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Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado
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Vol. XXI / Nº 3 / 2007 / 59-74
¿La regla de oro puede fundar los principios
de moral y de justicia?
Johann Michel*
Resumen
Producto original del testamento judeocristiano, la regla de oro (“no hagas al otro lo que
no quisieras que te sea hecho”) se ha secularizado en la cultura moral occidental al punto
de tener lugar, frecuentemente, como máxima espontánea de nuestras interacciones cotidianas. El objetivo de este artículo consiste en preguntarse si esta regla puede fundar los
principios de moral y de justicia. Si nos situamos en el cuadro deontológico de una filosofía
procedimental, la regla de oro es considerada como un estado inferior de normatividad en
la medida en que se trata de una máxima extraída de una ética narrativa particular impropia
para elevarse al rango de principios. Si proseguimos la hermenéutica crítica que propone
Paul Ricoeur, la regla de oro se eleva al rango de máxima suprema de la normatividad
presupuesta por toda empresa de fundación procedimental de los principios de moral y de
justicia. La tesis defendida por Johann Michel busca mostrar que no es tanto la regla de oro
como la lógica de equivalencia la que juega esta función principal. La primera no es sino
una expresión particular de la pretensión a la universalidad de la segunda.
Palabras clave
Regla de oro • Ricoeur • teoría procedimental • deontología • ética narrativa
Can the golden rule ground the principles of morality and justice?
Abstract
An original outcome of the Judeo-Christian testament, the golden rule (“do not do to the
other what you would not want done to yourself ”) has been secularized in moral Western
culture to the extent that it frequently takes place as a spontaneous maxim of everyday
*
Doctor en Estudios Políticos EHESS. Profesor de Ciencias Políticas en L’Université de Poitiers y en IEP, París.
Vinculado al laboratorio de investigación CEMS/IMM/EHESS, París. Autor de Paul Ricoeur. Une philosophie
de l’agir humain (Paris, Cerf, “Passages”, 2006). E-mail: [email protected].
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interactions. The goal of this article is to ask whether this rule can ground the principles of
morality and justice. If we locate ourselves in the deontological square of a procedimental
philosophy, the golden rule is considered as an inferior state of normativity in so far as it
is a maxim that has been extracted from a particular ethical narrative which cannot be
elevated to the degree of principles. If we follow up the critical hermeneutics advanced by
Paul Ricoeur, the golden rule is pushed up to the degree of a supreme maxim of normativity
that it is presupposed in every attempt at procedimenatally grounding the principles of
morality and justice. The thesis defended by Johann Michel seeks to show that it is not so
much the golden rule as the logic of equivalence that fulfils this central role. The former is
only a particular expression of the claim to universalism of the latter.
Keywords
Golden rule • Ricoeur • procedimental theory • deontology • ethical narrative
Se llama regla de oro en filosofía moral a la máxima de acción que reposa en una lógica
de reciprocidad y de equivalencia entre sujetos supuestamente sustituibles. Hay reversibilidad o reciprocidad entre lo que hace uno y lo que se le hace al otro, entre el actuar y
el sufrir. Expresada en una forma negativa, la regla de oro nos ordena no hacer a nuestro
prójimo lo que detestaríamos que se nos hiciese a nosotros o, de modo positivo: “Así
todo lo que queréis que los hombres hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos”. Esta
regla se enraíza originalmente en la cultura judeocristiana. Se la encuentra formulada
en el mandamiento bíblico “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (LV, 19; 18), sobre
todo en el Evangelio según Mateo (7, 12), máxima bien conocida como el Sermón en
la Montaña, y en el curso del Sermón de la Llanura (Lc, 6, 31). La regla de oro es una
respuesta moral dada a una amenaza de violencia, inherente a las situaciones asimétricas
de las interacciones humanas, cuando alguien ejerce un poder sobre otro. La lógica de
reciprocidad que resalta en la regla de oro tiende así a impedir toda relación no simétrica
entre un paciente y un agente.
Máxima de acción a menudo espontánea en nuestras interacciones cotidianas, la
regla de oro no ha dejado al mismo tiempo de ser comentada y considerada tanto por
la teología moral medieval como por la filosofía moderna, en particular por Locke,
donde tiene lugar una suerte de arquetipo moral de la ley natural. Ello, a tal punto,
que un filósofo como Ricoeur considera esta fórmula como “la máxima suprema de la
moralidad, que el filósofo no tiene que demostrar sino que reflexionar y, si es posible,
formalizar” (1994:273). Máxima suprema de la moralidad, se puede preguntar si la regla
de oro ¿puede servir al mismo tiempo de fundamento a los principios de justicia? ¿Los
principios de justicia pueden reposar en una regla que parece tan segura como la regla de
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oro? Dos problemas se plantean en efecto. De una parte, saber si efectivamente se puede
considerar la regla de oro como la máxima suprema de la moralidad. De otra parte, saber
si esta regla moral puede fundar de manera aceptable los principios de justicia. Si estos
problemas se plantean, es en la medida en que otra tradición de filosofía moral y política,
heredera del formalismo kantiano y del contractualismo, plantea serias dudas en cuanto
al carácter fundador de la regla de oro. Ello, pues, si la regla de oro no puede responder
a las exigencias del formalismo y del universalismo, sigue siendo simplemente una máxima de acción, sin poder elevarse al rango de principio; la idea de principio implica una
vocación a la universalidad.
