VII "¿Quién podría citar", se pregunta Badiou, "un solo enunciado filosófico del que tuviera sentido afirmar que es Verdadero'?" 1 No obstante, quien haya leído a Frege dirá que, si/? es u n a proposición de forma asertórica, y si tiene sentido decir que p , entonces ciertamente tiene sentido también decir que es cierto que/>, o q u e / ? e s verdadera, puesto que es verdadero el pensamiento, por ejemplo, de que los números son objetos no sensibles. Al parecer la verdadera opción sólo se da, entonces, entre dos actitudes posibles: aceptar las proposiciones de los filósofos como se presentan y continuar preguntándonos "ingenuamente" si son verdaderas o falsas, o bien decretar que no tienen en absoluto la forma y el significado que parecen tener y quizás, finalmente, ningún significado real. No es difícil de comprender, en estas condiciones, por qué algunos filósofos contemporáneos h a n llegado a pensar que, si no tiene sentido decir de u n a aserción filosófica p que es verdadera, tampoco tiene sentido decir que tiene el sentido que pretende tener, esto es, por qué la crítica se h a desplazado en u n momento dado, de m a n e r a tan generalizada, del problema de la verdad al del sentido de las proposiciones filosóficas. Más a ú n , creer que p no parece querer decir otra cosa, incluso en filosofía, que aceptar como verdadera la proposición p , de m a n e r a que, si lo mínimo que tenemos derecho a esperar de los filósofos es que crean en lo que Alain Badiou, Manifesté pour la philosophie, Paris, Editions du Seuil, 1989, p. 16. 99 afirman, debemos admitir también que las proposiciones filosóficas son susceptibles de ser verdaderas o falsas, incluso si tememos que ningún filósofo haya conseguido j a m á s persuadir a muchos otros que son las suyas las verdaderas. Es cierto que lo único que estamos autorizados a decir sobre este punto es, probablemente, que hay proposiciones filosóficas que afirmamos (o, al menos, que afirman sus autores), y otras que negamos. Pero no resulta claro cómo las nociones de afirmación y de negación podrían conservar su lugar, allí donde las de verdad y falsedad no se aplican. Decir que no hay ninguna proposición filosófica de la que sepamos con certeza que es verdadera o que no lo es, evidentemente no equivale a decir que no hay ning u n a proposición filosófica que sea verdadera o falsa. Pues es posible que las proposiciones filosóficas, como cualquier aserción con u n sentido determinado, sean verdaderas o falsas, sin que por ello estemos seguros de disponer de medios para decidirlo. Cuando Vuillemin afirma que la filosofía, al igual que la axiomática, b u s c a la verdad, pero que no es seguro que el concepto de verdad p u e d a aplicarse sin m á s a la filosofía, veo en ello u n a expresión de la tendencia que tenemos, tal vez todos, a combinar a este respecto u n a intuición realista, en el sentido de Dummett, y u n a intuición antirrealista de la situación, dos intuiciones que son a m b a s naturales e incluso, h a s t a cierto punto, fundadas. Si se es realista, puede admitirse sin dificultad la existencia de verdades condenadas a permanecer inaccesibles. Si se es sensible a la argumentación de los antirrealistas, estimaremos, por el contrario, que u n divorcio semejante entre la verdad y la posibilidad en principio que debemos tener de reconocerla es, tanto en filosofía como en otros campos y quizás más que en ellos, inaceptable y que, por consiguiente, no tiene mucho sentido hablar de verdades filosóficas si se admite a la vez que no tenemos u n a posibilidad real de encontrarlas n u n c a . Desde u n p u n t o de vista antirrealista, la aparente imposibilidad de decidir cuestiones filosóficas constituye u n sólido argumento contra la realidad misma de los problemas que formulan. Pero no es u n argumento decisivo a menos de suponer que no hay u n problema real sino allí donde existe, en principio, u n a posibilidad o, mejor aún, u n a posibilidad práctica de respuesta. No debe sorpren100 d e m o s el hecho de que las cuestiones con mayores probabilidades de ser imposibles de decidir sean, al mismo tiempo, las m a s fascinantes si, corno lo dice Pascal, en materia de verdad, como en todos los otros campos, "nunca buscamos las cosas, sino la b ú s q u e d a de las cosas" 2 . Considerada desde este punto de vista, la filosofía podría ser, en efecto, la forma por excelencia del divertimento, p u e s consiste, para alguien como Pascal, en ignorar u n a verdad que en principio se encuentra a nuestro alcance, para dedicarnos por completo a la b ú s q u e d a de u n a verdad que no tenemos posibilidades de descubrir y que, por esta razón, nos atrae a ú n m á s . Valéry, de quien no se puede sospechar