EL RAZONABLE TEMOR A LA EUTANASIA En este arenal de cultura de muerte que estamos atravesando, la ley que permita la práctica de la eutanasia está cada vez más cerca. Países cercanos ya la han abierto la puerta y grupos nacionales, paisanos, vecinos y amigos nuestros, están empujando con fuerza para que se abra. Es razonable tener miedo a la eutanasia que viene. El 7 de diciembre de 1965, el Papa Pablo VI firmaba la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. En su nº 27 se podía leer lo siguiente: “Cuanto atenta contra la vida - homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado – (…) todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, denigran la sociedad humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador”. La doctrina sobre la eutanasia la encontramos, con más detenimiento en el Catecismo de la Iglesia Católica, números 2276 – 2279. Sería bueno llegar hasta el mismo texto. Comienza su reflexión hablando de la persona en situación disminuida: “Aquellos cuya vida se encuentra disminuida o debilitada tienen derecho a un respeto especial. Las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible”. Afronta a continuación la naturaleza y la valoración moral de la “eutanasia directa”. “Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable. Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre”. Otra cosa es, y otra valoración moral tiene, la “eutanasia indirecta”. “La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el “encarnizamiento terapéutico”. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia y capacidad o si no por los que tienen los derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente”. Concluye la enseñanza conciliar, para que no haya equívocos, hablando de los cuidados paliativos que benefician al enfermo y son moralmente aceptables. “Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados”. El razonable temor a la eutanasia, sobre todo por parte de nuestros mayores, puede muy bien ser justificado por la observación que nos hizo Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, nº 9, el 28 de junio de 2003:“La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera”. Pero… la fuerza del mal, en este mundo, es menos temible que la debilidad del bien. Florentino Gutiérrez. Sacerdote www.semillacristiana.com Salamanca, 1/VI/13