El nivel convencional de la regla de oro
En primer lugar, se puede decir que la regla de oro no es incompatible con los principios
que rigen el formalismo moral en cuanto no se ha dicho lo que nos gustaría o no nos
gustaría que nos sea hecho. La regla de oro no prescribe un contenido particular de lo
que es preciso hacer o no, porque puede inscribirse en el marco de la primera formulación del imperativo kantiano (“Actúa de tal modo que puedas igualmente querer que tu
máxima de acción se vuelva una ley universal”). Por otra parte, la formulación de la regla
de oro se presenta como un imperativo categórico y no como un imperativo hipotético
o una máxima de prudencia. No hacer al otro lo que no se quisiese que se hiciera no
está condicionado por situaciones, móviles, consecuencias; se trata de una orden sensata
que se aplica sin condición y en toda circunstancia. Por último, la segunda formulación
del imperativo moral en la filosofía práctica de Kant (“actúa de tal modo que trates a la
humanidad, tanto a tu persona como al otro, como un fin en sí y nunca como un simple
medio”) mantiene un vínculo semántico privilegiado con el contenido de la regla de oro
en razón del lugar central, en los dos imperativos, de la reciprocidad y de la lógica de
equivalencia. En los dos casos se pide tratar al otro como a sí mismo y recíprocamente.
Estos tres argumentos convergen hacia la tesis según la cual los imperativos kantianos
no son finalmente más que enunciados formalizados y racionalizados por la regla de oro,
es decir, una máxima de acción que se regula por las normas de la acción más estables,
reconocidas por los más sabios de entre los hombres. Se comprende mejor en estas condiciones por qué el filósofo no tiene que inventar propiamente hablando nuevos principios, sino que reflejar y formalizar una regla que tiene lugar como ‘máxima suprema de
la moralidad’.
Si se examinan las cosas más de cerca, dos contraargumentos hacen, sin embargo,
obstáculo para la inscripción de la regla de oro en el cuadro de un formalismo y de
un universalismo moral. Primeramente, la regla de oro sufre una falta de formalismo
en la medida misma en que se hace mención de los sentimientos –amor y odio–, que
dependen, en el rigor kantiano, de los ‘deseos patológicos’. En otros términos, la regla
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de oro procede de una donación empírica (las inclinaciones sensibles), mientras que los
imperativos kantianos son sensatos, no deben nada a los sentimientos y todo deber tiene
una razón práctica situada en una posición autofundacional, separada radicalmente de la
experiencia. Segundo, si la regla de oro implica como la segunda formulación del imperativo kantiano la idea de reciprocidad o de mutualidad, sólo esta última hace referencia
a la idea universal de humanidad. En este caso, no se trata al otro en función de lo que
estimo subjetivamente está bien o mal, comprendido ello en función de mis deseos;
en el límite, si estimo que la eutanasia puede ser una solución para mí, para aliviar los
insoportables dolores y poner fin, así, a mi existencia, no es contrario a la regla de oro
que acceda a la petición del otro si me solicita igualmente poner fin a sus dolores por un
suicidio asistido. Pero, lo que puede permitir aquí la regla de oro está proscrito por los
imperativos kantianos desde que lo que hay que respetar en cada uno sigue siendo la idea
de humanidad. Así, una práctica como la eutanasia vendría a tratar al otro, como a mí
mismo, como medio y no como un fin en sí. La idea de humanidad implica claramente
una abstracción que obliga al sujeto no sólo a salir de su subjetividad empírica, sino
igualmente de la sola relación intersubjetiva. Para los defensores de un formalismo y de
un universalismo, la regla de oro sigue estando precisamente en estado de una máxima,
y no puede elevarse al rango de principio.
Si se sigue la teoría psico-sociológica de los estados morales elaborada por Kohlberg
(1984) y retomada en parte por Habermas (1986), la regla de oro sigue siendo fijada en
el nivel convencional de la moral, situada entre el nivel preconvencional y el nivel posconvencional. El estado 1 (estado del castigo y de la obediencia), nivel preconvencional,
está dominado por una actitud egocéntrica: el individuo no toma en consideración los
intereses de los otros y no hace relaciones entre dos puntos de vista. El individuo obedece literalmente las reglas y a la autoridad únicamente con el fin de no ser castigado o
para recibir recompensas (materiales o simbólicas). En el estado 2 (estado del proyecto
instrumental individual y del intercambio), nivel preconvencional, el individuo busca
defender intereses pero, a diferencia del estado precedente, respeta las reglas cuando el
interés inmediato del otro depende de ello. No se trata más de una actitud egocéntrica,
sino de una actitud “individualista concreta”, según la expresión de Kohlberg: la persona
es consciente de que cada uno tiene intereses que seguir. El individuo puede por tanto
situarse aquí desde el punto de vista de los intereses del otro para comprender mejor que
puede tener igualmente intereses que defender y que puede ser legítimo defenderlos.
En el estado 3 (el estado de las expectativas interpersonales y mutuas, de las relaciones
de conformidad), nivel convencional, el individuo está consciente de los sentimientos, de las convenciones y de las expectativas compartidas que pueden tomar el paso
sobre los intereses individuales. La actitud moral consiste aquí en sentirse concernido
por los otros, actuando conforme a lo que los prójimos esperan de sí. Este estado está
precisamente marcado por la regla de oro que implica que uno se ponga en el lugar de
otra persona, que exige que nos comportemos bien ante esa persona. En el estado 4 (el
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estado del mantenimiento de la conciencia y del sistema social), estado convencional, la
actitud moral consiste en realizar su deber en sociedad, en sostener el orden social. Una
persona, en este estado, sale del marco estricto de las relaciones interpersonales y adopta
el punto de vista del sistema social en su definición de los roles y de las reglas. Antes de
actuar, el individuo intenta responder a la pregunta: “¿qué pasaría si todo el mundo hiciese lo mismo?”. En el estado 5 (el estado de los derechos primeros del contrato social),
nivel posconvencional, el individuo se sitúa desde el punto de vista de los valores, de los
derechos fundamentales y de los contratos legales de una sociedad, incluso si entran en
conflicto con las reglas y las leyes concretas de uno de sus grupos de pertenencia. Por
ejemplo, principios de derecho como el respeto de la libertad de cada uno deben ser
defendidos incluso si entran en contradicción con la opinión mayoritaria. En el estado
6 (estado de los principios éticos universales), nivel posconvencional, el individuo no
razona ya solamente con relación a su grupo social o aun en función de los grandes
principios legales o constitucionales: razona y actúa en función de los principios morales
universales de justicia tales como la igualdad de los derechos del hombre o el respeto de
los seres humanos en tanto que individuos.
