Gestión Pública Julio-septiembre, 2015 Acto de clausura: PROGRAMA DE LIDERAZGO PARA LA GESTIÓN PÚBLICA IESE DE MADRID Fundación Rafael del Pino 13 de julio de 2015 Quiero agradecer la invitación, que el IESE me trasladó, para participar en el acto de clausura de un curso cuyo contenido me parece de sumo interés, oportunidad y, sin duda, actualidad. Felicito, por ello, a quienes pusieron en marcha esta iniciativa, especialmente a la Fundación Rafael del Pino y a quienes han participado en el mismo y lo han concluido felizmente. Pero permítanme que lo diga con los versos de Wyslawa Szymborska: Hasta donde alcance la vista, aquí reina el instante. Uno de esos terrenales instantes A los que se pide que duren Seguidamente, tratándose de la clausura de un Programa sobre liderazgo público, quiero hacerles unas breves consideraciones sobre las características que debe reunir un líder del siglo XXI. No cabe duda que el mundo está cambiando a pasos acelerados. En menos de 30 años hemos pasado de un mundo dividido política e ideológicamente en dos bloques a otro globalizado, de la comunicación en papel a Internet y las nuevas tecnologías, de la peseta al euro... El mundo se ha vuelto más complejo, interconectado e incierto. Y sin embargo, hoy político sirva, por encima de todo, al interés general y no al interés de obtener y conservar el poder por el poder y mucho menos para enriquecerse o para enriquecer o beneficiar activamente a sus amigos o seguidores. Ortega cree también que hay una ética de los medios, que no todo vale en este campo. Necesitamos líderes con principios y buenos modales, como dijo un hombre ejemplar, el ex presidente checo Vaclav Havel, intelectual y político de fama universal en un discurso memorable pronunciado en la universidad de Nueva York en octubre de 1991 con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa: «A pesar de toda la miseria política a la que me tengo que enfrentar todos los días, sigo profundamente convencido de que la esencia de la política no es el juego sucio; la suciedad la aportan los hombres sin escrúpulos. Lo que hace falta en la vida política no es habilidad para mentir sino sensibilidad para saber cuándo, dónde, cómo y a quién decir las cosas. No es cierto que las personas idealistas no sirvan para la política. Solo hace falta que sus ideales vayan acompañados de paciencia, consideración, sentido de la medida y comprensión para con los demás. No es verdad que solo las personas sin sensibilidad, cínicas, arrogantes, altivas o conflictivas puedan tener éxito en la política; lo que ocurre es que la política atrae a este tipo de personas. Pero a fin de cuentas, la cortesía y las buenas maneras, tiene mucho más peso”. Necesitamos políticos que sepan que no somos amos, sino solo sirvientes del interés general. El Papa Francisco ha incidido recientemente en esto al decir que el verdadero poder es el servicio, idea que arranca del franciscano inglés Guillermo de Ockham quien en pleno siglo XIV “reconocía al papado únicamente aquellas atribuciones que estrictamente reportan alguna utilidad a los fieles y no otras derivadas de cualquier consideración dogmática o trascendente”. Necesitamos políticos que sepan adoptar las decisiones políticas correctas cuando ello no es fácil. Decisiones que no hay que confundir, como recordaba Demóstenes a sus conciudadanos atenienses en su tercera Olintíaca, con los deseos o rezos, según nos ilustra Víctor Pérez-Díaz. «Un rezo es cosa fácil -les decía- podemos reunir en él todos nuestros deseos. Pero una decisión, cuando se trata de un problema político, dista de ser fácil. Debe elegirse la política correcta, no el camino fácil, si ambos no son compatibles entre sí». Con esto pretendía sacarles del letargo para afrontar la realidad y les ponía en guardia contra los políticos que les ofrecían adulación, demora, falsas apariencias y la gratificación de sus deseos. Esto defendía en Grecia un griego hace XXV siglos. Necesitamos políticos austeros y honrados. En esta España de hoy es ésta una exigencia inexcusable, la corrupción ha mancillado la dignidad de la España que