CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y MUTACIONES DEL PODER:

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CRISIS DE LA DEMOCRACIA Y MUTACIONES DEL PODER:
ESBOZO DE ANÁLISIS DESDE UNA TEORÍA CRÍTICA DEL DISCURSO.
Carlos A. Bustamante
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Resumen
La crisis de la democracia contemporánea es provocada, al menos en parte, por la aparición de
actores cuyo poder se sitúa más allá de los significados que pueden relacionarse adecuadamente
con el término “democracia” –a la manera en que tal relación ha sido propuesta, por ejemplo, por
Michelangelo Bovero. En vista de esto, seguramente convendrá desplazarse desde los términos de
una teoría del discurso entendida como mero análisis semántico a otro tipo de teoría que permita
dar cuenta de las condiciones pragmáticas según las cuales un discurso determinado permite
pensar y decir algunas cosas y otras no. Esa teoría del discurso, en vista de que tendría que ser
capaz de dar cuenta de las nuevas constelaciones del poder, podría obtener algunas ventajas al
inspirarse en el postestructuralismo.
Palabras clave
Discurso, postestructuralismo, democracia, Bovero.
I.- Hacia una teoría crítica del discurso de la democracia.
En primer lugar, ¿qué debe entenderse con la expresión “teoría crítica del discurso”? Una
teoría tal tendría que hacerse cargo, como todas las teorías críticas, de las condiciones en las
cuales el saber acerca de tal o cual tema es producido por los mismos seres humanos que
después harán uso de ese saber como de un instrumento. Se trata de mantener la actitud general
querida ya por la primera Escuela de Frankfurt: no asumir que las formas en las cuales la realidad
se presenta son ajenas a la acción humana; por el contrario, la realidad misma en cuanto objeto de
estudio, así como la manera en que las personas se aproximan a ella para conocerla, deben
tomarse como consecuencias de determinadas condiciones históricas y sociales (Horkheimer,
2000). Bajo esta luz, una discusión acerca del conocimiento se convierte en una discusión acerca
del lugar y el papel de los saberes humanos en los contextos de la producción social y cultural.
Desde luego, una teoría crítica del discurso tendrá por objeto al saber acerca del tipo de
entidad que cabe denominar de aquella manera. Pero entonces, ¿qué debe entenderse por
“discurso”? Una primera respuesta puede resultar muy simple: un discurso es lo que suele decirse,
lo que se discurre normalmente acerca de tal o cual tema. Ésta es una respuesta tan sencilla que
casi no aclara nada. Sin embargo, cuando esta vaga descripción se vincula con las pretensiones
de las teorías críticas puede proponerse una distinción: una teoría del discurso en general será
aquélla que se pregunte por la naturaleza de ciertas emisiones lingüísticas elegidas como objeto de
análisis según un criterio establecido; una teoría crítica de los discursos inquirirá, además, por las
condiciones –sociales, históricas- en que un conjunto específico de emisiones y no otro es
producido y utilizado.
Esta manera de describir la relación entre teorías del discurso y teorías críticas puede
asociarse con un miembro de la familia de estas últimas: se trata del llamado postestructuralismo.
La denominación no está exenta de imprecisiones (Butler, 1995); sin embargo, aquí se le utilizará
por comodidad para aludir al tipo de perspectiva que permite asociar la producción del discurso con
la distribución del poder en alguna constelación histórica y social determinada, un poco a la manera
en que autores como Michel Foucault o Judith Butler lo han hecho (Foucault, 2002; Butler, 2001).
Pero el nombre “postestructuralismo” es útil por otras razones: la distribución del poder es
contemplada con ayuda de elementos provenientes de la lingüística estructuralista y del análisis
estructural de la narración (Barthes, 2004). Son esos elementos los que permiten al
postestructuralismo indagar acerca de la manera en que el poder se recorta contra el fondo de los
significados, las ordenaciones sintácticas y las efectuaciones prácticas del lenguaje propio de una
época y un lugar, pero también de una disciplina específica –al estilo de Foucault- e incluso de un
tema algo más general y difuso –al estilo de Butler. Por ahora habrá de intentarse un análisis crítico
del discurso de la democracia con el objeto de insinuar algunas posibles explicaciones acerca de la
crisis por la que las formas de la democracia moderna parecen atravesar hoy día, pero sobre todo
acerca de por qué esa crisis resulta, en ocasiones, tan difícil de definir.
