JEAN MEYENDORFF AUTORIDAD, DOGMA Y RELATIVISMO HISTÓRICO El autor, destacado teólogo ortodoxo, examina el problema de la autoridad en la Iglesia (problema con una larga historia en las relaciones oriente-occidente) partiendo de que la verdadera cuestión no consiste tanto en saber quién detenta dicha autoridad, cuanto en descubrir el concepto auténticamente cristiano de la misma. Como valiosa contribución al actual diálogo ecuménico, la presente exposición busca liberar a la autoridad del extrinsecismo en que se ha caído en las Iglesias de occidente, subrayando el carácter auxiliar que la autoridad tiene y la primacía que se da al Espíritu en las Iglesias de oriente. Se trata, pues, de recordar seriamente a la Iglesia católica el que ha de recobrar todos los elementos de la tradición que configuran su genuino rostro, estando siempre a la escucha de las demás comunidades cristianas no por un ecumenismo adecuado, sino para no olvidarse de lo que ella misma es. Relativismo historique et autorité dans le dogme chrétien, Istina, 14 (1969) 251-264 CONCEPTO CRISTIANO DE AUTORIDAD Autoridad de Dios en el AT y NT La autoridad absoluta de Dios es una de las ideas fundamentales del AT: la revelación de la voluntad de Dios es, en sí misma, expresión de su misericordia y no puede ser recibida sino "con temor y temblor" (Gen 18, 27; Éx 3, 6; Is 6, 4s; Job 42, 2s). Los profetas recuerdan constantemente a Israel -que ha entendido la alianza como pura iniciativa de Dios- el que Yahvé tiene el derecho de imponer sus condiciones y no necesita en absoluto de su pueblo. Este carácter unilateral de la alianza se manifiesta en el mismo vocabulario griego: uso de diathèkè ( = testamento, voluntad) en lugar de synthèkè ( = pacto bilateral). Israel respetará los términos del acuerdo y se beneficiará de la protección de Dios (Dt 27, 17-18). Esta idea de la alianza refleja el verdadero límite de una autoridad exterior expresada a menudo bajo las categorías antropomórficas de un monarca absoluto y aterrador (en Rcm 8, 18-20, Pablo parte de esta misma idea). Sin embargo, el NT contiene el anuncio de una nueva alianza que cambia radicalmente el ejercicio de la autoridad de Dios sobre los hombres. A diferencia, en efecto, del AT en el que se elabora la historia de una comunidad, se nos presenta ahora fundame ntalmente la historia de un individuo, de un Mesías personal que asume los destinos de Israel y viene a ser Él mismo -en nombre de toda la humanidad- parte integrante de la alianza: en ésta la propia sangre de Cristo llega a ser "la sangre de la alianza" (Mt 26, 28) en contraposición a lo que sucedía en la alianza del Sinaí (Éx 24, 8). Así pues, la autoridad (exousía) real y mesiánica de Jesús -en particular la de perdonar los pecados (Mc 2, 10 par)- es comprendida en el NT como uno de los signos obvios de su divinidad. Esta autoridad implica también la observancia de unos mandamientos, pero se trata de unos mandamientos interiorizados y reducidos al precepto del amor: carentes del carácter legal y externo de los mandamientos de la ley mosaica, ya que el amor representa una relación personal y mutua (Jn 14, 21). Por el misterio de la JEAN MEYENDORFF resurrección y de la presencia del Espíritu se realiza en Jesús un encuentro personal y directo entre Dios y el hombre, un encuentro que trasciende y reemplaza las categorías legales y externas de mandamiento-obediencia-fidelidad a la ley y en el que Dios habla a la comunidad, pero haciéndose, a la vez, esencialmente presente en ella por su mismo Espíritu (cfr. Ef 1, 13; 1 Cor 2, 13; 2 Cor 1, 22). La comunidad es el "cuerpo" -es decir, la verdadera realidad- de Cristo. Si el NT, como decíamos, habla del pueblo de Dios sólo de manera secundaria y derivada es porque, en la nueva alianza, Israel se hace el "cuerpo" del Mesías. De ahí que el concepto paulino de Iglesia como "cuerpo de Cristo" asuma el tema del Siervo que sufre del Deutero-Isaías manteniendo precisamente su fundamental doble sentido (individual y colectivo): el Mesías es ciertamente Jesús, pero "en Jesús" también lo es todo el nuevo Israel. La autoridad en la Iglesia De lo anterior se deduce que la autoridad particular concedida por Jesús a Pedro, a los doce o a un grupo más amplio tendrá que ser una autoridad en el interior de la comunidad y no por encima de ésta. La identificación, en efecto, entre Cristo y la comunidad hacía imposible cualquier autoridad