sufre, la España de los más débiles y desfavorecidos y, por ello, los españoles ya solo aceptarán líderes y políticos que tengan comportamientos y conductas intachables. Esta gran crisis que hemos padecido tiene muchas consecuencias negativas, pero a la vez ha sido una inmensa catarsis y la tolerancia cero con la conupción que va a reinar en España, tal vez sea uno de sus frutos más perdurables y provechosos. A ello se une la necesidad de contar con experiencia. Aristóteles decía que “los que aspiran a saber de política necesitan también experiencia (...) Pues, mientras los hombres de experiencia juzgan rectamente de las obras de su campo y entiende por qué medios y de qué manera se llevan a cabo, y también qué combinaciones de ellos armonizan, los hombres inexpertos deben contentarse con que no se les escape si la obra está bien o mal hecha.” Max Weber es sin duda uno de los sociólogos más grandes de la historia; una figura legendaria de las que aporta Alemania con frecuencia envidiable a la cultura universal. Las tres fuentes de legitimidad para Max Weber son la historia, el carisma o la razón. La Historia dio legitimidad durante siglos a las monarquías; el carisma, a personajes singulares, pero también a caudillos aventureros y la legitimidad racional y democrática es la del moderno orden político de libertad con sus tres pilares: El gobierno representativo, la economía de mercado y el estado de derecho. No es preciso añadir que la preferida por Max Weber y por mí es la legitimidad de la razón, expresada por los ciudadanos: la legitimidad democrática. Necesitamos líderes y políticos sujetos a la ética de la responsabilidad weberiana. A los ojos de Max Weber, lo patético de la acción política está más que nunca algunas recetas clásicas siguen teniendo plena vigencia. Es más, muchos problemas surgen cuando nuestros líderes se dejan contagiar por la incertidumbre y el cambio acelerado de las cosas, cayendo en el error de la decisión apresurada, la ocurrencia, la falta de estrategia o el cambio de criterio sin criterio. En este sentido, un líder, y más en estos tiempos de crisis, debe respetar tres “eses”: serenidad, seriedad y sensatez; el sentido común, en suma, que tanto alababa Chesterton. Es esencial, además, la preparación, el estudio, el conocimiento para dedicarse a la política, porque como decía Ortega «al político de raza le precede la preocupación intelectual y le sigue la acción propiamente política», porque «política es tener una idea de lo que se debe hacer desde el estado en una nación». En última instancia, decía Ortega, «esa nota de intelectualidad que corona la figura del hombre de acción es síntoma que distingue al político egregio del político vulgar». El estudio es muy importante porque en la nueva sociedad que ya está aquí y a la que Peter Drucker acertadamente denomina como sociedad postcapitalista, el recurso económico básico ya no será el capital los recursos naturales o la mano de obra: es y será, dice el pensador austroamericano, el saber. Necesitamos, como nos dice Ortega, gobernantes que tengan una concepción ética de los fines de la política. La ética de los fines exige que el vinculado a la antítesis entre “la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción”. O bien obedezco a mis convicciones (pacifistas o revolucionarias, tanto da) sin preocuparme por las consecuencias de mis actos (ética de convicción), o bien me siento obligado a rendir cuentas de lo que hago, aunque no lo haya querido directamente, y entonces las buenas intenciones y los corazones puros no bastan para justificar mis actos (ética de responsabilidad). Esta es para Weber una cuestión fundamental: toda acción éticamente orientada puede ajustarse a una de esas dos “máximas” que son esencialmente distintas y opuestas entre sí. No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad, o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción. Pero sí hay una diferencia abismal entre las dos: quien actúa según la ética de la convicción y las consecuencias de los actos que realiza son negativas, no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así. Por