que tenga consideraciones p a r a con la filosofía, como tampoco que demuestre u n a especial simpatía por la forma de pensar de Pascal, escribió: "Puede decirse, al hojear la historia, que u n a disputa que tiene solución es u n a disputa sin importancia" 3 . De allí no se sigue, desde luego, que todas las disputas sin solución sean igualmente importantes. Y Valéry, ciertamente, no creía que las disp u t a s filosóficas lo fuesen. Es necesario señalar, en todo caso, que es precisamente allí donde las preguntas que podemos formular exceden las respuestas que podemos obtener, donde la inteligencia, la creatividad y el ingenio h u m a n o s se h a n podido ejercitar mejor y h a n revelado ser más productivos. Podríamos incluso preguntarnos si este excedente no define, precisamente, el espacio de la cultura propiamente dicha, considerada como u n a tentativa por responder a las preguntas que, estrictamente hablando, no tienen respuesta. Lo que reprocha Valéry a los problemas filosóficos no es, en realidad, el no haber sido n u n c a resueltos, sino m á s bien el no haber sido enunciados siquiera. Pero es, desde luego, el primero en advertir que, si se consiguiera enunciarlos, en el sentido en que lo dice, se resolverían fácilmente y esto los haría mucho menos atrayentes. Admite incluso que disputas como las de la filosofía son estériles, pero que tienen al menos u n efecto benéfico, m a n t e n e r la mente en actividad y en b u e n a s condiciones. Blaise Pascal, Pensées sur la Religión et sur d d u t r e s sujets, Prefacio y notas de Louis Lafuma, Paris, Delmas, 2 a edición, 1952, p. 181. Paul Valéry, Propos sur l'lntelligence, en Oeuvres I, Bibliothéque de la Pléiade, París, Gallimard, 1957, p. 1042. 101 Buena parte de las cuestiones filosóficas m á s típicas y tradicionales (¿Existe Dios? ¿Estamos dotados de u n a voluntad libre? ¿Pueden existir el alma o el espíritu independientemente del cuerpo? ¿Tienen los objetos externos u n a existencia independiente de n u e s t r a s sensaciones?, etc.) poseen u n a forma tal que parecen representar alternativas claras y exigir, a primera vista, u n a respuesta afirmativa o negativa. Sin embargo, rara vez se h a utilizado en relación con ellas la oposición que existe entre u n p u n t o de vista realista y u n p u n t o de vista antirrealista sobre la pregunta misma. Los realistas recurren a menudo, p a r a justificar la idea de que es perfectamente legítimo hablar de proposiciones verdaderas o falsas, a pesar de que no sabemos y que quizás n u n c a sabremos si lo son, a la idea de u n sujeto omnisciente hipotético que dispondría de capacidades intelectuales suficientes para reconocer la verdad de todas las proposiciones que son, en efecto, verdaderas. Podría sorprendernos el que, a u n q u e nos hayamos preguntado en repetidas ocasiones, desde esta perspectiva, qué tipo de matemático podría ser Dios, no nos hayamos preguntado acerca de qué tipo de filósofo sería. La razón de lo anterior es, sin duda, la sensación que tenemos de que la filosofía está vinculada de m a n e r a m á s estrecha a ciertas particularidades de n u e s t r a condición finita que la ciencia, de la que se dice en ocasiones que es la única parte de n u e s t r a cultura dirigida a aproximarse, y la única que podría pretender hacerlo, a algo semejante a u n a concepción absoluta de la realidad, a u n a concepción liberada al máximo, en todo caso, de las limitaciones e idiosincrasias impuestas a n u e s t r a representación del m u n d o por ciertas características contingentes de los seres perceptores y cognoscentes que somos. No pretendo sugerir, desde luego, que debamos tomar completamente en serio u n a idea de esta índole, considerada por m u c h o s como excesivamente ingenua, sino sólo señalar que podríamos vacilar, legítimamente, acerca de saber si la filosofía debe ser considerada como la ciencia divina por excelencia, aquella que, en rigor, está solamente al alcance de Dios, o, por el contrario, como la ciencia m á s h u m a n a , constitutiva y definitivamente h u m a n a , que haya. Y, si la segunda hipótesis es correcta, resulta natural pensar que los problemas filosóficos son problemas que deberían, en teoría, poderse resolver dentro 102 del contexto y los límites de la existencia h u m a n a concreta, y no problemas cuya solución hipotética deba ser abandonada a los esfuerzos de generaciones futuras o cuya solución estuviese ya en manos de u n espíritu omnisciente. La respuesta a la pregunta que acabo de formular no suscita d u d a alguna para aquellos filósofos que consideran que los problemas filosóficos provienen esencialmente de la necesidad que sentimos de disponer de ideas más claras acerca