La_certeza - WordPress.com

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Tema 2.4. ¿Cuándo conocemos la verdad? Los diversos estados de la mente en el conocimiento Introducción: El uso personal de la inteligencia para conocer la verdad «¿Quién soy yo?». A esta pregunta, como hemos podido comprobar en los dos capítulos anteriores, podemos dar una respuesta satisfactoria. Tenemos la capacidad para conocer las cosas como son: Dios, el mundo y nosotros mismos. Al contrario de lo que suceden en las negaciones de la verdad que conforman gran parte de la post‐modernidad, el realismo explica nuestra experiencia cognoscitiva y ofrece la garantía de que podemos apagar nuestra sed de verdad. Por derecho natural, de iure, podemos conocer la realidad. Esto no implica que de facto, de hecho, la conozcamos siempre. Una cosa es la capacidad, otra bien distinta el uso de la misma. Una cosa es saber que la video‐cámara de mi inteligencia funciona, otra cosa es saberla usar bien. Es hora de pasar de un análisis objetivo, genérico y abstracto sobre nuestra capacidad natural a un examen del uso concreto de tal capacidad. Inevitablemente, usamos la inteligencia de modo subjetivo, personal, en situaciones particulares ante verdades concretas. No todos nuestros conocimientos son iguales en cuanto a la intensidad o fuerza con que penetran en nuestra inteligencia. Hay diversos grados de seguridad o asentimiento en nuestros juicios. A veces estamos seguros de que tal o cual proposición, es verdadera. A veces, en cambio, dudamos. Otras veces opinamos. En ocasiones erramos. A muchas verdades sólo podemos asentir con nuestra voluntad, mientras de que otras muchos somos completamente ignorantes. Tenemos, en fin, diversos modos de asentir a nuestros juicios. Definámoslos brevemente. 1
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El error consiste en un juicio de la mente que no se conforma con la realidad. La ignorancia es la falta de un conocimiento debido. La duda se identifica con la suspensión del juicio ante dos proposiciones contradictorias. La conjetura o sospecha (en sentido positivo) es una inclinación débil hacia una proposición sin afirmarla de modo definitivo. La opinión es la adhesión a una proposición hecha con reservas, es decir, con temor de equivocarse. La certeza, en cambio, es el la cualidad de sentirse seguro, sin lugar a dudas: un asentimiento firme a una verdad sin ningún temor prudente a equivocarse. La calidad subjetiva de nuestros conocimientos es variada. Dedicaremos el último capítulo a resolver los siguientes interrogantes: 1. ¿Cómo alcanzar la certeza? ¿Cuál es el criterio definitivo por el cual la mente se asegura de que posee la verdad? 2. ¿Por qué no siempre tenemos certezas? ¿Por qué nuestra inteligencia se siente con frecuencia obligada a creer, opinar, dudar y a correr el riesgo de equivocarse? ¿Qué es lo que condiciona los diversos modos de asentir a la verdad conocida: la realidad, las ideas o la mente? 3. Muchos de nuestros conocimientos son creencias. ¿Por qué debemos creer, o sea, fiarnos de los demás? Respondiendo a estas preguntas podremos orientarnos para discernir cuándo y cómo podemos responder a la cuestión de las cuestiones: «¿Quién soy yo?» 3
2.4.1. La certeza: criterio y tipos 2.4.1.1. El criterio de certeza Nos gustaría siempre estar seguros de que tenemos la razón. La experiencia ordinaria me enseña, sin embargo, que de muchos conocimientos no tengo certeza, o sea, el estado en el cual la mente se adhiere firme y definitivamente a una proposición sin temor a equivocarse. En el modo de asentir en mi interior encuentro una clara diferencia entre el juicio «El libro está sobre mi escritorio» y los juicios: «Lloverá pasado mañana», «Hay seres inteligentes en otras galaxias», «El poeta griego Homero era ciego». Sobre la existencia del libro y el lugar donde está colocado no puedo dudar. Sí puedo dudar, en cambio, de las otras tres proposiciones sobre la lluvia de pasado mañana, la existencia de extraterrestres y la ceguera de Homero. Hay la probabilidad de caer en el error. En el primero caso, mi asentimiento es total; en los demás, es débil: advierto que las cosas pudieran ser de otro modo. ¿Qué puede inducir a la mente a adherirse a una verdad sin temor prudente a equivocarse? Necesitamos un criterio definitivo, auto‐fundante y universal que asegure a la mente de haberse conformado con la realidad en ciertas ocasiones, dado que las verdades alcanzadas por la mediación de los razonamientos y testimonios ajenos se basan, últimamente, en certezas. Sin ellas, nuestro 4
