Primera Guerra Mundial: ocho millones y medio de muertos en los

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MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN
Primera Guerra Mundial: ocho millones y medio de muertos en los frentes,
casi diez millones en la población civil, seis millones de inválidos. Durante
el mismo tiempo: genocidio de los armenios, un millón y medio de
personas llevadas a la muerte por el poder turco. La Rusia soviética, nacida
en 1917: cinco millones de muertos a causa de la guerra civil y la
hambruna de 1922, cuatro millones de víctimas de la represión, seis
millones de muertos durante la hambruna organizada de 1932-1933.
Segunda Guerra Mundial: más de treinta y cinco millones de muertos sólo
en Europa, de ellos al menos veinticinco en la Unión Soviética. Durante la
guerra, exterminio de los judíos, los gitanos, los deficientes mentales: más
de seis millones de víctimas. Bombardeos aliados de la población civil en
Alemania y Japón: varios centenares de miles de muertos. Sin mencionar
las sangrientas guerras llevadas a cabo por las potencias europeas en sus
colonias, como Francia en Madagascar, en Indochina, en Argelia.
Esas son las grandes hecatombes del siglo xx, reducidas a fechas, lugares y cifras de las víctimas. El siglo xvm fue designado por los historiadores como el «siglo de las Luces», ¿acabaremos algún día llamando al
nuestro el «siglo de las Tinieblas»? Escuchando esa letanía de matanzas y
sufrimientos, esos números desmesurados que ocultan rostros de personas
que deberían evocarse, una a una, la primera reacción es la del desaliento.
Sin embargo, no podemos quedarnos ahí.
La historia del siglo xx, en Europa, es indisociable de la del totalitarismo.
El Estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera
Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco después.
La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios se
habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La
segunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la guerra fría, que
opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de
transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la
democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí. Ahora que los
conflictos han terminado, podemos identificar el guión: todo ocurrió como
si, para curarse de sus anteriores males, los países europeos hubieran
probado un remedio y, luego, hubiesen advertido que era peor que el mal:
lo rechazaron. Desde este punto de vista, el siglo puede ser considerado
como un largo paréntesis; el xxi retoma las cosas donde las había dejado el
xix.
En lo esencial, el totalitarismo pertenece ya al pasado, ese mal en
particular ha sido vencido. Pero necesitamos comprender lo que ocurrió:
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antes de volver una página, decía el antiguo disidente Yeliu Yelev, que fue
durante cierto tiempo presidente de Bulgaria, hay que leerla. Y para
nosotros, que la vivimos, esa necesidad representa una imperiosa urgencia
personal. «No se prepara el porvenir sin aclarar el pasado», escribe
Germaine Tillion. Quienes conocen el pasado desde el interior tienen el
deber de transmitir la lección a quienes la ignoran. Pero ¿cuál es esta lección?
Para empezar a responder la pregunta, es preciso hacer previamente
otra: ¿qué significan exactamente los términos «totalitarismo» y «democracia»?
Se trata ahí, se ve de entrada, de dos instancias de lo que hoy se denomina un «tipo ideal» de régimen político. Esta primera delimitación
comporta dos elementos. El tipo ideal: así se designa, desde Max Weber, la
construcción de un modelo destinado a hacer más inteligible lo real, sin que
por ello sea necesario poder observar su encamación perfecta en la
Historia. El tipo ideal indica un horizonte, una perspectiva, una tendencia.
Los hechos empíricamente observables lo ilustran en un grado más o
menos alto, todos sus rasgos constitutivos se encuentran en él, o sólo
algunos, a lo largo de todo un período histórico o sólo en una de sus partes,
y así sucesivamente. Hay que insistir en ello, pues algunos historiadores y
sociólogos creen poder prescindir de esas construcciones conceptuales,
apoyándose en lo que les parece ser un gran sentido común empírico. En
realidad aceptan, sin darse cuenta y sin poder criticarlos, los conceptos y
los «tipos ideales» comunicados por el lenguaje común. El tipo ideal no es,
en sí mismo, verdadero; sólo puede ser más o menos útil, sugerente,
ilustrador.
