RESTAURACIÓN DE LAS 12 SIBILAS DE SAN TELMO El Centro de Producción e Investigación en Restauración y Conservación Artística y Bibliográfica Patrimonial, dependiente de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, ha culminado el proceso de estudio y restauración de una de las series más célebres de la pintura del período colonial en la República Argentina: las doce Sibilas pertenecientes a la parroquia porteña de San Pedro G. Telmo, que tal vez proceden de un taller cuzqueño, en su mayor parte, y habrían llegado al Río de la Plata a finales del siglo XVIII, cuando los padres bethlemitas tomaron a su cargo, tras la expulsión de la Compañía ocurrida en 1767, el complejo jesuítico en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires para destinarlo a las actividades hospitalarias y litúrgicas que caracterizaban a su orden. No obstante, ciertos indicios que despuntan en la zona inferior de los grutescos y cartelas, después de una primera limpieza, sugieren un origen español, quizás sevillano, que fue necesario tener en cuenta. La serie está formada por las figuras de medio cuerpo de las sibilas Cumea, Helespóntica, Líbica, Cumana, Pérsica, Tiburtina, Frigia, Délfica, Rodia, Eritrea, Sanbethea (sic) y Samia, vestidas y tocadas todas de manera distinta, detrás de pretiles ornamentados con grutescos sobre los que se leen inscripciones alusivas a las profecías atribuidas a cada una de las mujeres, las que están representadas en pequeñas escenas de los episodios anunciados de la vida de Jesús, enmarcadas por guirnaldas ovales de flores. La Délfica y la Tiburtina actuales son copias hechas en el siglo XIX (lo revela claramente el formato casi tipográfico de las letras de las inscripciones) de probables originales arruinados o perdidos. El conjunto ha sido estudiado iconográficamente por el Dr. Hugo F. Bauzá, quien publicó un bello libro sobre el tema en 1999: La tradición sibilina y las Sibilas de San Telmo , Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes. De manera que contamos con este aporte importantísimo para realizar nuestra propia búsqueda histórica e iconográfica. El estado de conservación de las 12 piezas era malo. El proceso de restauración ha hecho aparecer ciertos indicios que nos obligarían a retomar la hipótesis del origen español de las diez Sibilas pintadas en el siglo XVIII. O bien, si tenemos en cuenta que el conjunto descripto por Mesa y Gisbert en el seminario cuzqueño de San Antonio Abad es muy parecido al nuestro en cuanto a su concepción y a su calidad pictóricas, aquellos hallazgos nos llevarían a postular una destreza excepcional, pocas veces vista, en la producción en serie de un taller cuzqueño de mediados o de la segunda mitad del siglo XVIII. Las huellas indicadas son las siguientes: 1. Los doce marcos y once de los bastidores de los lienzos, hechos en la misma madera de cedro, presentan encastres de perfiles muy elaborados y pulidos idénticos, característicos de la artesanía española en la segunda mitad del siglo XVII y todo el siglo XVIII. No obstante, su autor podría haber sido un carpintero o ebanista peninsular que trabajase en América entre 1740 y 1770, lo que parece muy probable, incluso si los lienzos fueron traídos desde España, porque se transportaron sin duda enrollados, según demuestra el hecho de que los bordes superior e inferior de las telas no están pintados, pero sí lo están los bordes laterales. Esto sugiere que podría haberse pintado un grupo de dos o tres figuras en una sola pieza, que luego se cortó verticalmente para aislar a los personajes y sus óvalos. La continuidad que ha sido posible reconstruir entre los pretiles o frisos de los cuadros (por ejemplo, las secuencias Eritrea-Pérsica-Cumea, [H]elespóntica-Samia, Sanbethea-Rhodia) es una hipótesis con alto grado de verosimilitud que refuerza nuestra idea sobre los procedimientos de ejecución de las obras. 