VERACRUZ: LLAVE COMERCIAL DEL IMPERIO ESPAÑOL Matilde

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VERACRUZ: LLAVE COMERCIAL DEL IMPERIO ESPAÑOL
Matilde Souto Mantecón
Por más de dos siglos las relaciones comerciales entre España y América estuvieron sujetas a un
sistema monopólico. Entre 1561 y 1566, Felipe II dictó las ordenanzas que establecieron el sistema
de comercio que regiría en las colonias españolas hasta mediados del siglo XVIII.
Felipe II ordenó que los barcos mercantes con destino a la América española sólo podrían
navegar en convoyes escoltados por naves de guerra. La navegación en flotas a través del
Atlántico fue necesaria por los frecuentes asaltos de piratas y corsarios que infestaban el mar, en
acecho constante de los ricos cargamentos de las Indias. Para poder organizar la salida de los
convoyes, se restringió el comercio con América a dos puertos peninsulares, San Lúcar y Cádiz.
Cada año saldrían de estos puertos andaluces dos flotas hacia América. Una de ellas, conocida
como los “galeones de Tierra Firme”, iría a Cartagena de Indias y a Portobelo; la otra, llamada la
“flota de la Nueva España”, tenía como destino Veracruz.
Los viajes y tornaviajes entre España y América estaban limitados exclusivamente a estos
puertos, y ninguna nave podía modificar el destino de su travesía.
Si bien por motivos de defensa se establecieron los convoyes formados por naves militares
y mercantes, con puertos de entrada y salida obligatorios, otras razones de gran peso obligarían a
circunscribir el comercio colonial a un sistema monopólico. La corona española carecía de un
aparato administrativo amplio y eficaz para controlar a su vastísimo imperio. Para poder manejar el
tráfico americano restringió el comercio a ciertos puertos y delegó algunas de sus funciones en
gremios particulares. Concretamente la corona cedió parte del control sobre el giro trasatlántico al
Consulado de Sevilla, fundado en 1543 por los comerciantes residentes en dicha ciudad con el
título de Universidad de Cargadores de Indias. Además de ejercer las funciones tradicionales de
las instituciones consulares, como resolver las disputas mercantiles y promover los intereses
comerciales, el Consulado sevillano quedó al cargo de cobrar impuestos, vigilar las aduanas y
formar las flotas, actividades gracias a las cuales pronto dominó el monopolio comercial con la
América española. Sevilla, como sede del consulado y de la Casa de Contratación, institución real
que expedía las licencias y registros para la travesía transatlántica, adquirió el predominio sobre la
carrera de Indias y desplazó a Cádiz. Sevilla sería el centro del comercio colonial hasta el siglo
XVIII, época en la que Cádiz adquirió el control del monopolio, aunque por poco tiempo.
Otro rasgo del sistema monopólico fue que la corona española determinó que el comercio
con sus colonias fuera un privilegio peninsular. Sin embargo, el estado de la economía española
hizo imposible que la producción metropolitana satisficiera la demanda colonial y por ello se tuvo
que recurrir a los productos de las naciones extranjeras, cuya calidad y precio eran mucho mejores.
Para evitar que los extranjeros se adueñaran por completo del comercio americano, fue obligatorio
que todas las mercancías destinadas a las colonias pasaran por Sevilla. Allí, aunque los productos
fueran de hechura y propiedad extranjeras, se registraban como de pertenencia española bajo un
nombre prestado. Con ello, muchos comerciantes españoles hacían fortunas como intermediarios y
la corona obtenía ingresos considerables gracias a los impuestos.
La contraparte del monopolio comercial en la Nueva España quedó en manos de una
corporación homóloga al gremio sevillano: el Consulado de México. Fundado en 1592, este gremio
logró el control del comercio novohispano gracias al suministro restringido derivado del sistema de
flotas periódicas. Al poco de llegar la flota a Veracruz, se organizaba en la ciudad de México una
feria mercantil para el intercambio de los productos de uno y otro continente. Allí, los grandes
mercaderes mexicanos que disponían de fuertes sumas de dinero en efectivo, compraban los
cargamentos al mayoreo. Dueños de la oferta, los comerciantes mexicanos imponían sus
condiciones en el mercado interior de la Nueva España. Por medio de préstamos abastecían de
mercancías europeas a los comerciantes de provincia y a los productores de plata y frutos
novohispanos; en pago recibían las producciones que más adelante exportarían. Su posición
estratégica dentro del entramado del comercio exterior, colocó a los comerciantes del Consulado
de México como uno de los sectores claves de la sociedad novohispana.
