el misterio del pueblo judío

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GEORGES MINETTE DE TILLESSE
EL MISTERIO DEL PUEBLO JUDÍO
El autor analiza el destino extraordinario del pueblo de Israel. Examina su pecado
valiéndose de la exégesis de textos de S. Pablo y S. Juan y muestra su misterioso
carácter teológico. Sobre esta base termina estudiando las relaciones teológicas y
pastorales entre la Iglesia e Israel.
Le Mystère du Peuple juif, Irenikon, 37(1964) 7-49.
El misterio del pueblo judío arranca de su llamada por Dios, que determina su destino y
el significado de su historia. En la primera parte nos detendremos . en este destino
doloroso y extraordinario para apreciar de qué forma nos condiciona y pertenece
todavía. En la segunda afrontaremos el problema clave: hallar el verdadero significado
religioso del pecado de Israel, que parece abrir un abismo entre el pueblo escogido y la
Iglesia.
Ambas partes son inseparables. No se comprende el pecado de Israel, sino a la luz de su
llamada y su destino, y no es otra cosa que el reverso de su vocación de pueblo de Dios.
Después de este examen aparecerá más clara la unión vital que existe entre Israel y la
Iglesia.
LA EXPERIENCIA RELIGIOSA DE ISRAEL
Israel, pueblo de Dios
Israel tiene plena conciencia de su elección exclusiva como instrumento de salvación
para todo el mundo. Sabe que Dios ha intervenido personalmente en su destino.
Entiende muy claramente que la Biblia es el espejo de la acción de Dios; no una
mitología o una filosofía, como lo son las religiones de los pueblos vecinos.
Comprende también que poseer el germen de salvación de la humanidad no le libra del
desprecio, del sufrimiento y de la pobreza. Porque Dios escogió su. pueblo para mostrar
la fuerza de su gracia y su perdón, no para otorgarle privilegios de gloria y poder.
Seria patriotería equivocada creer que la elección se debe a propias cualidades, porque
"si Yahvé se ha fijado en vosotros y os ha elegido, no es porque seáis el pueblo más
numeroso; porque en realidad sois el más pequeño de todos. Os escogió por amor y para
guardar el juramento prometido a vuestras padres" (Dt 7,7-8).
Los israelitas no olvidan que la elección, además de un favor, es sobre todo un
testimonio de las tremendas exigencias de Dios, de su fidelidad y amor gratuito.
Para entender el sentido de la elección seguiremos su historia hasta Cristo, porque el
plan de Dios es único y la experiencia del pasado es modelo del presente.
GEORGES MINETTE DE TILLESSE
El plan divino
Desde el centro de la llanura de Canaán, Dios promete dar, a Abraham la tierra que
contemplan sus ojos y hacerle padre de un gran pueblo. Sin embargo, Abraham no
poseyó jamás esta tierra.
Siglos después, en la esclavitud egipcia, Yahvé renueva a Moisés la promesa de darle
una tierra que mana leche y miel. Pero sabemos que todos los que recibieron la promesa
murieron en- el desierto; ninguno poseyó la tierra prometida.
Josué, finalmente, conquista Canaán. Pero el carácter efímero de la conquista aparece
claramente en el libro de los Jueces: los israelitas gimen y lloran ante Dios, siempre
expuestos al dominio extranjero.
David y Salomón parecen consolidar definitivamente el reino. El Templo de Jerusalén
consagra simbólicamente que Yahvé reina en medio de su pueblo. Entonces aparece con
claridad que Israel es el reino de Dios y el rey su representante. Pero la defección
cismática de diez de las doce tribus extingue, poco después, esta euforia. Y ya en la
pendiente de la catástrofe, la historia de los reyes no es más que la larga agonía del reino
del Norte, primero, y después, la del reino del Sur.
Si los paganos sé apoderan del Templo y expulsan de la tierra a los judíos, parece que
no queda ya nada de la promesa de Dios. Jeremías, que lo predice, corre el riesgo de ser
lapidado. Y sin . embargo, estos desastres llegan. El pueblo es desterrado a Babilonia.
En aquellos tiempos calamitosos, entre las muchas apostasías, permanece
maravillosamente en Israel un resto de "pobres", confiando, contra toda esperanza, que
Yahvé cumplirá su promesa. Saben que el destierro es un castigo, pero están seguros
que el pecado del hombre no puede hacer fracasar el designio divino de salvación.