2. Los doce marcos fueron repintados en el siglo XIX, aparentemente en el mismo momento en que se copiaron las sibilas Délfica y Tiburtina (las originales debían de hallarse en un estado que se consideró irrecuperable) y en que se procedió a repintar las otras diez sibilas del siglo XVIII. Se ha descubierto que los marcos originales tienen un pattern, oculto hasta hoy, que alterna tramos oscuros en las esquinas con tramos pintados en forma de un sutilísimo jaspeado en el medio de los cuatro lados de cada marco. Nunca, que sepamos, se ha registrado en el arte colonial del Río de la Plata un caso semejante de jaspeado en marcos (sí, por el contrario, en fustes de retablos, en candelabros y en muebles). Esta técnica era muy utilizada en el siglo XVIII, al punto de ser un rasgo distintivo de la ornamentación rococó. 3. La limpieza de las cabezas de las sibilas ha puesto de manifiesto un trabajo de claroscuro y modelado en los párpados y en la cavidad ocular que sería un rasgo francamente excepcional en la pintura andina del siglo XVIII. 4. La limpieza también ha permitido descubrir en las caras, las manos y los brazos de las sibilas y en algunas figuras de los óvalos, un esgrafiado sobre la capa de preparación de la tela que hizo las veces de un dibujo preliminar. El procedimiento sería también algo fuera de lo común en los talleres andinos. 5. Las radiografías de los óvalos han revelado una construcción de las pequeñas figuras sobre la base de trazos ágiles, firmes y escasos, que bastan para dar solidez y movimiento a los cuerpos. Asimismo, las masas de personajes se muestran muy bien dispuestas en el espacio, en campos pictóricos de dimensiones pequeñas. Las caras de los personajes son diferentes entre sí, es decir que no se registran estereotipos ni fórmulas indiferenciadas. Todo lo apuntado es otro rasgo de la excepcionalidad de la técnica para el caso de una atribución andina. 6. La derivación de las figuras de nuestras sibilas de las representadas en las estampas de Passe de 1617, la procedencia aún no determinada de las escenas de la vida de Cristo en los óvalos (aunque de seguro se esconde allí también una colección de grabados importados de Europa) y el motivo de los grutescos, copiado probablemente de algún repertorio de patterns decorativos (guía artística muy común en el siglo XVIII), dan cuenta de un tipo de combinación plástica o patchwork sobre el que Héctor Schenone ha llamado la atención y que ha identificado como procedimiento compositivo característico de los talleres en Cuzco y en el Alto Perú. Andinas o españolas (finalmente la primera hipótesis tomaría la delantera), permanece planteada sin embargo otra pregunta, más honda, fundamental, a la que procuraremos dar alguna respuesta provisional: ¿Qué significado religioso e histórico tuvo el conjunto sibilino de San Telmo en la sociedad colonial de Buenos Aires durante el siglo XVIII? Digamos que, en principio, el primer acogimiento, quizás el que buscó la adquisición del corpus y que habría refrendado su primera exposición a los fieles de Buenos Aires, hubo de ser muy diferente según las circunstancias y las atribuciones: si las obras se pintaron en España o en Cuzco y se instalaron en el Río de la Plata antes de 1750, o bien si los cuadros llegaron de la península o, mejor, del Alto Perú y fueron vistos en la capital virreinal a fines del siglo XVIII. Si, además, tenemos en cuenta que los lienzos fueron colocados en la sacristía después de que se erigiese este recinto en los primeros años del siglo XIX, a partir de ese momento la contemplación de las sibilas quedó restringida a un grupo muy acotado de clérigos y, más ceñido todavía, de feligreses, factor éste que complica nuestras preguntas. Los trabajos ejemplares de Serge Gruzinski nos sirven en dos sentidos: primo, él ha estudiado la iconografía sibilina en la pintura mural mexicana del siglo XVI como un caso de proyección, temprana pero intensa, de la fabulación mítica europea sobre las sociedades y las culturas híbridas del Nuevo Mundo que hizo nacer el proceso de la conquista española en América.1 Secundo, Gruzinski analizó el género de los grutescos y sus aplicaciones en la pintura o en las artes decorativas de México durante el siglo XVI. Trabajó a partir de la idea de que ese modo particular de cubrir y otorgar una fuerza estética propia a las superficies, prima facie inertes o vacías por ausencia