Precisemos que Kohlberg enfrenta el paso de un estado a otro como un aprendizaje
que representa al mismo tiempo un progreso; esta teoría de los estados, fuertemente impregnada de la psicología genética de Piaget, se supone que pudiese objetivar los pasos
sucesivos de las actitudes morales de la infancia a la adultez cumplida, pasando por el
estado intermediario de la adolescencia. Así, el adulto plenamente razonable debe poder
alcanzar el último estado del nivel posconvencional que se puede igualmente llamar
estado kantiano de la moralidad. El adulto realizado moralmente es un individuo que
responde a las exigencias del formalismo y del universalismo kantiano. Nos importa
aquí el estatuto de la regla de oro en el marco de esta teoría: definida como estado de las
expectativas interpersonales y mutuas, no supera el marco convencional. Por lo demás,
representa el nivel inferior de lo convencional desde el momento en que no permite
alcanzar el punto de vista del sistema social en su conjunto: el otro definido por la regla
de oro es menos el totalmente otro, el otro generalizado, el anónimo en un sistema social
como el prójimo con quien estoy en relación precisamente de proximidad. De ahí el
Pertinente, en nuestra opinión, desde un punto de vista descriptivo, esta teoría del desarrollo moral nos parece
padecer de la rigidez de su aspecto genético en la medida en que los estados del juicio moral forman una serie
acordonada invariable e irreversible. Por esta hipótesis empíricamente contestable se excluye que los sujetos
alcancen el mismo fin por vías de desarrollo diferentes, que el mismo sujeto regrese de un estado superior a
un estado inferior o que en el curso de su desarrollo se salte un estado. Todo sucede como si un individuo
que alcanza el estado posconvencional se volviese indiferente a los mecanismos de castigo y de recompensa o
que la lealtad respecto de su grupo de pertenencia pasa sistemáticamente después del respeto de los principios
universales de la moral. Es en particular el problema de la regresión, literalmente impensada en esta teoría del
desarrollo moral, reproduciendo a escala el desarrollo del individuo las ilusiones del progreso que los pensadores de las Luces pensaron en la escala de la humanidad.
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privilegio otorgado a las redes de interconocimiento donde el otro es un rostro (familia,
amigos…). Siendo impropio elevarse al nivel de la toma de consideración del otro generalizado, la regla de oro no puede alcanzar, a fortiori, el nivel posconvencional, trátese
de los derechos fundamentales o de los principios de justicia. Por el contrario, como fue
dicho, los imperativos morales kantianos corresponden perfectamente al último estado
del nivel posconvencional y pueden pretenderse legítimamente a título de principios.
Desde que la regla de oro se define de manera privilegiada en el marco de las expectativas
interpersonales, se ve mal, por otra parte, cómo podría servir de fundamento de principios de justicia que se definen en un marco institucional. Las instituciones implican una
parte de anonimato, de adopción ideal de rol, que parece hacer falta a la regla de oro.
Las instituciones de justicia regulan las relaciones ideales de roles o de función que no
se reducen a relaciones de cara a cara o a expectativas interpersonales y mutuas. Que se
trate de los derechos fundamentales o de los grandes principios demo-constitucionales
no hace verdaderamente referencia por otra parte a las nociones de amor o de odio sino,
más bien, en el recto hilo de la moral y de la justicia de los modernos, a la noción central de respeto. No se les pide a los individuos amar a su prójimo como a ellos mismos
–siendo este sentimiento privilegiado en las relaciones familiares, amorosas o amistosas–,
sino respetar la dignidad y la libertad del otro en un sistema de derecho impersonal. El
derecho y los principios de justicia modernos no regulan las relaciones de amor sino
las relaciones institucionales de respeto recíproco. Es porque la regla de oro no llega al
estado del otro generalizado en un sistema social, al estado de los contratos legales de los
derechos fundamentales en un sistema jurídico institucional, que es, por tanto, menos
apta para servir de soporte a principios universales de justicia.
La pretensión de universalidad de la regla de oro está menos asegurada en tanto que
procede de éticas narrativas particulares, en especial, se ha visto, resultantes de la cultura
judía y sobre todo de la cristiana. ¿Cómo una regla que viene de una tradición particular tendría vocación de universalidad? Si nos mantenemos en la terminología de JeanMarc Ferry (1999), la regla de oro depende de un registro discursivo dominado por lo
narrativo-interpretativo. Ciertamente, el filósofo neokantiano no duda en reconocer la
importancia de estas éticas narrativas, extraídas de los grandes relatos fundadores como
la Biblia o los Evangelios, en tanto que aseguran convencionalmente una continuidad
estable en el mundo de la vida. Hay, escribe, una pretensión de universalidad en obra en
estas interpretaciones narrativas, pero esta pretensión sufre de una falta discursiva en la
medida en que proceden por generalización de situaciones plurales para establecer normas de acción. La regla de oro es un ejemplo de ello:
Los individuos concretos pueden aún, en nuestros contextos, sacar los recursos esenciales de identidad personal de las sedimentaciones antiguas de
los discursos narrativo-interpretativos: mitos, cuentos y leyendas, pero también una parte siempre viva del patrimonio sapientario de las civilizaciones
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tradicionales, con todo lo que contiene de buen sentido o de arte de vivir
a través de, particularmente, las máximas de sabiduría y, más allá, las ideas
universalistas pero también sustancialistas y holistas, que inspiran las visiones
cósmicas de una armonía entre los seres, y pueden ser reorganizadas hoy en
las utopías New Age. (Ferry 1999:262)
En oposición, el modo discursivo argumentativo procede por vía de universalización; esta vía consiste en probar una premisa con todos los puntos de vista para llegar a
una composibilidad general, es decir, a una universalización de principio. Por ejemplo,
esta premisa se encuentra en la declaración moderna: “todos los hombres nacen libres e
iguales en derecho”.