Precisamente en el exilio el mesianismo adquiere gran vigor. Esperan al ungido de
Yahvé, de la familia de David, que dará a Israel un reino más vasto, universal.
Esperanza de universalidad que no la origina la ambición de grandeza y poderío
humano, sino que nace de una consideración teológica: Yahvé es rey del universo y, por
tanto, su reino y el de su pueblo debe extenderse al universo entero, desde Jerusalén.
La desilusión más amarga hunde de nuevo esta confianza entrevista para un tiempo
cercano en los años del exilio. Porque, excepto un breve periodo, les amenaza la
opresión extranjera y anhelan fervientemente un libertador que expulse a los romanos y
restablezca el reino prometido.
El mensaje de Jesús
Efectivamente, el primer mensaje que se proclama en tiempo de Cristo es: "arrepentios,
porque el reino de los cielos está cerca" (Mt 3,2). Israel comprende bien su aspecto
penitencial, porque, sabe que algún tiempo antes sus pecados le llevaron al destierro.
Pero lo que les pone en vibrante tensión es que el reino prometido está muy cerca.
Cristo se consagra al anuncio del mismo, pero de modo desconcertante; habla siempre
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del reino, pero no lo instaura. El pueblo se cansa al fin de esperar un reino
frecuentemente anunciado, pero jamás establecido. David habló menos y actuó más.
La amarga decepción del Calvario explica el odio de una multitud que antes le seguía
tenazmente. Ven que los romanos le prenden ridículamente como a otros falsos mesías,
y la rabia se desborda sobre quien consideran un impostor y un blasfemo, porque se
presentó como mesías y su condena prueba la falsedad.
La coronación celeste de Jesús
Pero la resurrección lo cambia todo, confirmando el mensaje de Cristo. El reino será un
hecho. Cristo sigue hablando de él a los apóstoles, sin que abandonen su concepción
terrena del mismo. Sólo después de recibir el Espíritu Santo Pedro anuncia que Cristo
crucificado ha sido entronizado rey en su propio trono divino. El cambio es inaudito. Se
esperaba un rey de Israel entronizado en Jerusalén y aparece un rey en el trono mismo
de Dios. El salmo 110 y la profecía de Daniel (cap. 7) que lo anunciaban, se entendieron
sólo en el sentido de que el rey de Israel ejercería un poder de derecho y origen divinos.
Pero, por la resurrección, aparece claro que el sentido es real y no metafórico: Cristo es
entroniza do rey, no en Jerusalén, sino en el cielo, sobre el trono mismo de Dios. Los
bizantinos lo representarán con la figura del Pantocrátor.
Este reino celestial es el mensaje central y único del NT. Una lectura atenta de Ef 1,1922 nos muestra que la entronización real de Jesús es un acto de poder de salvación
universal, por el que Jesús lo domina todo. La Iglesia es su órgano de actuación en la
tierra y participa del poder de Cristo gracias al Espíritu Santo que le ha sido dado.
Fil 2,9-11 afirma lo mismo, pero de otra forma. Cristo ha sido hecho Señor, Kyrios,
única palabra griega que adecua la idea de Mesías: Para una mente helénica, Kyrios era
un título imperial, que atribuía a Cristo el dominio sobre el universo.
En conclusión, es esencial retener de estos -textos que los cristianos afirman que el
reino de Dios prometido a los patriarcas, acaba de inaugurarse por la entronización
celeste de Cristo.
Estudiemos ahora las consecuencias que esto tendrá para Israel.
La muerte de Israel
La muerte y resurrección de Cristo, elevando de la- tierra al cielo el reino de Dios,
hieren de muerte todo privilegio judío. Jerusalén e Israel pierden su razón de existir
como manifestación terrestre del reino de Dios, porque éste se establece en lo alto, sobre
todo el universo. Por este mismo hecho el reino se hace universal, no ligado a una
ciudad, una capital o un territorio. En adelante será un acción del Espíritu. Habiendo
muerto el Mesías, según la carne, para renacer en el Espíritu, su pueblo deja también de
existir "según la carne" para renacer en el Espíritu. Templo, Ley; Jerusalén, Palestina no
son ya más que imágenes de la nueva economía de salvación. La resurrección de Jesús y
la economía nueva son la realización misteriosa de toda la esperanza judía.