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Por otra parte, se trata cada vez de un régimen político, no de una sociedad tomada en su conjunto ni, menos aún, de otra de sus dimensiones,
como la economía: está muy claro, en particular, que el sistema económico,
que la composición social de los grupos políticos son distintos en la
Alemania nazi y en la Unión Soviética, y que nada se gana designándolos
con un término común.
La democracia moderna, como tipo ideal, presupone la copresencia de
dos principios, que se encuentran ya enunciados conjuntamente por John
Locke en el siglo xvii, pero que fueron articulados con claridad, sobre todo,
tras la Revolución Francesa, cuando, en suma, los «trabajos prácticos»
realizados entre tanto obligaron a poner a punto la teoría. Esa articulación
fue, en particular, obra de Benjamin Constant, en su tratado Principios de
política (1806). Los dos principios podrían denominarse: autonomía de la
colectividad y autonomía del individuo.
La autonomía de la colectividad es, claro está, una exigencia antigua,
es la misma que contiene la palabra «democracia» o poder del pueblo. La
cuestión pertinente aquí es saber, primero, si es el pueblo quien detenta el
poder o sólo una de sus partes, un único individuo incluso (el rey o el
tirano), y, luego, si ese poder procede sólo de la voluntad humana o si es
atribuido por una fuerza sobrehumana, Dios, la propia estructura del
Universo o las tradiciones. La autonomía política, en este sentido de la
palabra, consiste en que la colectividad viva bajo unas leyes que ella misma se ha dado y que puede modificar cuando lo desee. Atenas es, desde
este punto de vista, una democracia, aunque su definición de «pueblo»
fuera muy restrictiva, puesto que excluía a las mujeres, los esclavos y los
extranjeros, es decir, tres cuartas partes de la población.
Los Estados cristianos, tras la caída del Imperio Romano, no reconocían la
autonomía política, llamada también soberanía del pueblo: el poder tenía
entonces su origen en Dios. Sin embargo, ya en el siglo xiv, Guillermo de
Occam afirmó que Dios no es responsable del orden (o el desorden) del
mundo; Guillermo reanudaba así con el principio cristiano original (mi
reino no es de este mundo). El poder humano, declaró, pertenece sólo a los
hombres. Por eso tomó partido por el emperador en su conflicto con el
Papa, que intentaba acumular poder espiritual y poder temporal. Desde esa
época, la afirmación de la autonomía política adquirió cada vez más fuerza,
hasta su triunfo en las revoluciones americana y francesa. «Todo gobierno
legítimo es republicano», declaraba Rousseau en su Contrato social, y
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añadía en una nota: «Entiendo por esta palabra todo gobierno guiado por la
voluntad general que es la ley»;1 la propia monarquía puede ser
republicana en este sentido. Dicho de otro modo: sólo es legítima la
república, el régimen gobernado por la voluntad general del pueblo.
Democracia, autonomía colectiva, soberanía del pueblo, voluntad general y
república son, desde este punto de vista, términos emparentados.
La Revolución Francesa arranca el poder de las manos de los monarcas
y lo devuelve a las del pueblo (aunque éste siga siendo definido de modo
restrictivo); sin embargo, el resultado no es brillante: reina el terror en
lugar de la libertad. ¿Dónde se equivocaron?, se preguntan los grandes
ingenios liberales, los que se adhieren a la idea de la soberanía popular. Y
es que olvidaron limitar el principio de la autonomía colectiva con el de la
autonomía individual: el uno no se desprende del otro, son efectivamente
dos. «Nunca debe presumirse—decía sin embargo Locke—que el poder de
la sociedad se extiende más allá del bien común».2 Al día siguiente de la
Revolución, los espíritus liberales, Siéyes, Condorcet, Benjamin Constant
sobre todo, lo advierten: el poder ha pasado de las manos del rey a las de
los representantes del pueblo, pero sigue siendo igual de absoluto (si no
más aún). Los revolucionarios creen romper con el Antiguo Régimen pero
en realidad perpetúan uno de sus rasgos más nefastos. Ahora bien, el
individuo, no menos que la colectividad, aspira a la autonomía; para
preservarla, no sólo hay que protegerle de los poderes en los que no
participa (está excluido del derecho divino de los reyes), sino también de
los poderes del pueblo: éstos deben extenderse hasta cierto límite (el «bien
común»), pero no más allá.