el contrario, la máxima de la responsabilidad exige tener en cuenta las consecuencias previsibles de las propias acciones, de las que solo nosotros tendremos que responder. La ética del hombre de acción es ciertamente, para Weber, la ética de la responsabilidad. El Estado es la institución que se caracteriza por reclamar para sí, en una colectividad dada, el monopolio de la violencia física legitima. Entrar en política es participar en conflictos en los que se lucha por el poder: el poder de influir sobre el Estado y, a través de él, sobre los distintos grupos que lo componen. Pero, al mIsmo tiempo, queda uno obligado a someterse a las leyes de la acción, aunque sean contrarias a nuestras íntimas preferencias, ya buscar la lógica de la eficacia. No hay duda de que un político debe estar convencido y ser responsable de lo que hace. Pero ¿cuál es la elección moral cuando, en condiciones extremas, es preciso mentir o perder, matar o ser vencido? Para el que sigue la ética de la convicción, lo primero es la verdad; para el que sigue la ética de la responsabilidad, lo esencial es conseguir lo mejor para la sociedad. El primero opta por la afirmación intransigente de sus principios antes que por el éxito de la colectividad. El segundo sacrifica sus convicciones personales a las necesidades del triunfo colectivo. También en El Príncipe de Maquiavelo hay multitud de ideas aprovechables para caracterizar al buen líder, al buen político, más allá de las más conocidas y escabrosas. El Príncipe de Maquiavelo, como dijo Ortega en su España Invertebrada, “es, en rigor, una meditación sobre lo que hicieron Fernando el Católico y César Borgia. Maquiavelismo es principalmente el comentario intelectual de un italiano a los hechos de dos españoles”. El 15 de junio de 1498 Nicolás Maquiavelo fue designado Segundo Canciller de la República de Florencia empezando una brillante carrera de funcionario que seria la semilla que originó toda su obra intelectual: “He puesto por escrito todo lo que sé y lo que he aprendido” como escribió en la dedicatoria de sus Discursos “A partir de mi prolongada experiencia en, y de mis constantes lecturas sobre, los asuntos políticos”. Esa es la gran novedad de Maquiavelo. Ofrece una visión del gobierno humano visto desde las trincheras, explicado por alguien que ha estado allí y nos dice cómo funcionan en realidad las cosas. Ahí radica su originalidad: “Me parece mejor ir directamente a la genuina verdad de las cosas en vez de detenerme en los sueños”. “Como no sé cómo hablar de la seda o del comercio de la lana, de beneficios o pérdidas, tengo que hablar de política”. Permitidme compartir con vosotros algunas de sus máximas: “Los actos de rigor se deben hacer todos juntos, a fin de que, habiendo menos distancia entre ellos ofendan menos; en cambio los beneficios se deben hacer poco a poco, a fin de que se saboreen mejor”. “La prudencia consiste en saber conocer la calidad de los inconvenientes y tomar por bueno el menos malo”. Y yo coincido con Maquiavelo ya que considero la prudencia una de las tres cosas esenciales para sobrevivir en política, las otras dos son la prudencia y la prudencia. “Es defecto común a todos los hombres no preocuparse de la tempestad cuando hay bonanza”. Y también habló Maquiavelo sobre otro elemento esencial del buen líder: su habilidad para formar equipos: “El juicio primero que se forma de un soberano y de su entendimiento se apoya en el examen de los hombres que le rodean”. Pero seguidamente advertía: “(...) un error al cual se sustraen con dificultad los príncipes, si no son muy prudentes o si no tienen muy buena elección [son] los aduladores, de los cuales están llenas las cortes”. Resulta en consecuencia esencial para todo dirigente político el tener a su alrededor alguien que se atreva a decirle de verdad lo que piensa. Un dirigente que no es capaz de oír opiniones sinceras, aunque sean críticas demuestra que no está capacitado para el noble arte de gobernar. Ese tipo de profesionales debe valorarse como oro en paño. De nuevo no está de más escuchar a