Es porque la regla de oro proviene de un contexto socio-histórico particular o de una
ética sustancialista que le hace falta un ideal procesal que detente el primado legítimo
para la validación de normas morales, jurídicas y políticas con vocación universal. Este
dispositivo puede tomar la forma en los habermasianos de una discusión real donde son
probados los argumentos expuestos y confrontados los unos con los otros. Este dispositivo puede tomar la forma en los rawlsianos de una situación ficticia en la que los compañeros son libres de elegir entre las concepciones concurrentes de la justicia sin conocer
la posición real que ocupan en la sociedad (hipótesis dicha del ‘velo de ignorancia’). En
los dos dispositivos, ninguna regla, ninguna norma, ninguna concepción de justicia es
presupuesta como a priori legítimo y válido antes de haber sufrido con éxito la prueba
del procedimiento. Son solamente presupuestas, del lado habermasiano, las condiciones
ideales de una comunicación y de una argumentación sin límites ni coacciones; del lado
rawlsiano, las condiciones de equidad (fairness) que pesan sobre la posición original. En
el marco de una justificación de la regla de oro, la prescripción moral ya está dada; si
allí hacemos un llamado aun espontáneamente en nuestras interacciones cotidianas para
evaluar nuestro actuar respecto del otro, es que ha pasado con éxito la prueba empírica
de la historia de las sociedades humanas; nos queda entonces recibirla como tradición
moral. En el marco de un dispositivo procesal, las normas morales y los principios de
justicia no están dados, sino que están por construirse; nada de lo que está dado en una
tradición moral tiene más legitimidad que otra tradición. Suponer el carácter fundador
o indispensable de la regla de oro otorga a una ética narrativa un privilegio respecto
de otras éticas narrativas. ¿Por qué, por ejemplo, la máxima utilitarista (‘el mayor bien
para el mayor número’) no tendría mayor legitimidad empírica que la regla de oro? Es
contra este conflicto de legitimidad de éticas narrativas concurrentes que se justifica un
dispositivo procedimental que busca trascender los contextos socio-históricos diferentes
de producción de pretensiones conflictuales en la vida buena. Sólo el artificialismo de un
procedimiento equitativo podrá declarar si las reglas o las máximas pueden prevalecer a
título de principios de moral o de justicia.
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La regla de oro como presupuesto fundador de las normas del actuar
Las objeciones formuladas respecto de la regla de oro deben tener por contraparte una
actitud de sospecha respecto de la vía puramente procesal de construcción de las normas
morales y de los principios de justicia. Si se sigue la marcha de Paul Ricoeur, esta actitud
de sospecha debe conducir, con todo derecho, a la rehabilitación de la regla de oro en el
trayecto de fundación de las normas del actuar humano.
Considerando la regla de oro como el principio supremo de la narratividad, Paul Ricoeur se opone por un frente a los defensores de una ética puramente narrativista como
la reivindican algunos filósofos comunitarianistas, como MacIntyre o aun el moralista
danés Peter Kemp (1986). Nada, para este último, podría superar las éticas constitutivas
del mundo de la vida vehiculadas por los grandes relatos fundadores de valores:
No se pueden criticar los relatos sobre una base distinta que la de los relatos.
No hay punto de Arquímedes […] Los relatos que constituyen el fundamento
de una ética bien enraizada en la vida son aquellos cuya fuerza perdura a través
de la historia o que han demostrado su capacidad para animar, en los momentos críticos, a las personas tan estabilizadas en un pensamiento conceptual.
(Kemp 1986:230)
Esta objeción no vale solamente contra los partidarios de una teoría procesal, sino
igualmente contra los que sitúan una regla, fuese de origen cultural, en posición sobresaliente con relación a las éticas narrativas. Es decir, la regla de oro no puede ser considerada como un principio supremo de moralidad, bajo pena de restablecer precisamente
un punto de Arquímedes. Por otra parte, si Peter Kemp se resiste a otorgar a la regla de
oro el estatuto de principio moral, que vale dondequiera y siempre, esto se cumple en las
situaciones en que es inaplicable; por ejemplo, en los casos donde una acción unilateral
es exigida (así padres, profesores o jueces con relación respectivamente a los hijos, los
estudiantes o los juzgados). En el curso de estas interacciones, una relación asimétrica
entre un agente y un paciente está perfectamente justificada. Además, como se ha visto
ya, la regla de oro no permite juzgar una acción, como el suicidio, que no concierna sino
al agente, o lo que es consentido entre dos personas con la exclusión de toda relación
con un tercero. Se destacará que las objeciones levantadas aquí por Peter Kemp son diametralmente opuestas a las que se encuentran en los formalistas y en los contractualistas.
Para estos últimos, la regla de oro es insuficientemente sobresaliente en razón de su tenor
narrativo e histórico. Para los primeros, la regla de oro es demasiado sobresaliente y debe
ser restablecida como un habitus en sentido aristotélico, es decir, como una actitud ética
fundamental, sin tener el estatuto de un principio moral.