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Israel esperaba el cumplimiento de la promesa como el final glorioso de una larga
marcha en la oscuridad. Pero las tinieblas jamás fueron tan oscuras como ahora.
Numerosos mártires habían dado su vida para ser fieles a la promesa y a la Ley. Pero, he
aquí que, terminados los días de la heroica espera, se les arrebata todo; y la salvación en
que confiaban, es su suprema tentación, porque exige su muerte como pueblo de Dios.
En adelante los paganos, que a menudo les han oprimido por su fe, tienen igual derecho
que ellos al reino. Todos deben hacer penitencia y entrar por la puerta estrecha (Mt
7,13).
La necesidad teológica de la muerte de Israel como pueblo de Dios se verifica
históricamente con la destrucción de Jerusalén el año 70. No es un simple castigo, sino
la prueba de que ha terminado la época terrestre de la economía de salvación. Lo mismo
significa el velo del templo, rasgado, según los sinópticos, nos han transmitido.
También el hecho de la diáspora es un signo teológico del inicio del reino universal de
Cristo. Su salvación se extiende al mundo entero. Esta universalización no se logra más
que al precio de la muerte de Israel como pueblo de Dios. Se diría que Israel debe
compartir el doloroso privilegio del Mesías: dar la vida para que el mundo viva.
A Dios le duele despojar a su pueblo, pero la frustración es esencial a su plan de
salvación. La tierra prometida era más que la donación de un bello país; representaba la
dádiva del reino que no es de aquí abajo: la participación en la propia vida y dicha de
Dios. Participación que exige morir plenamente a este mundo, porque Dios es el
enteramente otro. La muerte y resurrección de Cristo no hacen más que trazar el
camino.
A esta luz los sucesivos fracasos de Israel, el exilio y la caída de Jerusalén, más que
castigos por pecados personales son señal de que el reino de Dios no se ha de establecer
aquí abajo. La resurrección y la muerte de Cristo nos revelan este misterio, y a la vez el
supremo sacrificio que piden al pueblo de Dios. Significado que se hubiera perdido si
Dios les hubiera entregado definitivamente la tierra, quedando inexplicada la negativa a
los patriarcas, que no eran peores que sus hijos.
EL PECADO DE ISRAEL
Aspecto psicológico
Llegamos al centro del problema: ¿Cuál es el pecado de Israel?
La acusación más antigua, nacida al calor de la polémica de los cristianos, entonces en
minoría, frente a la acusación de apostasía por parte de la mayoría judía, es la de
deicidio. Tratándose de ataques personales hemos de calibrar bien las palabras y
conceptos. No se trata de deicidio formal, porque Cristo mismo dice: "Padre, perdónales
porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). No es raro que los judíos ignoren la
divinidad de Cristo, cuando probablemente los apóstoles no la conocieron claramente
hasta después de la resurrección.
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El pecado real no es, pues, el deicidio, sino el de no haber reconocido a Dios en Cristo.
Por esto la Escritura les acusa de ceguera. Jesús llora sobre Jerusalén "porque no ha
conocido el tiempo en que ha sido visitada (por Dios)" (Lc 19,44).
La recusación del Mesías religioso no la provocó simplemente, como se dice a menudo,
la esperanza de un Mesías político, porque Israel había comprendido confusamente que
la muerte y resurrección de Cristo y la consiguient e llamada a los paganos acarrearían
su muerte como nación, porque su verdadero rey moría en Jerusalén y resucitaba para la
gloria. Es precisamente esta muerte lo que Israel rehúsa. No tuvo fe en su Dios para
seguirle más allá de la propia muerte.
Pero el pueblo judío, sin una especial gracia no podía humanamente comprender el plan
desconcertante de Dios. Su significación se revela en Cristo, pero de forma tan
misteriosa, que los mismos apóstoles no la comprenden perfectamente hasta después de
Pentecostés: Porque la muerte y resurrección de Jesús transformaban de tal manera el
objeto de la esperanza de Israel, que más bien parecían ser la anulación pura y simple de
la promesa del reino.
Sólo un corazón de pobre hubiese hecho posible la entrega confiada en Dios, pero Israel
era demasiado consciente de su grandeza. Por ello Dios le humilla permitiendo que
porfíe en mantener sus caducados privilegios y no vea la salvación que le entrega. Israel
defiende su vida; pero contra Dios, como en el torrente de Yabboq (Gén 32,2333).
