Jorge Luis Borges a veinte años de su muerte

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MARIO GOLOBOFF
Jorge Luis Borges a veinte años de su muerte
Como Virgilio, como Dante, como Shakespeare, como Flaubert, Jorge Luis Borges es mucho más que
un libro o muchos libros, una poética o una obra; es, aunque parezca altisonante decirlo, una literatura.
Quizás sólo Franz Kafka comparta con él esa capacidad de representar con algunos textos (finalmente,
no tan numerosos) la literatura del siglo XX, sus problemas, sus interrogantes, sus inquietudes, su
sentido.
Para hablar de tamaña empresa, lo primero que tenemos que recordar muchos intelectuales argentinos
es que nuestras relaciones con Borges no fueron siempre unívocas ni pacíficas. Los textos y la
personalidad de su autor nos llevaron a plantear y replantear muchas veces temas como el de las
correspondencias entre literatura y sociedad, el de la intencionalidad de un escritor y los resultados en su
obra, o el de los vínculos entre «decir» y «escribir». Problemas que, como es lógico, en una época
juvenil nos sobrepasaban, y que ponían a prueba nuestro instrumental cognoscitivo y analítico de la
cultura y la literatura, nuestros modos de ver el mundo, el arte, sus nexos. (Como se comprende, y eso lo
percibiríamos tardíamente, el hecho de que un autor abriera en jóvenes lectores tales interrogantes
representaba ya de por sí un índice considerable de su importancia... Aunque, el carácter ciertamente
polémico de algunas posturas públicas de Borges enmarañaba los contactos entre un escritor que en cada
texto crecía, y aquellos que lo leíamos con admiración, pero queríamos leerlo también con cariño).
En todo caso, el conjunto crítico argentino vivió diferentes oscilaciones que fueron complicando la
cuestión. Al inicio, un sector de la crítica se ocupó en difundir y consagrar el nombre de Borges,
deslumbrado ante su manejo del lenguaje y los recursos técnicos de que hacía gala, los que provocaban a
veces exagerados entusiasmos por el inteligente desplazamiento de un sustantivo o la novedosa
adjetivación de un verbo. Este sector de la crítica solía también maravillarse ante planteos de una
problemática filosóficamente audaz, o tan sólo celebrar coincidencias programáticas o puntuales en lo
político y en lo cultural. Frente a ella se alzó, casi de inmediato, una crítica de signos políticos opuestos
que abjuró de Borges y de los textos de Borges en nombre de principios ideológicos aplicados mecánica
e inmaduramente a la obra de arte, si bien de manera notoria enfrentados con las posturas públicas que el
autor exhibió y proclamó durante casi toda la vida.
No fue hasta mucho más tarde que, despejadas ciertas ortodoxias, puestas también en tela de juicio la
idoneidad y, sobre todo, la coherencia y seriedad de las actitudes políticas de Borges, comenzó a
aclararse el panorama de la crítica borgiana, y a reagruparse sus componentes en función de otros ejes
más cercanos a la producción textual. Los aportes de la crítica estructuralista, menos glosadora y
comentadora que descriptiva y funcional; la utilización de instrumentos que ofreció el sicoanálisis,
aplicado ya no a las intenciones de tal o cual autor sino al inconsciente de la obra poética, que siempre
escribe más y diferente que lo que aquel dice o quiere decir; algunos descongelamientos en el campo del
marxismo, y la consiguiente aparición de investigaciones no dogmáticas referidas a la producción
estética; todos estos cambios, en fin, permitieron nuevas lecturas de la obra de Borges.
Después, el acercamiento y el respeto por esta no han cesado de crecer sin que, a raíz de ello, pueda
hablarse de masivas identificaciones, de continuaciones o de escuelas. Antes bien, el reconocimiento de
la obra de Borges y –entiendo– una madura apreciación y asimilación de la misma, imponen
alejamientos necesarios. También, con un esfuerzo de gran lucidez, con la evidente voluntad de evitar la
semejanza, la copia de lo superficial y adjetivo, la trivial imitación. Y, paralelamente, la búsqueda
(entonces sí «borgiana», ya que en eso jamás cedió, ni se dejó llevar por la costumbre o la facilidad) de
nuevos espacios de escritura y de lectura, de nuevas formas de expresión y de apropiación textual de la
realidad, de nuevos modos de construir lo real en la palabra.