Si Ricoeur rechaza seguir la posición del filósofo danés, es porque conduce a aceptar
un relativismo ético. Si no se puede criticar una ética narrativa más que por otra ética
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narrativa, sin postura de altura evaluativa, uno se vuelve incapaz de discriminar moralmente los ‘buenos’ de los ‘malos’ relatos, las ‘buenas’ de las ‘malas’ máximas. También
es preciso admitir con Ricoeur una jerarquía entre niveles de narratividad que no es
concebible más que si se supone una
regla moral, si no evidente, al menos presupuesta por los mejores, por los más
sabios. ¿No es la regla de oro, según la cual cada uno es llamado a no hacer al
otro lo que no querríamos que nos hiciesen? Esta regla –la regla de oro– es el
imperativo directamente dirigido contra la violencia y orientado hacia el reconocimiento. Yo sugiero decir que es la afinidad de algunos relatos con la regla
de oro que les da la fuerza moral. (Ricoeur en Thomasset 1996:655-657):
La objeción antirelativista de Ricoeur no procede aquí de una vía formalista y procesal. No se trata de evaluar las éticas narrativistas sobre la base del no-lugar de la Razón
o sobre la base de un dispositivo procesal, sino de evaluarlas en función de una regla
que resulta de una tradición narrativa, no obstante, situada en posición sobresaliente.
Bien que heredera de tradiciones culturales con dominante narrativa e interpretativa, la
regla de oro recibe extrañamente en Ricoeur el estatuto de norma superior. El filósofo
hace jugar a una regla extraída de la experiencia histórica una función reguladora que
la aproxima a un cuasi universal cuya ambición tiende a medir también los ‘anhelos de
la vida buena’ que se tejen en lo vivo del mundo de la vida, aquellos que se han estructurado alrededor de los grandes relatos fundadores de valores. Todo sucede como si la
regla de oro, bien que extraída de una ética narrativa, debiera asegurar la misión que
está destinada a las normas morales y a los principios de justicia definidos en un marco
procesal.
El nervio de la argumentación de Ricoeur va más lejos aun en la medida en que niega
la autonomía del dispositivo procesal para fundar las normas del actuar humano. Entendemos bien que no responde de ningún modo, muy por el contrario, a la legitimidad de
construir un tal dispositivo, pues rechaza toda ruptura radical entre el procesalismo y lo
histórico, del mismo modo que rechaza toda separación franca entre lo trascendental y
lo empírico. Es decir, todo filósofo moral debe partir, y sin duda volver, de un sentido
de la moral y de la justicia que haya pasado la prueba de la experiencia histórica. Esto
es, que la regla de oro, como máxima suprema de la moralidad, no es una regla inferior
conformada en el estado convencional de la moral, sino una prescripción sin cesar presupuesta en el estado procesal o posconvencional de las normas del actuar humano. Vale
decir que un desvinculamiento de todo dispositivo procesal respecto de la regla de oro
no es, para Ricoeur, ni posible ni deseable.
Esta carta de Paul Ricoeur a Peter Kemp no fue publicada en los textos oficialmente reunidos de Ricoeur.
Alain Thomasset pudo sin embargo obtenerla y la hizo figurar en el anexo de su tesis.
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Se comprende mejor esta justificación si se la sitúa nuevamente en el marco de la
discusión con la teoría de la justicia de J. Rawls. Que la independencia del dispositivo
procesal sea juzgada imposible, se sostiene en un sentido de la justicia cada vez presupuesto y disimulado detrás de los argumentos racionales y formales, y esto, antes
incluso que la exposición de las condiciones que pesan sobre la situación original. Paul
Ricoeur señala así que el orden de la demostración de Rawls, en Théorie de la justice,
no es lineal (en este caso, la exposición de los principios de justicia no intervendría sino
una vez planteadas las condiciones de la posición original), sino circular. Ya hay circularidad en la medida en que la construcción de los principios de justicia no es posible sino
sobre el fundamento de una situación ella misma equitativa. Esta circularidad Rawls la
consideraría sin dudar, dado que es todo el objeto de su demostración. La otra circularidad que Ricoeur aclara concierne a la presuposición o a la precomprensión de un
sentido de la justicia que gobierna el principio de equidad (fairness) y que resalta como
la posición original: “Ahora, ¿qué es la equidad, sino la igualdad de los socios confrontados a las exigencias de una elección racional? ¿No es en el sentido del isotès según
Isócrates y Aristóteles, el que a su vez implica el respeto del otro como socio igual en el
proceso procesal?” (Ricoeur 1995a:91). La ficción de Rawls es por tanto ‘impuramente’
procesal, puesto que las condiciones que subtienden la posición original se enraízan en
efecto en una larga tradición ética que se remonta a los antiguos y cuya lógica de equivalencia hay que aproximarla a la que se encuentra en la regla de oro. La objeción vale
igualmente cuando se trata del argumento del Maximin (maximizar la parte mínima)
–fundado en la teoría de los juegos en situación de incertidumbre– que es determinante
en la elección de las teorías de la justicia en competencia. A primera vista, el argumento
tiene una apariencia puramente racional, dando una conclusión ética a premisas no
éticas. En realidad, el argumento está dirigido contra el utilitarismo que justifica el
sacrificio de algunos individuos o de grupos desfavorecidos si es requerido para el bien
del mayor número. El principio moral que subtiende la regla del Maximin, Ricoeur lo
caracteriza con Jean-Pierre Dupuy como una réplica de lógica sacrificial del chivo emisario. Y se trata en efecto de un principio kantiano que nos prohíbe tratar al hombre
simplemente como un medio:
somos así reconducidos a la segunda formulación del imperativo categórico
y, además, en la regla de oro: ‘no hagas a tu prójimo lo que detestarías que te
hiciesen’. He destacado por otra parte que la regla de oro tiene la ventaja, sobre
la formulación kantiana, de considerar la referencia a algunos bienes. (Ricoeur
1995a:91)
La estrategia hermenéutica de Ricoeur es una marcha regresiva o derivativa que recuerda el método de ‘cuestionamiento a contrapelo’ practicado por Husserl cuando buscaba
hacer derivar las ciencias galileanas del mundo de la vida. Esta empresa de derivación hace
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improbable una autonomía del dispositivo procesal: un sentido de la justicia no deja de
ser precomprendido en todos los momentos del dispositivo.