de representaciones, con imágenes polimórficas que simulan un movimiento inextinguible, formó un sistema visual óptimo para producir dentro suyo experimentos de mezcla, de hibridación y mestizaje culturales.2 Nuestros cuadros resultan campo propicio para intentar un acercamiento a partir de las constelaciones conceptuales deducidas por Gruzinski de la investigación histórica en el mundo colonial, pues las sibilas de San Telmo se asoman a unos pretiles cubiertos de grutescos. Esta operación historiográfica y estética es muy útil. Enseguida advertimos que en nuestras damas perdura la fábula mitológica y cristiana, pero con un grado de misterio y de lejanía mucho menor que en los frescos de la casa del Deán, en Puebla. Las mujeres de San Telmo no visten “a la moderna”, es cierto, y sus tocados pueden parecernos extravagantes; no obstante, salvo la Cumana, ninguna luce atributos enigmáticos que requieran una acción de desciframiento por parte del espectador. La hermenéutica posible se reduce a encontrar una correspondencia muy sencilla entre las inscripciones y las escenas de los óvalos. De manera que se nos hace difícil encontrar o imaginar hibridaciones que no sean las producidas por el cristianismo europeo independientemente de la batalla cultural americana. En cuanto a los grutescos, los hombres vegetales que descubrimos en nuestros pretiles, las formas cartilaginosas, los ramilletes de flores, nada de todo eso remite en lo más mínimo al mundo prehispánico o natural de América. Una o dos caritas de hombres, asombrosas por su vivacidad, que vemos en el cuadro de la Samia, nos sugieren también un mestizaje anterior al siglo XVI, con elementos moros o quizás judíos. De tal suerte, podemos suponer que nuestro conjunto sibilino, al destinarse al Río de la Plata en el siglo XVIII, no instauraba ningún combate de culturas, sino que más bien se asentaba en un terreno donde la guerra había sido ganada, donde la sociedad nueva había superado aquel trauma de la conquista y se pretendía europea a su manera. 1 Serge Gruzinski, L’Aigle et la Sibylle. Fresques indiennes du Mexique, París, Imprimerie nationale, 1994. Acerca del tema de la transculturación de la mitología antigua en la América colonial, puede verse el esclarecedor artículo de Francisco Stastny, “Temas clásicos en el arte colonial hispanoamericano”, en Teodoro Hampe Martínez, La tradición clásica en el Perú virreinal, Lima, 1998, pp. 223-247. 2 Serge Gruzinski, La pensée métisse, París, Fayard, 1999, especialmente pp. 153-199. Aceptemos, para comenzar, la hipótesis de la factura española o cuzqueña antes de 1750 y de la primera exhibición de la serie en un contexto jesuítico. Si así fuese, el tema de las sibilas es coherente con la idea de una religión universal, muchas veces inconsciente, que está allí, en el corazón de las creencias de toda la humanidad a lo largo de la historia. Los apóstoles de ayer y de hoy, igual que San Pablo, tienen por misión el desvelar a ese Dios desconocido que palpita en el interior de las almas. Los jesuitas se veían a sí mismos como los apóstoles del mundo moderno y, en particular, del mundo no europeo. De este modo, se dirigieron a China, a la India y al Nuevo Mundo y apelaron a la unidad divina que se escondía tras la multiplicidad de los cultos.3 De allí que un conjunto de sibilas, las sacerdotisas paganas que recibieron la revelación del Dios hijo y encarnado, salvador de todos los hombres, las mujeres que previeron y hablaron mas no fueron escuchadas ni entendidas, proporcionase la mejor prueba acerca de la verdad de la noción universalista de un cristianismo latente. Anima naturaliter est christiana, había dicho Tertuliano. Y los fieles del siglo XVIII podían, de tal manera, recostarse sobre este teísmo radicalmente cristiano para resistir los embates de un deísmo laico que se desembarazaba de los contenidos y de la revelación cristiana. Es posible, entonces, que nuestra serie de sibilas formase parte de una pedagogía jesuítica universalista, enfrentada a la crítica cultural y religiosa acometida por la Ilustración. Reflexionemos sobre un significado del conjunto para la hipótesis de la