El sistema comercial monopólico se mantuvo hasta mediados del siglo XVIII; desde los
primeros años de este siglo, sin embargo, se perfilaron cambios importantes para España y sus
colonias, cambios que alterarían el orden que perduró por dos siglos. El nuevo siglo comenzó con
una guerra de sucesión al trono español al morir sin herederos Carlos II, último rey de la Casa de
los Austrias. Junto con el ingreso de la Casa de los Borbones al coronarse como rey de España a
Felipe V, nieto de Luis XIV, la Guerra de Sucesión produjo que España tuviera una posición
diferente en el juego de fuerzas europeo.
La crisis que venía sufriendo el imperio español se hizo evidente; España quedó sujeta a la
influencia de Francia y perdió gran parte de sus posesiones europeas, entre otras Gibraltar, que
pasó al poder de los ingleses. No obstante, el imperio español seguiría siendo objeto de las
ambiciones de las potencias europeas en auge. Así, en el siglo XVIII, la política europea cambiaría
de orientación y ampliaría sus tácticas ofensivas hacia América.
Durante la Guerra de Sucesión, las dificultades de España para comunicarse con sus
posesiones americanas propiciaron los contactos entre los hispanoamericanos y los extranjeros. Al
interrumpirse el envío de las flotas y cortarse el suministro de productos europeos, la Nueva
España recurrió al contrabando con las posesiones extranjeras en el Caribe para abastecer sus
mercados. Con el fin de la guerra, sin embargo, los nexos entre los novohispanos y los extranjeros
no terminaron. Por el contrario, el tratado de paz firmado en Utrecht vino a reforzar los vínculos de
ese comercio ilegal, ya que España concedió a Inglaterra la licencia para la venta de esclavos en la
América española y el permiso para enviar un navío anual, en teoría con 500 toneladas de
mercancía inglesa, a Veracruz. Ambas concesiones, que legalizaban en parte los tratos entre
ingleses y mexicanos, resultaron además mecanismos excelentes para el contrabando. Así,
conforme
se
estrechaban
por
uno
u
otro
medio
los
lazos
entre
los
comerciantes
hispanoamericanos y los extranjeros, se hizo evidente la capacidad de la América española para
comerciar con cierta autonomía de la metrópoli. A partir de entonces, la carrera de Indias adquiriría
una nueva técnica.
Los conflictos europeos a lo largo del siglo XVIII fueron continuos, y con ellos el
entorpecimiento del tráfico a través del Atlántico fue casi constante. Con el océano una y otra vez
bloqueado por la armada inglesa, el despacho de las flotas hacia América topaba con enormes
dificultades. A lo largo de 58 años, entre 1720 y 1778, sólo llegaron trece fibras a la Nueva España.
Pese a los intentos de los Borbones por modificar los sistemas de flotas, de ferias y de impuestos
para revitalizar el comercio colonial, era claro que el viejo mecanismo comercial español estaba en
franco deterioro. Después de la invasión inglesa a Cuba en 1762, fue evidente la necesidad de un
cambio radical en las relaciones entre España y sus colonias. Tres años después se empezaría a
transformar el sistema comercial al liberar del monopolio tradicional a las islas del Caribe y al
habilitarse para la carrera de Indias a varios puertos peninsulares. A partir de entonces, diversas
órdenes minarían al antiguo monopolio ampliando las libertades de comercio para la América
española, proceso que culminó en 1778 al expedirse el Reglamento y aranceles reales para el
comercio libre de España e Indias. En América se abrieron veinticuatro puertos al comercio exterior
y se permitió que las embarcaciones mercantes navegaran independientemente, en lugar de
hacerlo en convoy y escoltadas por naves de guerra. Sin embargo, la Nueva España no quedaría
incluida en el nuevo sistema sino hasta 1789. Ese año también se concluirá formalmente con el
envío de la flota a Veracruz.