humana sobre el pueblo de Dios (aunque no excluía la necesidad de una estructura interna - fundada en la naturaleza sacramental de la Iglesia que condujo luego, de un modo orgánico y sin reprobación alguna, a la generalización de un episcopado monárquico). A su vez, el don de profecía --expresión viva de la autoridad de Dios sobre su pueblo- en la teología paulina recibe sólo una función subsidiaria (1 Cor 14). En un sentido, sin embargo, se coloca la autoridad humana por encima de la Iglesia: a saber, como condición misma de la existencia de la Iglesia. Se trata de la función de "testigos" de la resurrección de Cristo, asignada por Jesús mismo a un grupo de discípulos "escogido" por Él (Act 1, 8). Y es que la fe cristiana, en la medida en que reposa sobre un hecho histórico, se apoya en el "testimonio" apostólico, privilegio único e intransferible de los que han visto al Señor resucitado. La elección de Matías muestra con claridad que la pertenencia al colegio de los doce supone el "ser testigos de la resurrección" (Act 1, 22). Es en su autoridad y en la asistencia del Espíritu donde se apoya la Iglesia, establecida y confirmada por el acontecimiento de Pentecostés. Pero al igual que el Espíritu no puede contradecir el testimonio apostólico, tampoco éste puede manifestarse fuera de la acción del Espíritu en la comunidad. Esta bipolaridad original de la autoridad personal de los apóstoles y del Espíritu, que guían a la comunidad, es lo que posibilita una continuidad entre la edad apostólica y la post-apostólica: una continuidad que reposa, precisamente, en la comunidad y no en el testimonio personal. Es sintomático, a este respecto, que tras la muerte de Santiago mártir ( = testigo) no haya nueva elección para completar el colegio de los doce (cfr. Act 12, 2), mientras que judas -como apóstata- sí había precisado ser sustituido. Los doce dejarán históricamente de existir. Y a partir de este momento la tarea de la comunidad será salvaguardar el mensaje apostólico en toda su pureza original y continuar el ministerio misionero y pastoral. Ahora bien, esta doble tarea fue posible no precisamente gracias a comisiones particulares hechas a sucesores individuales por apóstoles individuales (aunque estas comisiones se dieron en ciertos casos), sino en JEAN MEYENDORFF virtud de la identidad sacramental entre la Iglesia de Jerusalén -que recibió el Espíritu en Pentecostés- y toda Iglesia reunida por doquier en nombre de Cristo. Así, la forma más primitiva de la doctrina de la sucesión apostólica es -como la expresa Ireneo- la de una doctrina de la "tradición apostólica": es decir, el verdadero kerigma apostólico no es preservarlo mágicamente por la imposición de manos de un individuo a otro, sino por la continuidad del mismo oficio episcopal en cada comunidad. Y no es que Ireneo pase por alto la imposición de manos -signo, desde el comienzo de la Iglesia, de los dones del Espíritu- sino que ve el episcopado como expresión de la naturaleza de la comunidad y no como poder o autoridad sobre la Iglesia. El "carisma de la certeza de verdad" que según Ireneo, poseen los obispos no supone una infalibilidad personal, sino que es una expresión del hecho de que en la Iglesia todo acontece en el interior del marco sacramental de la asamblea eucarística, cuyo presidente -el obispo- es imagen del Señor y está llamado a expresar la voluntad de Dios. La presencia de Dios en su pueblo y en el mundo no puede, pues, ser comprendida de modo jurídico o vicario. Es el Espíritu quien hace de la comunidad "cuerpo" del Mesías, y en el seno de este cuerpo Dios no sólo habla a los hombres, sino que además hace que éstos expresen su voluntad. Esta presencia de Dios en la comunidad es lo que el NT llama "el Espíritu". El sacramento - la eucaristía, en particular- requiere que la Iglesia esté internamente estructurada y jerarquizada. Pero dicha estructura no puede tener fundamento teológico sino en el mismo sacramento, es decir, en la realidad concreta de la comunidad local sacramental, llamada por Ignacio de Antioquía la "Iglesia católica". La continuidad entre la noción neotestamentaria de autoridad y la de la Iglesia primitiva puede, pues, establecerse teológicamente sobre la base de esta identidad sacramental de la Iglesia, pero no hay ningún fundamento teológico para una autoridad suprema exterior sobre las comunidades locales: cada una constituye el cuerpo de Cristo