El libro Solos en la noche abre una puerta para indagar en un

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El libro Solos en la noche abre una puerta para indagar en un
universo olvidado. El crimen de Daniel Zamudio es la punta de
una hebra ensangrentada que recorre barrios lejanos, formas de
vida y sobrevida en un paisaje ajeno al poder y abandonado por
el discurso público. El libro de Rodrigo Fluxá sencillamente
alumbra un retrato que no tiene nada que ver con las consignas.
Tampoco es un fresco de moralidad ni pretende serlo, es la
realidad de un puñado de personas amarradas por una misma
tragedia que pareció haber despertado a un país.
Las críticas apresuradas a este libro sólo puedo interpretarlas
como el síntoma de algo más profundo, la manera en que las
tensiones de género y clase nos conmueven como chilenos de
forma cada vez más intensa, como los dolores no tratados o los
efectos tardíos de una antigua paliza de la que es mejor no
hablar. Aquellos que durante décadas permaneció silenciado
bajo la presión cultural, religiosa y política ahora parece bullir al
menor movimiento. Nuevos temas que abren nuevas discusiones
y conflictos, agitan debates y disparan quejas que hasta hace
poco simplemente no existían.
Recuerdo los archivos y testimonios que leí y escuché mientras
preparaba mi libro Raro. Los procedimientos usuales de la
policía, las redadas arbitrarias, el trato de la prensa, el
menosprecio usual de la autoridad y la reacción de la opinión
pública. Cada vez que un hombre homosexual era asesinado la
policía iniciaba redadas entre los propios amigos de la víctima
que se transformaban automáticamente en sospechosos y eran
exhibidos en esa calidad a la crónica roja. Según la lógica policial
las personas homosexuales tendíamos a matarnos entre
nosotros mismos, de preferencia a martillazos en la cabeza, una
certeza respaldada según ensayos seudocientíficos de principios
del siglo XX vigentes hasta el día de hoy en la cabeza de muchos
policías. Eran crímenes que casi nunca se resolvían, porque
sencillamente nunca se evaluaba otro móvil para el asesinato.
Por eso no me extrañó leer la primera crónica de Rodrigo Fluxá,
aquella en la que contaba que si no hubiera sido por dos amigas
de los asesinos de Daniel Zamudio que acudieron a declarar por
voluntad propia, la PDI no hubiera tenido pistas. No sabían cómo
proceder, porque hasta el asesinato de Daniel Zamudio, ese tipo
de crímenes era tratado como un hecho de la causa, un asunto
sin importancia no sólo por la policía, sino por la misma
comunidad.
Todo parece haber cambiado desde aquellos días, sin embargo
las tensiones sociales que provoca el género y la clase social
siguen ahí, recordándonos el orden de las cosas.
Mi pregunta es ¿En qué lugar hemos vivido hasta ahora? ¿Es este
el mismo país en el que se perdían jóvenes en Alto Hospicio y a
nadie parecía extrañarle porque seguramente eran prostitutas,
según lo informaba una autoridad de gobierno que hoy es
ministro? Y no lo eran ¿pero y si lo hubieran sido se merecían
morir enterradas en el desierto? ¿Es este el mismo país en el que
el presidente del principal partido progresista se opone al
matrimonio de personas del mismo sexo y al aborto? ¿Es el
mismo lugar en el que parte importante de las familias más ricas
educan a sus hijos en colegios cuyo líder era un sacerdote que
abusaba de sus propios hijos? ¿Es el país cuya presidenta tuvo
que conocer en España a una pareja gay para caer en cuenta de
que tal cosa existía y no era mala? Si es el mismo país ¿Por qué
incomoda tanto el trabajo de un cronista relatando una historia,
que más que la historia de un crimen es la historia de una
víctima y sus victimarios?
¿Qué es lo verdaderamente
condenable o sospechoso?
La realidad es incómoda, en ocasiones injusta y como esos sitios
eriazos de la periferia, la realidad suele ser un territorio
desolado como una herida que no cicatriza o un campo
erosionado donde ya no es posible que crezca ni siquiera la
maleza.
Me gustó leer Solos en la noche porque hace que una historia
conocida cobre un nuevo sentido, abra nuevas interrogantes y
siembre la duda no respecto del espanto de un crimen
horroroso, sino sobre el mundo en el que los involucrados en
este crimen se movían. Siembra la duda exactamente en el
ámbito de las certidumbres pre-cocinadas por la urgencia de la
prensa que describía a los asesinos como una manada de
fanáticos. Es más tranquilizador pensar que los asesinos eran un
tropel de neonazis, una pandilla de firmes convicciones fascistas
fácilmente reconocibles a pensar que eran un puñado de jóvenes
sin destino con quienes podríamos habernos topado en la calle o
en un bar sin levantar la más mínima sospecha. Las caricaturas
tienen la ventaja de ahorrarnos tiempo, de ofrecer certidumbres,
de brindarnos comodidad. Solos en la noche es justamente lo
contrario de una caricatura, aquí aparecen las pasiones
alteradas, las aspiraciones, los resentimientos y el dominio
extendido de la frustración de conocer muy bien los límites.
Solos en la noche es un libro sobre gente enclaustrada en su
propio fracaso y sobre un joven que buscó librarse de ese
fracaso a su manera. La muerte de Zamudio es una gran
tragedia, pero eso no quiere decir que su propia vida no lo fuera.
Tampoco libra de responsabilidad a sus asesinos el relato de sus
propias heridas. Solos en la noche no es una declaración de
ideas, ni un panfleto negacionista, ni un altar en el que acomodar
una estatua de yeso, es simplemente una crónica sobre el
fracaso.
Finalmente me gustaría decir que yo no creo en los mártires, yo
no creo en los santos ni en las animitas, yo sospecho de las
virtudes encarnadas, yo creo en el peso de los hechos, en los
derechos ciudadanos, en la justicia y en la esperanza de que
quienes vengan tendrán una vida mejor de la que tuvo Daniel
Zamudio, de la que tuvieron sus asesinos, de la que yo mismo he
tenido.
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