de la naturaleza y la organización de los conceptos que u s a m o s o de los significados que damos a las palabras. Pues, como lo dice Dummett en otro contexto, "el recurso a seres hipotéticos no representa ninguna ayuda, cuando se trata de comprender el significado que damos a las frases de nuestro lenguaje" 4 . ¿Qué relación tendría u n conocimiento p r e s u n t a m e n t e divino con el significado que damos nosotros a n u e s t r a s palabras, en virtud del u s o que hacemos de ellas, o qué clase de incidencia podría tener sobre él? Decir que la filosofía trata de significados y no de hechos parece, a menudo, u n medio fácil de resolver el problema de la autonomía y de la especificidad de la filosofía y, puesto que la noción de significado es anterior a la de verdad y más fundamental que ella, u n a m a n e r a de dar c u e n t a de la impresión de especial profundidad e importancia que generan los problemas filosóficos. Es u n a concepción de este tipo la que defendía Schlick cuando escribió, en El viraje d e la filosofía. [...] por medio de la filosofía se aclaran las proposiciones, por medio de la ciencia se verifican. A esta última le interesa la verdad de los enunciados, a la primera lo que realmente significan; la actividad filosófica de dar sentido cubre la totalidad del campo del conocimiento científico. Esto fue correctamente conjeturado cuando se dijo que la filosofía proporcionaba a la vez la base y la cima del edificio de la ciencia. Pero era u n error suponer que la base estaba formada por 'proposiciones filosóficas' (las proposiciones de la teoría del conocimiento), y coronada también por u n a cúpula de proposiciones filosóficas (llamadas metafísica)5. Michel Dummett, TheLogicalBasis ofMetaphysics, Londres, Duckworth, 1991, p. 348. Moritz Schlick, "El viraje de la filosofía", en A.J. Ayer (comp.), Elpositivismo lógico, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 62. 103 Podríamos señalar que Schlick, en este punto, se aproxima más a Husserl de lo que le hubiera gustado reconocer. Para él, la ciencia ya es, de alguna manera, filosófica, si no por las proposiciones y verdades que enuncia, al menos por el sentido, el cual sólo es preciso dilucidar. Lo que propone Granger es igualmente que la filosofía se ocupa esencialmente de significados, y debe ser considerada como u n a disciplina "hermenéutica" (aun cuando sin d u d a no le agradaría mucho la aproximación sugerida por este término), y no como u n a disciplina fáctica. Los problemas que trata son, sin embargo, muy diferentes de aquellos que los integrantes del Círculo de Viena y s u s herederos acostumbran a llamar el análisis del significado. Lo que tiene en mente es el significado de n u e s t r a experiencia misma, y no de las descripciones que ofrecemos de ella; y aquello de lo que se ocupa la filosofía no es, para él, la simple aclaración o elucidación del sentido de las proposiciones que formulamos, en la ciencia o en otros campos, sino u n proyecto de carácter menos analítico y mucho más constructivo, al que llama "la organización significativa de la experiencia", al que los conceptos y los argumentos propiamente filosóficos aportan su concurso, produciendo así u n conocimiento que, sin embargo, no tiene u n objeto6. Resulta evidente que, si somos sensibles a la crítica form u l a d a por Quine contra la posibilidad de distinguir estrictamente entre las cuestiones de hecho y las cuestiones de significado, no podemos dejar de interrogarnos igualmente acerca de la posibilidad de utilizarla para caracterizar la posición y la función de la filosofía. Las famosas objeciones de Quine contra las dos distinciones, analíticosintético y a priori-a posteriori, parecen haber invalidado también la posibilidad de preservar el privilegio de las proposiciones filosóficas que, según él mismo lo dice, no poseen las proposiciones de la lógica y de la matemática: éstas pueden, en el mejor de los casos, ocupar u n a posición relativamente central dentro de u n conjunto de proposiciones que son todas empíricas de alguna forma y, directa o indirectamente, dependientes de la experiencia. Quine es perfectamente coherente consigo mismo cuando constata que Gilles-Gaston Granger, Pourla connaissancephilosophique, Paris, Editions Odile Jacob, 1988, op. cit, p. 258. 