134.- no te pido que me quieras, me basta con soñarlo

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NO TE PIDO QUE ME QUIERAS, ME BASTA CON SOÑARLO
El hombre es lo que hace con lo que hicieron de él.
Jean-Paul Sartre, existencialista francés que renunció al premio Nobel.
Lo hice lo mejor que pude con lo que tenía.
Joe Louis, campeón del mundo de los pesos pesados, prácticamente analfabeto.
Cada noche, cuando el carcelero apaga las luces y bajo los jirones de sombras
sólo escucho toses y suspiros, existe un momento mágico en el que me vuelvo
osado. Entonces aprieto los ojos, muevo los labios y con el corazón desnudo te
pido que me quieras. No te sientas violenta, por favor, soy plenamente
consciente de lo absurdo de mi propuesta. Una aporía del orden moral y práctico,
como dice la voluntaria que viene a darnos clase. «Aporía», jamás pensé que
iba a utilizar una palabra así. Sin embargo, la apunté con mi mejor letra en el
pequeño cuaderno que siempre va en mi bolsillo, y antes de escribirla (con la
petulancia propia de cualquier enamorado) la consulté de nuevo en el
diccionario: «Aporía: Inviabilidad del orden racional». En el barrio en el que crecí
no abundaban este tipo de expresiones. Sólo las pronunciaban los pardillos, y
éstos, créeme, tenían que cuidarse muy mucho de quien caminaba a sus
espaldas. De mí el primero. No, tú y yo no hemos sido llamados a vivir una
historia irrepetible, de ésas que llenan las páginas de las revistas de papel cuché.
No, qué sinsentido. Sería ir en contra de las tozudas fuerzas que mueven esos
hilos del mundo que parecen hechos de acero. Estamos separados por el
insalvable muro de la moral, y por detrás de éste han levantado otro más elevado
aún: el de la realidad diáfana. Te preguntarás por qué te escribo, para qué
malgastar mi tiempo en una fantasía disparatada. Yo te lo digo: porque aquí
tengo tiempo para los disparates. De hecho, tiempo es mi única moneda de
cambio. Y aunque es inadmisible pensar que alguien como tú pudiera compartir
siquiera un inocente paseo conmigo, mientras tenga este bolígrafo en la mano
siento que estás tan cerca de mí como lo está el papel en el que escribo. ¿Acaso
puedo aspirar a más? Estas migajas para mí son más que suficiente. Para mí
escribirte de tú a tú, justifica sobradamente mi existencia.
No te pido que me quieras, me basta con soñarlo
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Los truenos retumban en la lejanía. Va a ser una noche difícil. Pronto
apagarán las luces y entonces regresarán los penachos que pintan de gris
marengo las paredes de mi celda, así que mejor no me ando con rodeos. La
verdad por delante: no soy un tipo que despierte empatía. Todos mis familiares
me han dado la espalda. Uno tras otro. Nada les reprocho, motivos no les faltan.
Soy lo que se dice un alma sucia. Para qué detenerse en detalles morbosos.
Estoy seguro de que a ti no te interesan. Dejémoslo, entonces, estar. Estoy aquí
por méritos propios, no porque la sociedad me señalara el camino y demás
historias al uso. No soy tan cobarde como para no aceptar mi destino. Dentro del
penal tampoco he hecho amigos. Por mucho que veas en las películas que en
las cárceles los presos son una piña, es una verdad a medias. En todos los sitios
cuecen habas y esto no iba a ser una excepción. Hay gente noble, no lo discuto.
Tienen sus códigos y los respetan, y aunque no te gusten sus reglas, al menos
sabes a qué atenerte, lo cual es bastante para no tropezar con ellos. Pero esa
gente es minoría. La mayoría de los reclusos va a lo suyo, y desde hace
semanas, por no decir meses, lo mío eres tú.
Te preguntarás cómo he sabido de tu existencia. El azar hizo bien su
trabajo. Me explico: en uno de los espacios comunes han instalado cuatro
ordenadores con conexión a internet. Como te podrás imaginar hay mucha
demanda entre los reclusos. La mayoría de las mañanas tienes que hacer cola
para navegar unos minutos. Las páginas están restringidas, y las que no,
vigiladas. Nadie va a planificar una fuga sirviéndose de los ordenadores de la
cárcel, puedes apostar por ello. Navegando sin rumbo fijo entré en una de esas
redes sociales. Me llaman poderosamente la razón por el hecho de que en ellas
la gente intenta desesperadamente aparentar que es feliz. Publican mensajes
optimistas, llenos de simbolismo, que si los lees con detenimiento no resisten la
prueba del nueve, pero a ellos les da igual, su único objetivo es que los demás
piensen lo plenas que son sus vidas, que la felicidad les desborda, que todo tiene
un sentido y ellos han dado con la combinación secreta. Pero por mucho que
aparenten a mí no me engañan, no. Lo que ellos intentan hacer pasar por
felicidad en realidad se llama incertidumbre. Lo he visto cientos de veces. Gente
que camina por las calles dudando de lo que hacen, de lo que creen, de su
pasado y de su futuro, y cuando alguien duda de todo y de todos, se aferra con
fuerza de titán al tablón que le ofrecen otros náufragos. Allí, a punto de ahogarse
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acuerdan todo tipo de conjeturas que les salvarán de un destino fatal. Tienen
medio cuerpo bajo el agua y las piernas atenazadas por el frío, pero mientras
alguien comparta con ellos sus falacias se sentirán seguros. Aunque suene
grotesco viniendo de un tipo en mi situación, en el fondo me dan pena.
