Buscando la Felicidad Cuando uno emprende un camino es bueno tener en claro cuál es nuestro destino. Es que sólo sabiendo a dónde vamos, vamos a saber qué camino elegir. Y la vida es un camino. Por lo tanto es fundamental preguntarse: ¿Cuál es la meta de nuestra vida? ¿Hacia dónde nos dirigimos? La respuesta a esta pregunta es nuestro ideal. Y ¿qué es lo que todos, sin excepción, queremos, aquello máximo a lo que aspiramos? Ser felices. Es que el hombre por naturaleza busca ser feliz. El que ama busca ser feliz, el que se droga busca ser feliz, el ambicioso busca ser feliz, el humilde y el autosuficiente buscan ser felices, el generoso y el materialista también buscan ser felices; en una palabra, todos buscamos la felicidad. Lo que diferencia a un hombre de otro es el ideal por el cual lucha, en otras palabras: su idea de felicidad. El que piensa únicamente en ganar plata cree que así va a ser feliz. Su ideal es ser millonario, tener mucho dinero y de esa manera hacer lo que quiera. Lo mismo sucede con el que vive de joda, es indiferente al estudio, se la pasa cambiando de mina (o está con varias a la vez para aprovechar el tiempo) y se agarra un pedo bárbaro regularmente. Equivocados o no, reflexionando o sin pensarlo mucho, están convencidos de que así son felices. Ese es su ideal de vida y hacen todo lo posible para llevarlo a cabo. Para ver otro ejemplo un poco más lindo, leamos lo que dice Dolina: “Los hombres hacen todo lo que hacen con el único fin de enamorar mujeres”. Por la piba que le gusta, uno hace todo lo que puede. Si realmente le mueve el piso pone su vida en eso. Todo está en función de levantársela. Si salgo a tal lugar, si la llamo, si me llamó y no me avisaron, si me visto de tal manera… hasta si me baño o no. En la actualidad los ideales son bastantes pedorros. Todo es relativo y cambiante. Hoy quiero una cosa, mañana no sé. O no sé lo que quiero pero lo quiero ya. Se da el modelo de joven consumista que compra todo lo que le venden los medios. Toman tal cerveza para no seguir la manada, para ser distintos… como todos los demás. Buscan el placer en lo efímero, lo pasajero. Lo sacrificado les molesta, lo que exige esfuerzo es descartado. Este es el hombre posmoderno. Su vida es como un continuo masturbarse: en el momento le da placer, pero después se siente vacío. Del decir y del actuar cotidiano del hombre de hoy se desprenden conceptos que caracterizan nuestro tiempo: permisividad, relativismo, hedonismo, individualismo y materialismo. Es víctima de las leyes de un mercado que le genera la necesidad de satisfacer sus deseos en forma inmediata lo que, paradójicamente, lo condena a la insatisfacción y al vacío interior. Busca, en cada elección, desafiar los límites y se encuentra presa del aburrimiento y el sinsentido de la vida. Observamos en el hombre actual no solo una pérdida del sentido y del fundamento religioso, sino también una carencia de cuestionamientos. La crisis ética del hombre actual es un indicador evidente de la crisis antropológica, y está íntimamente ligado a una pérdida del sentido de la existencia y en particular de la existencia humana, una falta de cuestionamientos y un repudio al mundo metafísico que se observa en la ausencia de la idea de un Dios con sus valores supremos e ideales. El hombre de hoy es como un árbol sin raíces y sin copa. No tiene raíces porque le falta arraigo a su tierra, a su tradición, a su origen, a su propia naturaleza. Es tan voluble que cualquier brisa lo maneja a su antojo. Se cree libre, pero en realidad es arrastrado sin rumbo y es incapaz de mantenerse firme en sus decisiones. Le falta copa porque se encuentra desconectado de lo superior, es decir, del mundo trascendente. Hay una ausencia de Dios que no es tenida en cuenta; falta la búsqueda metafísica y alarmantemente nadie se preocupa. El esfuerzo y el tiempo que le representa