razonar y argumentar se basaría en las arenas movedizas de lo meramente opinable, probable o dudable. No podríamos edificar el rascacielos de los conocimientos sobre fundamentos sólidos. Observemos el modo de actuar de nuestra mente en la experiencia ordinaria. Como vimos en el capítulo 2, nuestra inteligencia se mueve tendencialmente a “ver” el estado real de las cosas, no a escogerla ni a crearla. Sólo cuando capta lo que es, lo afirma como es. Mientras no lo perciba de modo claro, convincente, concluyente, sin posibilidad de contemplar otras alternativas, no emite un juicio definitivo. La mente no “descansa” hasta alcanzar, siempre que sea posible y en la medida de lo posible, la seguridad de que «esto es así» y no de otra manera. Si estoy en mi cuarto estudiando felizmente este libro y, de repente, escucho un tintineo en la ventana y tengo la impresión de que está lloviendo, pero no estoy seguro, ¿qué hago? Miro por la ventana: veo que, efectivamente, está lloviendo (será mejor entonces seguir estudiando que salir de paseo). Sólo entonces mi inteligencia se decide a afirmar con decisión: «Llueve». Si veo a lo lejos una silueta y dudo si se trata de un maniquí o de una persona de carne y hueso, ¿qué hago? Me acerco. Sólo cuando vemos con claridad de qué se trata, afirmo con decisión: «Es un maniquí» o «una persona». Lo mismo nos sucede con objetos no sensibles. A veces me pregunto si resulta más conveniente realizar esta actividad o la otra; delibero y establezco un juicio definitivo cuando “veo” con nitidez qué es lo mejor. En definitiva, tenemos certeza sólo cuando la realidad se presenta a la mente de modo objetivamente evidente, es decir, cuando su inteligibilidad es tan patente que la inteligencia reconoce esa realidad de modo inmediato. Por tanto, el único motivo que tiene la inteligencia para decidirse por una sola posición y excluir todo temor a pensar que lo contrario pueda resultar verdadero es la evidencia objetiva: la instantánea “auto‐revelación” o manifestación de la realidad a la mente. Aunque todo ente, en cuanto inteligible, es evidente en sí mismo, no todo ente es evidente para nosotros, porque no todo “posa” para la mente inmediata y directamente. En este capítulo no hablamos de la evidencia in se (en sí misma), sino de la evidencia quoad nos (hacia nosotros). La evidencia objetiva quoad nos es, por tanto, la norma universal permanente para conocer y reconocer la verdad de los propios juicios con certeza. La certeza no es más que la consecuencia subjetiva de la evidencia: es la percepción inmediata de las cosas como son porque se presentan inmediatamente como son. Los hombres no somos libres para percibir lo que queremos. Percibimos lo que es, tal y como se presenta a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia. Cuando abro los ojos, no soy libre de ver lo que quisiera ver; veo lo que está ahí fuera delante de mí. Mi inteligencia “ve” las cosas que le parecen verdaderas, conformes a la realidad. Sólo soy libre de aceptar en mi corazón, con la voluntad, lo que «he visto». Puedo rechazar o negar la verdad, pero no puedo evitar haberla percibido; tengo certeza de ello. 5
2.4.1.2. Conocimientos ciertos (evidentes) e inciertos (no evidentes) Evidencia significa, etimológicamente, capacidad de “ver” (videre, en latín) “desde” (prefijo e o ex) uno mismo: visión hecha por sí mismo. Esencial a la evidencia es su carácter de contacto in‐mediato con la realidad, o sea, no mediado por razonamientos o por testimonios ajenos. Cuando el objeto se presenta como evidente, establece una relación directa con la mente que excluye todo intermediario. De ahí que su presencia en la mente sea indudable. Tenemos, por un lado, certezas que provienen de evidencias sensibles: todos los conocimientos adquiridos por nuestros sentidos de manera inmediata: «Hace frío». «El libro es pesado». «Hay un plato roto ahí». «Gabriela me está