Desde luego, tendrá que aceptarse que el postestructuralismo implica una suerte de vuelta
de tuerca sobre las pretensiones originales de la teoría crítica. La atención debe dirigirse ahora ya
no sólo a condiciones históricas y sociales generales pero, por así decirlo, “externas” a las
emisiones discursivas. Los postestructuralistas se preguntan también por lo que convendría llamar
“condiciones internas” del discurso. Esto quiere decir que, con ayuda del instrumental heredado del
estructuralismo algo más clásico, ha de indagarse acerca de la manera en que los signos y el uso
que de ellos se hace distribuyen lo que puede pensarse y decirse y lo que no. Así, a la
configuración del poder en una sociedad que intenta pensar acerca de sí misma con ayuda de sus
discursos debe añadirse la configuración del poder –en términos de lo que puede decirse o
pensarse-
al interior mismo de los conjuntos de emisiones permisibles en un discurso
determinado. Los signos y el poder –en este caso, poder como capacidad para decir o pensar algoson tomados como las dos caras de unidades complejas de análisis, llamadas alguna vez
“agenciamientos” por Gilles Deleuze y Félix Guattari (Deleuze y Guattari, 2002).
Pero entonces, ¿cómo es que una teoría crítica de los discursos arrojaría algo de claridad
acerca de la democracia moderna y las dificultades que ésta parece atravesar ante el surgimiento
de actores frente a los cuales no estaría preparada? A continuación se ensayarán los rasgos
generales de un análisis de este tipo.
II.- El discurso de la democracia: de la semántica a la pragmática.
Puede traerse a cuento al menos un caso en el que el análisis del discurso parece tocar a
las puertas de un pensamiento acerca de la democracia. De un tiempo a la fecha, Michelangelo
Bovero ha propuesto una línea de trabajo bastante interesante. Ante el problema general de la
definición del término “democracia”, el pensador italiano echa mano de una “gramática de la
democracia”. Esa gramática consiste en un análisis de los términos –sustantivos, verbos y sobre
todo adjetivos- que pueden asociarse justificadamente con la palabra “democracia” (Bovero 1995a;
1995b; 2002a; 2002b). Por cierto, tendría que decirse que la estrategia de Bovero recuerda un
poco la técnica de las isotopías o “campos semánticos” propuesta por el análisis estructural de los
relatos (Barthes, 2004). ¿Por qué? Un campo semántico es un conjunto de significados que en una
narración aparecen asociados con un personaje, un hecho o un ambiente, de modo tal que
provocan en el lector un cierto efecto relativo a los rasgos del personaje, el hecho o el ambiente en
cuestión. Desde luego, Bovero no habla de narración alguna: su tema es el discurso –lo que se
dice- acerca de la democracia. Pero ocurre un poco como si nuestro autor buscara las isotopías del
sustantivo “democracia”, pues asocia con este término otros sustantivos tales como “libertad” e
“igualdad”, verbos como “elegir” o “decidir” y, muy especialmente, el adjetivo “formal”.
Vale la pena explicar un poco todo esto. De acuerdo con Bovero, el significado de la
palabra “democracia” es “conjunto de reglas para alcanzar decisiones colectivas”. Esta definición
parecerá a algunos, sin duda, un tanto escuálida: puede pensarse, por ejemplo, que la democracia
es más un valor que un mero procedimiento. Pero Bovero se hace cargo de esta cuestión: la
democracia es un método para tomar decisiones, pero debe ejercerse de acuerdo con las
condiciones definidas por los derechos fundamentales –“libertad” para elegir e “igualdad” en el
derecho de elegir- así como los límites propios de un estado constitucional de derecho. Se
entiende entonces que la democracia no debe rebasar las fronteras del derecho –tanto en el nivel
fundamental como en el constitucional. Si tales condiciones se cumplen, la democracia tendría que
ejercerse de manera justa sin que se le convierta –ni tenga por qué convertírsele- en una especie
de sinónimo de “justicia”. Es así como Bovero explica por qué no es necesario hablar de algo como
una “democracia sustancial”: en tanto que se trata de un sustantivo que refiere a un método y no a
un valor, no hay razones para asignarle alguna clase de sustancia característica o propia. La
sustancia de los derechos de los miembros del cuerpo político, más bien, es asunto del estado
constitucional de derecho (Bovero, 2002b).