contemplar no aparecen en su agenda diaria. En el aquí y ahora se esfuma lo eterno; lo urgente sepulta lo importante. Entonces, para contrastar con este hombre-masa1, sería bueno ver qué características debe tener un verdadero ideal. Debe ser vital, que valga la pena vivir e inclusive morir por él. Si, aunque no lo creamos, por un ideal uno puede llegar a morir. Es que sólo vale la pena vivir por aquello que vale la pena morir. En la historia, muchísimos hombres murieron por su ideal (Ghandi, Luther King, los mártires). Este ideal debe ser alcanzable, que sea posible de realizar, pero a la vez debe ser modelo de perfección. Parafraseando a Eduardo Galeano podemos decir que el ideal está en el horizonte. Me acerco dos pasos, él se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.¿Para qué sirve el ideal?. Para eso sirve: para caminar. Por lo tanto, tiene que ser un objetivo alto, profundo y que nos lleve a la verdadera felicidad. Ahora analicemos lo que le pasó a un jugador de la selección del ´78. Se llama René Houseman. Un periodista vio que cuando Argentina salió campeón, el loco Houseman estaba sentado en el vestuario casi sin festejar y entonces le preguntó por qué no lo hacía. Este le contestó que su máximo sueño era ganar un mundial y que ahora estaba triste porque ya había alcanzado su meta más alta. Esto nos lleva a diferenciar el ideal de las diferentes metas parciales que nos vamos poniendo en el camino. Con esto les quiero decir que el ser humano fue creado para algo superior, más profundo y por eso debemos actuar de acuerdo a ello. En el mundo el hombre encuentra muchas cosas que lo satisfacen en mayor o menor medida. Por ejemplo el deporte, los amigos, el trabajo, el estudio, la familia; pero ninguno de ellos lo satisfacen plenamente porque está llamado a algo superior, trascendente. Pero hay un inconveniente, si es que podemos llamarlo así. El hombre desearía poder estar en varios lados a la vez, poder volver el tiempo atrás para cambiar ciertas cosas o adelantarlo para que pasen esos momentos interminables; también quisiera tenerlo todo sin esfuerzo, no depender del alimento, la bebida, el aire para respirar, y le encantaría no tener que sufrir ni morirse. Pero la paradoja es la siguiente: El hombre es un ser limitado que se siente ilimitado en sus deseos. De ahí su constante insatisfacción. Por eso todo lo que nombramos anteriormente no nos llena totalmente aunque nos ayude a experimentar chispas de felicidad. Es que somos seres de corazón inquieto. Estamos hechos para soñar cosas grandes. Pero mientras vamos detrás de ese sueño, debemos saborear las pequeñas alegrías. He ahí el camino: seguir buscando la felicidad en cada paso. Y el hombre es capaz de ser feliz porque es libre. No existe la predestinación a la felicidad. Uno sólo es feliz porque elige serlo. Los animales no pueden ser felices, y menos una planta o una piedra. Sólo el hombre decide libremente su felicidad, y por eso mismo también puede equivocarse. Pero el riesgo, cuando uno pone en juego cosas importantes, siempre está. Vivir una vida de película romántica sin poder elegirla no tiene sentido, no nos llena y no nos hace felices. El ideal es una expresión de la libertad del hombre. Podemos glosar a Nietzsche y decir: “Cuando se tiene un para qué se soportan todos los cómo”. Ese para qué es el ideal y es aquello que da sentido a nuestra vida. Uno no quiere sufrir, pero se lo banca si sabe que después viene un bien mayor. Imaginemos esta escena: Si quiero escalar el Aconcagua voy a tener que entrenarme, preparar todo el equipo, ponerme a escalar, pasar frío, hambre, sed, esforzarme mucho, tal vez rasparme con alguna roca, levantarme de alguna caída y volver a empezar; pero llegar hasta arriba justifica todo eso. Y no se imaginan, o sí, ¡qué felicidad es poder llegar a la cima!. Es que la vida sin ideal no merece la pena ser vivida. Como dice la Bersuit: “No hay fracaso más rotundo que haberse venido al mundo pa´ morirse y nada más”. 