La justificación rawlsiana de las “convicciones sopesadas” (considered convictions)
conforta a Ricoeur en su interpretación. Estas designan los juicios morales, escribe
Rawls, “en los que tenemos la mayor confianza” (1987:46). Se trata de “instituciones
morales” suficientemente fuertes como para que sean el objeto de un amplio consenso:
“No dudamos ya que la intolerancia religiosa y la discriminación racial son injustas”
(Rawls 1987:46). ¿Por qué recurrir entonces a un dispositivo procesal si, como lo afirma Rawls, se puede justificar de otro modo una descripción particular de la posición
original? “Es viendo si los principios que se eligen coinciden con nuestras convicciones
sopesadas sobre lo que es la justicia y si las prolongan de un modo aceptable” (Rawls
1987:46). Si se las puede justificar de este ‘otro modo’, ¿por qué hacer intervenir todo
el protocolo de la posición original si este no tiene por fin más que confirmar lo que
está ya precomprendido en nuestras convicciones mejor sopesadas? Aquí Rawls aporta
una precisión fundamental: si no hay lugar para dudar de ciertas convicciones fundamentales como la tolerancia religiosa o la no-discriminación racial, “por el contrario,
tenemos menos confianza cuando se trata de ver cómo repartir correctamente la riqueza
y la autoridad. Nos es preciso entonces buscar un medio para disipar nuestras dudas”
(Rawls 1987:46). Es para disiparlas que se justifica precisamente la ficción procesal de
la posición original. En un sentido, esta ficción es sobre todo pertinente en lo concerniente al segundo principio de justicia que trata justamente sobre la repartición de las
riquezas y de las responsabilidades. Se trata entonces de ajustar mutuamente ‘nuestras
convicciones sopesadas’ con el dispositivo procesal. En términos rawlsianos, el objetivo
consiste en encontrar un equilibrio reflexivo (reflective equilibrium) entre convicción y
teoría. Es preciso así comprender el aparato de argumentación de Théorie de la justice
como una racionalización progresiva de estas convicciones, cuando aquellas son infectadas por prejuicios o debilitadas por las dudas.
El proyecto de Théorie de la justice sigue siendo a fin de cuentas equívoco. De un
lado, este proyecto quiere ser puramente procesal planteando la independencia de los
principios de justicia construidos bajo el velo de ignorancia. De otro lado, este proyecto
consiste en buscar un equilibrio reflexivo entre estos principios y nuestras convicciones
sopesadas. Eso es tanto como decir que la vía ricoeuriana privilegia sin dudar la segunda opción. Esta elección no viene a invalidar el constructivismo procesal, puesto que
permite poner a prueba nuestras convicciones infectadas por prejuicios y erradicar de
los principios de justicia las convicciones que no son bien sopesadas: este trabajo crítico
“tendría por primer campo de aplicación los prejuicios que se ocultan bajo lo que los
moralistas han llamado ‘premisas especificadoras’, por ejemplo la restricción del principio de justicia que durante siglos permitió no clasificar a los esclavos entre los seres
humanos” (Ricoeur 1995a:96).
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¿La regla de oro puede fundar los principios de moral y de justicia?
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Por el contrario, la teoría ricoeuriana viene a rechazar una solución puramente procesal de la justicia; la justificación de una teoría impuramente procesal de la justicia vuelve
a dar sus cartas de nobleza a la regla de oro:
Por mi parte –insiste Ricoeur– diré que es nuestra precomprensión de lo injusto y de lo justo lo que garantiza el enfoque deontológico del argumento que
se dice autónomo, comprendida la regla del Maximin. Fuera del contexto de
la regla de oro, la regla del Maximin seguiría siendo un argumento puramente
prudencial característico de todo juego de transacciones. (Ricoeur 1995a:96)
Es preciso, así, considerar la teoría ricoeuriana de la justicia y de la moral como una
“justificación recíproca”, según la expresión afortunada de Charles Larmore (1999:122)
entre teoría (en el sentido procesal del término) y convicción. Para los partidarios de una
teoría puramente procesal, la justificación es unilateral y reposa únicamente en la teoría.
Para los narrativistas como Peter Kemp, Charles Larmore mismo y la mayor parte de los
pensadores comunitarianistas, la justificación es igualmente unilateral pues sólo reposa
en las proposiciones de sentido vehiculadas por las convicciones sopesadas.
La justificación recíproca en Ricoeur implica, de un lado, la exigencia de puesta
a prueba de nuestras convicciones más dudosas por un procedimiento equitativo; del
otro lado, y recíprocamente, la puesta a prueba de las condiciones que pesan sobre el
procedimiento por las convicciones mejor sopesadas, en primer lugar la regla de oro.