El análisis de Bovero arroja como resultado que el adjetivo que mejor acomoda a
“democracia” es el de “formal”, pues se trata de un método de decisión colectiva –una mera forma,
pero una de tal tipo que no puede concebirse fuera del ámbito del estado constitucional de derecho
ni sin el requisito de contar con la base de la libertad de elección y la igualdad de los electores ante
la ley. Ahora bien: ¿puede aceptarse entonces que nuestro autor efectúa una especie de análisis
del discurso acerca de la democracia? Después de todo, Bovero atiende al conjunto de significados
que pueden asociarse legítimamente con el término que le interesa definir. Sin embargo, y en vista
de lo que se ha dicho antes, no necesariamente nos encontramos ante una teoría crítica del
discurso de la democracia. Bovero construye algo parecido a una serie de campos semánticos con
los cuales la palabra “democracia” puede relacionarse; pero a diferencia de la teoría de las
isotopías proveniente del análisis estructural de los relatos, ese estudio no se dirige hacia los
efectos que, en la dimensión pragmática de los lenguajes, tales significados producen en los
receptores de aquél discurso. Al verse privada de esta faceta, esta suerte de teoría semántica de la
democracia no alcanza a explicar la manera en que la palabra en cuestión constituye un campo
de distribución del poder –de lo que puede pensarse o decirse cuando de la democracia se habla.
O mejor todavía: Bovero señala los límites del análisis semántico, pero no echa mano de
los instrumentos que permitirían considerar que hay algo que ocurre –por así decirlo- “por fuera” de
los significados que pueden asociarse con su término central. Esos instrumentos tendrían que
tomarse de una teoría del discurso que aceptara que un lenguaje no se constituye sólo en la
dimensión semántica sino también en la de la pragmática (Morris, 1985). La dimensión pragmática
de los lenguajes, como se sabe, abarca las formas en que los usuarios de aquéllos se comportan
respecto a un código establecido. Ahora bien: si a esta consideración se añade la premisa
postestructuralista que indica que tales comportamientos tienen que ver con lo que puede llegar a
pensarse y lo que no de acuerdo con el carácter de un código determinado, tal vez sea imaginable
un tipo de análisis del discurso que no sólo se comprometa con un estudio de los significados
asociados con el término “democracia”, sino también con el de las cosas que no pueden ser
pensadas dentro de los límites que esos mismos significados determinan. En pocas palabras: el
tránsito de la dimensión semántica del análisis -que es la que Bovero utiliza- a la dimensión
pragmática –el uso de los lenguajes, pero también el modo en que los significados constituyen el
campo mismo de los alcances de un discurso- podría ser útil para comprender por qué una
democracia entendida como un conjunto de reglas para alcanzar decisiones en un estado
constitucional de derecho podría entrar en crisis.
III.- Mutaciones en el poder: ¿cómo hablar de una crisis de la democracia?