en su totalidad. AUTORIDAD Y TRADICIÓN El hecho de la continuidad de la Iglesia (es decir, la continuidad entre el Jesús histórico y la fe de la Iglesia) en el Espíritu es la clave para la comprensión de la "tradición" y de su "autoridad". La noción cristiana de tradición implica una libertad responsable de la Iglesia que le permita discernir la voluntad de Dios y una total fidelidad al testimonio oral o escrito sobre Jesuc risto como persona histórica. Estas dos actitudes requieren la aceptación de la fe de la comunidad primitiva, aceptación en la que consiste el compromiso cristiano. Los límites del relativismo histórico Consiguientemente el problema del "relativismo histórico" afecta no sólo a los acontecimientos de la vida de Jesús (el problema, por ejemplo, de su conciencia mesiánica), sino sobre todo a la pretensión de la Iglesia primitiva de ser conducida por el Espíritu. Puede haber ciertamente muchas interpretaciones de esta pretensión y de su realidad -ya que la fe de la Iglesia primitiva contiene elementos históricamente incontrolables-, pero su aceptación o su rechazo marca en definitiva la frontera entre el JEAN MEYENDORFF historiador cristiano y el no cristiano: la crítica histórica por sí sola no puede garantizar nunca quién era Jesús. La naturaleza de la nueva alianza v de lo sacramental -como elemento de continuidad e identidad de la Iglesia- implica el que las opciones más fundamentales de la comunidad primitiva, como por ejemplo la de la misión a los paganos (Act 15, 28), fueron adoptadas bajo la exclusiva autoridad del Espíritu. La orientación que Éste imprime no degenera, sin embargo, en un individualismo anarquista, sino que comporta un "orden" que expresa la verdadera naturaleza sacramental de la comunidad cristiana y que se concreta en la adopción universal del "episcopado monárquico". La comunidad cristiana local es el cuerpo de Cristo, y su presidente es imagen del Señor y responsable de la enseñanza legítima así como de la dirección pastoral de la comunidad. La autoridad de la tradición y los concilios Pero precisamente porque la función del obispo no deriva de una delegación legal personal que Cristo le pava dado a él individualmente, sino de la acción del Espíritu sobre la comunidad, las enseñanzas y opiniones del obispo han de ser contrastadas y comprobadas con sus colegas de las demás sedes: la unidad en la enseñanza de todos los obispos es el argumento principal que nos da Ireneo en favor de la verdadera "tradición apostólica" (Adversus Haereses, III). Un consensus regional es, por tanto, un signo de la verdad con mayor autoridad que el de la opinión de un solo obispo, siendo el consensus universal la más alta autoridad en materia de fe. La visión eclesiológica que esto implica fundamenta una institución que regulará la vida de la Iglesia cristiana durante siglos: los concilios. Algunas indicaciones sobre la naturaleza de los mismos son de particular importancia para el análisis de la autoridad en la Iglesia. 1) Los concilios eran asambleas de obispos, reunidas para tratar problemas específicos de la vida eclesial (consagración de obispos para las sedes vacantes, discusión de cuestiones doctrinales o disciplinares, etc) y no tenían poder permanente o institucionalizado sobre la Iglesia. Debido a esta función original -bien diferente de las concepciones conciliaristas occidentales del siglo XV, que conciben el concilio como un comité director que suplanta y reemplaza al papa-, los concilios entran en la categoría bíblica de "testimonio". El acuerdo sobre una cuestión era considerado como un "signo" de la voluntad de Dios y debía ser reconocido por la Iglesia con discernimiento, verificándolo por confrontación con otros "signos": escritura, tradición, concilios anteriores. 2) Los concilios no se regían por la decisión de la mayoría en cuestiones fundamentales. La minoría debía adherirse también a las decisiones o incurría en excomunión. No se trataba de "intolerancia", si no de la convicción de que el Espíritu guiaba, de hecho, a la Iglesia y de que la oposición al Espíritu era incompatible con la pertenencia a ella. Con todo, las nuevas relaciones de la Iglesia con el estado postconstantiniano forzaron la adopción de elementos legalistas. Y así se adoptó la regla de la decisión mayoritaria en cuestiones de menor importancia o de tipo disciplinar. JEAN MEYENDORFF 3) La ausencia de garantías jurídicas que asegurasen los "derechos" de la minoría no significaba que la mayoría fuera infalible ex sese. Un decreto conciliar necesitaba ser recibido por la Iglesia entera para ser considerado como expresión verdadera de la tradición. Semejante aceptación eclesial no era un referéndum popular ni expresión de una "democracia" de los laicos frente a la aristocracia clerical, sino que implicaba el riesgo de la le. Se partía, pues, de que la autoridad última en la Iglesia es el Espíritu y, por lo mismo, el sentido de esta aceptación de cada concilio no debe ser entendido según categorías jurídicas. 