El formalismo procesal pierde así su postura radical sobresaliente, puesto que puede ser
contestado en nombre de convicciones enraizadas en las éticas narrativas, ellas mismas
destacadas por la regla de oro:
no solamente el enfoque deontológico, sino incluso la dimensión histórica del
sentido de la justicia no son simplemente intuitivos, sino que resultan de una
larga Bildung resultante de las tradiciones judía y cristiana tanto como griega
y romana. Separada de esta historia cultural, la regla del Maximin perdería su
característica ética. En lugar de ser cuasi económica, quiero decir, análoga a un
argumento económico, ella derivaría hacia un argumento pseudoeconómico,
una vez privada de su enraizamiento en nuestras convicciones sopesadas. (Ricoeur 1995a:96)
Es decir, con Paul Ricoeur la regla de oro sigue siendo no sólo el tras-plan fundador
de la moral en el marco de las relaciones interpersonales, sino, igualmente, de la justicia,
en el marco de las relaciones institucionales. Esto no quiere decir que los imperativos
morales kantianos o los principios de justicia rawlsianos no aporten nada a la formulación de la regla de oro; esto significa que el formalismo moral o la teoría procesal de la
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justicia se construyen no en la ruptura pura y simple, sino en la continuidad relativa, con
esta máxima suprema enraizada en lo más profundo del mundo de la vida. ¿Se puede
decir por tanto que esta máxima suprema es indispensable, incluso incontestable en su
principio?
Si aún se sigue a Ricoeur, una cierta interpretación de esta regla puede generar efectos
perversos si es trazada “en el sentido de una máxima utilitaria cuya fórmula sería do ut
des, doy para que des” (Ricoeur 1990:58). Peor, la regla de oro deviene francamente contestable cuando la interpretación de la lógica de equivalencia que le es inherente viene a
caucionar la ley del Talión. Para salir de esta interpretación perversa, Ricoeur introduce
una nueva máxima o más bien un mandamiento que se cristaliza en el Agapè, en el amor,
definido originalmente en un sentido cristiano, pero que el filósofo busca secularizar y
descontextualizar bajo el signo de una lógica de sobreabundancia. Hablando de amor,
Paul Ricoeur no menta el sentido simplemente patético de la relación entre los amantes,
sino que libera una lógica de acción que supera el simple intercambio dar/recibir. La
escena del Nuevo Testamento que describe a Cristo poniendo la otra mejilla cuando se
le ha golpeado la primera, constituye la figura de símbolo emblemático, excesivo, hiperbólico de lo que es preciso entender por lógica de sobreabundancia. Se puede oponer
esta lógica no sólo a la regla de oro sino a toda lógica de equivalencia y de reciprocidad
fundadora de las reglas de justicia (isotès, isonomia…). Es que la justicia se identifica, y
eso desde Aristóteles hasta Rawls, con la justicia distributiva y se manifiesta así como
una distribución de roles, de tareas, de derechos y de deberes, de ingresos. Si la justicia
se complejiza ella misma, distinguiendo, por ejemplo, igualdad proporcional e igualdad aritmética, se deja pensar siempre bajo la regla de la igualdad y de la reciprocidad.
Reconociendo totalmente la oposición fundadora entre amor y justicia, entre lógica de
sobreabundancia y lógica de equivalencia, Paul Ricoeur aspira a dialectizarlas. De un
lado, la referencia oblicua de la regla de oro como mandamiento de amor permite interpretarla en un sentido desinteresado. Es verdad, igualmente, de los principios rawlsianos
de justicia:
lo que salva el segundo principio de justicia de Rawls de esta caída en el utilitarismo sutil, es finalmente su parentesco secreto con el mandamiento de
amor, en tanto que aquel está dirigido contra el proceso de victimización que
sanciona precisamente el utilitarismo proponiéndose como ideal la maximización de la ventaja media del mayor número al precio del sacrificio del menor número, por lo que esta implicación siniestra del utilitarismo debe seguir
siendo disimulada. Este parentesco entre el segundo principio de justicia y el
mandamiento de amor es finalmente una de las presuposiciones no dichas del
famoso equilibrio reflexivo, que la teoría rawlsiana de la justicia se permite, en
último resorte, entre la teoría abstracta y nuestras ‘convicciones mejor sopesadas’. (Ricoeur 1990:62)
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Forzoso es por tanto reconocer que hay otra convicción sopesada que debe constituir el tras-plan normativo de los principios de justicia. En efecto, se trata, sin duda,
menos del mandamiento de amor (‘da sin esperar nada a cambio’) que de la regla de
oro trazada del lado de la generosidad y del desinterés. Es decir, que la regla de oro es
indispensable si precisamente es interpretada en este sentido no pervertido, esto es, no
utilitarista, del intercambio. Del otro lado, y recíprocamente, la lógica de equivalencia
viene a infligir el mandamiento de amor que puede avanzar hasta la exigencia de amar a
los enemigos. Expresada en su más completa radicalidad, la lógica de sobreabundancia
destruye el orden justo:
¿Qué ley penal y en general qué regla de justicia podría ser extraída de una
máxima de acción que erigiese la no-equivalencia en regla general? ¿Qué distribución de tareas, de roles, de ventajas y de cargos, podría ser instituida, en
el espíritu de justicia distributiva, si la máxima de prestar sin esperar nada a
cambio fuese erigida en regla universal? Si la supramoral no debe volverse a lo
no-moral, incluso a lo inmoral –por ejemplo, la cobardía–, le es preciso pasar
por el principio de la moralidad, resumido en la regla de oro y formalizado por
la regla de justicia. (Ricoeur 1990:56)
Incluso infligida por la lógica de la sobreabundancia, la regla de oro conserva, aún,
una función arquitectónica en la filosofía práctica de Paul Ricoeur. Esto, tanto más en
cuanto el mandamiento de amor, tomado en su pureza, depende precisamente de un
orden supramoral y suprajurídico, situándose más allá de una lógica de equivalencia que
acerca el camino de la santidad. Esta es la razón por la que la lógica del amor no tomó
el lugar de la moral y de la justicia, sino para darle una altura. Si se vuelve, por ejemplo,
a la justicia judicial, en una lógica de equivalencia, para establecer una justa proporción
entre la falta y el castigo, para establecer una justa distancia entre el paciente y el agente,
puede volver al amor, más allá de la justicia, después de que la justicia se efectúe, para
hacer advenir una lógica de la sobreabundancia cuando el culpable pide perdón a la víctima. En oposición al orden jurídico, el perdón, desde que se dirige a lo imperdonable,
depende de una lógica de sobreabundancia. Hay sobreabundancia en razón de la desproporción entre el acto de perdonar y la falta cometida, entre “la profundidad de la falta y
la altura del perdón”. Es porque el perdón no es nunca debido: “No sólo no puede ser
exigido, pues la solicitud puede ser legítimamente rechazada. En esta medida, el perdón
debe primeramente haber encontrado lo imperdonable, es decir, la falta infinita, el daño
irreparable” (Ricoeur 1995b:207).
