30 años, Marshall Berman, un norteame

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Todo lo solido se desvanece en el aire
El fantasma latinoamericano de Gramsci recorre Europa
Pablo de Biase
Hace
30 años, Marshall Berman, un norteamericano de “izquierdas”, se hizo famoso por
celebrar a un Marx literario y “psi”: el cronista de las formas
de sentir y experimentar de su tiempo, que existió y cuya profundidad intuitiva nos dejó ciento y pico de años discutiendo
epígrafes y mezclando papayas con pepinos.
Exaltando la capacidad profética ocurrente y la visión arqueológica apenas bocetada de aquel barbado alemán, Berman
y muchos otros sesentistas y setentistas de las universidades del
Norte del mundo redescubrieron gozosos que no hacía falta
pasar por el rigor de Weber para entender el marxismo desde
una perspectiva cultural. Bastaba con presuponerse psicoanalítico, y dedicarse a resaltar “críticamente” las virtudes de la
experiencia modernista, del cambio sensual que produjo en
la sensibilidad finisecular del XIX y de comienzos del XX la
marcha inexorable del capitalismo de hierro y acero.
Con Baudelaire y con Nietzsche, inspirados referentes de
“la destrucción creativa”, y con la explosión arquitectónica de
las ciudades, la topadora capitalista, enemiga urbana dilecta de
la clase obrera, pasó a ser tema de fascinación y desborde se19
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miótico. La topadora, el hierro y el acero previos al 29, eso sí,
gozan de otros status para el marxismo cultural: son expresiones de una clase dirigente vanguardista y progresista, a la que
se le disculpa –en nombre del determinismo del que se abjura
en la contratapa– la sangre y la discriminación, en nombre de
su potencial. La topadora, el hierro y el acero del Estado de
bienestar, en cambio, son sólo aberraciones del sentir modernista, traiciones al espíritu comunitario que reverdecía con el
largo de los cabellos y de las barbas.
Hoy, lo vemos con claridad. Abjurar del monoteísmo fordista, aburrido y mediocre con tanta planificación y tanta masificación, y coquetear fascinados con las historias del liberalismo imperialista, era una buena forma de darle marco por
izquierda a “la destrucción creativa” del neoliberalismo que se
abría paso en patota, derribando la puertas de la cordura y el
diálogo tripartito. Si cien años después Willy Brandt desterraba a Marx de su partido y de sus programas (el de Brandt y el
de Marx, la socialdemocracia alemana), por qué un grupete
de intelectuales neoyorquinos, profesores de la Ivy League, no
iban a ser funcionales a ese republicano plebeyo pero mediático de Ronald Reagan, que impondría las bases del mundo que
hoy se derrumba ante los ojos furiosos y cínicamente incrédulos de los europeos. Se podía ser reganiano hablando pestes de
Reagan. Ya no se puede.
Cuando el muro de Berlín cayó y le puso final de película al
laboratorio social del totalitarismo de partido único, las insignias materiales y simbólicas de la nueva fase capitalista de destrucción cada vez menos creativa eran el vidrio y la pantalla,
que penetraron hasta lo más hondo de los viejos rojos, verdes,
violetas y amarillos: nada que no visitera traje gris y llevara el
Financial Times bajo el brazo podía ser considerado parte de
una cultura digna de ingresar en el siglo XXI.
Europa acompañó y desarrolló su propio sueño neoliberal,
administrada por socialdemócratas que ya habían desterrado
directamente a Willy Brandt y sus experiencias de la memoria
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y los programsa de sus partidos. La pantalla sin cables avanzó
y reprodujo la velocidad de los nuevos tiempos, de la nueva
experiencia del capitalismo (¿posindustrial le decían?), innovativa, creadora, seductoramente crediticia y financiera para
quienes quedaran dentro. Y contradictoria, por cierto. Fabulosamente dialéctica si se quiere. Casi para esbozar una sonrisa
si no presintiéramos que los cambios, cuyo sentido no está de
ningún modo asegurado, van a ser duros y amenazadores para
la vida de tantísimos.
“Abjurar del monoteísmo fordista, aburrido
y mediocre con tanta planificación y tanta
masificación, y coquetear fascinados con las
historias del liberalismo imperialista, era una
buena forma de darle marco por izquierda a la
destrucción creativa del neoliberalismo”.
Retornando a los años 90, cuando los procesos que tan
bien describe Bernat Riutort en su artículo se desarrollaban,
Habermas nos mandaba a la Guerra del Golfo y a aceptar
críticamente los disparates norteamericanos. La sensibilidad
posmoderna no sólo se alimentó de nuevas sensaciones, como
toda innovación extensiva de las fases organizativas del capitalismo, sino también de innumerables y bien conscientes claudicaciones. Algo que en Europa debería discutirse en función
de analizar experiencias y no de buscar culpables, si es que
lo que queda de lo que hasta hace unos años se llamó centroizquierda todavía tiene reflejos para encabezar la resistencia.
Probablemente, si las imágenes que muestra Grecia se generalizan, la unidad de los ex socialismos se fracture.