Desobedece para que también les concierna la palabra del apóstol: "Dios ha incluido
todos los hombres en la desobediencia, para hacer misericordia de todos" (Rom 11,32).
Pecado de Israel, pecado del mundo
La ceguera es el aspecto superficial del pecado de Israel. Es más hondo preguntar si este
pecado es específico de los contemporáneos de Cristo, de todos los judíos, o quizás, de
todos los hombres ante Dios. La acusación de Esteban contra los judíos (Act 7,51-53)
da indicaciones teológicas que nos iluminan. Identifica el pecado de los verdugos de
Cristo con el de los asesinos de los profetas. Y esta resistencia sangrienta se compara al
incumplimiento de la Ley. Siempre que Dios les ha hablado, por la Ley o los Profetas,
los judíos se han rebelado, y Esteban añade, contra el Espíritu Santo.
Si la rebeldía ante Dios es constante, ¿es que estamos ante una tendencia humana
congénita? Pablo está convencido de ello. Sin el don del Espíritu, el hombre es incapaz
de comprender (1 Cor 2,14) y someterse a Dios. La impotencia de la carne para
remontarse no es específica de los judíos, es de cualquier hombre. Todo hombre, el
mundo entero es reconocido culpable ante Dios. (Rom 3,19). No tenemos ninguna
ventaja ante los judíos. Ellos y nosotros hemos sido salvados sólo por la gracia de
Cristo.
Venida de Dios, revelación del pecado
Pero no resolvemos aún el enigma del pecado de Israel: ¿por qué cuando Dios, su Dios,
vino a ellos, no les fue dada la gracia de creer en Él, gracia que en cambio nos ha sido
otorgada a nosotros, los que no éramos "hijos de la promesa", sino "paganos"? Pablo no
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duda en atribuirlo a la libertad suprema de Dios, "que hace misericordia al que le parece
y endurece al que quiere" (Rom 9,18). ¿Deberemos retroceder a los días sombríos del
predestinacionismo?...
Creo que hallaremos la razón de este modo de obrar divino si encontramos el porqué de
esa otra extraña conducta de Dios: el Espíritu es necesario para acoger a Dios y sin
embargo Dios se manifiesta a Israel dos mil años antes del don plenario del Espíritu. La
Escritura atestigua claramente una especie de "fracaso" del plan de Dios: como si lo que
Dios hubiera realizado en primer lugar no fuera sino un "ensayo" de llamada al hombre,
puesto que se había dado cuenta que ésta no era realmente posible si no le otorgaba un
corazón nuevo y un Espíritu nuevo (Je 31,31; Ez 36,22-32).
¿Por qué Dios intima sus mandatos -la Ley, en terminología paulina- antes de que el
hombre pueda cumplirlos? San Pablo declara (Rom 7,7-13) que en esta situación poseer
la Ley no mejora la condición de Israel, ni del hombre; al contrario, pone al desnudo la
discordancia original que existe entre los hombres pecadores y las exigencias del Dios
Santo.
Antes de la Ley, el hombre no se daba cuenta de su pecado, pero una vez promulgada,
ve la justicia de su exigencia y su impotencia para cumplirla. En este sentido san Pablo
la llama "ministerio de la muerte" (2 Cor 3,7), porque carga la maldición sobre los que
no la cumplen (Dt 27,26) y ve que nunca se puede escapar a ella.
Los profetas cumplen idéntica misión: presentar con heroísmo los pecados del pueblo
contra Yahvé. El pueblo les odia, porque quiere defender "su justicia" ante Dios.
El juicio la misericordia
La finalidad de enfrentar al hombre con su pecado es mantenerle constantemente bajo la
amenaza de la condena inscrita en la Ley, y hacerle así capaz de la gracia de Cristo. Esta
situación de abandono absoluto, de condenado por el pecado, permite esperar la
salvación más allá de la muerte por una intervención gratuita extraordinaria.
La comprobación del estado de pecado es una etapa fundamental en el plan salvífico de
Dios. Pablo lo afirma en Gal 3,22: la Escritura lo ha incluido todo bajo el pecado para
que la promesa, por la fe en Cristo, pertenezca a los que creen. No es casual la
identidad de esta fórmula con la que vimos que era la clave del misterio judío: porque
Dios ha incluido a todos los hombres en la desobediencia para hacer misericordia a
todos (Rom 11,32). Para que el hombre confíe en la resurrección, debe, contemplar su
situación desesperada. Por esto los pecadores públicos son los que primero aceptan el
evangelio, porque conocen bien su miseria y buscan quien les libre de ella. En cambio,
los que se creen justos no son capaces de gracia y perdón (Lc 15).
