta escena en la que “[s]i cada uno dijera en un momento
dado,/ en sólo una palabra, lo que piensa,/ las cinco letras del DESEO formarían
una enorme cicatriz luminosa” (Obras 55) se borra cuando la palabra se vincula
con la representación visual.
Lo visual es muy importante para Villaurrutia, quien se interesaba mucho tanto
en la pintura como en el cine. Su manuscrito de cuaderno personal de “Nocturno
de los ángeles” se publicó en 1987 con sus dibujos originales [PP11],
representaciones que recuerdan a los de Jean Cocteau de Le libre blanc [PP12].
Los ángeles parecen ser marineros rubios [PP13], quienes se emborrachan y se
seducen (o se dejan seducir) en este mundo nocturno de Los Ángeles. Parece que
el viaje de Villaurrutia a Estados Unidos fue una especie de aventura sexual. En
una carta a Salvador Novo, describe Nueva York como ciudad “poblada por
ángeles” y narra sobre cómo se aprovecha allí de oportunidades “discretas” de
escapes nocturnos (Cartas 75); en San Francisco, confiesa vivir pasiones
extraordinarias y tentaciones nuevas (Cartas 78); pero expresa una fascinación
particular con Los Ángeles, una ciudad “maravillosa de noche”. Le cuenta a
Novo: “Ni en New York fluye, como aquí, el deseo y la satisfacción del deseo”
(Cartas 75), repitiendo varias palabras (fluir, deseo) clave al poema.
El sexo en este poema es palpable. Las imprevistas parejas “[s]onríen
maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles” donde “[s]e dejan caer
en las camas, se hunden en las almohadas/… [y] cierran los ojos para entregarse
mejor a los goces de su encarnación misteriosa” (Obras 57). Y el concepto de
fusión es fundamental a su noción de deseo y sexo. El deseo que se metaforiza en
“cicatriz luminosa” también se representa en “un ardiente sexo/ en el profundo
cuerpo de la noche,/ o, mejor, como los Gemelos que por primera vez en la vida/
se miraran de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre” (Obras 55), y se
expresa más materialmente cuando aparecen los ángeles, quienes dejan “que
otras manos palpen sus cuerpos febrilmente,/ y que otros cuerpos busquen los
suyos hasta encontrarlos/ como se encuentran al cerrarse los labios de una
misma boca” (Obras 56).
Varias de estas mismas imágenes se repiten en otros poemas del mismo
poemario. Otro caso interesante es el de “North Carolina Blues”, poema dedicado
al poeta estadounidense, también de sexualidad heterodoxa, Langston Hughes.
Este poema también rompe con la mayoría de los de la colección por narrarse en
primera persona. También se ubica no en un espacio nocturno pero no
identificable sino en un lugar muy particular, el sur de Estados Unidos (donde “el
aire nocturno/ es de piel humana” (Obras 65)) y sus protagonistas, aparte del
narrador, asumen un aspecto no sólo humano sino también racial. La escena de
nuevo es de noche, y el erotismo es aparente desde el principio con esta
personificación del aire nocturno, el que se puede acariciar y parece sudar:
“Cuando lo acaricio/ me deja, de pronto,/ en los dedos,/ el sudor de una gota de
agua” (Obras 65).
El objeto de deseo esta vez es claramente un ser humano; se retrata con
metáforas de árbol y de frutas, pero con rasgos, como el sudor, que las
personifican. También se muestra una fascinación con el color de la piel del
negro en este ambiente nocturno: “¿Cómo decir/ que la cara de un negro se
ensombrece?” (Obras 65). El erotismo se hace de nuevo aparente con la
repetición de varias de las imágenes ya vistas en “Nocturno de los ángeles”, por
ejemplo las de “nocturnos hoteles”, “parejas invisibles”, escaleras, corredores que
“fluyen”, puertas que retroceden (en “Nocturno de los ángeles”: hay “puertas que
ceden a la presión más leve” (Obras 56)). El poema concluye repitiendo la
fantasía de la fusión de identidades: “Confundidos cuerpos y labios, yo no me
atrevería a decir en la sombra: Esta boca es la mía” (Obras 66).