contando sus aventuras»… No puedo dudar de lo que toco, siento, escucho, veo, gusto. No puedo negar intelectualmente la existencia de cuanto percibo. El conocimiento de la silla sobre la que estoy sentado no depende de la información que he recibido de otros ni deriva de la conclusión de un silogismo. Se trata, simplemente, de un objeto evidente y, por tanto, de un conocimiento cierto. Tenemos también certezas que provienen de evidencias intelectuales: el conjunto de verdades sobre realidades inmateriales percibidas espontánea e inmediatamente por la mente sin necesidad de reflexión ni de educación. Este conjunto de verdades está formado por los principios analíticos, sus aplicaciones inmediatas y los juicios inmediatos de la experiencia: «Yo existo». «Las cosas son distintas de mí». «Ningún ente puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido» (principio de no contradicción). «El todo es mayor que la parte»… Después de ver un plato roto, para mí resulta evidente que «algo o alguien ha roto ese plato», dado que el principio de causalidad es evidente a la razón: «Todo efecto tiene una causa». Si en un electrodoméstico me encuentro con un aparato hasta 6
ese momento desconocido, pregunto para qué sirve, dado que para mí es evidente el principio de finalidad: «Todo tiene un fin». Sé con certeza que «el fuego quema», aunque ya no meta nunca más la mano en el fuego, dado que para mí es evidente que «la naturaleza de las cosas no cambia». A partir de las certezas que provienen de evidencias sensibles e intelectuales, elaboramos otros muchos conocimientos por mediación de razonamientos y de testimonios. Éstos ya no son evidentes, pues no provienen de un contacto directo con la realidad. Cabe la posibilidad de que la mediación sea impropia y, por tanto, incapaz de conducir la mente a la realidad. Cuanto más débil sea la mediación, más incierto es el conocimiento. Las verdades obtenidas como conclusión de razonamientos inductivos o deductivos son, por lo general, menos inciertas que las adquiridas por información de otros, dado que la mediación del raciocinio es interna al sujeto. Supongamos que no sé si el alma humana es inmortal. Puedo hacer el siguiente razonamiento: «Todo lo que es espiritual es incorruptible, no puede morir. El alma humana es espiritual. Por tanto, el alma humana es incorruptible, no puede morir». 7
La conclusión es una verdad no evidente y, por tanto, tiene un grado subjetivo de incerteza. ¿Por qué? Puedo dudar de mi conclusión por dos motivos: (1) alguna de las premisas puede ser errónea; (2) la conexión entre las premisas puede ser incorrecta. La mediación no ofrece una certeza indudable al cognoscente; el sujeto siempre podría dudar si el raciocinio era verdadero y correcto. Verdades nada evidentes y más inciertas aún son las que se adquieren desde el exterior por mediación de testigos: parientes, amigos, conocidos, transmisores de cultura y de tradiciones, educadores, políticos, autores de libros, periodistas, agentes de medios de comunicación social, escritores en internet, etc. La evidencia de lo que ellos me transmiten no se encuentra en la propia relación inmediata con la realidad ni en la conclusión de un razonamiento personal, sino en la evidencia del testigo. Aceptamos su testimonio por fe humana. Les creemos. No puedo tener ni evidencia ni certeza absoluta de esta información que me da un amigo: «Mi tío es misionero en África»; simplemente, le creo. Tampoco tengo evidencia de que «la tierra gira alrededor del sol» y de que «Napoleón perdió la batalla de Waterloo»; creo a los astrónomos y a los historiadores. 8