La transformación del antiguo sistema hacia el de libre comercio no dejó imposible al
Consulado de
México. Su poder y opulencia se debían al control monopólico que ejerció gracias al sistema de
flotas y, naturalmente, intentó conservarlo en la Nueva España. Una y otra vez envió a la metrópoli
representaciones describiendo el deterioro económico que producía el nuevo sistema. Entre á uno
de los argumentos que esgrimió el Consulado de México fue que los antiguos comerciantes
estaban sacando sus capitales del giro mercantil por el riesgo que implicaba el nuevo modo de
operar. Temían que la continua entrada de mercancías saturara los mercados y desplomara los
precios al grado de llevarlos a la quiebra. Entre tanto, individuos sin experiencia ni caudales
suficientes se estaban dedicando al comercio. Estos nuevos comerciantes, añoraba el Consulado
capitalino, competían deslealmente con los antiguos mercaderes al comprar a crédito las
mercancías y rematarlas para poder pagar sus deudas. Sin embargo, las quejas del Consulado
mexicano se toparon con la oposición del virrey Revillagigedo, ferviente partidario de las reformas
que se estaban emprendiendo. A diferencia de los comerciantes monopolistas, Revillagigedo
sostenía que gracias al nuevo sistema de comercio se apreciaba en la Nueva España un auge
económico. Efectivamente, los antiguos mercaderes estaban retirando sus capitales del comercio
pero esto, según el virrey, lejos de perjudicar era benéfico para la economía novohispana, ya que
esos capitales se estaban invirtiendo en otras áreas productivas. ReviIlagigedo sostenía que una
señal de que la economía no marchaba mal era, precisamente, el ingreso de individuos diferentes
a las actividades mercantiles. En efecto, los nuevos comerciantes no gozaban de fortunas
exorbitantes como los comerciantes de antaño, pero en cambio, en opinión del virrey, tenían una
mayor habilidad para los negocios. No invertían sólo en operaciones que les aseguraran jugosas
ganancias, sino que arriesgaban sus caudales en toda clase de transacciones, lo que imprimía una
nueva dinámica a la economía. En contra del Consulado de México, Revillagigedo aseguró que si
el comercio novohispano tenía deficiencias, éstas se debían al mismo Consulado, es decir a la
institución que en teoría debía fomentarlo. Según el virrey, la excesiva parcialidad y despotismo
con que el Consulado dirimía los asuntos mercantiles estaban encaminados a beneficiar
exclusivamente al comercio capitalino, en detrimento del comercio del resto del virreinato. Por ello,
Revillagigedo propuso que o se suprimiera al antiguo Consulado o se crearan otros consulados en
distintas ciudades importantes del interior, de modo que se equilibrara el fomento y la vigilancia del
comercio en toda la Nueva España.2 De hecho, uno de los aspectos del sistema de libre comercio
ante el que se mostró más sensible el Consulado de México fue la posibilidad que se abrió para
que actuaran nuevos comerciantes, ajenos a la égida del Consulado capitalino y que romperían
con su hegemonía. No obstante, al final de cuentas y pese a la oposición del Consulado mexicano,
las reformas en la Nueva España continuaron con el apoyo del virrey. De acuerdo con el
reglamento de 1778, y por las solicitudes de algunos grupos de comerciantes de provincia pidiendo
su reconocimiento como gremios independientes, en 1795 se fundaron dos nuevos consulados,
uno en el puerto de Veracruz y el otro en la ciudad de Guadalajara. Efectivamente, el nuevo
sistema había permitido el fortalecimiento de grupos de comerciantes autónomos que rompieron
con el monopolio del Consulado de México.
Sin embargo, la instauración del sistema de libre comercio no rompió totalmente con el
monopolio español. No en balde se hablaba de un comercio “libre” pero “protegido”. Por principio
de cuentas, las innovaciones tendían fundamentalmente a favorecer a la economía metropolitana,
pero además la participación directa de los extranjeros en el comercio colonial español continuó
prohibida. Hacia el exterior del imperio el sistema comercial seguía siendo un monopolio español.
La América española, por lo menos legalmente, seguía siendo un coto exclusivo de los súbditos de
la corona española. Poco tiempo después incluso este rasgo de la tradición comercial española
cambiaría.