El hombre es de tal forma indigno de la gracia, que no la puede recibir si piensa tener
algún derecho a la misma. Y esto no por un celoso capricho de Dios, sino porque el don
de la participación en la propia vida divina, que nos hace hijos y herederos de su gloria,
supera toda medida humana, todo esfuerzo y exigencia; sólo se alcanza por la fe y el
Espíritu: "Esto no depende del que quiere o del que corre, sino de Dios que hace
misericordia" (Rom 9,16).
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Los judíos y la Ley. La justicia cristiana
El pecado de los judíos consistió precisamente en esto: creer que eran "justos" ante Dios
por su observancia de la Ley. Y, como vimos, la Ley no tiene otra misión que mostrar a
la humanidad su incapacidad para elevarse a Dios. Esta misma observancia se convierte
en su piedra de escándalo: "desconociendo la justicia (gratuita) de Dios y buscando
establecer la propia (por la práctica de la Ley), han rehusado someterse a la justicia de
Dios" (Rom 10,3).
Es necesario estar convencido de la propia incapacidad de salvación, para recibir
gratuitamente el don de Dios. Lo dice san Juan en su primera carta: "Si decimos que no
hemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si
confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda
iniquidad. Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos y la verdad no estaría
en nosotros" (1 Jn 1,8-10).
Los judíos imaginaron a Dios como un juez humano que sólo constata los méritos de
cada uno. En este caso todos deberíamos ser condenados, porque todo hombre es
pecador (Rom 3,19). Pero Dios no es sólo justo sino justificante. Su justicia es creadora,
crea la justicia en los que creen en ella (Rom 3,24-26). La justicia cristiana no es una
observancia sino una creación nueva, una transformación interior y profunda del
corazón, el don de un corazón nuevo y un Espíritu nuevo que hacen al hombre hijo de
Dios.
Pablo expresa magistralmente en su experiencia personal esta diferencia al presentarse
como hombre irreprochable en cuanto a la justicia que da la Ley, pero en la más
precaria indigencia ante la justicia por la fe en Cristo, que viene de Dios y se apoya en
la fe (Fil 3,4-9).
Podemos afirmar, como resumen de la historia de salvación, que toda la revelación de
Dios a Israel, todos los profetas, no tienen por misión configurar al pueblo con Dios,
sino mostrarle su separación de Él. Esta enseñanza era el pedagogo que conducía hacia
Cristo y preparaba a los hombres, como pobres y pecadores, a recibir su gracia.
La cruz y el juicio. Evangelio de Juan
El Evangelio de Juan muestra que también la venida de Cristo ha sido primero juicio
antes que salvación. Aparentemente, sacerdotes, levitas, fariseos, en una palabra los
judíos juzgan a Cristo; y le defienden Juan Bta., la Escritura, Moisés, sus "obras" y el
Padre. Pero pronto es Cristo mismo quien juzga y muestra su radical incompatibilidad
con los judíos que representan el "mundo", porque son "hijos del diablo". Por- esto no le
comprenden. 0 de otra forma, la oposición radical se expresa así: "Vosotros sois de
abajo, yo de lo alto" (8,23). Esta diferencia de origen ganará en profundidad a lo largo
de su vida en la tierra. Por esto el hombre es incapaz de oír la voz de Dios sin una gracia
particular: "Nadie puede venir a mí si el Padre no le llama" (6,37-40).
Como en Pablo, vemos que no hay denominador común entre Dios y el hombre. Nadie
se justifica por sus obras. Juan nos dice que es preciso un nuevo nacimiento, recibir el
Espíritu, transformarse en un ser "espiritual" a semejanza de Dios.