104 b u e n a parte de los filósofos del pasado h a n sido, a la vez, "científicos en b u s c a de u n a concepción organizada de la realidad", y que aquello que hoy día consideramos retrospectivamente como filosófico en s u s contribuciones es, sencillamente, lo que desbordaba el ámbito de las ciencias especiales, tales como las definimos actualmente, y expresaba preocupaciones y ambiciones de índole m á s especulativa y general 7 . Para él, la filosofía se ocupa sencillamente de los aspectos m á s generales de u n problema que comparte con las ciencias, como es el de la construcción de u n a representación sistemática y coherente de la realidad misma, tan sencilla, fácil y elegante como sea posible. En su opinión, no hay lugar para pensar que la aplicación del concepto de verdad a las proposiciones de la filosofía suscite problemas fundamentales, diferentes de aquellos que encontramos cuando intentamos aplicarlo a las proposiciones teóricas de la ciencia. Entre ciencia y filosofía hay, dice, continuidad, mas no identidad. Existe, sin embargo, al menos u n a tensión entre estas dos ideas, p u e s resulta difícil comprender cómo puede estar la filosofía en continuidad con la ciencia y, no obstante, distinguirse de ella de u n a m a n e r a diferente a la de u n a distinción m á s o menos convencional. Podría pensarse, en todo caso, que existe u n a tensión entre la idea de que la filosofía genera verdades que no difieren de las verdades científicas sino por su mayor grado de generalidad y de abstracción, y la sensación que tenemos, por otra parte, de u n a diferencia mucho m á s importante y de u n a discontinuidad radical que separa las preguntas y las respuestas de la ciencia de las de la filosofía. Es posible que la sensación a la que aludo no sea m á s que u n a simple convicción, m á s o menos instintiva; pero no es por ello necesariamente u n a convicción errada o que pudiéramos desconocer p u r a y llanamente. Podemos recordar la m a n e r a en que se expresa Wittgenstein a este respecto en el Tractatus. "Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, los problemas de nuestra vida [Lebensprobleme] no habrían sido tocados" (5.52). La "sensación" mencionada se aclara W.V.O. Quine, "Has Philosophy Lost Contact with People?", en Theories and Things, Cambridge, Mass., y Londres, The Belknap Press of Harvard University Press, 1981, p. 191. 105 y justifica filosóficamente en el Tractatus mediante el reconocimiento de la distinción que debe trazarse entre lo que puede ser expresado en las proposiciones dotadas de sentido, y lo que no puede expresarse de esta manera. No es, sin embargo, necesario hacer intervenir lo que Wittgenstein llama "nuestros problemas de vida" p a r a advertir que la asimilación de la filosofía a u n a empresa teórica y explicativa, que no se distingue fundamentalmente de la ciencia, corre el riesgo de hacernos perder de vista u n a diferencia crucial. Me refiero a aquella sobre la cual llama la atención Bolzano cuando escribe: [,..] Ciertamente podemos, a partir de intuiciones (Einsichteñ) o de experiencias obtenidas anteriormente, demostrar nuevos aspectos de éstas, pero creo que a las condiciones previas más sencillas de todas las experiencias, y a las leyes de todo pensamiento, sólo las podemos describir. Una vez que advertimos esto, desaparecen todas las contradicciones con las que tropezábamos antes, cuando deseábamos responder a ciertas preguntas, como por ejemplo, si complejos de átomos inextensos pueden producir algo como la extensión, o incluso si complejos de esta índole pueden sentir, si podemos llegar al conocimiento de sensaciones ajenas o incluso de la existencia de seres no sensibles, si la materia y el alma pueden actuar la u n a sobre la otra, si ambas se modifican paralelamente, una al lado de la otra, sin influencia recíproca, o incluso si es sólo u n a de ellas la que existe. Advertimos que no sabíamos qué era exactamente lo que preguntábamos". Boltzmann, cuya influencia reconoció Wittgenstein, había llegado, por su parte, a la conclusión de que hay u n ámbito, como se afirma en las Investigaciones filosóficas, en el cual toda explicación debe desaparecer y sustituirse por la descripción, e igualmente a la idea de que, en lugar de intentar responder a las preguntas que se formulan a este nivel, deberíamos m á s bien interrogarnos sobre el significado de las mismas. En relación con el problema de saber si el unicornio o el planeta Vulcano existen en u n sentido determinado, o si alguien afirma que sólo s u s propias sensaciones existen y que las de los demás hombres son sólo la expresión, en su órgano mental, de ciertas ecuaciones entre s u s propias sensaciones, "deberíamos Ludwig Boltzmann, "Ober die Frage nach der objektiven Existenz der Vorgánge in der unbelebten Natur" (1897), en Populare Schriften, Leipzig, Verlag von Johann Arnbrosius Barth, 1905, pp. 186-187. 