La belleza. Un concepto tan antiguo como antigua es la humanidad y, sin embargo, no estamos más cerca ahora de entenderlo que cuando vivíamos en cuevas. Es más, quizá nos estemos alejando. A pesar de esto, tan antiguo como la belleza es el afán de unos pobres ilusos por encontrarle una explicación, que es lo que yo intentaré hacer en esta disertación. Para empezar, podríamos preguntarnos “¿qué es la belleza?” y devanarnos los sesos hasta que alguien se apiade de nosotros y nos dé cicuta para acabar con nuestro sufrimiento. No, si queremos comenzar a entender el concepto, es necesario reducirlo un poco. Por ejemplo, ¿por qué encontramos belleza en unas cosas y no en otras? O por decirlo de otro modo, ¿Por qué preferimos esto en vez de aquello? ¿Depende la belleza de cada uno o por el contrario todos encontramos belleza en lo mismo? Ahora que tenemos unas preguntas que responder, lo mejor será ponernos manos a la obra. Seguro que lo primero que se nos viene a la cabeza es que para gustos colores. No hay criterios universales y nos quitamos el problema de encima. Vamos a por una botella de champagne para celebrarlo. Pero, sin embargo, siempre habrá alguien que piense que la belleza sí que es universal. ¿A quién se le ocurre semejante tontería? Aunque, bien pensado, quizá haya algo de razón en ese planteamiento.... Hay que ver, los filósofos siempre fastidiando, por no decir algo peor. Pues bueno, supongo que no nos queda más remedio que dejar el champagne para más tarde. Habrá que explorar cada punto de vista por separado y después intentar sacar provecho de ambas teorías para intentar llegar a una respuesta propia. Para empezar, vamos a abordar la primera idea que se nos ocurrió: que la belleza depende de cada uno, es decir, que es relativa. Filósofos como Descartes compartían esta idea, defendiendo que no había ningún criterio con el que se pudiera definir algo como bello, como susceptible de gustar a todo el mundo. Si la belleza es relativa, a mí me puede apasionar un cuadro de Van Gogh y mi mejor amigo, prácticamente mi alter ego, detestarlo. ¿Por qué puede ser esto?, nos preguntamos. Podemos coincidir en que lo que nos parece bello nos provoca sentimientos positivos. Pues bien, a lo mejor son los sentimientos positivos los que hacen que algo sea bello. Por ejemplo, a mí me encanta Van Gogh porque una vez me encontré un cuadro suyo perdido en un desván, lo vendí y me hice rico. Por el contrario, mi amigo era el propietario de dicho trastero, y no descubrió la existencia del cuadro hasta después de que yo amasara mi fortuna. Como yo asocio el cuadro a una experiencia sumamente positiva (al menos inicialmente), lo encuentro bellísimo, mientras que mi amigo, al ver en este lienzo su frustración, lo aborrece (y a mí de paso, probablemente). Otro argumento para esta idea se puede encontrar en la misma exposición que visitamos con nuestro… examigo. Los cuadros renacentistas muestran a mujeres de constitución equilibrada, mientras que obras posteriores las muestran más rellenitas. Por otra parte, muchas de las modelos de hoy en día parecen prácticamente anoréxicas. Este es un ejemplo del cambio en el concepto de belleza, esto es, de la evolución del canon estético a lo largo de la Historia. Pero recordemos lo dicho: no nos podemos quedar con la primera teoría que se nos pase por la cabeza. Hay una segunda idea a tener en cuenta: que la belleza es universal, que es igual para todos. Puede parecer un poco anti intuitivo, pero si lo pensamos puede tener sentido. Nos parece bella la gente en forma, sana, activa… la que tendría más posibilidades de sobrevivir en la naturaleza, una mejor carga genética. Según esta teoría, la belleza sería un mecanismo de supervivencia, por lo que los criterios con los que la medimos serían los mismos para todos. Ya Aristóteles, hace más de dos mil años, defendía la objetividad de estos criterios. Según él, encontramos bello aquello que tiene relación de simetría y un tamaño ni muy grande ni muy pequeño, lo cual permitiría, junto con el criterio de verosimilitud, convertirnos en críticos de cine estupendos. También tenemos la proporción