4 ) La alianza de la Iglesia con el imperio romano suponía la cooperación 'entre un estado gobernado por una ley y una Iglesia cuya estructura interna no era jurídica, sino sacramental. De ahí que el estado tendiese constantemente a obligar a la Iglesia a expresarse en términos jurídicos comprensibles para la autoridad romana, introduciéndose así en los concilios un juridicismo que comenzó a influir en el procedimiento y decisiones de los mismos. Con todo, los emperadores no lograron que la Iglesia se expresase jurídicamente sobre la fe, si bien el estado fue considerando los concilios ecuménicos como algo que proporcionaba al emperador una fórmula de fe clara que recibiría fuerza legal y obligatoria por la consiguiente confirmación imperial. De hecho, la conciencia de la Iglesia nunca se asimiló del todo a este modo de proceder: hubo concilios que fueron rechazados a pesar de las confirmaciones imperiales, y lo que llamamos "evolución doctrinal" siguió constituyendo un progreso orgánico en el que los elementos históricos, políticos, sociales o culturales jugaban un papel, pero donde el Espíritu continuaba siendo la única autoridad suprema reconocida. 5) La verdadera naturaleza de la "evolución doctrinal" se muestra claramente en las decisiones de los concilios que fueron reconocidos finalmente como "ecuménicos". jamás un concilio tuvo la pretensión de promulgar un "nuevo dogma"; por el contrario, cada uno afirmó siempre que sus decretos no diferían de las decisiones de los anteriores (cfr., por ejemplo, DS 151, 265, 300). Las nuevas definiciones que se hacían necesarias eran concebidas sólo como una medida extraordinaria y externa: como un antídoto contra la herejía y no como fin en sí mismas. La verdad como tal (que es "apostólica" y permanece presente -explícita o implícitamente- en la conciencia de la Iglesia desde los tiempos apostólicos y que se funda en el testimonio apostólico) queda distinguida de la formulación actualizadora de esta misma verdad. Todo esto nos dice que la autoridad en la Iglesia, cristianamente hablando, supone una participación libre y responsable de todos en la vida común del "cuerpo", cuya naturaleza sacramental se concreta en una variedad de ministerios. Entre éstos, el del episcopado tiene por función determinar tanto la continuidad histórica y la consistencia del evangelio ("tradición") como la comunión universal de todos en una sola Iglesia ("unidad de fe" y comunión sacramental). AUTORIDAD Y LIBERTAD CRISTIANA La libertad del Espíritu Estar "llamados a la libertad" -o lo que es lo mismo, ser "conducidos por el espíritu"constituye para Pablo el mayor privilegio de los cristianos. JEAN MEYENDORFF Los Padres griegos ponen en conexión el Espíritu y la libertad -realidades que se presuponen mutuamente- con la noción de "participación" en la vida divina. Y esta conexión la establecen como corolario necesario del concepto cristiano de autoridad. Así, Ireneo ve al hombre como un compuesto de carne, alma y Espíritu Santo, presentándonos un concepto dinámico del hombre que excluye la noción estática de "naturaleza pura". El hombre es creado a fin de compartir la existencia de Dios, finalidad que le distingue del animal y que se expresa bíblicamente con la creación de Adán "a imagen de Dios". La doctrina de la "deificación" (theòsis) del hombre, en la que los Padres griegos utilizan una terminología filosófica platónica, implica que la naturaleza de Dios y la del hombre no están cerradas en sí mismas, ya que el hombre fue creado precisamente como receptáculo de la vida de Dios, sin la cual deja de ser hombre. Así, cuando éste se afirma como ser autónomo no sólo pierde una gracia extrínseca, sino su propia existencia como hombre. Abandona su propio destino y queda privado de su libertad: hecho esclavo de la carne (del determinismo de la