Los cursos probables de acción son demasiados, lo que es
seguro es que esta experiencia terminal de la posmodernidad
mostrará imágenes inéditas de Europa, el regreso de actores y
acciones que se creían confinadas a las películas, a los chistes
de sobremesa de los progres retirados, viejas instituciones que
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recobrarán un vigor y lo más temido, los nuevos movimientos
sociales y culturales. Esos viegos progres son los mismos que
ahora desempolvan de los estantes superiores los olvidados libros de Gramsci. Los mismos que vuelven a nombrar a América Latina con menos condescencia y un tanto más de respeto.
Y vuelven a hablar de hegemonía, conscientes de que las experiencias de la posmodernidad son muy difíciles de cambiar.
Un fantasma recorre a Europa
Quién soporta hacer diez minutos de cola en un supermercado o hablar con diez señoras de su cuadra sobre los nietos
y los problemas del tejido. Probablemente, ningún urbanita
(palabrita que inventó Simmel para referirse a los que crecieron en grandes metrópolis) medianamente globalizado. Sin
embargo, las comunidades virtuales, las redes sociales tan en
boga, muestran que los discursos circulantes varían, y que los
usos de estos medios, también. Es que el maldito contexto, el
“afuera” de los paraísos corporativos, se empecina en no dejarse avasallar. Y en esto, la experiencia posmodernista ha variado
radicalmente: ningún sindicato, moviento político, grupo de
ahorristas, etc., en ningún lugar del mundo creerá ya en ningún canto de sirenas.
“El retorno de Gramsci no es solitario. La tensión
kantiana, la oscuridad del conocimiento final de
ciertos aspectos vitales, deben ser integradas
a los nuevos personajes sociales que estamos
fraguando”.
En el chasquear de unos dedos, todo lo sólido se desvaneció
en el aire, el mundo civilizado insinuó sus potenciales implosiones, y el efecto mariposa recorría Europa a velocidad virtual,
mucho más rápido que aquel viejo fantasma del Manifiesto Comunista. Y, como se preguntaba fascinado (con la fascinación de
una cobra ante el sonido de la flauta) Weber, por qué, cómo y
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cuándo el sentido mentado de la acción social dejó de ser tal y el
pánico se apoderó de los creyentes de la civilización del dinero.
Gramsci suena y resuena y, pensamos con él, cómo las apariencias casuales son el sedimento de procesos largamente fermentados. Pero también pensamos contra su “ingenuidad”, que lo que
todavía puede dar una formación social de nuevo, a la vez puede
ser muy tóxico y que la contingencia es la pluma de la historia,
y no el universal abstracto de ningún nuevo delirio hegeliano
(ya bastante tuvimos con Fukuyama y su hegelianismo liberal).
El banco griego es un edificio vacío, una postal argentina, una
ventana a la furia popular que no se calma con facilidad. Las palabras de Gramsci son las mismas; la fuerza de sus palabras es otra.
Cuándo el discurso del orden caótico, del futuro esfumado en
papelitos, perdió solidez. Cuándo alguien se animó a pensar en
otra hegemonía y le resultó creíble a un auditorio extenso. No
fue en la experiencia social únicamente. Este es el límite que el
socialismo teórico no puede superar porque no lo comprende en
su “vitalidad”: las vivencias y virtualidades del deseo y el miedo
tienen un gran poder sobre los individuos; un poder caótico y
fragmentario, moderno y posmoderno, exacerbadamente capitalista, pero tremendamente poderoso. No es el opio de los pueblos,
es simplemente el dolor crónico que resiste cualquier calmante.
“La sensibilidad posmoderna no sólo se alimentó
de nuevas sensaciones, como toda innovación
extensiva de las fases organizativas del capitalismo,
sino también de innumerables y bien conscientes
claudicaciones”.
Las experiencias de la posmodernidad no refieren únicamente a las de los nuevos movimientos sociales ni a la necesidad primara de comunitarismo, son también exacerbaciones,
radicalizaciones de las tensiones constitutivas del individuo.
Es que el retorno de Gramsci no es solitario. La tensión kantiana, la oscuridad del conocimiento final de ciertos aspectos
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vitales, deben ser integradas a los nuevos personajes sociales
que estamos fraguando. Es imposible vivir en el desierto de la
totalidad hegeliana.
Se resfrió un banquero griego y los pequeños inversores españoles estornudan. La globalización, como bien plantea García Linera, es condición tanto o más necesaria que la constitución del “proletariado” como sujeto histórico para la derrota
de las clases dominantes transnacionalizadas. El fantasma de
Gramsci, revestido tímidamente por las experiencias de algunos gobiernos sudamericanos recorre Europa mientras resuena el Manifiesto Comunista: “Todo lo sólido se desvanece en
el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin,
se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de
existencia y sus relaciones recíprocas”. Faltó incluir a las mujeres y agregar que la consideración serena de las condiciones
de existencia se hará desde un blog. Meros y pequeños detalles
de época. u
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