La práctica de la llamada “lectura queer” [queer reading] siempre es
problemática por parecer insistir en establecer un vínculo esencial entre poeta y
poema. En realidad la asociación que se realiza es más bien intertextual entre el
texto construido alrededor del nombre del autor y el texto poético. Esta lectura
más foucaultiana que barthiana advierte el tono homoerótico que buscan en el
poema los lectores que conocen la imagen pública de Villaurrutia de poeta
homosexual. Entonces, no sólo se ha celebrado la obra de Villaurrutia como
vanguardista y revolucionaria por su contexto queer, sino que se ha encontrado
este mismo homoerotismo en sus dibujos. Fácilmente se da por sentada la carga
homoerótica de retratos como éste de un remero [PP14] no obstante la
diferencia entre este dibujo y las obras homoeróticas que ya vimos de la
generación anterior (Ruelas, Zárraga, Herrán). Este remero no está desnudo, ni
parece ser especialmente musculoso de cuerpo, pero se pregunta por qué
Villaurrutia retrata a un joven – y nunca a una joven, así, de un contexto
cotidiano – si no se trata de un cuerpo deseado por el dibujante. Según
Schneider, “para retener la presencia pasajera de anónimos amores utilizó el
retrato, aquéllos que pintan la juventud como fruto y compañerismo que esconde
la claridad y que ilumina la noche” (23).
[PP15] Esta metáfora del fruto quizás se inspira en las palabras de Villaurrutia,
quien comenta que su gran amigo Agustín Lazo “es un pintor de niños
comestibles, maduros como duraznos maduros” (Obras 1044; aquí: Los amigos,
1937), así llamando atención en los retratos de Lazo a este mismo homoerotismo
que estoy señalando en los dibujos del poeta. Interesantemente, Villaurrutia
juega con esta conexión entre la obra artística y lo que se entiende como “la vida
real” (la noción de la representación mimética, la biografía, etc.) al apuntar la
siguiente anécdota [PP16], “Frente al Carnicero de Lazo, me decía, convencido,
un amigo: ‘Yo lo he visito, lo he visto en alguna parte…’ Y yo, que sabía que éste
era un cuadro inventado totalmente, no estaba menos convencido de que mi
amigo lo había visto, realmente, en alguna parte: en un sueño, por ejemplo”
(Obras 1045). Aquí Villaurrutia emplea el hecho (la invención de la imagen) para
refutar la interpretación mimética de su amigo; se burla de la idea de la mimesis
al colocar la realidad en el ambiente del sueño, el mismo ambiente homoerótico
de la poesía villaurrutiana. Sin embargo, en el caso de Lazo, sus representaciones
de personajes de la vida cotidiana, como éste, “el carnicerito”, difícilmente
comunican un erotismo comparable con el de la poesía de Villaurrutia ya que sus
símbolos sexuales, como dice Monsiváis, son “muy velados” (“Los colores” 68).
Sin embargo, mi argumento sigue siendo que es imposible no buscar un
homoerotismo en los muchos retratos que elaboraron los pintores mexicanos
homosexuales de esa generación ya que los textos biográficos de los autores,
aunque sean tanto productos de la mitopoesis como sus poemas, nos lo exigen.
Cuando el crítico Villaurrutia observó que la obra del joven pintor homosexual
Abraham Ángel “se desarrolló entre horas plenamente vividas” (Obras 1049), es
difícil no preguntarse si se refiere a su aprendizaje con su amante Manuel
Rodríguez Lozano (Retrato de Manuel Rodríguez Lozano 1922) [PP17], pero
más curiosidad da la representación de figuras nocturnas, espectrales (El cadete
1924) [PP18], quizás comparables con los objetos de deseo, casi siempre – pero
no siempre – ausentes o invisibles en los poemas de Villaurrutia. Especialmente
notable en la obra de Ángel es su uso de color, el que para que Villaurrutia
representa la “sensualidad de adolescente amigo de jugosos frutos” (Obras 1049).