existencia creada) se convierte en elemento de este mundo, sometido a las leyes cósmicas y especialmente a la corrupción, muerte y pecado. Siendo, pues, la libertad el elemento esencial de la semejanza del hombre con Dios -como nos dicen Gregorio de Nisa y Máximo el Confesor-, la finalidad de la encarnación es restaurar al hombre en su dignidad primigenia haciéndole de nuevo libre en Cristo. No significa esta libertad una emancipación legal -que nos confinaría en una existencia autónoma- sino una "participación" en la dignidad de su creador: se nos da una nueva vida en la que la libertad no subsiste por sí misma sino que brota del conocimiento, visión y experiencia plenas del amor y verdad de Dios: "conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). Estos presupuestos son fundamentales para la comprensión de la autoridad y libertad en la Iglesia. En ella la autoridad no es comprensible sino en el contexto de la oposición paulina entre el "primer hombre" y el "segundo Adán" ( 1 Cor 15, 45 ss): la autoridad como ley es necesaria tan sólo mientras el hombre vive "en la carne v sangre". De ahí que nos podamos preguntar si la Iglesia es una sociedad en la que el hombre caído es protegido -gracias a la disciplina y obediencia a una autoridad que reemplaza a Dios de modo vicario- para no caer en las tentaciones del mundo, o si la Igle sia no es más bien el lugar en el que el hombre experimenta, al menos parcialmente, la libertad de los hijos de Dios contemplando personal y realmente la verdad misma, participando en ella y convirtiéndose así en testigo del Reino ante el mundo y en el mundo. El papel de la Iglesia no es, por tanto, imponer al espíritu humano una verdad que de otro modo sería él incapaz de discernir, sino hacerle vivir y crecer en el Espíritu de modo que él mismo pueda ver y experimentar la verdad. De ahí, por una parte, el carácter negativo de las definiciones doctrinales de los antiguos concilios, que nunca consistieron en descripciones sistemáticas de la verdad, sino más bien en condenaciones de creencias erróneas y, por otra parte, el uso que la Iglesia histórica --in via- hace inevitablemente de categorías intelectuales, filosóficas y sociales tomadas de nuestro mundo, caído y aún no rescatado. Y es precisamente el hecho de que la Iglesia no queda determinada en su ser auténtico por estas categorías lo que hace que ella sea la Iglesia de Dios. JEAN MEYENDORFF Sentido de la historia y relativismo histórico Los concilios, en efecto, jamás pretendieron identificar toda la verdad viva con sus definiciones sobre ella. Y es que toda fórmula doctrinal está condicionada -como el texto mismo de la escritura- por la historia y por la existencia humana en un mundo que posee sus categorías propias (filosofía, autoridad, ley) limitadas. Absolutizar esas fórmulas sería reducirnos a un determinismo histórico del que la encarnación viene precisamente a liberarnos. La historia de la Iglesia conoce el uso, hecho por la "autoridad" eclesial, de términos filosóficos del momento para expresar la significación de la fe: el caso del homooúsios de Nicea constituye la ilustración más célebre y característica, ya que el término había sido condenado como modalista en Antioquía medio siglo antes (261) . Existen también otros ejemplos históricos de afirmaciones doctrinales que reciben una valoración nueva según las exigencias de la unidad cristiana: los esfuerzos de Justiniano por hacer aceptable a los monofisitas la fórmula de Calcedonia (451) fueron un intento de hacer comprender la formulación de este concilio a la luz de la cristología alejandrina. Y el concilio II de Constantinopla (553) supuso, en este sentido, un auténtico acontecimiento ecuménico: era una reformulación del dogma con la sola finalidad de una aproximación a los hermanos separados. Evolución doctrinal no significa enriquecimiento del testimonio apostólico, sino que implica la liberación de toda problemática histórica e, inversamente, la posibilidad de exponer el mensaje cristiano en toda situación histórica. El problema del relativismo histórico, en su relación con el contenido auténtico de este mensaje, es inseparable de la tensión que se da entre la "carne" y el Espíritu, entre "lo viejo" (Adán) y "lo nuevo" (Cristo). Las categorías doctrinales de que la Iglesia se sirve sólo tienen significado para ella si la fuerza liberadora de la redención opera en su mismo interior. La