GEORGES MINETTE DE TILLESSE
El enfrentamiento no se da entre Dios y el pueblo judío en particular, sino entre Dios y
el mundo. El combate desborda la limitación del mundo judío y adquiere proporciones
universales. La razón de la lucha es la incompatibilidad de naturaleza entre ambos. O de
otra forma, la luz muestra su incompatibilidad con las tinieblas. Cristo que es la luz, por
su sola presencia juzga a las tinieblas; por su sola venida juzga al mundo. En este
sentido la sola venida no hace mejor la suerte del mundo, porque entonces ya no hay
excusa para el pecado. La venida de Jesús revela la desemejanza radical entre Dios y los
hombres, como veíamos que la Ley enfrentaba las exigencias del Dios Santo con la
miseria humana.
Antes de la Ascensión, Cristo asegura a sus discípulos: "Tened valor, yo he vencido al
mundo" (16,33). Es una expresión jurídica que significa ganar un litigio, precisamente
el juicio a que se ha sometido el mundo. La cruz publica el desacuerdo fundamental de
ambas partes, mundo y Cristo, y la victoria de Cristo. La salvación se da en el momento
de máxima oposición a Dios. En el mismo acto se revela claramente la condenación del
mundo y su salvación. El hombre se descubre pecador y perdonado. Corresponde
exactamente al mensaje: haced penitencia, que el reino de Dios ha llegado.
Precisamente la llegada del don de Dios revela la indignidad del hombre. Al llamar al
hombre a una vida que sobrepasa todas sus esperanzas, muestra a la vez el abismo que
separa al hombre de la vocación a que Dios le destina.
De todo lo dicho hay que retener que la condena de Cristo no es una falta ocasional o
accidental de los judíos, sino el desarrollo del plan de salvación universal. Cristo mismo
lo dice: "Nadie me quita la vida, yo mismo la entrego voluntariamente" (10,18). No es
que Dios haya querido el pecado de los judíos pero, ciertamente, la muerte de Cristo
formaba parte del gran plan de Dios. Era preciso que Cristo padeciera para entrar en su
gloria. Se trataba de una necesidad teológica intrínseca y esencial, y Pedro, que quiere
huirla, no acomodándose al plan de Dios, es llamado Satanás. Por esto carece de sentido
preguntar qué hubiera pasado si los judíos no hubiesen crucificado a Cristo.
La cruz, pecado de los cristianos
Ha de quedar claro que el pecado de los judíos es el pecado de la humanidad enfrentada
con Dios. Otro pueblo hubiera condenado, también a Cristo, porque todos somos
pecadores; no hay un solo justo ante Dios. La crucifixión es el gran juicio en que la
humanidad entera es declarada culpable y pecadora ante Dios. Y así lo reconoce la
Iglesia cuando confiesa: "Nosotros le hemos crucificado".
Si la Iglesia pretendiera librarse del crimen de "deicidio", perdería el beneficio de la
Pasión de Cristo. Los judíos fueron dignos representantes de la humanidad; fueron
nuestros hermanos, e hicieron lo que nosotros hubiéramos hecho si nos hubiera sido
dado recibir a Cristo. Hemos de abrazarnos a la culpa de su condena, para gozar de los
frutos de la resurrección.
En el plan de Dios el endurecimiento de Israel. tiene consecuencias providenciales,
porque precisamente es el punto de partida de la universalidad, llevando a los apóstoles
a predicar a los paganos. Con lo cual se libera el cristianismo del particularismo judío y
se abre una economía nueva. "Si el judaísmo en bloque se hubiera convertido al
cristianismo existía el peligro de que le dominara y esto podía ser un gran obstáculo a la
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evangelización. La ruptura manifestaba de alguna manera a los ojos de los gentiles el
paso de la religión judía a la religión universal" (Daniélou). Pero, por otro lado, al lector
de la Biblia no le parece posible que Dios abandone definitivamente al pueblo de la
promesa; que elimine de un golpe su historia milenaria. Si Dios le rechazó para mostrar
que quería salvar gratuitamente a todos, no puede ser que el pueblo elegido sea cl único
condenado. Creemos con Pablo que, un día, con infinita admiración, verán la
misericordia incomprensible de Dios. Y será el principio de una época clave en la
Iglesia: "porque si su separación fue reconciliación para el mundo, ¿qué será su
admisión, sino una resurrección de entre los muertos?" (Rom 11,15).
CONCLUSIÓN: LA IGLESIA E ISRAEL
Debemos, finalmente, precisar las relaciones teológicas y pastorales entre la Iglesia e
Israel. Existe una continuidad; en cuanto que la Iglesia se fundamenta en la promesa
hecha a Israel, y hereda sus esperanzas y bendiciones; pero también una cierta ruptura,
porque la Iglesia es el nuevo Israel, fundado en la cruz y resurrección del Mesías,
precisamente en lo que ha sido piedra de escándalo para los judíos.