Sus figuras nocturnas, ésta identificada como el autor mismo (Sigue adelante
1924), [PP19] emplean, en palabras de Villaurrutia “[c]olores nunca vistos sobre
una tela” (1049). Pero si estos colores se encuentran “sólo en la sedienta granada
y en la sandía abundante” (1049), o sea, en la naturaleza sensual y si el pintor no
pinta frutas sino amantes, cadetes y atletas, como en su Retrato de Hugo
Tilghman (1924) [PP20], se puede proponer que lo que se representa en estos
retratos de colores raros son más bien sensaciones: hambre, deseo y también la
sensualidad capaz de satisfacer el deseo, de producir el placer. Porque el color
verde no es nuevo, pero el hombre verde sí. Lo nuevo de Ángel es lo que
distingue su obra de la de Zárraga o Herrán. Si su representación sensual del
hombre atleta refleja una admiración, ya no es síntoma de un deseo reprimido u
oculto sino una voluntad abiertamente homosexual. El esbelto flechador de
Herrán a lo mejor es algo afeminado, pero de sexualidad indeterminable; el
hermoso hombre que sigue adelante de Ángel es, en cambio, un homosexual.
Otro pintor homosexual, el mismo mentor y amante de Abraham Ángel, fue
Manuel Rodríguez Lozano, cuyas mejores obras de sus primeras épocas de
creación en los veinte y treinta, son retratos, por ejemplo: Adolescencia (1938)
[PP21]. Aunque retrata tanto a mujeres como a hombres, sus retratos de
hombres exhiben una franqueza sensual que subraya el rol de la homosexualidad
del pintor en su producción artística. Al evaluar su obra en un ensayo crítico de
1940, asevera Villaurrutia que “[a]hora que el pintor se ha propuesto buscar y
encontrar escollos nos hallamos frente a uno de los casos más interesantes de
sensibilidad plástica” (Obras 758).
La idea de “escollo” queda enigmática en esta breve reseña, la que no evalúa
directamente ninguna obra en particular sino más bien el proyecto artístico del
pintor. Como el enigma en la poesía de Villaurrutia se refiere tanto a este deseo
que no puede representarse abiertamente, se puede concluir que aquí señala
también un homoerotismo en Rodríguez Lozano, el que se oculta entre las
representaciones aparentemente eróticas también de mujeres. Por ejemplo en La
diosa de amor (1935) [PP22], se destaca más la figura de la mujer que la del
hombre, pero el cuerpo colosal de aquélla es poca realista en sus proporciones, ni
es convencionalmente atractivo – es hasta un poco grotesco (por ejemplo en sus
piernas y sus brazos), mientras que el del hombre también colosal del fondo,
tiene proporciones no tan exageradas en un macho musculoso, como los que
hemos visto – vestidos y no desnudos – en los retratos de atletas de Zárraga y de
Ángel. Entonces, El pensador (1935) [PP23], como parte de esta serie sólo señal
un proyecto homoerótico cuando se nota que finalmente es la obra de figuras más
bellas de esta época. Comenta Monsiváis: “En su vida amorosa, a Rodríguez
Lozano le fascinan los jóvenes de presencia indígena o mestiza, rasgos fuertes, y
‘primitivos’, con las comillas que despojan a la palabra de su acometividad
racista. En la pintura sucede exactamente lo mismo. Rodríguez prolonga su
deseo mientras pinta, y extiende su ideal plástico mientras se enamora” (“Los
colores” 48).
Hay mucho menos enfoque en el cuerpo masculino implícitamente deseado en la
obra de artistas no homosexuales. Hasta las pintoras de esa generación: Frida
Kahlo, María Izquierdo, o las que inmigraron a México en los años cuarenta:
Leonora Carrington, Remedios Varo, no se atrevieron a tratar el cuerpo
masculino como objeto de deseo erótico – o quizás simplemente no les interesaba
hacerlo. Esta representación de un atleta (Atleta 1930) [PP24] de Rufino
Tamayo no emite el mismo erotismo de las obras de los artistas homosexuales de
su generación – o el de los artistas quizás no de identidad homosexual de
generaciones anteriores cuando ni la idea de una identidad homosexual ni
tampoco la homofobia se habían institucionalizado en la cultura mexicana.
Este recorrido por el erotismo masculino de la posrevolución mexicana
complementa argumentos que he presentado en otros foros (Irwin). Planteé en
Mexican Masculinities, obra que trata la representación literaria y no visual, que
las ideas de la identidad homosexual y las configuraciones del deseo homosexual
representadas por los estereotipos machistas no se reflejan muy fielmente en la
expresión homoerótica de los homosexuales, argumento que repito hoy al tomar
en cuenta también la pintura mexicana. La ideología machista insiste en una idea
muy limitada de la masculinidad y una noción muy pobre de la homosexualidad
masculina, una perspectiva desmentida por la expresión de los artistas y poetas
homosexuales.