106 preguntarnos, en primer lugar, qué tipo de sentido se atribuye a esto y si se expresa apropiadamente" y . Podemos, desde luego, preguntarnos si los interrogantes de este tipo no podrían ser, a su vez, objeto de u n tratamiento científico adecuado a cada caso. La filosofía, comprendida a la m a n e r a de Quine, esto es, científica o practicada, en todo caso, dentro del espíritu de la ciencia, opta por tratar los problemas filosóficos a los que alude Boltzmann como cuestiones teóricas habituales: u n problema como el de la realidad de las sensaciones de otras personas, por ejemplo, no es fundamentalmente diferente de aquellos relativos a la existencia de objetos como los genes, los neutrinos o los conjuntos, esto es, a la necesidad que tenemos de admitir entidades de esta índole para construir u n a representación apropiada o, al menos, aceptable de la realidad. Wittgenstein piensa que la filosofía científica sigue siendo ciega a aquello que hace del problema u n problema propiamente filosófico: lo que podemos continuar exigiendo y obteniendo a este nivel ya no es en absoluto cuestión de la ciencia, incluyendo, si esta idea no fuese ya u n a especie de contradicción en los términos, u n a cuestión perteneciente a u n a ciencia p u r a m e n t e descriptiva. Tal concepción se encuentra, evidentemente, casi en las antípodas de la de Quine, puesto que se b a s a en la idea de que existe u n a discontinuidad real entre las cuestiones conceptuales y las cuestiones empíricas, que los problem a s filosóficos difieren de los problemas científicos de u n a m a n e r a mucho más estricta de la que los filósofos mismos están dispuestos, por lo general, a admitir, y que lo mismo sucede con los métodos que los científicos y los filósofos deben utilizar para resolver s u s respectivas dificultades. Por extraño que parezca, Wittgenstein es u n filósofo que no comparte la difundida idea de que la filosofía h a sido despojada por el progreso de las ciencias, de problemas y dominios que inicialmente le pertenecían. Piensa m á s bien que lo que se le h a quitado a la filosofía propiamente dicha n u n c a le había pertenecido en realidad. Necesitaría m u c h o m á s tiempo del que dispongo para exponer las razones que siempre me h a n impedido aceptar las consecuencias radicales que parecen derivarse de Ibid., p. 186. 107 la crítica que hace Quine a la distinción analítico-sintético, y por qué creo que Wittgenstein, quien por lo demás anticipó en m u c h o s aspectos esta crítica, h a propuesto u n a concepción m á s satisfactoria cuando dice que la filosofía es u n a investigación conceptual o, como él la llama, "gramatical", y no empírica. Sin embargo, podemos preg u n t a r n o s si en lugar de decir, como en ocasiones lo hace, que la solución de los problemas filosóficos no depende de la adquisición de u n conocimiento o de u n a información suplementarios de los que no dispondríamos ahora, no hubiera debido decir más bien que n u n c a depende únicamente de éstos. Kreisel h a observado acertadamente, en mi opinión, que si la claridad fuese realmente el ideal de la filosofía, Wittgenstein no hubiera debido dar j a m á s la impresión de olvidar h a s t a tal p u n t o que, para ver las cosas con claridad, a menudo necesitamos saber mucho m á s sobre ellas. Es posible que para llegar a la claridad tengamos necesidad de hechos y también de conceptos nuevos, y no solamente que veamos las cosas que tenemos ante los ojos y analicemos los conceptos de que disponemos. Decir que la filosofía debe ser u n a empresa p u r a m e n t e descriptiva, cuyo único fin es la claridad, lamentablemente no nos dice gran cosa acerca de los múltiples caminos que podemos seguir y de los diversos instrumentos que podemos utilizar para llegar a la descripción correcta y a la completa claridad b u s c a d a s . Y eso no excluye que hechos que hoy todavía no nos son accesibles, conceptos que a ú n no tenemos, nuevas teorías y descubrimientos, p u e d a n hacer u n aporte a la empresa de la aclaración filosófica, al menos indirecto; esto es lo que Wittgenstein da la impresión de subestimar gravemente. Es preciso observar, sin embargo, que tal cosa no suprimiría la diferencia a la que aludí anteriormente al citar a Boltzmann, y no haría que la tarea de la filosofía se asemejara m á s a la de la ciencia. Incluso si creemos que los problemas filosóficos no son problemas teóricos, en el sentido de que la respuesta a las cuestiones filosóficas se sitúa siempre m á s allá de la teoría propiamente dicha, y m á s allá de todo lo que el progreso científico puede aportarnos, podemos, sin embargo, estar persuadidos de que en filosofía no nos es posible evadir la obligación de comenzar, en todos los casos, por considerar lo que los conocimientos científicos del momento, tomados 108 en su mejor y más avanzado estado, pueden e n s e ñ a r n o s sobre el objeto de n u e s t r a investigación 