Maquiavelo: “El príncipe prudente debe elegir hombre sabios y conceder sólo a ellos la libertad de decirle la verdad, (...) debe preguntar mucho, escuchar a todos los preguntados con verdadera paciencia y mostrar cierto resentimiento a aquellos que, contenidos por algún respeto, no le digan entera su opinión, (...) es regla infalible que un príncipe que no es sabio de suyo no puede ser bien aconsejado”. Otra virtud del buen líder es la paciencia, pero dejadme que lo diga con los versos de Rilke: Lo que transcurra aprisa pronto ha de pasar solo lo que queda nos inicia. No pongáis ¡oh, muchachos! vuestro arrojo en la velocidad ni en el deseo de volar. Necesitamos políticos que tengan, en fin, las que a juicio de Darhendorf son las tres cualidades que deben adornar a un buen gobernante: la pasión, el sentido de la responsabilidad y el sentido de la proporción. Hay un ensayo de mi admirado Isaiah Berlin “El Juicio Político” que creo profundiza, admirablemente, en los temas que esta tarde aquí estamos tratando. Se pregunta el gran liberal inglés ¿en qué consiste, pues, esa capacidad o don que tienen algunos para llevar con acierto el timón de la vida pública? Este don, o sentido, poco o nada tiene que ver con la capacidad para la descripción, el cálculo o la inferencia, ni con el saber teórico, la erudición o, en general, la capacidad para razonar o generalizar. Se trata, más bien, de lo que muchos llamarían simplemente intuición. «La cualidad que intento describir es esa comprensión especial de la vida pública. Aquello que tenían en común Bismarck (seguramente un ejemplo sobresaliente, en el siglo XIX, de político dotado de un juicio político considerable), Talleyrand, Franklin Roosevelt, Cavour, Disraeli, Gladstone o Atatürk, con los grandes novelistas psicológicos”. ¿Qué es lo que el emperador Augusto o Bismarck sabían y el emperador Claudia o José II no sabían? «Muy probablemente -nos dice Berlin- el emperador José era intelectualmente más notable y bastante más culto que Bismarck, y puede que Claudia supiera muchas más cosas que Augusto. Pero Bismarck (o Augusto) tenían la capacidad de integrar o sintetizar los vestigios y fragmentos efímeros, sueltos, infinitamente variados, que integran la vida en cualquier nivel”. “Negar que los laboratorios o los modelos científicos ofrecen algo -a veces mucho-de valor para la organización social o la acción política es mero oscurantismo, pero mantener que tienen más que enseñarnos que cualquier otra forma de experiencia es una forma igualmente ciega de fanatismo doctrinario que ha llevado, a veces, a la tortura de hombres inocentes por monomaníacos seudocientíficos en busca de un periodo de felicidad y prosperidad”. “Tememos con razón -nos dice Berlin- a los reformadores temerarios, que están demasiado obsesionados con su concepción como para prestar atención al medio en que actúan, y que ignoran los elementos imponderables: los puritanos, Robespierre, Lenin, Hitler, Stalin. Pues hay un sentido literal en el que no saben lo que hacen (y tampoco les importa).” “Y estamos, con razón, dispuestos a confiar en los empiristas igualmente audaces, Enrique IV de Francia, Pedro el Grande, Federico de Prusia, Napoleón, Cavour, Lincoln, Lloyd George, Masaryk, Franklin Roosevelt (si es que estamos de su parte), porque vemos que comprenden su elemento”. Una idea fundamental: el arte de la política tiene leyes y métodos propios. “La paradoja es esta:” -nos dice Berlin-”en el remo presidido por las ciencias naturales se reconoce que ciertas leyes y principios están establecidos por métodos adecuados -esto es, métodos reconocidos como fiables por especialistas científicos-o Los que niegan o desafian estas leyes o métodos -gente, digamos, que cree en una tierra plana, o no cree en la gravedad-son considerados, con bastante razón, maniáticos o lunáticos. Pero en la vida coniente, y quizá en algunas humanidades -materias como la Historia, o la Filosofía, o el Derecho (que difieren de las ciencias aunque solo sea porque no parecen establecer, o incluso querer establecer, generalizaciones cada vez más extensas sobre el