En 1796 España volvería a entrar en guerra contra Inglaterra y una vez más la armada
británica bloquearía el Atlántico. En esta ocasión, la incomunicación entre la metrópoli y las
colonias condujo a la corona a tomar medidas drásticas, que vulnerarían de manera decisiva el
monopolio comercial español. Por una real orden de 1797 se abrió a los extranjeros el acceso a las
posesiones ultramarinas al permitirse que los barcos de las naciones neutrales comerciaran con la
América española. En este comercio neutral los cargamentos que condujesen los barcos
extranjeros debían ser de propiedad española y desde luego no podían incluir mercancías
prohibidas en el reglamento de comercio de 1778. Los barcos neutrales navegarían con una doble
documentación. Además de los documentos auténticos que comprobaran la verdadera propiedad
del cargamento, llevarían documentos simulados en los que la carga figuraría como de
nacionalidad neutral. Así, si la embarcación era apresada por una nave inglesa, con mostrar los
documentos falsos se esperaba que fuera puesta en libertad con su cargamento intacto.
La nación que sacó mayor ventaja del comercio neutral con la Nueva España fue Estados
Unidos. La mayoría de los barcos neutrales que entraron en el puerto de Veracruz fueron
angloamericanos y, entre los comerciantes novohispanos, los veracruzanos, muchos de ellos
miembros prominentes del recién fundado Consulado porteño, se destacaron por su participación
en el nuevo giro mercantil.
El Consulado de Veracruz quedó encargado de revisar la documentación de las
embarcaciones neutrales, para comprobar si la carga era efectivamente de propiedad española,
como prescribía la real orden de 1797. Aunque la mayor parte de las expediciones neutrales
cumplieron con este requisito, no faltaron casos en los que el origen del cargamento fue
sospechoso, casos, además, en los que estuvieron involucrados miembros importantes del
Consulado porteño. Una de estas situaciones curiosas ocurrió con las expediciones de José
Ignacio de la Torre. Con unos cuantos días de diferencia, de la Torre recibió en Veracruz dos
naves angloamericanas, la Luisa y la Zenith, ambas con cargamentos que se decían eran de
cuenta y riesgo del comerciante veracruzano. En ninguno de los dos casos, sin embargo, se podía
comprobar a quien pertenecía realmente la carga. Ambas naves habían sido atacadas por barcos
ingleses y en las dos los documentos auténticos habían sido lanzados al mar para evitar que
cayeran en poder de los ingleses. Pese a no tener papeles que lo comprobaran, el intendente de
Veracruz y el consulado dictaminaron que los cargamentos eran legítimos y que efectivamente
pertenecían a De la Torre, bajo el argumento de que tenía los recursos suficientes para realizar
este comercio y las relaciones necesarias, pues un sobrino suyo, Felipe Sánchez, estaba
establecido en Filadelfia.3
Sin duda, uno de los casos más interesantes del comercio veracruzano con los extranjeros
es el de Tomás de Murphy. Murphy, miembro destacado del Consulado de Veracruz y que ocupó
diversos cargos en la institución, fue uno de los comerciantes más activos en el nuevo giro. Recibió
numerosas expediciones mercantiles procedentes de Charleston, Baltimore, Filadelfia, Salem y
Hamburgo en virtud del permiso de comercio neutral, en su mayoría legales, pero estuvo envuelto
en una de las operaciones más oscuras y renombradas de la época. Además del comercio neutral,
en 1797 se autorizó el rescate de presas, permiso en virtud del cual los comerciantes
hispanoamericanos podían ir a las posesiones británicas en el Caribe para negociar el rescate de
las naves y de los cargamentos que los ingleses hubieran capturado. Por medio de este permiso,
Murphy, junto con su apoderado, Francisco de Santa Cruz, fraguó varias expediciones a todas
luces ilegales. Bajo el pretexto de rescatar presas, Santa Cruz salió de La Habana hacia Kingston
con tres embarcaciones: Marte, Soberbio y Margarita. Con un buen número de mercancías
inglesas, fue del puerto jamaiquino al de Veracruz, donde logró desembarcar con el pretexto de
que traía noticias de gran importancia para la seguridad del virreinato. En los informes del
Consulado veracruzano sobre la legitimidad de la expedición, se señaló que Santa Cruz se excedió
en la operación, pero que tal vez podía justificarse por las importantes noticias que decía traer.