Esta conjunción de los dos principios que designa la expresión «democracia liberal» es la que corresponde a los Estados democráticos modernos. Podemos también hablar de una vertiente «republicana» y una
vertiente «liberal» de nuestras democracias; Constant, por su parte, se
refería a ello como a la «libertad de los antiguos» y la «libertad de los
modernos». Cada una de ellas pudo existir independientemente de la otra:
soberanía del pueblo sin garantías para la libertad del individuo, como en la
1 II, VI; Oeuvres completes, t. III, Gallimard-Pléiade, 1964, p. 380 (salvo
indicación contraria, el lugar de edición es París).
2 «Deuxième traité du gouvernement civil», 1 3 1 , en P. Manent, dir., Les
Libéraux, Hachette-Pluriel, 1.1, 1986, p. 1 8 1 .
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Grecia antigua; regímenes liberales en el seno de una monarquía de
derecho divino. Su reunión es la que marca el nacimiento de la modernidad
política.
¿Significa eso decir que nuestras democracias son Estados que no conocen nada superior a la expresión de la voluntad, ya sea colectiva o individual? ¿Podría el crimen hacerse en ellas legítimo porque el pueblo lo
ha deseado y el individuo lo ha aceptado? No. Algo está por encima tanto
de la voluntad individual como de la voluntad general, algo que, sin
embargo, no es la voluntad de Dios: es la propia idea de la justicia. Pero
esta superioridad no es sólo propia de las democracias liberales, se presupone en toda asociación política legítima, en todo Estado justo. Sea cual
sea la forma de esta asociación, asamblea tribal, monarquía hereditaria o
democracia liberal, es preciso, para que sea legítima, que se dé por principio el bienestar de sus miembros y la justa regulación de sus relaciones.
Michael Kohlhaas, en la célebre novela de Kleist, no vive en democracia;
puede sin embargo rebelarse contra la injusticia de la que es víctima y reclamar su justo derecho: lo arbitrario.y el reino del interés personal no son
tolerables en ningún Estado. La democracia, como cualquier Estado
legítimo, reconoce que la justicia no escrita, la que pone la propia asociación política al servicio de sus miembros y afirma con ello el respeto
que les es debido, es superior a la expresión de la voluntad popular o a la
autonomía personal. Por eso, en efecto, podemos calificar de «crimen» lo
que las leyes de un país particular autorizan, recomiendan incluso—la pena
de muerte, por ejemplo—, o de «desastre» una expresión de la voluntad
popular (como la que instaló a Hitler en el poder).
Ese es el «género cercano» de las democracias liberales (son Estados
legítimos); por lo que se refiere a su «diferencia específica», consiste en
una doble autonomía, colectiva e individual. En torno a esos dos grandes
principios se acumulan, por añadidura, varias reglas, que dependen más o
menos directamente de ellos y que forman, juntas, nuestra imagen de la
democracia. Así, para la autonomía colectiva, la idea de igualdad de derechos y todo lo que implica. Si el pueblo es soberano, entonces todos
deben participar en el poder, y por la misma razón unos u otros (como
partes constitutivas de ese pueblo). En una democracia, pues, las leyes son
las mismas para todos, sean o no ricos, célebres y poderosos. Puede verse
qué imperfectas son, desde este punto de vista, las democracias
reales, aun siendo conformes a su tipo ideal, puesto que mantienen a veces
marginados a grandes grupos de población (en Francia, a los pobres hasta
1848; a las mujeres, hasta 1944). El sufragio realmente universal forma
parte, para nosotros, de la definición de democracia, por ello el régimen del
apartheid en Sudáfrica estaba excluido de ella. Además, este sufragio
conduce a la elección de diputados en vez de decidir, directamente, cada
cuestión planteada: la democracia liberal es representativa y sólo
excepcionalmente recurre a la consulta directa o referéndum.