mundo)-son utópicos aquellos que tienen demasiada fe en leyes y métodos procedentes de campos extraños, sobre todo de las ciencias naturales, y los aplican con gran confianza, algo mecánicamente. Las artes de la vida -no menos las de la política- al igual que algunos estudios humanos, resultan poseer su propio método y técnicas especiales, sus propios criterios de éxito y fracaso. El utopismo, la falta de realismo, el mal juicio no consisten aquí en no lograr aplicar los métodos de la ciencia natural, sino, al contrario, en aplicarlos en exceso. Aquí el fracaso proviene de resistirse a aquello que mejor funciona en cada campo, de ignorarlo u oponerse a ello a favor de algún método o principio sistemático con pretensión de validez universal, por ejemplo, los métodos de la ciencia natural (como hizo Comte), de la teología histórica o de la evolución social (como hizo Marx) o bien de un deseo por desafiar todos los principios, todos los métodos en cuanto tales, de abogar simplemente por la confianza en una buena estrella o en la inspiración personal: es decir, la mera irracionalidad}). A modo de conclusión: -”¿Deberían ser los gobernantes científicos? ¿Deberían estar los científicos instalados en el poder, como querían Platón, Saint-Simon o H. G. Wells? La mayor parte de la desconfianza hacia los intelectuales en la política surge de la creencia, no del todo falsa, de que, debido al deseo de ver la vida de alguna manera simple, simétrica, ponen demasiada esperanza en los resultados beneficiosos derivados de aplicar directamente a la vida conclusiones obtenidas mediante operaciones en una esfera teóríca. Y la consecuencia de esta confianza excesiva en la teoría, una consecuencia desgraciadamente corroborada demasiadas veces por la experíencia, es que si los hechos -es decir, el comportamiento de seres humanos vivos-son reacios a tal experimento, el experimentador se molesta e intenta cambiar los hechos para adecuarse a la teoría, lo que, en la práctica significa una especie de vivisección de las sociedades hasta que se conviertan en lo que la teoría originariamente declaraba que el experimento les debería haber convertido”. Mi conclusión, con total fidelidad al pensamiento de Berlin, es también clara. No tenemos, en efecto, elementos de juicio para decidir sobre la sabiduría política de los gobernantes, ni para pronunciarnos sobre el origen de sus virtudes como tales, ni para elaborar una teoría acerca de su competencia o descubrir las misteriosas vías por las que unos logran que las cosas se hagan y otros no. En el mundo de las relaciones sociales no existe una ciencia específica, que se estudie y aprenda, que ayude a los gobernantes a resolver los problemas de la vida real. No hay en el detenninismo radical, en los modelos universales para el gobierno, o en el acopio de largas series de datos empíricos, una base sólida que pennita construir un sistema científico capaz de explicar el éxito de los gobernantes. Las claves de ese éxito hay que buscarlas a niveles menos pretenciosos, más modestos: la capacidad de comprender lo esencial de la vida pública y de integrar y sintetizar sus elementos; la convicción de que es vano esperar que lleguen de la ciencia todas las respuestas; el don privilegiado de saber usar la experiencia y la observación para adivinar por dónde van las cosas; la opción por el empirismo audaz y no por el refonnismo temerario; la desconfianza hacia leyes y métodos contrastados en campos distintos de la vida social. Los gobernantes no tienen por qué ser científicos, ya lo hemos dicho: no hay una ciencia política a la vista y mientras sea así, como enseña tan acertadamente Berlin, «pretender sustituir el juicio individual por una ciencia espuria está desacreditado por la experiencia, lesiona el valor de las ciencias consolidadas y socava la fe en la razón humana». Una vez más enhorabuena a todos por vuestro trabajo y empeño, y ojalá acertéis en vuestra gestión pública y en vuestros liderazgos, España y los españoles os lo agradecerán sinceramente. El resto, como dijo Shakespeare, es silencio. JOSÉ MANUEL ROMAY BECCARIA