Ante la duda, el Consulado turnó la decisión final al virrey Azanza, quien finalmente autorizó la
entrada de las mercancías inglesas.4 Más adelante, en la instrucción que dejó a su sucesor,
Azanza escribió que permitió la entrada del cargamento de Murphy y de Santa Cruz por la grave
escasez de tejidos que por entonces padecía el virreinato. Así pues, el pretexto de las noticias no
tuvo mayor caso. Un año después ocurrió otra operación fraudulenta con ciertas semejanzas a la
de Murphy y Santa Cruz, descubierta por el virrey Marquina.5 A principios de 1800, el bergantín en
el que Marquina viajaba hacia la Nueva España para tomar posesión del cargo de virrey, fue
capturado por los ingleses en la sonda de Campeche y conducido a Jamaica. Durante su estancia
en Kingston, Marquina observó la frecuencia con la que entraban barcos con pabellones españoles
y la naturalidad con la que trataban los españoles y los ingleses. Le llamó especialmente la
atención como unos comerciantes españoles compraban tres embarcaciones, llamadas Marte,
Soberbio y Margarita. La compra de naves extranjeras para aumentar la marina mercante española
estaba permitida desde 1797, por lo que en si el hecho no era necesariamente extraño.
Sin embargo, aparentemente eran las mismas tres embarcaciones que un año antes habían usado
Murphy y Santa Cruz para el teórico rescate de presas. Cuando Marquina logró llegar a Veracruz,
notó la entrada de un barco alemán llamado Tanner, que según lo rumorado venía de Hamburgo
bajo el pretexto de ser un pabellón neutral. Como Marquina había visto de cerca el contrabando
que hacían los españoles en Kingston, sospechó del Tanner y decidió averiguar su origen. El
resultado fue que el barco no venía de Hamburgo, sino de la Luisiana y que su cargamento había
sido comprado con el producto de la venta de un cargamento de grana cochinilla que llevó el
Marte, nave que frecuentemente pasaba por Jamaica -como presa de los ingleses o como compra
de los españoles-, y que en teoría tenía como destino La Habana. El Tanner, además, arribó a
Veracruz fuera de tiempo, pues el permiso de comercio neutral había sido revocado en abril de
1799.
La derogación del permiso de comercio neutral se debió a los excesos que se cometieron a
su sombra. Con el pretexto de la neutralidad, gran parte de los cargamentos que introdujeron los
barcos extranjeros en la Nueva España fueron de productos prohibidos. Antes, este tipo de
productos llegaban a las colonias a través de los testaferros andaluces, pero ahora podían llegar
directamente a América sin tener que pasar por la península. Pero el asunto iba más lejos. Buena
parte de esos cargamentos eran ingleses, por lo que vino a resultar que el comercio neutral,
permitido para sortear el bloqueo británico, finalmente a quienes más favoreció fue a los propios
ingleses. Desde el primer momento, el Consulado de Veracruz había denunciado las anomalías del
comercio neutral. En sus informes sobre las expediciones extranjeras una y otra vez insistió en la
dudosa legitimidad de los cargamentos, ya que los documentos eran muy confusos y la más de las
veces se podía percibir que las mercancías eran de propiedad extranjera y no española. Pero el
punto en el que más insistió fue que el comercio que hacían los Estados Unidos era, sin duda, el
más sospechoso. El Consulado sostenía que el comercio estadounidense era, en realidad, una
maniobra inglesa. Inglaterra y sus antiguas colonias, que mantenían buenas relaciones desde su
separación, estaban coludidas e Inglaterra aprovechaba la teórica neutralidad angloamericana para
introducir a través de los Estados Unidos sus productos en la Nueva España.
El recelo que le inspiraba al Consulado porteño el comercio angloamericano lo llevó a
escribir representaciones al virrey y a la corte metropolitana pidiendo se prohibiera, no obstante el
gran interés que tenían en el algunos de sus miembros.6 El Consulado sostenía que era evidente el
entendimiento que había entre ingleses y estadounidenses, tan sólo por el hecho de que la mayor
parte de las naves que lograban sortear el cerco británico eran las angloamericanas, en tanto que
muy pocas de las europeas lo habían conseguido. Independientemente de que hubiera o no tal
complicidad, el comercio con los Estados Unidos era muy peligroso simplemente por la
imposibilidad práctica de distinguir a un súbdito británico de un ciudadano norteamericano. Su
fisonomía, su lengua, sus usos y costumbres eran iguales y muy bien un enemigo inglés, fingiendo
ser un comerciante angloamericano, podía entrar en Veracruz. Además, era un hecho que la mayor
parte de las mercancías eran inglesas y ello, solamente, bastaba para que el comercio neutral
fuera proscrito.