La perspectiva postestructuralista indica que una cierta constelación del poder, en un
momento histórico y social dado pero también en las condiciones provocadas por la constitución
misma de los discursos, termina por definir los alcances de un discurso cualquiera (Foucault,
2002). Una consecuencia de esta premisa es que los cambios que se efectúan en el nivel de las
constelaciones del poder terminan por convertirse en cambios en lo que puede discurrirse acerca
de tal o cual tema: esta circunstancia puede denominarse, un poco burdamente, como una
“mutación en el poder”. Ahora bien: no es imposible imaginar una situación en la cual cierta
mutación en el poder anteceda a los cambios discursivos correspondientes, de modo que un
discurso en particular se vea rebasado por una constelación distinta a aquélla respecto a la cual se
habría constituido alguna vez. Cuando esta situación se presenta, puede decirse que el tipo de
discurso en cuestión entra en un momento de crisis del cual no resulta sencillo prever las
consecuencias. Se trata, desde luego, de momentos de incertidumbre que se caracterizan,
inevitablemente, por la incapacidad de un discurso para dar cuenta de lo que sucede en sus
alrededores –es decir, en el ámbito de los usuarios del discurso y las condiciones en las que éstos
son capaces de hablar, de pensar y de decidir.
Tal parece que el discurso acerca de la democracia, al menos en versiones semejantes a
la ofrecida por Bovero, enfrenta una crisis de ese tipo. Si Bovero tiene razón, la palabra
“democracia” debe utilizarse en el sentido de “democracia formal en un estado constitucional de
derecho”. Pero tal vez hoy día suceda que el poder se distribuya en modos tales que el significado
de estas palabras no alcance para abarcar a todos los actores que pueden, por así decirlo, “tomar
decisiones” en una sociedad política. Pero esta condición no implica que aquellos actores carezcan
de capacidad de acción: muy al contrario, el problema es que las decisiones que afectan a una
sociedad política pueden tomarse perfectamente desde algún lugar “por fuera” de los límites
semánticos de la democracia.
Piénsese, por ejemplo, en el caso de los medios de comunicación y en especial de
aquéllos que por definición alcanzan las mayores audiencias, las más grandes cantidades de
destinatarios. El mismo Bovero analiza –no sin un aire de desconcierto- el caso del poder de la
televisión italiana en las manos de Berlusconi frente a la democracia formal (Bovero 1995a). Un
consorcio televisivo no necesita participar directamente en las elecciones para orientar las
decisiones colectivas, o al menos para intentar tal cosa. El poder de los medios está en otra parte:
lo que algunos especialistas llaman “corrientes de opinión” puede considerarse un tipo de emisión
discursiva que desde luego rebasa ampliamente los límites del procedimiento según el cual los
ciudadanos libres e iguales en derecho se otorgan un gobierno. En el extremo, la corriente de
opinión no elige –pues ella evidentemente no es un ciudadano- pero habla acerca de lo que debe
ser elegido y de lo que no. Por así decirlo ella presiona sobre los electores, quienes tal vez sólo
dispongan para hacer frente a tal presión de sus propias convicciones acerca de las bondades del
estado constitucional de derecho. Si estas convicciones no son demasiado firmes, claras o siquiera
conscientes, el terrible resultado no es difícil de imaginar: el ámbito de lo que significa un estado
constitucional de derecho es rebasado por la presión mediática que ataca, por decirlo así, con una
corriente de significados que pueden resultar más atractivos e inteligibles que las abstracciones de
una constitución, tal vez sólo conocidas por los especialistas.
O piénsese en el caso de las organizaciones criminales que actúan traspasando las
fronteras de los estados, en sentidos tanto literales como figurados del verbo “traspasar”. En un
sentido literal, sobra decirlo, las fronteras del viejo estado nacional no constituyen un obstáculo
para las mafias dedicadas al tráfico de enervantes, de armas o de personas. Pero en un sentido
figurado, el poder que se distribuye en esa especie de red invisible de la organización criminal
puede dirigirse contra el estado constitucional de derecho, haciendo uso de los significados que el
término “derecho” encierra cuando así lo requiere pero violentándolos el resto del tiempo. Los
escenarios donde un proceso electoral cualquiera y las decisiones de los representantes electos
por los ciudadanos son afectados por este poder “metaestatal” no son, por desgracia,
inverosímiles.