Por lo que se refiere a la autonomía individual—que nunca es total sino
que se refiere sólo a un campo previamente delimitado, el de la vida
privada—, se advirtió que podía asegurarla un medio más que todos los
otros, hasta el punto de que este medio ha podido convertirse en un sinónimo de libertad y ser percibido como un fin en sí mismo: se trata del
pluralismo. El término se aplica a múltiples facetas de la vida en sociedad,
pero su sentido y su destino son siempre los mismos: la pluralidad asegura
la autonomía del individuo. Y eso hace también la propia separación entre
lo teológico y lo político, lo divino y lo humano, iniciada por Guillermo de
Occam. Se trata, advirtámoslo, de una separación y no de una victoria de lo
uno sobre lo otro. La democracia no exige que sus ciudadanos dejen de
creer en Dios, sólo les pide que mantengan sus creencias encerradas en el
espacio de su vida privada y toleren que las del vecino sean distintas. La
democracia es un régimen laico, no ateo; se niega a fijar la naturaleza del
ideal de cada vida particular y se limita a asegurar la paz entre esos
diversos ideales, a condición, sin embargo, de que no contravengan las
ideas subyacentes de justicia.
Las esferas en las que se implica la existencia de cada individuo también deben permanecer separadas. La primera separación, aquí, es La.de lo
público y lo privado, lo que prolonga la distinción entre lo colectivo y lo
individual. Constant lo había advertido ya: estas dos esferas obedecen a dos
principios distintos. Al igual que la autonomía personal no se desprende de
la autonomía colectiva, el mundo de las relaciones personales no se
confunde con el de los contactos que se establecen entre los hombres por el
mismo hecho de que viven en sociedad. Esta última parte de la existencia
humana es la que debe encargarse, de modo más o menos perfecto, del
Estado; y el ideal de su acción es la justicia. Pero no ocurre del mismo
modo con las relaciones personales, aquellas en las que los individuos se
convierten en seres únicos, unos con respecto a otros, seres
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irreemplazables. Este mundo, en vez, de obedecer a los principios de
igualdad y de justicia, está hecho de preferencias y rechazos; su punto
culminante es el amor. El Estado democrático, y esto es esencial, no legisla
sobre el amor; idealmente, debiera ser lo contrario: «El amor debe vigilar
siempre a la justicia», escribe Levinas al describir el humanismo como
filosofía de la democracia.3 Es preciso poder adaptar la ley impersonal al
contacto de las personas reales.
En el propio seno del mundo público se mantiene la separación de lo
político y lo económico: los poseedores del poder político no deben controlar también, enteramente, la economía. Vemos entonces por qué cierta
ortodoxia marxista es incompatible con la democracia liberal: la expropiación de los medios de producción pone el poder económico en manos
de quienes detentan ya el poder político. El mantenimiento de la propiedad
privada, en la medida en que asegura la autonomía del individuo, está de
acuerdo con el espíritu democrático, aunque no baste para hacerlo triunfar.
Recíprocamente, una política por completo dictada por consideraciones
económicas es ajena al espíritu de la democracia liberal, diga lo que diga,
hoy, un discurso ultraliberal, que pretende resolver todos los problemas
sociales gracias a la economía de mercado.
La propia vida política, en democracia, obedece al principio del pluralismo. Primero, el individuo es protegido por leyes contra toda acción
procedente de quienes detentan el poder: es un efecto de la famosa separación de los poderes ejecutivo y legislativo (y judicial), exigida por Montesquieu. Lo que éste denomina la moderación y que constituye su ideal de
régimen político, sea cual sea, por lo demás, el origen o la forma, república
o monarquía, es sólo otro nombre para el pluralismo que asegura la
autonomía del individuo. El derecho y el poder permanecen aquí claramente separados, y el primero controla al segundo; la sociedad no es sólo
un campo de batalla entre las distintas fuerzas que la habitan, se constituye
en Estado de derecho, regido por un contrato tácito que obliga a todos los
ciudadanos.
El mismo principio exige una pluralidad de las organizaciones políticas, llamadas partidos, entre las que el ciudadano puede elegir libremente.
Aun cuando, durante las elecciones, uno de los partidos conquiste el poder,
los partidos vencidos, convertidos en oposición, tienen también
3
Entre nous, Grasset, 1 9 9 1 , p . 1 1 8 .