La revocación del comercio neutral no trajo muchos cambios para la Nueva España.
Además de la publicación tardía de la orden, sencillamente no fue acatada. La guerra y los
estrechos vínculos mercantiles que ya se habían creado impidieron restaurar de hecho el
monopolio comercial español. A partir de entonces, España nunca recuperaría la exclusividad en la
carrera de Indias.
La Nueva España mantuvo, sobre todo, el comercio clandestino con los Estados Unidos y
con Inglaterra a través de Jamaica. El Consulado de Veracruz, a pesar de que alguno de sus
miembros estaba involucrado en esta clase de contrabando, oficialmente siguió denunciando el
comercio ilegal y pidiendo que se prohibiera estrictamente el comercio neutral. En sus denuncias,
el consulado porteño afirmaba que los extranjeros encontraban apoyo de novohispanos desleales y
traidores. En principio, el Consulado describía con indignación cómo las fragatas de guerra
inglesas recorrían las costas del golfo con escandalosa inmunidad, ya que las naves de guerra
españolas permanecían ancladas en Veracruz sin intentar el menor movimiento de defensa. Las
fragatas inglesas tranquilamente se acercaban a las costas aledañas al puerto veracruzano para
hacer la aguada y proveerse de víveres e, incluso, se las ingeniaban para entrar en el mismo
puerto de Veracruz con el pretexto de entregar prisioneros. Según el Consulado, con estas
excursiones los ingleses, además de introducir contrabando, obtenían información sobre las costas
novohispanas, que más adelante les podría servir para preparar una invasión.7
La inutilidad de continuar legislando en contra del comercio neutral, realizado con profusión
al margen de la ley, produjo que la corona española transigiera hasta cierto punto. En 1801 otorgó
licencias de comercio con los extranjeros a cambio del pago de impuestos que serían tasados de
acuerdo con la nacionalidad de los barcos, a los puertos de origen y destino de las expediciones y
a la naturaleza de los cargamentos, de modo que se privilegiara a las que salieran de puertos
peninsulares en naves y con carga españolas.8 Estas licencias tuvieron poco efecto, ya que en el
otoño de 1801 la situación europea empezó a mejorar y, en vista de que se aproximaba una época
de paz, la corona española pretendió restaurar su tradicional sistema de comercio. Una vez más
prohibió que los extranjeros comerciaran con las colonias españolas.
Sin embargo, el retorno al antiguo sistema no dependía ya sólo del cambio en los
devenires europeos, ni podía responder a una juricidad. La América española había forjado un
nuevo orden comercial en el que las relaciones con otras naciones, especialmente con los Estados
Unidos, eran más fructíferas que las impuestas por el monopolio metropolitano. La corona
española tendría que reconocer la situación de hecho que predominaba en el comercio de las
colonias e intentaría sacar el mayor provecho de ella.
De cualquier modo la paz no fue muy duradera. Al reiniciarse la guerra contra Inglaterra en
el invierno de 1804, la corona española expidió nuevamente licencias para comerciar con Veracruz
a favor de ciertas casas de comercio extranjeras. Las casas agraciadas fueron: 9
Thornton y Power, de Hamburgo (Alemania)
Martin Hortelamann e Hijos, de Gotemburgo (Suecia)
Joann Labes, de Danzig (Prusia)
P. Abegg, de Emden (Alemania)
Schvuing y Koch, de Konigsberg (Prusia)
Bomaun Hassel y Gorges, de Estocolmo (Suecia)
Duntzfelt y Compañía, de Copenhague (Dinamarca)
Surusurerl y Brown, de Filadelfia (Estados Unidos)
Eric y Luis Bollmaun, de Filadelfia (Estados Unidos).
John Henry y Jonsupson, de Nueva York (Estados Unidos)
Jonsas C. Asmori y Compañía, de Boston (Estados Unidos)
Luke Fierman, de Baltimore (Estados Unidos)
Juan Craig, de Filadelfia (Estados Unidos)
Juan de Leamy, de Filadelfia (Estados Unidos)
Las licencias expedidas permitían que estas firmas comerciales enviaran expediciones mercantiles
desde cualquier puerto neutral de Europa o América hacia Veracruz y retornar, asimismo, a
cualquier puerto neutral sin tener que pasar por España. Las reales órdenes señalaban
textualmente que estas expediciones comerciales no tendrían ninguna restricción en el número de
barcos, y que podían transportar cargamentos sin excepción. El único requisito que se les puso fue
que pagaran los impuestos correspondientes en la Tesorería General y Real Caja de Consolidación
en España.