Frente a fenómenos como los aludidos, ¿puede una teoría semántica de la democracia
proporcionarnos los elementos que permitan decir lo que está en crisis si se habla de una “crisis de
la democracia”? No lo parece. Y es que una teoría de esa clase puede escoger entre campos
semánticos más o menos convenientes para definir el término “democracia”, pero no consigue
hacerse cargo de lo que rebasa a esos significados y sin embargo se convierte en un factor
determinante de la toma de decisiones políticas. Sustantivos tales como “libertad” e “igualdad”,
pero sobre todo verbos tales como “elegir” o “decidir” se convierten en significantes vacíos que
buscan su significado en otra parte. Lo harán de acuerdo con las posibilidades de una constelación
del poder diferente a aquélla en la que “libertad” podía entenderse como capacidad de los
ciudadanos para elegir, “igualdad” como igualdad de derechos, etcétera. Sin muchas dificultades,
puede pensarse en la libertad casi irrestricta de los medios de información, de las organizaciones
criminales o de otros actores no previstos en el discurso acerca de la democracia, en la igual –o
hasta mayor- capacidad de acción de aquéllas entidades frente a los órganos tradicionales del
poder del estado constitucional, y así sucesivamente. Por otro lado, el adjetivo “formal” en la
expresión “democracia formal” puede tal vez permanecer en su sitio, como significante asociado
con un significado específico –un método, unas reglas de elección. Pero tal vez ocurra que aun
cuando el sustantivo “democracia” sea calificado correctamente con el término “formal”, esta
corrección semántica prácticamente sea irrelevante: algunos agentes del poder efectivo han
encontrado ya la manera de operar fuera de los márgenes de ese adjetivo.
Más allá de los límites de una perspectiva como la de Bovero, una teoría crítica de los
discursos –comprometida con el estudio de la dimensión pragmática de los lenguajes, y no sólo
con el de la dimensión semántica- se interrogará acerca de la manera en que las constelaciones
del poder se conforman en relación con algún discurso específico. Ese tipo de teoría buscará en
las condiciones externas al discurso, aunque también en las internas, elementos que permitan al
menos señalar que hay algo que queda por fuera de los significados habituales. Las condiciones
externas a un discurso serían, como se ha insinuado ya, los elementos sociales e históricos que
explican la aparición de un cierto tipo de significados y de la manera en que se hace uso de los
mismos; las condiciones internas señalarán los límites de lo que puede ser referido por la
semántica del discurso en cuestión. Desde este punto de vista, tal vez pueda decirse que la
asociación entre el significado de la palabra “democracia” y términos tales como “democracia
formal” y “estado constitucional de derecho” ha surgido en la modernidad, pero claramente dentro
de los límites semánticos que la modernidad misma se ha impuesto. Las mutaciones en el poder
que explican la aparición de agentes no previstos por el método de la democracia formal y por el
estado constitucional de derecho sencillamente provocan un disturbio en el discurso: algo, desde el
exterior de sus límites, presiona sobre el sistema de significados y hasta parece vaciar de
contenido a viejos y respetables significantes tales como “libertad”, “igualdad” y “derecho”.
La constelación del poder que parece fraguarse en nuestros días correspondería, tal vez, al
tipo de caso en el que un discurso específico se ve rebasado por condiciones externas y alterado
en sus condiciones internas. El agenciamiento –utilizando de nueva cuenta el término de Deleuze y
Guattari- entre una constelación histórica y social como la de la modernidad y el discurso moderno
acerca de la democracia parece desintegrarse. Pero alguien podría entonces decir que lo que se
explica de esta manera es más bien una crisis en el discurso acerca de la democracia moderna, y
no exactamente una crisis de la democracia en cuanto tal. Sin embargo, las premisas del
postestructuralismo tendrían que conducirnos a una conclusión inquietante: una crisis en el
discurso acerca de algo necesariamente es una crisis en el objeto mismo, pues –como querría la
primera Escuela de Frankfurt- los objetos de estudio y la manera en que nos aproximamos a ellos
resultan de las condiciones sociales e históricas en persona. Cuando ya no sabemos bien cómo
hablar de la democracia, lo que está en juego es la democracia en cuanto tal y no sólo lo que se
dice acerca de su significado.
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