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derechos; al igual que las minorías, en la propia sociedad, aunque deban
someterse a la voluntad de la mayoría, no pierden el derecho a organizar su
vida privada como deseen. Las diversas organizaciones y asociaciones
públicas tampoco deben pertenecer a una sola tendencia política, ni siquiera reivindicar necesariamente una tendencia política cualquiera. Finalmente, los medios de difusión de la información—prensa, radio y televisión, bibliotecas y demás—siguen siendo también plurales; para
escapar de una tutela política única.
Este pluralismo que limita el poder político y asegura la autonomía del
individuo está, a su vez, limitado. Así, el Estado democrático no admite
pluralismo alguno en el uso legítimo de la violencia: es el único que posee
un ejército y una policía, y reprime cualquier manifestación privada de esta
misma violencia, cualquier incitación, incluso, a tomar ese camino. Del
mismo modo, mientras que el Estado no impone ideal alguno de vida
buena a sus ciudadanos, excluye algunos que contradicen sus principios:
castiga, por ejemplo, a quienes predican la violencia o quienes practican la
discriminación hacia algunos grupos y contradicen así la igualdad ante la
ley. La negativa del pluralismo puede extenderse a otros campos sin por
ello poner en cuestión la identidad democrática. De ese modo, en Francia,
existe sólo una lengua oficial, el francés, y un solo examen de fin de
estudios secundarios, el examen de bachillerato. Las formas de pluralismo
anteriormente enumeradas, en cambio, son indispensables.
La Revolución Americana y la Revolución Francesa, a finales del siglo
xviii, inauguraron la era de las democracias liberales en Europa y en
América del Norte, aunque el camino de su triunfo estuviese sembrado de
celadas. El siglo xix dio, indiscutiblemente, una afirmación de ese tipo de
régimen político. Al mismo tiempo, se acentuó la separación entre fe y
razón, se autonomizaron progresivamente la Iglesia y el Estado. Eso no
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quiere decir que todos aprobaran esta evolución; en Francia, los partidarios
del Antiguo Régimen eran numerosos y, a menudo, preferían una u otra
faceta de la antigua sociedad a lo que veían con sus propios ojos. Debe
decirse que no todo era perfecto en aquel mundo nuevo: la gozosa
autonomía personal se paga con la pérdida de las orientaciones
tradicionales y también con una miseria de formas inéditas.
Dos reproches, en particular, solían dirigir los conservadores (los que
preferían el pasado al presente) a los demócratas. Ambos reproches correspondían a características reales de las sociedades nuevas, en las que
esos críticos sólo ven los efectos nefastos. El primero es el debilitamiento
del vínculo social: la sociedad democrática es «individualista»; aunque
asegura la autonomía de las personas, lo hace a costa de lo que constituye
su propia existencia, la interacción social. El espacio público se reduce y
periclita en beneficio de una esfera privada hipertrofiada, la sociedad se ve
amenazada por la atomización. Los Estados democráticos, profetizaban los
conservadores, se verán poblados de solitarios infelices. La segunda
característica es la desaparición de los valores comunes (la sociedad
democrática es «nihilista»): comenzó disociando el Estado y la Iglesia,
terminará por privar a los individuos de cualquier orientación común,
pudiendo cada uno de ellos elegir sus propios valores, sin preocuparse de
los valores de los demás.
Ambas críticas se reiteraron constantemente a lo largo del siglo xix;
debemos recordar hasta qué punto quienes nos parecen hoy los mejores
ingenios de su tiempo—en Francia Baudelaire, Flaubert, Renán y tantos
otros—despreciaron y denigraron la democracia. No conducen por ello, sin
embargo, a una acción política violenta: se trataba más bien de la nostalgia
de un pasado en parte imaginario. Las cosas cambiaron en la segunda
mitad del siglo, cuando el ideal fue extraído del pasado y proyectado hacia
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el porvenir. En este contexto se preparó el proyecto totalitario. Retomó, en
efecto, las críticas que los conservadores dirigían a la democracia—
destrucción del vínculo social, desaparición de los valores comunes—, y se
propuso poner remedio a ello con una acción política radical.
T. Todorov: Memoria del bien, tentación del mal, Barcelona,
Península, p 17-25.
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