misión de la Iglesia consiste precisamente en permitir a los hombres ver más allá de esas categorías a fin de vivir en Dios, en libertad y en una experiencia al menos parcial de la verdad absoluta. Así, por ejemplo, la "historia de las formas" (Formgeschicbte) nos ayuda a comprender la escritura permitiéndonos ver a los autores bíblicos como individuos vivos e históricos, en su situación humana concreta, familiarizándonos con las categorías de su espíritu; pero esta disciplina yerra y destruye el verdadero contenido del mensaje bíblico -la liberación del hombre de todo determinismo cósmico, tal como lo atestiguan la tumba vacía y la resurrección- si toma como definitivas las categorías de la investigación científica o de la filosofía existencial moderna, o si se reduce al análisis lingüístico y considera como mito lo que no es física o históricamente demostrable. El uso que la Iglesia hace de las categorías filosóficas, científicas o jurídicas es un proceso dinámico: su finalidad es la transformación del hombre, abriéndole la entrada al Reino y liberándole de los límites racionales y cósmicos. La filosofía griega -que fue usada como medio de expresión teológica, dada la comprensibilidad de sus categorías en un momento histórico determinado- no ha sido absolutizada jamás. ¿Acaso los términos hypóstasis y physis mantienen su pleno significado aristotélico en la definición de Calcedonia? La nueva significación dada a estos términos era radicalmente inaceptable para quienes, en el mundo griego, rechazaban al Cristo histórico del NT. Esta actitud dinámica, libre y crítica respecto a la filosofía griega -actitud que caracteriza al período patrístico- es reveladora. Y se podría establecer un paralelismo JEAN MEYENDORFF entre Orígenes, sincero creyente que fundó la ciencia bíblica entregando el cristianismo a una visión platónica del mundo propia de su tiempo, y el sincero creyente Bultmann que desmitologiza el NT e intenta, así, recuperar para la fe nuestro mundo existencialista. Conclusión Difícilmente puede ponerse en duda que la evolución de la autoridad en la Iglesia -tal como se ha dado en occidente desde la edad media- ha estado determinada por la preocupación de proteger la existencia histórica de dicha Iglesia como realidad absoluta puesta por Dios, y de que el presupuesto de todos los que han contribuido a esta evolución en el catolicismo romano (desde los canonistas de la reforma gregoriana hasta los padres de Trento y del Vaticano II) ha sido el de que el vigor y continuidad de la Iglesia sólo podían ser garantizados por una autoridad infalible. El concepto agustiniano de una humanidad esencialmente pecadora y sujeta a error acentuó la necesidad de que Dios estableciera una autoridad infalible semejante, en un acto de caridad para con el hombre, a fin de protegerle de sí mismo y de sus errores. Son bien conocidas las reacciones que surgieron ante esto en el mismo occidente: el movimiento conciliarista del siglo XV, la reforma protestante, la secularización moderna. Hoy en día, todo el movimiento de refuerzo de la autoridad romana -en constante progreso desde la alta edad media hasta Pío XII inclusive- ha sido trastornado por Juan XXIII y su concilio. Y esto hasta tal punto, que es difícil ver en qué dirección va a avanzar la Iglesia católica romana sin desautorizar el principio en el que se fundaba su evolución anterior, siendo así que este principio permanece intacto en su constitución sobre la Iglesia: el pontífice romano permanece como criterio "externo" y último de unidad e infalibilidad; el colegio episcopal depende de él, pero él en definitiva no depende del colegio y, así, sigue siendo la "seguridad" última (cfr. LG 22). Si la teología ortodoxa puede proporcionar una contribución al presente diálogo ecuménico, ésta consistiría en mostrar y subrayar el carácter auxiliar de la autoridad: no es ésta la que hace que la Iglesia sea la Iglesia, sino el Espíritu que obra en ella como cuerpo, realizando la presencia sacramental de Cristo entre los hombres y en el interior de cada hombre. La autoridad -obispos, concilios, escritura, tradición- no es sino una expresión de esta presencia. No reemplaza, pues, aquello a lo que está llamada nuestra vida en Cristo: experimentar y vivir el Reino de Dios que ya se ha manifestado pero cuya venida se espera todavía como fin último de todas las cosas. Tradujo y condensó: CARLOS MARCA SANCHO