El Consulado de Veracruz envió varias representaciones en contra de estas nuevas
concesiones.10 Su posición frente al comercio con los extranjeros no había variado. Seguía
considerando que era franquear las puertas a los contrabandistas, sobre todo ahora que estas
licencias permitían la entrada de mercancías sin excepción, y hacía hincapié en que lo más
peligroso era permitir la entrada concretamente a los angloamericanos. Sus argumentos en contra
del comercio con los estadounidenses, sin embargo, ya no se limitaban sólo a la complicidad que
pudieran tener con los ingleses. Para estas fechas, el crecimiento de los Estados Unidos
empezaba ya a preocupar a los comerciantes veracruzanos, y temían que pronto esta nación fuera
por si misma una amenaza para el imperio español y, particularmente, para la Nueva España:
…no duda este consulado manifestar francamente a V.E. que según su concepto hay
todavía otras [razones] más poderosas y urgentes, que consultando a los intereses más
sagrados de la metrópoli, y a la seguridad de esta colonia persuaden la necesidad de
prohibir el arribo a ella a los angloamericanos, cuyos rápidos progresos desde la reciente
época de su independencia, así en la industria, artes, y comercio, como en el aumento de
su población y fuerza, no puede observarlo sin inquietud nuestra Celosa lealtad,
mayormente desde que se han aproximado tanto a nuestras posesiones con la adquisición
de la provincia de la Luisiana.11
El desarrollo de los Estados Unidos, el aumento de su población, su creciente economía y su
tendencia a expandir su territorio ponían ya en alarma al Consulado veracruzano. Pese a sus
advertencias, el comercio angloamericano continuó.
El Consulado de Veracruz no fue el único gremio que se opuso a los permisos de comercio
que la corona concedió a las casas extranjeras. Los Consulados de México y de Cádiz también
vieron con disgusto cómo la intervención extranjera crecía y, sobre todo, cómo gracias a este
comercio otros grupos de comerciantes prosperaban con autonomía de los antiguos centros. No
obstante todas las quejas, los comerciantes extranjeros siguieron aumentando sus nexos con la
América española, bien fuera al margen de la ley o bien con la anuencia real. Los conflictos
europeos y el deterioro interior de España obligaban a la corona a ser cada vez más flexible con su
comercio colonial. Pese a las críticas de algunos Consulados, las concesiones de comercio
continuaron y aquéllos las tuvieron que tolerar. Eran parte de las regalías del soberano y, por lo
tanto, el rey tenía derecho a otorgar las licencias que juzgara convenientes. Pero en su momento, y
pese a sus reiteradas quejas, incluso los Consulados guardaron silencio ante algunas licencias
reales. Hacia 1806, en vista de lo incierto de la política napoleónica con respecto a España, el
ministro principal y favorito de Carlos IV, Manuel Godoy, manejó la idea de negociar una tregua con
Inglaterra. Aunque finalmente se mantuvo la alianza franco española en contra de la Gran Bretaña,
efectivamente se verificaron ciertos convenios con los ingleses. El 5 de mayo de 1806, la corona
española concedió, a través del ministerio de Hacienda, permisos de comercio a las casas de
Gordon, Murphy, Reid e Irbing (sic) y Compañía de Londres. Estas firmas mercantiles podían ir a
Veracruz desde cualquier puerto europeo o americano con sólo pagar los impuestos
correspondientes, emplear parte de la capacidad de sus embarcaciones en transportar productos
pertenecientes al rey o a la Caja de Consolidación, y conseguir un salvoconducto del gobierno
británico para sortear cualquier tropiezo en la travesía transatlántica. Además, como parte del
convenio con estas casas comerciales, el gobierno inglés debía permitir que mensualmente dos
paquebotes condujesen la correspondencia oficial española sin sufrir ataques de las naves de
guerra o de los corsarios ingleses.12 El secreto en el que se mantuvieron estas concesiones es
llamativo. Las críticas aparecieron a partir 1808, con la caída del gobierno de Carlos IV y de Godoy.