El corpus que ya podemos llamar «la literatura borgiana» está compuesto no sólo por sus poemas, sus
cuentos, sus ensayos, sus prólogos, sus obras en colaboración o con seudónimo, sus traducciones, sino
también por sus lecturas, tan útiles, tan reveladoras, y lo que difundió y enseñó de ellas, sus
conferencias, sus charlas, sus reportajes, sus opiniones sobre la literatura y la vida. Esa obra es, para mí,
una vasta extensión, una zona inmensa que no se agota con denominarla «línea de pensamiento
literario», porque es una forma total de ver la realidad y las realidades que la literatura produce. Ella es
un componente hoy indispensable en la formación de la conciencia estética de nuestra época y, como tal,
insoslayable, omnipresente.
Con el paso de los años, el trabajo incesante y la repetición de algunos tópicos que quedaron
vinculados para siempre a su nombre (espejos, tigres, laberintos, circularidades, ceguera), su fama
mundial creció y alcanzó una popularidad enorme sin que por tal motivo se redujera su influencia sobre
los más sofisticados pensadores y creadores. En la actualidad, es poco menos que un lugar común
afirmar que la literatura de hoy no sería lo que es si Borges no hubiera estado presente en el siglo XX.
Directa o indirectamente, las obras de mayor peso lo suponen.
Sin ánimo de realizar un catálogo ni de señalar préstamos o acusadoras influencias, y para nombrar
sólo a algunos de los creadores latinoamericanos más importantes, ni Lezama Lima, ni García Márquez,
ni Roa Bastos, ni Onetti, ni Cortázar dejaron de revelar atentas y naturalmente enriquecedoras lecturas
borgianas. Y en el país de Europa que menos desconozco, la literatura de ficción (desde Claude Simon o
André Pieyre de Mandiargues al nouveau roman, desde Michel Tournier a los más jóvenes narradores
actuales) ha seguido algunas de sus huellas, sin desconocer, por cierto, las demás.
Pero como Borges no fue sólo un escritor de ficciones, sino también un inquisidor de la literatura y
del lenguaje, abrió muchas puertas del ámbito literario a las corrientes más avanzadas de la reflexión
filosófica y lingüística, y pensadores como Maurice Blanchot, Jacques Derrida, Michel Foucault,
Umberto Eco o George Steiner encontraron en su obra fuentes de inspiración, incitaciones, motivos y
estímulos para sus propias búsquedas.
Ideas como la de la función originalmente mágica y poética del lenguaje (y, en consonancia, la
vivencia de nuestro idioma como «una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario
repertorio de símbolos»); nociones como las del infinito literario, la inexistencia de un texto definitivo,
las repercusiones incalculables de lo verbal, el libro no como objeto cerrado sino como pivote de las
relaciones más diversas, la lectura como actividad y trabajo transformador, instalan lógicamente las
meditaciones borgianas en el centro de las preocupaciones culturales de nuestro tiempo y reconocen su
marca, su impulso.
Podrá objetarse que él no inventó ni descubrió todo esto, que lo leyó y lo tomó de otros, y que su obra
no fue sino la reescritura incesante de algunos textos propios y de muchos ajenos. Pero no hay gran
escritor de quien no pueda decirse lo mismo y, en todo caso, fue él quien mejor lo hizo: consagró el
anonimato creador y desplazó el canon al hogar de la Biblioteca.
Inagotable venero para pensadores, inquietante modelo para escritores, Jorge Luis Borges no deja,
empero, una escuela detrás de sí, aunque su literatura, como la de Franz Kafka, como la de Marcel
Proust, como la de James Joyce, como la de William Faulkner, tampoco termina en sí misma. Creo que
lo intuíamos quienes, en medio de las polémicas que muchas veces alzaron sus reaccionarias
declaraciones y actitudes de otras épocas, nos animamos a afirmar que sus textos, viniendo de un
hombre irremediablemente vuelto hacia el pasado, están destinados al porvenir.
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