Aunque hay aspectos de afeminamiento, por ejemplo, en la imagen pública de
Salvador Novo o hasta en la autorrepresentación de Abraham Ángel, en general el
afeminamiento es más atavío cosmético o performance que elemento esencial de
la identidad del hombre homosexual mexicano. Y aunque la idea del macho, tan
fetichizada por la cultura nacionalista de la posrevolución, reaparece en la
expresión homoerótica de Rodríguez Lozano, cambia su sentido por su falta de
protagonismo; es decir que el marinero, el remero, el negro estadounidense, el
carnicero, el cadete, el atleta, el pensador robusto o el chofer (pensando en la
obra de Novo, la que no he tratado hoy) que se convierte en objeto de deseo,
pierde algo de su poder de macho. Ya no es su ojo el que juzga sino otro y aunque
no se raje al ser deseado, la exhibición de su cuerpo le confiere una nueva
vulnerabilidad. Mientras tanto, el eje de deseo no siempre se define en términos
de masculino-femenino, como si el deseo homosexual fuera una mera imitación
de la ortodoxia heterosexual en la cual existen siempre dos papeles, el del hombre
y el de la mujer (el afeminado), sino que incorpora elementos de diferencia de
raza, de fisonomía, de edad o de clase social, lo cual no quiere decir que se base
precisamente en una diferencia absoluta ya que, por lo menos en el caso de
Villaurrutia, su fin parece ser el aniquilamiento de cualquier diferencia por medio
de una fusión que se realiza en el acto de amor homosexual.
Concluyo con una cita de Xavier Villaurrutia, tomada del catálogo de la
exposición de pintura y escultura organizada por la Galería Iturbide de la Ciudad
de México, la que se estrenó el 30 de junio de 1931: “Únicamente los poetas y
pintores mexicanos han sabido encontrar en sus poemas y cuadros el fruto
precioso de la libertad moral” (citado en Bermúdez, et al 10).
Obras citadas
Bermúdez, Sari, et al. Homenaje nacional: Xavier Villaurrutia: la mirada
contemporánea: arte mexicano en el siglo XX. México: Instituto Nacional
de Bellas Artes, 2003.
Bleys, Rudi C. Images of Ambiente: Homotextuality and Latin American Art
1810-Today. London: Continuum, 2000.
Castillo, Florencio M. del. Hermana de los ángeles. México: Premiá/Secretaría
de Educación Pública, 1982 [1854].
Ceballos, Ciro B. Un adulterio. México: Secretaría de Educación
Pública/Premiá, 1982 [1903].
Fernández de Lizardi, José Joaquín. Vida y hechos de Periquillo Sarniento,
escrita por él para sus hijos. México: Proxema, 1979 [1816].
Irwin, Robert McKee. Mexican Masculinities. Minneapolis: University of
Minnesota Press, 2003.
Macedo, Miguel S. La criminalidad en México: medios de combatirla. México:
Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1897.
Monsiváis, Carlos. “Los colores con voz y voto: arte mexicano 1900-1950.” Siglo
XX: grandes maestros mexicanos. Coord. Jaime Moreno Villarreal.
Monterrey: Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, 2002.
----------. “Ortodoxia y heterodoxia en las alcobas.” Debate Feminista 6, núm. 11
(abril de 1995): 183-210.
Payno, Manuel. El fistol del diablo. México: Porrúa, 1992 [1845].
Schneider, Luis Mario. Xavier Villaurrutia entre líneas: dibujo y pintura.
México: Trabuco y Clavel, 1991.
Shéridan, Guillermo. “Aires de familia: Zárraga y yo”. Letras Libres, febrero de
2007: 95-97.
Urbina, Luis G. Crónicas. México: Universidad Nacional Autónoma de México,
1995 [1950].
Villaurrutia, Xavier. Cartas de Villaurrutia a Novo [1935-36]. México: Instituto
Nacional de Bellas Artes, 1966.
----------. Nocturno de los ángeles. México: Equilibrista, 1987 [1936].
----------. Obras, 2a Ed. México: Fondo de Cultura Económica, 1991.
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