Pero de entre todos los gremios de comerciantes, el Consulado de Veracruz guardó particular
silencio en tomo a estos permisos e incluso, cuando otros Consulados ya los criticaban
abiertamente, las quejas del Consulado porteño fueron bastante escuetas. Las críticas más
severas del gremio veracruzano fueron las que escribió su secretario, José Maria Quirós. En ellas
se dejaba ver la participación que en estos tratos con los ingleses tuvo uno de los miembros del
consulado, Tomás de Murphy. No resulta tan extraño, pues, que el Consulado de Veracruz
mantuviera cierta reserva en sus críticas.
No obstante que desde su fundación el Consulado de Veracruz se opuso oficialmente al
comercio con los extranjeros, siempre algunos de sus miembros, legal o ilegalmente, tuvieron
tratos comerciales con otras naciones. Sea cual fuere la tolerancia o protección que la institución
brindó a estos individuos, al menos nunca los denunció explícitamente. De cualquier modo, el
comercio con los extranjeros, y particularmente con los ingleses y con los angloamericanos, era un
hecho irreversible. La América española no podía permanecer como un coto exclusivo de la
metrópoli peninsular. Ni la creciente expansión de Inglaterra y de los Estados Unidos lo permitirían,
ni tampoco la dinámica de las propias colonias españolas. Con la crisis de la monarquía española
de 1808, el deterioro del imperio español se agudizó y pronto empezarían en América las luchas
por la independencia. El propio Consulado de Veracruz iría reconociendo poco a poco la necesidad
de abrir el puerto jarocho al libre comercio con los extranjeros. Aunque la corriente que proponía
liberar definitivamente al comercio veracruzano fue teniendo cada vez más adeptos, Veracruz
permaneció oficialmente cerrado hasta la consumación de la independencia mexicana. Era un
hecho que en el comercio veracruzano desde hacia ya varios años participaban profusamente los
extranjeros, pero se intentó, inútilmente, salvaguardar a Veracruz como uno de los bastiones del
comercio imperial español.
NOTAS
1
Informe del Consulado de comerciantes de México al Rey, sobre la situación del comercia y la economía de la Nueva
España, 31 de mayo de 1788, en Florescano, Enrique y Fernando Castillo, Controversia sobre la libertad de comercia en
Nueva España, 1776-1818, México, Instituto Mexicano de Comercio Exterior, 1976, t. I, pp. 69-137.
2
El virrey de la Nueva España, conde de Revillagigedo, informa en el expediente sobre averiguar si hay decadencia en el
comercio de aquellos reinos, y en caso de haberla hallar las causas de ella y sus remedios y proporcionar los auxilios
más a propósito para dar mayor extensión al tráfico mercantil, ibidem, t. II, pp. 11-58.
3
Informe del Consulado de Veracruz, 19 de abril de 1799, Archivo General de La Nación, Consulado, c. 250, e.6.
4
Informe del Consulado de Veracruz, 12 de marzo de 1799, Archivo General de La Nación, Consulado, c. 250, e.6.
5
Instrucción que dejó Marquina a Iturrigaray, 1804, Archivo General de la Nación, Historia, v. 282.
6
El Consulado de Veracruz a Azanza, 28 de enero de 1799, y a Soler, 28 de febrero de 1799; Archivo General de la
Nación, Consulado, c. 250, e.6.
7
El Consulado de Veracruz a Marquina, (s.d.) junio de 1801, Archivo General de la Nación, Consulado, c. 252, e.4.
8
García-Baquero González, Antonio, Comercio colonial y guerras revolucionarias. La decadencia económica de Cádiz a
raíz de la emancipación americana, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1972, pp. 109-110.
9
Las concesiones se hicieron por las reales órdenes del 24 de diciembre de 1804, 1 de marzo y 6 de abril de 1805;
Archivo General de la Nación, Consulado, c. 252, e.3.
10
El Consulado de Veracruz a Soler, 15 de noviembre de 1805, Archivo General de Indias, México, leg. 2512; El Consulado
de Veracruz a Iturrigaray, 13 de febrero de 1806, Archivo General de la Nación, Consulado, c. 252, e.3; El Consulado de
Veracruz a Soler, 24 de febrero de 1806, Archivo General de La Nación, Consulado, c. 252,e.3.
11
El Consulado de Veracruz a Soler, 15 de noviembre de 1805, Archivo General de Indias, México, leg. 2512.
12
Informe del fiscal al Consejo, Archivo General de La Nación, Consulado, c. 252, e.5.
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