1 Al que Ortega y Gasset se refirió como “hecho de aprisa”. El logoterapeuta Victor Frankl le preguntaba a sus pacientes: “¿Por qué no se suicida usted?”. En la respuesta a esa pregunta estaba el sentido de su vida. En su libro El hombre en busca de sentido dice: “en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros”. Nosotros no inventamos el sentido de nuestra existencia, sino que lo descubrimos. Pero descubrir no es una espera pasiva. Me arriesgaría a decir, no sin temor a equivocarme, que a la vida hay que descubrirle el sentido pero también ponérselo. Tal vez se juegue aquí la famosa tensión entre esencia y existencia, pero este tema es demasiado largo como para tratarlo en este breve ensayo. Sugeriría la lectura de muchos textos más que interesantes o, en su defecto, profundizar en mi Esbozo de una antropología inexistencial. Pero volvamos al sentido de la vida. En realidad tendríamos que preguntarnos por el sentido de mi vida. Si preguntase a alguien: ¿cuál es el mejor piropo?, podría responderme cuál le gusta más, cuál le parece que es el más ingenioso o el más guarango, pero nunca cuál es el mejor. Eso va a depender de la mina, de la situación o de qué quiera insinuar uno. No tiene sentido preguntarse por el mejor piropo en abstracto, así como tampoco por el sentido de la vida en términos generales. Existen ambos, piropo y sentido de la vida, pero siempre concretizados, contextualizados y encarnados en determinada situación. Aquí también tendríamos que explayarnos en diferenciar la misión de la vocación, tema demasiado profundo para las escasas páginas de este escrito. Del Padre Mamerto Menapace aprendí un secreto: la vida es como un billete. El billete en sí es un papel impreso, no vale nada para nosotros. Recién adquiere valor cuando lo gastamos. Y además cobra el valor de aquello en que lo usamos. Un billete de $100 es un papel con la cara de Roca. Pero si lo usamos para comprar chicles, valdrá 200 chicles. Si compramos revistas “Para Ti”, valdrá equis cantidad de esas revistas, y si compramos alimentos para donar a un comedor de niños carenciados, su valor será otro. Con la vida pasa lo mismo. Adquiere el valor de aquello en que la gastamos. De acuerdo al ideal que tengamos y como lo vivamos, ese será el valor de nuestra vida. No la malgastemos. A veces los jóvenes piensan que están sólo para joder y disfrutar la vida. Ya tendrán que ponerse serios, madurar, sufrir y preocuparse más adelante. No se lo crean. Es en la juventud cuando tienen ese fuego en el corazón, ese empuje que les permite proponerse metas altas, y tienen la fuerza para luchar por ellas. No lo desaprovechen. En cada decisión importante se juegan la vida, su única e irrepetible vida. A los jóvenes les (nos)2 digo: No sean mediocres, no sean chatos, no sean chotos. No sean cómplices de esta moda de la nada. Juéguense por lo que realmente vale la pena. Pongan todo, hace falta mucho huevo. No les prometo que sea fácil, es más, es muy difícil. Pero esto no nos desanima sino que nos plantea un hermoso desafío. Y sabemos que se puede. Para finalizar, y tal vez más como introducción de mi próximo escrito que como conclusión de éste, les dejo un pensamiento. San Agustín, al comienzo de sus Confesiones, le dice a Dios “nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Es lo que Miguel de Unamuno llamaba “apetito de eternidad”. Esa ansia de inmortalidad, esa aspiración a otra vida en presencia del Summum Bonum, es algo que está marcado a fuego en el corazón del hombre. Y concluyo, más por acierto teológico que por interés ortodoxo, con una cita del Catecismo de la Iglesia Católica: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”. 2 Y de aquí en más disculpen las conjugaciones verbales.