10 . Kevin Mulligan llama a esto "el principio de Musil", refiriéndose a u n pasaje en el que aparece u n a discusión acerca del estatuto de la novela "científica", en la que el autor de El hombre sin atributosinsiste en la distinción que se debe hacer entre quienes, en el transcurso de u n a actividad literaria, se ven ocasionalmente atraídos por el placer de la ciencia y de la cientificidad (da como ejemplo de ello algunas páginas de Balzac o de Zola), y quienes llegan al final del trampolín de la ciencia y luego saltan 1 1 . El principio de Musil no es, al parecer, el de Wittgenstein. Pero, sin duda, no sería dificil mostrar que el propio Wittgenstein lo respetó m u c h o m á s en la práctica (en s u s observaciones sobre la filosofía de la psicología, por ejemplo), de lo que sugieren algunas de s u s declaraciones oficiales sobre la completa independencia que puede reivindicar la filosofía en relación con las ciencias (y al contrario) . Podemos señalar que la posición de la filosofía, cuando b u s c a ser científica, no está mejor definida por lo general que la de la novela científica misma, y que quienes a primera vista se e n c u e n t r a n en mejores condiciones de satisfacer el requisito de Musil, esto es, los mismos científicos, pueden ser también quienes estén menos protegidos contra la ignorancia del hecho de que el salto a la filosofía obedece a restricciones y obligaciones de otra índole y no puede ser exactamente el tipo de salto al vacío y a lo completamente arbitrario que en ocasiones imaginan. Si el desprecio que m u e s t r a n los filósofos, en ocasiones explícitamente, respecto a todo lo que les recuerde, directa o indirectamente, la ciencia y s u s métodos, h a provocado u n a serie de desastres, habría que ser particularmente ingenuo para imaginar que el poseer conocimientos científicos de alto nivel y la costumbre del procedimiento científico Podemos expresar lo anterior al decir, como Putnam, que es esencial "recordar hasta qué punto las cuestiones filosóficas y las cuestiones científicas son realmente diferentes, sin negar que la filosofía necesite estar informada por el mejor conocimiento científico disponible" ("Does Evolution Explain Representation?", en RenewingPhllosophy, Cambridge, Mass., y Londres Harvard University Press, 1992, p. 34). Robert Musil, Gesammelte Werke in neuen Bánden, Reinbeck bei Hamburg, Rowohlt Verlag, 1978, Band 8, p. 1347. 109 constituyen por sí mismos u n medio de defensa eficaz contra la filosofía mediocre. Numerosos ejemplos nos muestran que, infortunadamente, sucede m á s bien lo contrario. Wittgenstein pensaba que los científicos que en u n momento dado habían realizado u n trabajo difícil e importante en su propio campo, a menudo se dedican a la filosofía cuando ya no están dispuestos a realizar de nuevo u n esfuerzo tan penoso y desean, más bien, algo de reposo. Y hay, por lo demás, n u m e r o s a s razones p a r a pensar que la ciencia debe desconfiar, en ocasiones, tanto de s u s amigos filosóficos como de s u s enemigos, y de quienes se inspiran o creen inspirarse en s u ejemplo tanto como de quienes lo ignoran abiertamente. Sin querer ser excesivamente pesimistas, podemos concluir que el principio de Musil es de u n manejo m á s delicado y que el infierno, en esta ocasión como en tantas otras, está pavimentado de b u e n a s intenciones. Sin duda, sólo excepcionalmente se aplica el principio de Musil en filosofía de m a n e r a t a n convincente y productiva como lo aplica el propio Musil a la novela y al ensayo. Pero se trata, desde luego, de algo que difícilmente podría utilizarse como u n argumento contra el principio en sí mismo. No es, como podríamos creerlo si sólo leyéramos la primera frase, Carnap, sino Bergson, quien dijo: "Lo que m á s falta le h a hecho a la filosofía, es precisión. Los sistemas filosóficos no están tallados a la medida de la realidad en la que vivimos" 12 . Lo que quería decir es que son demasiado abstractos y demasiado indiferentes con relación a u n a multitud de cosas que el conocimiento ordinario y el conocimiento científico nos h a n permitido aprender acerca del la realidad en la que vivimos. Dan la impresión, dice, de englobar todo lo posible, e incluso lo imposible, al lado de lo real. El defecto de la mayoría de las teorías filosóficas es que se aplicarían igualmente a u n m u n d o en el cual nada, o casi n a d a de lo que sabemos acerca de las características contingentes del m u n d o real, sería verdadero. La imagen que nos ofrecen de la realidad delimita ciertamente u n a clase de m u n d o s posibles, pero sigue siendo excesivamente imprecisa para poder seleccionar u n m u n d o único, que sería el m u n d o real. Se trata de u n a idea respecto de Henri Bergson, Lapensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 1235. 