Entre ese nubarrón de presuntuosos que se intercambian «me gustas» y
felicitaciones inocuas (porque no importa lo que escribas, lo que importa es que
los demás reaccionen) apareciste tú. No me preguntes cuándo ni cómo, ya te
dije que el azar jugó su papel. Lo que sí recuerdo es que te encontré justo cuando
se me agotaban los escasos minutos que nos conceden para el uso del
ordenador, y lo realmente fascinante fue que sólo tuve que ver por un instante
esa sonrisa sincera para leer cada una de las páginas que guardas en esa
biblioteca tuya que llamas alma. No me malinterpretes. No estoy insinuando que
seas una persona predecible, nada más lejos de mi intención. Lo que quiero decir
es que sin conocerte, sin haber jamás tratado a nadie mínimamente parecido,
horas más tarde, de vuelta en la celda, pude dibujarte en mi mente sin que se
me torciera el trazo. Fue como una revelación, el descubrimiento de un mundo
paralelo hasta entonces vedado, o si lo prefieres, como si por primera vez te
hubieras detenido a mirar a través de las ventanas de una casa por la que pasas
indiferente todos los días, para acabar descubriendo tras los cristales un universo
limpio y nítido. Pensarás que estoy loco, que nunca hemos cruzado una palabra
y que nunca lo haremos, y que aun así presumo de saber todo de ti.
Precisamente este hecho inconsistente es lo que me ha hecho enamorarme de
manera irracional. Y todavía te sonará más ridículo cuando te reconozca que
nunca antes he estado enamorado. Claro que me gustan las mujeres, no te
equivoques, he estado con muchas. Pero si enamorarse es aceptar que te
pongan patas arriba para vaciar tus bolsillos de toda esa falsa reciedumbre, yo
estoy enamorado de ti hasta los tuétanos.
Al día siguiente guardé de nuevo cola y tras una hora de espera, conseguí
que me dejaran un ordenador. Entré en la red social y me entretuve visionando
el resto de fotos que habías publicado, y éstas no hicieron más que confirmar lo
excepcional de mi descubrimiento. En particular me detuve en una fotografía en
la que estás con tu marido. Salta a la vista que es una buena persona. La vida
le pasa factura, sí, pero es una lucha digna. Las canas y el pelo ralo son medallas
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ganadas en el campo de batalla. Estoy seguro de que nunca tendrá que
avergonzarse de sus actos. Luego están tus dos hijos. No puedo precisar la
edad, soy muy malo para esas cosas, puede que diez, doce años, qué se yo.
Una de las últimas fotos que has subido es de ellos en una procesión. En otra
fotografía de ese mismo día posan contigo y tú sonríes orgullosa de su fe, la fe
que tú y tu marido les habéis trasmitido. Para ti la religión es un baluarte, el
pegamento que une las piezas rotas. Yo no soy una persona religiosa. Creo en
Dios, pero es evidente que Él no cree en mí. Tampoco le culpo, ni a Él, ni a mis
padres, ni a mis amigos, ni al barrio donde crecí. Son ellos los que tienen que
estar enojados conmigo. Yo soy el tipo que corrompía a los que estaban a su
lado, el que humillaba, el que conminaba a saltarse las reglas. Uno de los rudos
peones de los que se sirve el diablo para emborronar el mundo.
Pero de todo eso de lo que en su día me jacté, ahora me arrepiento. Y no
vayas a pensar que es por estar aquí prisionero, de ser así la catarsis se hubiera
producido mucho antes. No, el origen de mi contrición está muy lejos de este
lugar, y sólo tú sabes dónde. Porque desde la mañana en la que te descubrí veo
las cosas bajo un prisma distinto. Para empezar intento aprender todo lo posible.