A pesar de esta separación, existe entre ambas un lazo vital. La Iglesia sabe que recibió
gratuitamente la herencia de Israel. Y sabe que Israel sigue teniendo derecho a la
promesa, porque el juramento de Dios no lo impiden los pecados humanos. Entre Israel
y la Iglesia existe una conexión orgánica, como entre la madre y él hijo. La Iglesia no
puede recoger la herencia de Israel si no se sabe carne de su carne.
Convendría recordar que todos los hombres -judíos y cristianos- somos pecadores,
perdonados gratuitamente; los cristianos no tenemos título privilegiado a la gracia.Dios
podría haber preferido la salvación del pueblo que fue privilegiado durante milenios.
Fundada en estas consideraciones, la actitud de la Iglesia ante el pueblo judío ha de ser
de humilde respeto. En la economía actual; si un día vuelven a Dios, lo harán por medio
de la Iglesia, en la suprema Humillación de pedir la salvación, que les pertenecía, a los
paganos de antaño. Y la Iglesia la haría imposible si se presentara altivamente como
única beneficiaría de los bienes divinos, considerando a Israel congo pecador
empedernido, olvidando que también ella está compuesta de pecadores. La Iglesia debe
tomar en serio la respuesta que merecería si pretendiera arrojar sobre Israel toda la
responsabilidad de la muerte de Cristo. La hallamos en unas líneas de Edmond Fleg
dirigidas al P. Daniélou "Los judíos serían malditos hasta el fin del mundo... ¡Ohl ya sé,
reverendo Padre, que tiene la sensibilidad demasiado cristiana, me atrevería a decir
demasiado judía, para resolverse a pronunciar esta horrible maldición en todos los
sentidos que se le ha querido dar. Usted la corrige y la suaviza. Nos anuncia, para
consolarnos, que si bien Israel ha sido rechazado en conjunto, no lo ha sido en cada uno
de los israelitas. No veo como cada israelita puede salir del compromiso, cuando Israel
en su conjunto se halla tan mal situado. Pero lo que me sorprende todavía más es que,
por un milagro, contrario, la Iglesia, en su conjunto, permanece sin pecado, cuando sus
fieles, sus sacerdotes e incluso sus Papas se convierten en pecadores".
Nos parece que el principio del diálogo con el pueblo judío debe fundarse en la
aceptación leal de la corresponsabilidad de la Iglesia ante la cruz como se ha confesado
la culpa con los hermanos separa(los... Sentados todos en el banquillo de los acusados,
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estaremos preparados a aceptar la Gracia de Cristo que se nos dio cuando éramos
pecadores (Rom 5,10) y que es capaz de borrar los pecados de todos.
Con corazón de pobre, la Iglesia podrá reconocer las enormes riquezas de Israel, su
larga experiencia religiosa y especialmente la del AT. El pueblo judío puede ayudar a la
Iglesia a comprender profundamente la teología del AT y penetrar así más hondamente
el plan de Dios, porque sólo desde el Antiguo Testamento se puede captar plenamente la
revelación.
Hay un punto, en esta teología veterotestamentaria, que puede ser base de una fecunda
amistad y unidad: la espera mesiánica. Israel espera la venida del Mesías. Quizá la
pregunta de Teilhard: "Cristianos, encargados después de Israel de guardar siempre viva
en la tierra la llama del deseo, sólo veinte siglos después de la Ascensión ¿qué hemos
hecho de la espera?", nos recordará este aspecto muy olvidado y tan presente en la
Iglesia primitiva.
Edmond Fleg, en la carta al P. Daniélou, formula la llamada que la Iglesia debería hacer
suya: "Inclinémonos, pues, unos y otros, ante el misterio de esta doble vía divina. Cada
uno según las luces que se le dieron, pero sin pretender extinguirlas o confundírnoslas,
esperemos juntos, trabajemos juntos para la venida, segunda o primera, de este Mesías
cuya llegada nos iluminará a unos y a otros, y cuya misma espera, en este mundo en que
reinan aún las tinieblas, puede acercarnos y debe ya unirnos".
Tradujo y condensó: JOSE M.ª ROCAFIGUERA
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