110 la cual nos equivocaríamos al no tomarla con la seriedad que merece. Como habría dicho Musil, si queremos tener u n a visión del mundo, debemos comenzar por ver el m u n do, esto es, por mirar los hechos; e incluso si va de suyo que u n a filosofía es algo diferente de u n a visión del m u n do, y se diferencia de ella especialmente por u n a exigencia de explicitación, de sistematicidad y de coherencia que no le pertenece m á s que a ella, lo anterior sigue siendo verdadero afortiorien su caso. Ciertamente no hace parte de mis intenciones tratar de rehabilitar aquí aquello que los filósofos contemporáneos h a n presentado con frecuencia como la pesadilla y el responsable de casi todos los males de la época actual, a saber, el positivismo. Pero el filósofo de hoy tiene, en mi opinión, razones más fuertes que n u n c a para sentirse aludido por lo que dijeron los autores de u n manifiesto, redactado en 1911, para la creación de u n a sociedad de filosofía positivista y firmado por Mach, Einstein, Hilbert, Félix Klein y Freud, entre otros: Preparar una visión global del mundo, con base en el material fáctico acumulado por las ciencias particulares, y difundir, ante todo entre los mismos investigadores, el primer impulso hacia esto, se ha convertido en una necesidad cada vez más urgente para la propia ciencia, pero también para nuestra época en general, la cual, sólo de esta manera adquirirá lo que nosotros poseemos13. Nuestra época se encuentra, en efecto, hoy en día, tan lejos de h a b e r adquirido realmente, en ese sentido, lo que posee y utiliza cotidianamente en ciencia y tecnología, que sólo podemos deplorar la m a n e r a en que la mayor parte de los filósofos ignoran este importante problema, y la facilidad con la que aceptan la idea, tan difundida actualmente, de que la ciencia no tiene ningún vínculo privilegiado con lo que llamamos el conocimiento objetivo, y que no es, en el fondo, m á s que u n "mito social" entre otros, al que n u e s t r a s sociedades sencillamente h a n cometido el error de atribuir u n a importancia que no tiene. Sin d u d a es comprensible h a s t a cierto p u n t o pero, sin embargo, lamentable, el que muchos de ellos adopten espontáneamente el Véase, sobre este punto, Gerald Holton, Science a n d Anti-Science, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1993, donde se reproduce el texto de este llamado. 111 partido de la pseudo-ciencia o de la anticiencia, dando la impresión de creer que realmente se sentirían más cómodos en u n a sociedad y en u n a cultura que aceptara otorgarles a éstas libertades y privilegios comparables a los del conocimiento científico, y que u n ambiente de esta índole seria, a todo respecto, mucho más favorable para la prosperidad de la filosofía misma. Se trata, en mi opinión, de u n a m a n e r a típica de equivocarse de aliado y de ejercer la solidaridad a contrasentido. Pienso a menudo que la creación de u n a sociedad como la que describían los autores del manifiesto de 1911 se impondría actualmente con u n a especial urgencia; sería preciso, sin embargo, evitar a toda costa llamarla "positivista". Quienes firmaron el manifiesto no tenían, por fortuna, este tipo de problema. Incluso si había adquirido ya u n a connotación negativa entre m u c h a s personas (lo que hizo que a Mach, por ejemplo, no le agradara ser considerado u n "filósofo positivista"), la palabra "positivista" no se había convertido a ú n en u n término injurioso y sinónimo de "antifilosófico"; podía incluso designar u n a comunidad de inspiración y orientación entre empresas intelectuales que, desde el punto de vista teórico y epistemológico, nos parecen lo m á s disímiles posibles y en la que algunas de ellas no g u a r d a n relación alguna con la idea que nos hacemos actualmente de lo que fue el positivismo. No fue tampoco u n a época en la cual el positivismo se considerara esencialmente como el principal enemigo de la libertad de imaginación, la creatividad y el progreso científico, y en la cual habría bastado, como sucede en ocasiones ahora, declararse en todos los tonos y en toda ocasión contra el empirismo y el positivismo p a r a hacerse a u n a reputación de epistemólogo serio e importante. La preocupación que querían expresar los autores del manifiesto era contribuir a lograr que el acceso a u n a imagen científica del m u n d o o, en todo caso, a u n a imagen compatible con lo que la ciencia tiene que decirnos actualmente sobre el m u n d o , no esté reservado únicamente a los científicos, y que la imagen del m u n d o de n u e s t r a época deje de ser