Si el modelo de la justificación recíproca propuesto por Ricoeur para fundar los
principios de moral y de justicia, sigue siendo seductor, sigue, no obstante, suscitando
perplejidades el lugar considerable otorgado a la regla de oro en este dispositivo. Las
objeciones formuladas al comienzo de nuestro estudio con respecto de la fundación de
esta máxima de acción conservan su pertinencia.
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De una parte, la regla de oro, en la medida en que se inscribe de preferencia en un
marco impersonal, entre un sujeto y su prójimo, puede difícilmente fundar principios
de justicia que suponen una adopción ideal de rol en un marco institucional donde las
relaciones son anónimas. Se vuelve a encontrar aquí la objeción formulada por L. Kohlberg (1984).
De otra parte, contestando la vía de un formalismo rígido, Ricoeur es obligado a hacer
jugar a la convicción sopesada histórica y culturalmente la función de un cuasi principio
con pretensión universal, encargado de evaluar también tanto las otras éticas narrativas
como las reglas que presiden a las teorías procesales. Pero, ¿por qué privilegiar esta máxima de acción, que proviene de la cultura judeocristiana, más que otra? Sólo un dispositivo
procesal, con vocación imparcial y neutralizante, podría poner a prueba la pretensión de
universalidad de la regla de oro. Pero si este dispositivo debe él mismo enraizarse en lo
más profundo de esta máxima supuestamente suprema de la moralidad, se arriesga a entrar en un círculo vicioso. Todo sucede como si el dispositivo procesal debiese mostrar la
validez de una regla que está, sin cesar, presupuesta en el dispositivo procesal mismo.
Por último, la marcha ricoeuriana que se ha asimilado a una suerte de cuestionamiento a contrapelo busca desenmascarar, más allá del formalismo moral o del dispositivo procesal, una regla de oro cada vez disimulada, una convicción no dicha –esto no
deja de plantear problemas. Si esta marcha puede apuntar a una lógica de equivalencia
presupuesta como lógica implícita de la equidad y de la justicia, otra cosa viene a identificarla con la regla de oro. Si la regla de oro depende, sin duda alguna, de una lógica
de equivalencia, toda lógica de equivalencia, recíprocamente, no se identifica con la
regla de oro. La referencia explícita al amor, al odio, al prójimo, se inscribe muy claramente en un contexto teológico-moral definido originalmente por el judeocristianismo.
Pero, esta referencia es ampliamente extraña para otras formulaciones de la lógica de
equivalencia que se encuentran en otros ‘sabios’, en primer rango, los antiguos. Si este
tras-plan teológico-moral de la regla de oro no aparece en Sócrates, Aristóteles, Solón
o Pericles, por el contrario, es innegable que la lógica de equivalencia es estructuradora
en su pensamiento. Ello, salvo que esta lógica de equivalencia sea ella misma la apuesta
de debates y de desacuerdos entre ellos, particularmente entre una lógica proporcional
(que permite por ejemplo a Sócrates justificar una aristocracia meritocrática) y una lógica aritmética de la justicia (que permite por ejemplo a Pericles justificar la puesta en
obra de una democracia popular). La formulación de la regla de oro es no sólo extraña a
este debate sino, además, no permite tranzar este dilema que estructura todavía los desacuerdos contemporáneos sobre los principios de justicia. ¿Se puede enfrentar una lógica
de equivalencia de tipo aritmética para repartir los bienes económicos y sociales? O ¿es
preciso enfrentar una lógica proporcional, reivindicando como justas las desigualdades
económicas y sociales?
Es, tal vez, menos la regla de oro que puede servir de fundamento a la moral y a la
justicia que la lógica de equivalencia; la primera, sin ser más que una expresión particular
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de la segunda, pues la lógica de equivalencia no es el producto de una ética narrativa particular, sino que está en el cruce de una pluralidad de tradiciones culturales y de filosofías
morales, desde los antiguos hasta los modernos. Si Aristóteles, Kant o Rawls pueden
tener buenas razones para rechazar la regla de oro, por el contrario, están de acuerdo en
sus principios filosóficos en ratificar la lógica de equivalencia. Considerar, sin embargo,
la lógica de equivalencia como un principio transcultural o transfilosófico no resuelve en
nada el problema de la fundación de los principios de moral o de justicia. Ello, puesto
que el debate sobre la fundación de las normas del actuar, que compromete en efecto
el modo de nuestro vivir-juntos, trata precisamente sobre el tipo de equivalencia que se
trata de ratificar.
Recibido abril 2007
Aceptado octubre 2007
Traducción de Patricio Mena
Referencias bibliográficas
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Press.
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