Es como una obsesión. Consulto los periódicos de la biblioteca, revistas de
ciencia, de historia, lo que sea. Abro bien los ojos para leer entre líneas. Mi
cuaderno está repleto de palabras nuevas. Los martes y jueves espero ansioso
la llegada de la voluntaria. A sus clases asistimos cuatro pelagatos. No es una
mujer que se haga querer. No te mira a los ojos. Se mantiene distante, como si
nos tuviera miedo, lo cual entra dentro de la lógica. El otro día el Trucho nos dijo
que un tipo de administración le comentó que el director del penal todos los
meses le firma una especie de certificado para que en el futuro le sirva para
puntuar en una oposición. El Trucho lo dijo con rabia en los labios, animándonos
a que dejáramos de asistir. A mí me da igual que la profesora lo haga
desinteresadamente o no. Yo voy a sus clases porque me hacen pensar. Cuando
salga de aquí no quiero que mi vida se resuma en un vaso de cerveza y un
partido de fútbol. No. Ahelo a pensar en cosas que tal vez a ti también te
interesen. En mi imaginación hablo contigo y juntos le damos la vuelta a los
temas más variopintos. Por ejemplo, el otro día la profesora nos habló del
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hombre que estableció la ecuación de la desesperanza. No me dio tiempo a
apuntar su nombre, pero recuerdo perfectamente la fórmula:
D=S-P
Desesperanza es sufrimiento sin propósito. ¿No te parece una idea
extraordinaria? Este tipo de reflexiones que antes me pasaban desapercibidas
ahora me sirven de estímulo. Porque en esa ecuación se establece el
comportamiento de mucha gente con quien me topé en la vida. Representa el
veneno de quien tiene de todo y, sin embargo, en lugar de apreciarlo se
obsesiona en sufrir por cualquier ñoñería. Tal vez la profesora no fuera
consciente, pues se estaba dirigiendo a un puñado de hombres que tenemos
motivos sobrados para hundirnos en la desazón, pero el saber que otras
personas viven en una cárcel sin jamás haber pisado una, a mí me da pistas
sobre lo que debo hacer una vez salga de aquí. Yo a esta ecuación le voy a
cambiar el nombre y la llamaré la ecuación de «La Esperanza», porque te juro
que cuando salga no perderé un solo segundo en andar lamentándome sobre si
existen fuerzas oscuras que conspiran contra mí. Ningún pensamiento
inanimado va a bloquearme. Tampoco me quedaré cruzado de brazos
esperando a que alguien me ponga un “me gusta” en una fotografía. Me moveré,
haré cosas que me hagan sentirme digno, seguiré tu ejemplo, porque yo sé que
tus acciones son lo que en realidad provocan tu sonrisa, y que ésa es la razón
de que sea una sonrisa sincera, fruto de un acto que te llena (no de un
pensamiento o de un deseo), un acto que tiene trascendencia entre la gente que
está a tu alrededor. Ellos te quieren por el efecto que producen en ellos tus
acciones. Sentirse querido debe ser emocionante. Sólo así se puede ser feliz.
El otro jueves la voluntaria nos pidió que escribiéramos un párrafo sobre
lo que pensamos que es el amor. Nos dijo que iba a emplearlo en no sé qué
estudio que está llevando a cabo. Tuvo mucho valor al pedírselo a unos reos,
algunos de ellos condenados por delitos de sangre. Nos dio hasta el martes
siguiente para terminar la redacción. Yo me lo tomé en serio. De hecho escribí
varios borradores. Al final le presenté éste:
«Llueve. Las gotas caen sobre los tejados, golpean los parabrisas de
los coches, amedrentan a los pájaros. Los paseantes corren a buscar
No te pido que me quieras, me basta con soñarlo
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refugio en los soportales. Las gotas de lluvia se escriben en tiempo
presente. Para ellas el pasado fue una génesis imperceptible y no
existe más destino que el futuro inmediato. Hay algo humano en las
gotas de lluvia, la respuesta inconsciente en los momentos
dramáticos. En el amor, sin ir más lejos. El amor está reñido con la
cordura. Ciegos de amor somos capaces de justificar la más absurda
de las fruslerías a las que nos aboca el instinto. Sufrimos, lloramos, la
melancolía nos aprieta fuerte el corazón. Y a pesar de todo, a nadie
le disgusta que el amor le sorprenda como la lluvia de septiembre, sin
paraguas ni capucha».
A la salida de clase, la profesora me llevó a un aparte y me felicitó. Creo
que no estaba fingiendo como la he visto hacer en otras ocasiones. Me regaló
un diccionario que escondo bajo el colchón.
Debo ir terminando. Dentro de poco van a apagar la luz. Según el
calendario en un par de meses estaré fuera. No te preocupes, que no pienso ir
en tu busca. No te abordaré en la calle para pedirte que tomes un café conmigo.
No tendrás que pasar un rato incómodo escuchando mi historia, preguntándote
a cada momento qué querrá de mí éste, un exconvicto con ojos de perturbado.
Ni siquiera pienso mandarte una carta anónima que te haga partícipe de lo que
no deseas. Sigue con tu vida que yo emprenderé la mía. Lo que me has dado
durante todo este tiempo es más que suficiente para llenarme de gratitud. Porque
me has dado ESPERANZA, y aquí esa es una palabra que se escribe con
mayúsculas. Tú y yo seremos lo que dijo un filósofo llamado Spinoza (éste sí que
me dio tiempo a apuntar su nombre): «No existen buenas ni malas personas. Las
personas simplemente nos complementamos».
Voy a dejar el cuaderno debajo de la almohada. Entonces cerraré los ojos
y moviendo los labios con el corazón en la mano una vez más te pediré que me
quieras. Ya sabes que a nada te obligo, me basta con soñarlo.
—Fin—
No te pido que me quieras, me basta con soñarlo
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