2.4.1.3. Tipos de certeza La certeza es el estado perfecto de la mente hacia el cual tiende siempre que considera un objeto. Todos los demás estados – ignorancia, error, duda, sospecha, opinión, creencia – son imperfectos y transitorios; la mente busca salir de ellos para alcanzar la certeza en la medida de lo posible. Ahora bien, no todas las certezas son idénticas en su grado de infalibilidad. Podemos distinguir tres tipos de certezas. La certeza metafísica es el firme asentimiento acerca de las esencias o naturalezas de las cosas. Tiene el máximo grado de infalibilidad: es imposible caer en el error. ¿Cuáles son estas certezas metafísicas? En primer lugar, los principios analíticos, inmediatamente evidentes a la inteligencia. A estos podemos añadir los juicios analíticos aplicados, como vimos con los ejemplos del plato roto («algo o alguien ha roto el plato, porque todo efecto tiene una causa») o del aparato nuevo en el electrodoméstico («este aparato tiene una finalidad, dado que todo ente tiene fin»). Certezas metafísicas son también todos los principios sintéticos, que son nuestros conocimientos ciertos acerca de las esencias o naturalezas de las cosas: «Los perros son animales que ladran», «las plantas tienen vida», «las estrellas son astros con luz propia», «la televisión es un aparato que sirve para ver programas». Contamos, finalmente, con los juicios inmediatos de la experiencia: la enunciación de lo que se experimenta actualmente: «Está lloviendo», «estoy feliz», «este libro es interesante», «escribimos», «este salón tiene muchas sillas». De todas estas verdades no puedo dudar. Si el perro es un animal, siempre lo será; no puede dejar de serlo; ni siquiera Dios podría cambiar su naturaleza canina. Hay aquí, pues, una certeza absoluta. La certeza física tiene como objeto las leyes de la naturaleza y las operaciones de los entes, basadas en la relación entre causas naturales y efectos. No nos referimos, pues, al conocimiento de entes físicos. En esta certeza no se excluye del todo que suceda lo opuesto de lo que debería suceder, si bien la posibilidad del cambio es prácticamente nula. Sé, por ejemplo, que el papel, siendo ligero, cae con cierta lentitud al suelo por motivo de la fuerza de la gravedad. Ahora bien, podría resultar que en una ocasión cayera rápidamente o se mantuviera por un tiempo en el aire, porque intervienen factores imprevistos o caóticos; mi predicción, en tal caso, fallaría. Cabe la posibilidad también de que Dios intervenga en la operación de la naturaleza, realizando algún milagro: una persona tiene cáncer y está desahuciada; repentinamente y sin causa natural, se cura. La ley de la naturaleza ha sido, temporalmente, interrumpida. Dios, de todos modos, no puede cambiar la esencia de alguna cosa; no puede hacer que un perro sea un libro ni viceversa, pero sí puede cambiar la operación, el modo de comportarse de algo. De todos modos, dado que los elementos caóticos o imprevisibles y las intervenciones de Dios son más bien raros, podríamos decir que nuestro conocimiento ordinario sobre cómo actúan las cosas puede tener en la práctica el valor o la intensidad de las certezas metafísicas. La certeza moral tiene como objeto el modo ordinario de comportarse de las personas. No se refiere, pues, al conocimiento de los principios y normas éticas. En no pocos casos, el comportamientos humano es estable, pero el comportamiento opuesto al ordinario no queda excluido como imposible o contradictorio, dado que el agente es libre. Conocemos por experiencia leyes acerca de modos típicos de actuación de la gente: «el hombre no mata sin un motivo relativamente importante», «el 9
hombre no miente sin razón», «las personas tienen un determinado grado de apertura o generosidad», «todo el mundo tiene amigos», «a la gente le gusta comer bien». Basado en estas «certezas morales» (convicciones experienciales), camino por la calle sin temor a que me apuñale el primer individuo con que me topo afuera; como la sopa que me preparan sin considerar para nada la posibilidad de que esté envenenada; si pregunto a alguien la dirección de una calle o la hora, confiaré en que me va a responder la verdad… Estas certezas morales hacen “vivibles” nuestra vida: me fío de que el policía de enfrente no es un farsante vestido como tal, me fío de que la coca‐cola del supermercado es coca‐cola y no una estafa o un producto mortal, me fío de lo que me cuentan mis amigos, me fío de la información de los periódicos, etc. De todos modos, mis certezas no son metafísicas, porque la libertad humana es imprevisible y lo opuesto puede darse. Hay hechos indudables sobre el modo de comportarse de la gente, pero también presuponemos que, por lo general, no se abusará de la libertad sin motivo; tal convicción nos da una cierta garantía o certeza en la vida. 10
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