áurea, que se encuentra desde el Partenón de Atenas hasta las tarjetas de crédito. Ya tenemos otro argumento, y además apoyado por evidencia matemática, que siempre viene bien. Para clavar el último clavo en el ataúd de los relativistas, podemos observar la belleza en la naturaleza. Nos sentimos sobrecogidos por una puesta de sol y nos maravillamos de la inmensidad del cosmos ante el cielo nocturno. Esta belleza fue recogida por Kant como “lo sublime” aludiendo a la inmensidad de la naturaleza que nos supera y existe en todas las culturas del mundo (prueba de ello es el desarrollo de la astronomía tanto en Mesopotamia como en China y el imperio Maya). Aunque según el filósofo sea un concepto distinto al de la belleza, sirve para ilustrar la universalidad de esta. Después de explorar estas dos teorías, podemos ver que resultan convincentes… a medias. Es decir, ninguna es realmente satisfactoria, ambas tienen razón en parte, pero se contradicen mutuamente. ¿Qué podemos hacer al respecto? Pues podemos intentar llegar a un término medio, que reúna lo mejor de ambas teorías. Empezando por nuestro amigo Aristóteles, no podemos negar que existen ciertos criterios objetivos. Aparte del concepto kantiano de lo sublime y de las proporciones matemáticas, hay experimentos realizados con bebés que parecen indicar que, desde tan tierna edad, ya distinguen a los guapos de los feos. Estamos, de alguna forma, condicionados por los genes. Aun así, no podemos reducir la cuestión al azar genético, también lo cultural conforma nuestro gusto: los guapos y feos cambian con los cánones, como ya pudimos apreciar anteriormente en cierta galería de arte. Es evidente que también hay criterios compartidos, relativamente universales o intersubjetivos. La belleza, como los idiomas, es algo que se aprende, que nos enseñan nuestros padres. Por ejemplo, imaginémonos la típica imagen: “nene, deja eso, caca” o “mira que guau tan bonito”. En estos dos casos nos dan criterios, en uno que lo que sea que nos estábamos llevando a la boca es malo y feo (como la caca) y en otro que el “guau” (que luego descubriremos que se llama perro) es bonito. Aunque, ¿cuándo se ha visto que un padre diga a su hijo: “mira qué bonita esa sinfonía nº 9 de Beethoven” o “¡no mires ese cuadro de Kandinsky, caca!”? ¿Cómo es que nos pueden llegar a gustar o disgustar cosas sin que nos las inculquen? Es que no solo nos enseñan la belleza, también nosotros la aprendemos, como la descubrimos en la galería con nuestro ahora acérrimo enemigo. Es que la belleza empieza siendo una “plantilla” y posteriormente la expandimos. Tenemos criterios naturales y criterios sociales con los que juzgamos la belleza inicialmente, pero no nos podemos quedar así para siempre. Igual que los niños al crecer dejan de “tomar prestadas” las opiniones de sus padres, lo mismo hacen con los criterios de la belleza: con la experiencia creamos nuestros propios criterios, modificando el punto de partida medio objetivo y medio intersubjetivo hasta tener nuestro propio punto de vista, distinto al del resto del mundo. Hemos podido examinar por nosotros mismos los distintos puntos de vista, desde el de Aristóteles de que la belleza es objetiva hasta el de Descartes, quien defiende todo lo contrario, que más subjetiva imposible. Y, ya que hay que reconocer que todos tienen algo de razón, hemos desarrollado la nuestra propia, un poco para reconciliar las anteriores: aunque nazcamos con y aprendamos criterios comunes, vamos aprendiendo qué es bello y qué no, expandiendo nuestro concepto y transformando lo objetivo y lo intersubjetivo en una idea personal. Ahora, por fin, ya podemos abrir esa botella de champagne. ¿O quizá no? Hemos reflexionado sobre los criterios, basándonos en tres ideas fundamentales: lo objetivo, lo intersubjetivo y lo personal, es decir, la naturaleza, la sociedad y nosotros como individuos. Pero, ¿cuál de estos es más importante? Cuando juzgamos, ¿cuál de estas ideas predomina y nos hace decidirnos? Esta es, desde luego, una pregunta fundamental, aunque a mi entender podemos aplazarla un poco y disfrutar de la primera botella de champagne.