t a n poco conciliable, como lo es generalmente, con su ciencia, y t a n alejada de lo que p r e s u n t a m e n t e h a aprendido de ella. El problema, sin duda, no deja de tener cierta analogía con aquel formulado por Husserl m á s tarde en La crisis d e l a s 112 ciencias europeas. Los "positivistas" del manifiesto de 1911, finalmente, no tenían en común m á s que la pretensión, que pudo haberse convertido, entre tanto, en algo ilegítimo y abusivo, de defender el derecho del pensamiento racional a la existencia y su importancia. Hablo de su derecho a existir, cada vez m á s amenazado, y de s u importancia, allí donde otros, después de referirse a su amenazante tiranía o a su tiranía triunfante, hablarían m á s bien actualmente de su futilidad o su trivialidad. Pero no estoy lejos de pensar, como David Stove, que "para la mayoría de la gente, él no sólo es innecesario, sino que constituye u n entorno tan letal como el interior de u n tubo al vacío" 14 . Lo m á s triste de este a s u n t o es ciertamente que "la mayoría de la gente" quizás signifique también "la mayoría de los filósofos". Aun cuando a menudo hayamos reprochado a los filósofos, con cierta razón, hacer "a priori", "deductivamente" o "especulativamente", aquello que sólo puede hacerse "a posteriori", "inductivamente" o "empíricamente", si esto en realidad puede hacerse, coincido completamente con Stove en afirmar que la falta de conocimientos empíricos no es la fuente principal de la filosofía mediocre: La falta de conocimiento empírico guarda menos relación con las maneras en que nos equivocamos en filosofía que los defectos de carácter, cosas como la simple incapacidad de guardar silencio, la voluntad de ser considerado como profundo, la sed de poder, el temor, en particular el temor a u n universo indiferente. Estas cosas hacen parte de las fuentes emocionales evidentes de la filosofía mediocre 15 . Si existiera u n método capaz de proteger a la filosofía contra la filosofía mediocre, debería ser entonces, esencialmente, u n método que tenga por fin fortalecer el carácter contra este tipo de tentaciones. Y lo que debe impresionarnos del método cartesiano mismo es menos la voluntad de formular reglas o recetas para el intelecto, que la de form a r y a r m a r de u n a vez por todas el carácter filosófico contra sus propias debilidades. Peirce atribuía lo que llama "el actual estado infantil de la filosofía", al hecho de que David Stove, "What is Wrong with OurThoughts?", en ThePlato Cultand OtherPhilosophicalFollies, Oxford, B. Blackwell, 1991, p. 201. Ibid., p. 188. 113 [...] durante siglos ha sido desarrollada principalmente por hombres que no fueron educados en salas de disección y en otros laboratorios y que, por ello, no estaban animados por el verdadero Eros científico, sino que provenían, por el contrario, de seminarios teológicos y, por consiguiente, estaban inflamados por el deseo de reformar sus propias vidas y las de los demás, deseo que es ciertamente más importante que el amor a la ciencia para los hombre en situaciones habituales, pero que los hace radicalmente ineptos para las investigaciones científicas"'. Hoy en día, el diagnóstico de filósofos de la tendencia denominada "postanalítica" acerca de la filosofía norteamericana sería, más bien, que h a sufrido principalmente, hasta u n a fecha relativamente reciente, de u n exceso de consideración por la ciencia y de prejuicios e ilusiones de índole cientificista. Pero es notable que este discurso sobre la hegemonía o, como dirían algunos, la tiranía que h a n ejercido las ciencias y la cultura científica predominante sobre la filosofía, lleve u n a existencia completamente independiente de la influencia real que puede ejercer el paradigma de la ciencia sobre la práctica de los filósofos y castigue, de u n a manera en muchos aspectos más virulenta, aquellas tradiciones filosóficas donde, como sucede con la nuestra, la voluntad de ser científico no h a representado j a m á s , de cualquier forma, u n a tentación seria para m u c h o s filósofos y, menos a ú n , u n peligro para la filosofía. Teniendo en c u e n t a los vínculos particulares que continúan existiendo en la tradición francesa, hoy más que n u n c a , entre la filosofía y la teología, podríamos incluso encontrar razones para a b u n d a r en el sentido sugerido por Peirce 17 . C.S. Peirce, Reasoning and the Logic ofThings, editado por Kenneth Laine Ketner, con una introducción de Kenneth Laine Ketner y Hilary Putnam, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1992, pp. 107108. Sobre este punto, véase especialmente Dominique Janicaud, Le tournant théologique de laphénomenologíefrangaise, Corabas, Editions de l'Eclat, 1991. 114