segunda situación: un corpus traído a Buenos Aires por los bethlemitas a fines del siglo XVIII, desde España o, con mayor probabilidad, desde el Alto Perú. Ha de notarse que nuestra serie no abandona por completo las emociones asociadas a lo enigmático, al espíritu profético y a la inspiración divina, ya que todas nuestras sibilas (excepto tal vez la Pérsica que nos mira de frente pero nos hipnotiza con el bermellón avasallante del manto) coinciden en el extravío de las miradas, hacia lo alto o hacia fuera del cuadro. Sin embargo, se trata de una de las secuencias más calmas y aprehensibles de todas cuantas examinamos, sea por la sencillez de las inscripciones, que sintetizan episodios bien conocidos y precisos de la vida de Cristo, sea por la claridad de las escenas representadas en los óvalos, que se correponden estrictamente con lo escrito en las cartelas. No sería abusivo reclamar para el conjunto de San Telmo el calificativo de "racional". Y ello no sólo pondría a nuestro ciclo sibilino en cierta consonancia con un clima de época, el de las Luces, el de las reformas borbónicas del estado y de las sociedades hispánicas a uno y a otro lado del Atlántico, sino que se compadece con los fines de la orden bethlemítica, concentrada en la caridad, el mantenimiento de los hospitales y el cuidado de los enfermos.4 Adviértase que el único milagro de la vida adulta de Jesús que se ha representado es el de la resurrección de Lázaro, modelo extremo de cualquier acto de sanación, punto culminante de todos los milagros de esa naturaleza en el relato evangélico. Y ésa es quizás la historia que mayores esfuerzos de composición, mayor destreza plástica ha requerido, para ubicar una multitud en poco 3 Jean Lacouture, Jesuitas. 1. Los Conquistadores, Barcelona-Buenos Aires-México, Paidós, 1993, pp. 175-228. Paola Vismara, "Il Cattolicesimo dalla 'Riforma Cattolica' all'Assolutismo Illuminato", in G.Filoramo e D. Menozzi, Storia del Cristianesimo. L'età moderna, Bari, Laterza, 1997, p. 192. Pia Maria Plechl, Con trenza y emblema de casta. El misionero del escándalo. Roberto De Nobili (15771656), Buenos Aires, Guadalupe, 1982. Ernst Stürmer, Avanzada sobre el Trono del Dragón. Un mandarín del cielo en la China. Mateo Ricci (1552-1610), Buenos Aires, Guadalupe, 1981. Matteo Ricci, S.J., Costumbres y religiones de China, Buenos Aires, Ediciones Universidad del Salvador y Diego de Torres, 1985. Jonathan Spence, O Palácio da Memória de Matteo Ricci. A História de uma Viagem: Da Europa da Contra-Reforma à China da Dinastia Ming, San Pablo, Companhia das Letras, 1986. 4 Héctor H. Schenone, Iconografía del arte colonial. Los Santos, Buenos Aires, Fundación Tarea, 1992, vol. 1, pp. 48-50. espacio sin que las figuras se encimasen, sin que el aire dejara de circular entre ellas, para que podamos ver a todos los personajes y objetos de la escena, el árbol y la ventana en lo alto, el muerto resucitado en lo bajo, apóstoles y acompañantes en círculo alrededor de la majestuosa, a pesar de la pequeñez del óvalo, figura de Jesucristo. Habría allí una pequeña apoteosis de la orden bethlemítica. Acotemos que los dos significados no son, en absoluto, incompatibles, por cuanto también los jesuitas habrán apreciado la racionalización del relato y sus versiones sibilinas, lo mismo que los bethlemitas creían en la sentencia de Tertuliano, igual que la Iglesia católica entera podía fundar aún su militancia en el siglo XVIII sobre la certeza de una verdad universal implícita que la revelación cristiana, precisamente, desvelaba. Y si se nos pregunta acerca del avatar último de la serie, que habrá sido su clausura parcial en la sacristía, diremos que aquél era probablemente un doble signo: el de un repliegue de lo mítico-profético a lo más íntimo y recoleto de la vida cristiana, y el de una oclusión del reconocimiento de las verdades ajenas e implícitas en el no-cristiano. Porque este último fue el temple de ánimo que dominó en la Iglesia a partir de la Revolución Francesa, el que impregnó el Syllabus y el conflicto del catolicismo con el mundo moderno, un equívoco que sólo el Concilio Vaticano II comenzaría a disipar.